ALGUNAS DE LAS PÁGINAS MÁS BELLAS

DELPARQUE  NATURAL DE CAZORLA, SEGURA Y LAS VILLAS

Bajo las Aguas del Pantano del Tranco

 

INDICE     

                                 

La niña Mary

Los soldados y las cartas

Montilla y el Pequeño Ruiseñor

El perfume     

Escuela en el Carrascal

Maestra y alumna     

Costumbres en la Vega

Las luminarias           

Juegos de mozos      

Baile en Fuente de la Higuera

Boda de la más guapa

Música en la Vega    

La Semana Santa     

Los ancianos

Vega y huertas          

La laguna       

Picacho de Monte Agudo

Palomas y bañistas                     

Comidas de mi tierra 

La Navidad    

Desde el Soto a Hornos

Recuerdos de Hornos

Tres rosas Blancas   

Premio fin de curso   

Las gemelicas           

El paralítico    

La hermosa Capitana

El tío del Pequeño Ruiseñor

El camino que vuelve

Promesa a la Virgen

Muerte por las espaldas

Barrenos y crecida del río

Amor con amor se paga

¿Cómo arreglar el mundo?

Historia del primer incendio

Las vacas y la Mijera

La mariposa rota

Después de la guerra

Conversaciones en la Vega

Abuelo y nieta

La casica de papá

Guarina de la casa

El reloj del sol

La abuela

La estrellica de oro

La madre

Párrocos de Hornos

Las cartillas de racionamiento

La última vez

Arrancando del Soto

El Sueño

Cuento de la abuela

La princesa despreciada -1

El secreto de la princesa -2

La fanega de trigo -3

Años después

Notas finales

 

 

 

          DEDICATORIA              

          A la memoria de mi marido que con tanta paciencia me escuchaba cuando le hablaba de mi tierra. A mis hijos y nietos que a través de mis relatos han empezado a quererla y a mis difuntos que toda su vida mantuvieron vivo su recuerdo y se fueron al cielo con el dolor de haberla perdido. María 

 

PROLOGO

Hay muchas maneras de escribir y recordar la historia y una sencilla, puede ser la de este librito y así lo ha hecho María que a lo largo de unas pocas horas a su lado, he compartido los recuerdos de los lugares y seres ausentes que por encima de todo, son bellos. De ella, admira el cariño con que trata a las cosas y personas que vieron sus ojos y su sincera humildad antes las verdades rotundas y su vivencia religiosa y su amor tremendo. Gracias María, por este rato que, aunque son heridas que sangran, más se parecen a un trozo de cielo, porque tú sí has comprendido ya que cuando la tierra y los humanos niegan el consuelo, en el corazón puro, siempre quedan perlas que nadie ni nada rompen ni roban porque son de valor eterno y de ellas tú, ya llevas el mejor puñado dentro.

 

   Antonio Castillo S. J.    Hornos 1997

 

 

 

       El Señor cuenta el número de las

   estrellas y a cada una le pone su nombre.

 

 LA NIÑA MARY Y EL SOTO DE ARRIBA

 

Ella se llama María de la Cruz y nació en el año treinta de este siglo. Ahora vive en Ubeda y la otra tarde estuve en su casa. Las aguas del gran Pantano del Tranco, en los primeros kilómetros del río Guadalquivir, cubrieron y sepultaron para siempre su mundo que, además, fue y sigue siendo su paraíso y así lo dice: “Detén tu mirada hermano y ponte despacio a leer, las aguas de este pantano, sepultaron un vergel”. Sobre el plano que los ingenieros de la Confederación levantaron para expropiarle el cortijo, desde tiempos inmemoriales en la Vega del pueblo de Hornos de Segura, porque las aguas del pantano iban a cubrir, me indicó y me dijo lo siguiente:

 

    - Mi abuelo, fue arrendatario del cortijo de Los Parrales. Allí nació mi padre. Era un rincón bonito el de aquel cortijo bajo el abrigo de la pared rocosa. Todo lleno de pinos, la casa, el corral, las higueras, los nogales, la era, la cascada, la oscuridad de la covacha, los enebros, las sabinas, todo aquello parecía un auténtico belén a lo grande. Hasta la situación: en mitad de la ladera, justo donde el cortado de las rocas forman un gran escalón y mirando al oriente. Ni en sueño podría quedar más bello. Además, para llenarlo de un encanto todavía más especial, a los pies de ese magnífico belén, quedaba el Valle. Desde Los Parrales, en las tierras del valle se fue fijando mi abuelo. Y aunque en Los Parrales nació mi padre, en los terrenos que por el valle, mi abuelo fue comprando, poco a poco construyó el cortijo del Soto de Arriba.

 

El primer cortijo fue todo junto. En él vivieron mis abuelos con sus hijos. Ellos fueron los que levantaron el Soto. Los fundadores, se podría decir. Luego se hicieron partes. Un trozo para cada uno de los cuatro hijos. Las cuatro familias que acogió el Soto que yo conocí. Al tío Ramón Muñoz Ortega, que era el mayor, le correspondió ésta parte. Al segundo de los hijos, Daniel, le cupo en suerte, la parte del centro. José, que era el tercero, se llevó el trozo que da al muro del pantano del Tranco. Y al cuarto, mi padre, que era el menor de los hermanos y se llamaba Felipe, le tocó la sección que mira al pueblo de Hornos.

 

    El trozo que, de la casa de mi tío Ramón, baja hacia el río y que estamos viendo en este plano, lo edificó él después. Fue la cuadra y luego los graneros y el pajar. En la puerta del cortijo que queda en el centro mirando a Fuente de la Higuera, estaba el horno y un rellano que dejó mi abuelo para los arrieros cuando llegaban con sus bestias. Si se paraban y llovía o hacía calor, en este porche se refugiaban ellos y sus mulos.

 

    - ¿Por dónde pasaba el camino real?

- Por la misma puerta. Bajando de Hornos hacia el Tranco, el río Hornos quedaba a la derecha. A la izquierda del cauce estaba mi casa y las huertas. Por la puerta del cortijo, el camino real. Pasaba luego por la misma puerta del Soto de Abajo y por el cortijo del Tío Hilario. Cuando corría el río Guadalquivir por los llanos de San Román, allí se juntaba con el río nuestro y entonces aquello se le llamaba “Las Juntas de los ríos”. Al río Guadalquivir, nosotros, que sabíamos que su nombre era Guadalquivir, le llamábamos “Río Grande”. Y al nuestro, Arío Chico”, que era el río Hornos.

 

    Mi cortijo estaba en el lecho del Valle. Y a un lado, a la derecha del río, se alzaba Montillana, La Cueva, Los Parrales... Y a la izquierda, la Fuente de la Higuera, La Canalica, Los Baños, La Laguna... Pero da la casualidad de que mi cortijo se encontraba en un punto estratégico. Que mi abuelo no fue tonto cuando lo hizo en aquella llanura. Desde mi cortijo se veía: La Fuente de la Higuera y La Canalica. Los Baños no se divisaban pero estaban muy cerquita. Nada más con asomarse a los cortijos, se podían comunicar. Luego mi madre, claro, yo soy su hija, no tiene valor lo que diga pero mi madre tenía una formación muy especial. Si digo que muy buena persona, no me lo van a valorar pero es la verdad: tenía una formación cristiana y humana muy alta.

 

    - ¿Y la acequia que se ve en el plano?

- Claro, la que bajaba del río Hornos. Venía de una presa que habían hecho, aproximadamente a la altura de la “Loma Alcanta”. Por el cortijo de Gaspar que era el que estaba más cerca del río. El del Maestro Matías, se encontraba más a la derecha, algo retirado del cauce. Por aquel rincón hicieron una acequia con lo que nosotros llamábamos un “cas”, que era una acequia grande de agua. Y aquello bajaba por toda la Vega, dándole riego a las tierras. Pasaba, pues esta era mi casa y a dos o tres metros por detrás de mi casa, iba la reguera hasta llegar a lo hondo del valle. Los pobladores del valle se ponían de acuerdo para regar las huertas por horas.

 

    El Soto de Abajo regaba con esa agua también y ya todo esas tierras del fondo de la Vega. Todo, todo de riego. ¡Pero aquello era el paraíso! Todo de riego y árboles frutales de todas clases. Aquello era una maravilla. Muy importante será el pantano, no lo discuto. Yo no entiendo de eso y digo que quien lo hizo, supo lo que hacía y de alguna manera pues valdría la pena que lo hicieran, sino el Estado no se hubiera gastado el dinero que se gastó. Pero no han valorado lo que se perdió en la Vega. Lo mejor de Hornos. Aquello no se valoró. Se le ha dado valor al pantano y no lo discuto pero nunca se ha preocupado nadie de pensar: Y lo que se perdió allí para hacer el pantano, ¿Cuánto valía?

 

    - ¿Cuántas familias había en la Vega?

- ¡Muchas! Y luego como se vivía en mi tierra. ¡Qué manera tan bonito de vida! No he vuelto yo a vivir de esa manera, nunca más. A lo mejor digo alguna tontería, porque yo no sé expresarme bien ¡eh! Yo hablo como sé, a la buena de Dios. Aquí, pues, no es que esté mal, no. Son costumbres distintas. Señora fulana, señor fulano. Por la Vega eso de señora o señores, no. Allí era la hermana fulana o el hermano fulano. Luego, había una unión...

 

    Las tierras del Carrascal y la Platera eran muy interesantes también. El Carrascal se llama así porque era una zona donde había muchas carrascas y robles. Encinas, que nosotros le decíamos carrascas. Aquello producía mucha bellota que por lo que decíamos antes, eso para los cerdos, era fabuloso. Un buen pienso para los animales. También por allí y a lo largo de todas las laderas que rodean mi Vega, crecían muchas coscojas. Eso da una bellota amarga que se la comen muy bien las ovejas, los cerdos y las cabras. Todos los ganados se comen la bellota coscoja. No estoy segura si las vacas se las comían, de esto no estoy segura porque como nosotros no teníamos vacas, pues yo de esto no estoy muy al corriente. Los marranos también se alimentaban con gipia, orujo, que esto es lo que queda de la aceituna después de extraerle el aceite.

 

    O sea, que en las tierras que ahora cubren las aguas, había de todo menos periodismo y televisión. Yo creo que estas vivencias, cuando nos vemos tristes, nos sirven hasta de consuelo. Porque decimos: “Bueno, ahora sufro por este problema, por esto, por aquello pero y lo que yo viví entonces ¿quién me lo quita?”

 

    Aquello era muy bonito. ¡Qué lastima! Para llorar. Ya te decía: lo que más valor tenía era el regadío. Mis abuelos hicieron el cortijo en aquel lugar por eso, por el regadío tan bueno. Como es que había tanta agua por todos lados. Y agua buena. En cualquier sitio se arrodillaba uno, se lavaba las manos y bebía agua fresquita y buena. En Montillana había una fuente que le decían ALa Fuente del Tobazo”, que era famosa por el caudal que soltaba y la calidad del agua. Siempre fresquita.

 

    Mis hermanos, cuando daban de mano de trillar por la tarde en el verano, cogían las Aaguaeras”, una cosa de esparto que hacían con cuatro huecos y la ponían encima de las bestias para llevar los cántaros, e iban a por una carga de agua. Pa cada casa y familia, un cántaro. Otro día le tocaba a otro. Por Montillana también había otra fuente que le decían “Fuente Mala”. Luego estaba el arroyo de la Teja, el arroyo de la Fuente de la Higuera, un pedazo de tierra que había enfrente de mi Soto que le decíamos “El Canalizo”. Había unos fresnos allí de miedo. Si es que hablando de árboles es perderse. ¡Qué lástima! Es que era todo muy agradable.

 

LOS SOLDADOS Y LAS CARTAS

    Por la puerta del cortijo pasaba el camino real y por él, el correo, que se llamaba Eusebio. Bajaba en una mula a llevar las cartas a Bujaraiza. Cuando llegó la guerra, de todos los cortijos se fueron Soldados al frente, que se los llevaron y a mi hermano se lo llevaron también junto con el hijo de mi tío Ramón. De aquí salieron dos soldados. Uno mi hermano y otro mi primo. Mi hermano volvió. Mi primo no volvió nunca. Pues mi madre estaba en comunicación con las mujeres de la Fuente de la Higuera, con las de La Canalica, con las de La Laguna. Pasaba Eusebio el correo, “María Josefa, toma, las cartas de tal sitio”. Mi madre sabía escribir y mi abuela. Yo muy poquito pero para entenderme con los soldados, sabía.

 

    En mi casa se juntaban las mujeres de Fuente de la Higuera, las de La Canalica, que tenían cuatro hijos en la guerra, Concepción la de La Laguna, que tenía también otros tres hijos en la guerra. Todas allí. “María Josefa, escríbeme las cartas”. “Anda, si no puedes tú que me las escriba tu niña Mary”. Y yo, que era chiquitilla y escribía mal pero me entendían la letra, me ponía y a escribir cartas a los soldados.

 

    Yo entonces no me daba cuenta pero ahora recuerdo que en aquel trozo de sierra, había mucho analfabetismo. En el Carrascal hubo escuela, en Cañá Morales, también pero en la Vega de Hornos, aquello estaba abandonado. No había nadie capaz de escribir y de leer una letra. El problema grave surgió entonces: cuando se fueron los soldados a la guerra. Nadie sabía leer una carta ni contestarla. Las madres llorando con las cartas en las manos. Ahora me doy cuenta que mi madre y mi abuela realizaron una gran tarea en este terreno. Porque ellas eran las que escribían y leían todas las cartas. Mi madre les decía: “No apuraros, que las cartas se leen y se contestan. No “apuraros”. Pero sí os digo, que esto sirva de ejemplo para que veáis lo interesante que es aprender a leer y escribir”.

 

Tampoco por aquellos días yo me daba cuenta que cada vez que nosotros escribíamos una carta a un soldado, nos comunicábamos con muchos más. Los muchachos de aquella Vega mía casi ninguno, por no decir ninguno, sabía escribir. Por eso a ellos le escribían sus compañeros. A la Vega llegaban cartas, algunas con letras muy bonicas, que se notaban que eran de muchachos que sabían escribir bien. Pero llegaban otras cartas con letras como la mía. Letras pobreticas que también costaban mucho trabajo leerlas. A mí me decía siempre mi madre: “Haz la letra grandecica para que la puedan leer bien”.

 

Escribíamos no con bolígrafos, que entonces no existían, sino con tintero y pluma. Eran unas plumas metálicas que se engastaban en un palillero de madera y mojábamos en tinteros con tintas y así escribíamos las cartas. Yo que no escribía muy bien y, además, echaba muchos borrones, te puedes imaginar cómo eran las cartas que salían de mis manos. Algunos chiquitillos, y eso que tenía mucho cuidado pero otros sí eran grandes de verdad. Y un día, se me volcó el tintero y se me manchó todo el papel. ¡Vaya borrón que salió en la carta! Aquello más que borrón parecía un mapa.

 

Estaba aquel día allí Eusebio el correo esperando a que terminara de escribir para llevarse la carta. Y yo al ver lo que me pasó, rompí a llorar. Me dio mucha pena ver que había manchado la carta. Era de la mujer del Maestro Parras, Francisca, la mujer que no sabía rezar el rosario y decía: “que no les pase nada, que no les pase nada”. Una mujer bondadosísima. Al ver que lloraba por la carta me abrazó, me besaba y me decía: “No llores, si la carta está así más bonica”. ¡Ay que ver la bondad de la mujer que en vez de regañarme lo que hizo fue darme ánimo!

 

Entonces mi madre, para que Eusebio el correo no se entretuviera más, escribió una nota aparte diciendo: “Que perdones a la niña que es que se le ha volcado el tintero y no hemos podido escribir la carta de nuevo porque el correo está esperando. Pero es que es una niña que no tiene todavía siete años. Perdónala”. Y cuando vino la contestación, decía: “Un beso muy grande para la niña de los borrones. Que siga escribiendo ella que le entendemos muy bien. Que no se apure por los borrones”. Esa fue la contestación que venía. Y ahora me acuerdo yo y digo: “¡Cómo se hacían ellos cargo de que era una criaturica la que escribía las cartas”.

 

Pero de aquel incidente del borrón en la carta salió algo bueno. A otro día, Eusebio me trajo una pluma nueva. No sé si la compraría en el estanco de Félix Hoyo o en la tienda de Pedro de la Gregoria que es donde vendían estas cosas. Pero aquel hombre tuvo el detalle de llevarme una pluma nueva y al dármela me dijo: “Toma hija mía, para que escribas las cartas a los soldados y te salgan sin borrones”. Mira qué recuerdos tan bonitos me quedan de aquello.

 

Mi madre era muy previsora y llegó a pensar que con la escasez que se estaba produciendo de algunas cosas por causa de la guerra, era preciso prevenirse y se preocupó de que en la Vega nunca faltara papel, tinta y sellos para escribir a los soldados. Y algunas madres, cuando les escribían a sus hijos, dentro de la carta, metían sellos para que ellos pudieran contestar sin problemas. Esto lo hacían porque pensaban que podrían tener dificultades en encontrar este material.

 

     MONTILLANA Y EL PEQUEÑO RUISEÑOR

 

    Montillana lo conocía bien. En ese cortijo había una familia que se llamaba, él Baldomero y ella Petra que eran los padres del “Pequeño Ruiseñor”, de Joselito el cantante.

- ¿Estás segura de lo que me dices?

- Y tan segura. Yo no sé si nació en el cortijo de Montillana o en Beas pero si nació en Beas fue pequeñillo a Montillana o si nació en Montillana fue pequeñillo a Beas pero ahí está la cosa. Tenía una hermana que se llamaba María y otra que se llamaba Sandalia. A su padre, que le decían de apodo “El Nano” y estaba en la guerra, su madre me llamaba para que yo le escribiera las cartas. Y le leía las que le escribía el marido.

 

 - Pues ha sido para mí una sorpresa esto de Joselito. ¿Lo llegaste a conocer?

- Yo veía muchas criaturas chicas, porque era un matrimonio con muchos hijos. Allí había muchos niños pero ahora mismo no sabría decir cual de ellos era Joselito. Conocía más al padre y sobre todo a la madre porque le escribía las cartas y a su hermana María y Sandalia. Porque cuando me llamaba para escribir, también jugaba.

 

    - Pues mira María, no hace muchos días, una tarde estuve yo en Cañada Morales y fui a casa de esa amiga tuya de infancia: María Antonia Lara Linares. Hablando con el marido, me dijo que sí: “El Pequeño Ruiseñor vivió en Montillana y también en la Hoya de la Sorda. Un cortijo ya en ruinas que se encuentra a dos paso de lo que hoy es el camping de Montillana”.

- No pongo en duda lo que dicen unos y otros. Yo cuento sólo lo que vi y sé. Por cierto: en el cortijo de Montillana, me lo pasé muy bien con aquellos chiquillos.

 

     EL PERFUME DE LA SIERRA

   

- Yo quisiera decirte una cosa

- ¿Qué es?

- Hace unos años, una tarde, descubrimos por primera vez el cortijo de Montillana. Ante la presencia de las ruinas que esta casa es ahora y al sentir el contacto de las tierras que le rodean, del Valle que hoy cubren las aguas, hasta nosotros llegaba como un perfume muy agradable. Cuando aquella noche me quedé solo, recordando las tierras de esta Vega y lo que por la tarde había sentido, escribí unos renglones ¿Quieres que te los lea?

- Claro que quiero.

- Te digo que los escribí hace años y me surgieron del contacto con esta tierra. Lo redactado dice así:

 

    El perfume de la sierra casi siempre es el mismo: pinos, mejorana, tomillo, romero y espliego además de aire limpio, olor a musgo y el de tierra mojada cuando llueve, como es el caso de hoy por las gotas finas que nos van cayendo. Pero es el caso que también hoy por aquí, además de todos estos aromas atrás mencionados, parece que huele a algo nuevo, a un perfume más hondo, más con sabor a añoranza o quizá a eternidad porque parece que muchas de aquellas cosas siguen aún por rincón con la misma fuerza y fragancia de aquellos días. Me quiero referir a esa pequeña historia latiendo aún por el lugar, en este cortijo en ruinas y la llanura que lo circunda.

 

    Cuentan que de todas las escenas de aquel pasado, protagonizadas por la gente de este Valle, una de ellas era particularmente bella: la de la chiquilla pelirroja, de ojos claros y alma de cascadas. Vivía en el cortijo de abajo y era el gozo de todo el Valle por tanta alegría como en cualquier momento derramaba. Todos la conocían y todos la veían, a cualquier hora del día, corriendo y jugando por estas llanuras y como resultaba excelsamente bello aquel juego, lo realmente emocionante era cuando el trigo estaba ya crecido.

 

    La chiquilla pelirroja se iba por los trigales y su gozo, su gran gozo, porque aquello estallaba como una cascada de alegría, era correr ladera abajo, por la llanura y por el barranco, atravesando el trigal. Abría sus brazos, se ponía a correr al tiempo que exhalaba su alegría por la boca en forma de risas y de voces y todo el Valle se llenaba de asombro. Dicen que los mayores hasta le regañaban por el destrozo de sementeras que siempre liaba pero en el fondo a los mayores siempre les gustaba aquel derroche de belleza casi celestial. Recuerdan ellos, como una de las cosas más hermosas en sus vidas, este correr de la chiquilla a través de los trigos y con los brazos abiertos como si tratara de coger un puñado grande del viento que llenaba el valle y besarlo junto a otro buen trozo del cielo azul que siempre coronaba las cumbres.

 

    Hoy a nosotros, se nos encoge el alma respirar este aire tan cargado de aquel perfume donde todo parece anunciar que, a pesar del tiempo, casi nada ha muerto. Una alegría como la de aquella niña no puede ser sino un trozo de eternidad que en un momento dado, rozó con brevedad estos llanos dejando un perfume que no se extingue nunca.

- ¿Pues sabes lo que te digo?

- ¿Qué me dices?

- Que tu escrito parece un sueño de hoy fundamentado sobre una realidad de aquellos tiempos.

 

ESCUELA EN EL CARRASCAL

    - Y cuando aquello de las cartas ¿surgió tu colegio?

- ¡Ay mi colegio! La temporadilla que estaba en Hornos, si era un mes, pues un mes que iba a la escuela. Luego mis padres sentían nostalgia, “ay mi nena”, y me llevaban otra vez al cortijo. Y ya perdía la escuela.

 

    Sé un poquito leer gracia a mi abuela materna, que era de Lorca, que sí tenía una gran formación. Escribía y leía y por eso estuvo de maestra municipal en Hornos. Ella fue la que enseñó a mis hermanos y a mí. Cuando me bajaban al cortijo, en La Laguna, hubo un maestro, que no era titulado ni tampoco era el Maestro Matías, sino el Maestro Benito. Una hija del Maestro Matías que se llamaba doña Eugenia, tuvo escuela en el Carrascal.

 

    Pero el Maestro Benito era un señor mayor, muy bondadoso y muy bonachón que sólo sabía eso: leer y escribir y las cuatro reglas. Con él me mandaba mi padre a la escuela. Pagaban un duro al mes y si tenía veinte niños, con arreglo a los niños que había comía en cada casa. Si había dos niños, pues iba dos días a comer a esa casa y así hasta que se les acababan los niños y las casas y luego, vuelta otra vez a la rueda. Pero yo que era malísima con las matemáticas, el Maestro Benito me pegaba unos coscorrones que todavía me acuerdo. ¡Ay qué lástima! Cuando iba a comer a mi casa le decía mi madre: “Maestro Benito, ¿cómo va la niña?”. “Muy bien de todo pero con los números no puede”. Le decía él. ¡Ay qué lástima! Contar del Soto... corta fue mi vida en él pero tan intensa y de tantos recuerdos...

 

    Fue en la época de los soldados y la guerra, cuando el Maestro Benito tuvo su éxito. Empezaron a acudir los muchachos empujados por los padres. Y las muchachas acudían más a mi abuela. Entonces fue cuando me mandaron al maestro Benito a ver si me podía meter las matemáticas en la cabeza. Cuando mis padres vieron que era inútil, me llevaron al Carrascal a doña Eugenia. Una maestra buenísima y bondadosa. Buscó ella la manera para que me entraran los números. Como era escuela mixta, me sentó en un banco junto a un muchacho del Carrascal que era un fenómeno con los números pero no había quién le hiciera aprender a leer. Y yo era todo lo contrario.

 

    Acepté aquello como la cosa más natural. Pa mí decía: “El sabe números y yo no pero yo sé leer y él no”. Cuando me ponían las cuentas delante sólo me acordaba de Eufrasina, la que tocaba el acordeón porque era la ilusión de mi vida: la música. Un día, este muchacho, como se puso celoso porque no encajó bien eso de que nos pusieran juntos, en el recreo me esperó. Me acechó escondido detrás de una carrasca y empezó a pegarme puñetazos en la cara. Me hizo sangrar las narices y la boca y gracias a mi prima Virginia, la que siempre me protegía y hasta de pequeña me mecía en la cuna, que acudió y me salvó. Nos llevó a la maestra y le explicó lo que había pasado.

 

    Entonces el muchacho dijo que me había tomado aquel odio porque le daba rabia ver que yo sabía leer y el no. Doña Eugenia le dijo: “Pero mira como ella, que no sabe números, no te ha hecho a ti nada. No se siente celosa. ¿Por qué le pegas tú?” A la maestra le pesó mucho habernos puestos juntos y lo convenció a él de que si yo era buena para una cosa, él lo era para otra. Que no debía tenerme rabia por aquello. Pero yo le tomé tanto miedo que ya no fui más a la escuela del Carrascal. A partir de entonces, no tuve más maestra que mi abuela. De ella heredé el amor a las letras, a las flores, a todo lo bello de la naturaleza y de mi padre había heredado, la voz y el amor a la música. Por eso tenía yo tanto interés en la música que tocaba Eufrasina con su acordeón.

 

Y te digo esto de mi abuela, para ir entrando en ese recuerdo tan bonito y repleto que tengo de ella. Poco a poco ya te iré contando para que te empapes de sus bellezas humanas y espirituales. Porque entre otras muchas cosas, mi abuela tenía una virtud que hasta hace muy poco no he llegado a comprender. Y era la virtud de sembrar palabras de consuelo en las personas y ejemplos de amor en sus hechos para hacer un poco más feliz las vidas de aquellos con los que convivía y se rozaba. Y esto hasta lo materializaba sembrando en el cortijo de mi Soto, todas aquellas plantas que se encontraba por el campo.

 

Estos son dones que da Dios. Cualquier tallo de planta que se encontrara donde fuera, lo plantaba y le agarraba. Y con aquello y otras cosas, mi abuela parecía que transmitía vida, lo mismo a las personas que a las plantas. Y en el roble que te conté que estaban las parras de las uvas, que aquel roble lo partió un rayo, en la sombra de aquel roble y aquel huerto, tenía mi abuela un jardín que era la admiración de todo el mundo. Todos los que iban por el camino, se paraban y una de las cosas que siempre hacían, era ver el jardín de mi abuela. Todo cultivado por ella y con sus propias manos. Cualquier planta que ella pusiera en la tierra, le agarraba y daba sus flores. Hasta para esto tenía ella una gracia especial recibida de Dios.

 

Cada día, conforme va pasando el tiempo y voy envejeciendo, estoy valorando más las cosas que mi abuela me enseñaba. Yo entonces no le daba importancia porque me parecía que no las tenía pero ahora veo que sí lo son. Por ejemplo: la manera que tenía mi abuela de inculcarme buenos modales y costumbres, le salía de la forma más sencilla. Con lo poquito que había al alcance.

 

De las hortalizas me decía: “Si coges un tomate y tienes que partir la mitad, haz dos partes y procura que una sea más grande que la otra. Y a la amiga con quién partas ese tomate, dale siempre la parte mayor. O si posees tres caramelos y tienes que compartirlo con tu amiga, dale dos a ella y uno para ti. Y siempre, cuando des algo, procura que lo mejor sea para el otro”.

 

También me decía que al empezar a comer en la mesa, nunca fuera yo la primera. Que siempre esperara a que empezaran los mayores. “Si estamos comiendo todos el mismo plato y por tu lado sale algo que te gusta, cógelo y se lo das a la persona que tengas cerca”. Estas cosas así que yo entonces no le daba importancia y ahora que me doy cuenta, me digo pero Dios mío ¿cuánto valía mi abuela?

 

 

MAESTRA Y ALUMNA

    Recuerdo también cuando mi abuela Asunción enseñaba a leer a las muchachas de la Vega. A ella acudió María Antonia Lara Linares, del Soto de Abajo. Y le dijo: “Maestra, que yo quiero aprender a leer y escribir”. Tenía novio y no podía comunicarse con él. Mi abuela le contestó: “Pues hija mía, me parece muy bien. Venga, estoy a tu disposición. Cuando quieras empezamos”. La muchacha le preguntó: “Hermana Asunción ¿qué me va a cobrar usted?” Le respondió mi abuela: “Lo que importa es que aprendas. Cuando hayas aprendío, entonces yo te diré lo que me tienes que dar”.

 

    Pues ella que tenía verdadero interés, subió todos los días, “ende” el Soto de Abajo al Soto del Arriba que era mi casa, a tomar lecciones con mi abuela. ¡Y aprendió! Ya cuando supo manejarse bien de leer y escribir, que era lo que quería, entonces le dijo: “Maestra, yo creo que para mi apaño, ya sé”. “Bueno, lo que tú quieras. ¿Tú ya te sientes capaz de leer una carta, de contestarla... que es lo que quieres?” Dice: “Sí señora. Pero ahora a ver lo que le tengo que pagar que me dijo que cuando aprendiera me lo diría”. Mi abuela le contestó: “Mira, María Antonia, has sío buena alumna, has puesto interés, te has portado muy bien, has sío obediente, estás contenta porque has logrado lo que querías. Así que si tú estás satisfecha, yo también y ya estoy pagá”.

 

    Aquella muchacha, como no sabía de qué manera demostrarle a mi abuela su gratitud, hizo un ponche en el Soto de Abajo. Un ponche: un huevo batido con vino y azúcar. Y cogió un ramo de flores de un lilo que tenía sembrado en el Soto de Abajo, subió desde su cortijo hasta el Soto de Arriba, con el vaso del ponche en una mano y el ramo de flores en la otra. Cuando llegó le dijo a mi abuela: “Maestra, tómese usted este ponche y para usted estas flores”. Al ver mi abuela el detalle, la abrazó. Porque a mi abuela le hizo mucha gracia que aquella muchacha le demostrara su agradecimiento con semejante detalle: un ponche y un ramo de flores cogido de los árboles de la Vega. Eso era mucho más importante que el dinero. Y por eso ella entendió que aquello tan sencillo era una verdadera prueba de amor. María Antonia Lara Linares, hoy vive en Cañá Morales. Creo que vive todavía. Me gustaría mucho verla porque era una excelente persona.

 

    - Pues espera un poco, que tengo una noticia que darte.

- ¿Qué noticia?

- Este otoño pasado, como la sequía fue tan grande, el pantano bajó mucho. Junto a las ruinas del mismo cortijo del Soto del Arriba, estuve yo una tarde con un pastor que se llama Isidro y vive en Cañada Morales. Me habló también de María Antonia y eso hizo que unos días después, fuera yo expresamente a Cañada Morales. Pregunté por ella y me dijeron donde vive. Una casa muy humilde y sencilla, pegando a la carretera. Le dije que quería charlar un rato con ella a ver si me contaba cosas de esta Vega tuya y me llevé una sorpresa.

- ¿Qué te pasó?

- María Antonia no me podía oír. Tiene ya más de ochenta años y como el tiempo, lentamente a cada uno, poco a poco nos vas desmoronando, a ella se le ha roto hasta el oído. Está sorda. No oye. Me dio mucha alegría conocerla y a la vez mucha pena porque no pude comunicarme con ella ni siquiera para decirle que ya la quería un poco a pesar de no haberla visto nunca. ¿Qué me dices?

- Que es natural. Han pasado los años y aunque la imagen que de ella tengo es de cuando era muchacha en aquella Vega, comprendo que las cosas ahora ya pueden ser como tú dices.

 

Pero yo de Cañada Morales también tengo algunos recuerdos bonitos. Por mis tiempos en esta aldea había una mujer que era un tesoro. Se llamaba Sofía. Y sin haber estudiado, sólo la cultura que va dando el roce con las cosas y la naturaleza, aquella mujer tenía una gran habilidad para poner las inyecciones. Se puede decir que era toda una gran enfermera. No científica pero le había dado Dios una gracia y una maña natural que era tan habilidosa como la mejor enfermera del mundo. Se puede decir que era la enfermera de toda Cañada Morales.

 

También recuerdo con mucho cariño a una señora que se llamaba Isidra. La hermana Isidra. Yo iba allí con frecuencia porque la mujer de mi hermano era de Cañá Morales. Pues me cogía esta señora, cuando era invierno, me acercaba a la lumbre para calentarme y algunas veces tanto me calentaba que aunque me callaba por vergüenza un día le dije al oído: “Hermana Isidra, que me quemó”. Entonces la hermana Isidra me cogió y empezó a darme besos diciendo: “¡Ay hija mía, que lástima!” Pero era una bondad extraordinaria la que tenía esta mujer. Es que es empezar y no acabar de aquella tierra tan bendita que yo tengo metida en lo más puro de mi corazón.

 

 

COSTUMBRES EN LA VEGA

 

    Mi madre instauró allí, entre otras cosas, una bonita costumbre: comunicarse unos con otro aunque vivieran lejos. Se ponía alguien malo, si era de noche, se encendía un farol y lo colgaban en un sitio donde se viera desde todos los otros cortijos. Se asomaba alguien a la calle y miraban. “¡Ay! Un farol en la Fuente de la Higuera. Algo pasa. ¡Vamos a ver qué pasa!” Que era en La Canalica. “Hay una luz en La Canalica. Ya estamos allí”. En cuanto se ponía alguien malo en aquella Vega, nunca estaba solo. Se juntaban todos de todos los cortijos. Quien se ponía malo nunca le faltaba asistencia. Y para eso si se moría. Se cerraban los otros cortijos y todo el mundo con la familia del difunto.

 

    En la Canalica vivía una mujer que se llamaba Francisca. Él se llamaba Isidro y le decían de apodo el Maestro Parras. Tenía cuatro hijos varones y dos hijas. Los cuatro varones se le fueron a la guerra. Yo le subía las cartas. Otras veces, viendo que no iba, bajaba ella. Y me acuerdo que mi abuela, cuando terminaba de escribir las cartas de los soldados, decía: “Ahora vamos a rezar el rosario”.

 

    Y esta mujer no sabía rezar el rosario. Pero su corazón, ella lo tenía puesto en Dios. Cuando mi abuela decía “Dios te salve María...” como no sabía contestar: “Santa María...” decía: “que no le pase ná a mi Juan a mi Modesto a mi Antonio y a mi Manuel”. Luego en la letanía, cuando se decía: “Ora pro nobis...”, como era antes, ella: “que no les pase ná, que no les pase ná...” Aquello, vamos, emocionante de oírla. Pues no les pasó nada. Cuando terminó la guerra, volvieron sus cuatro hijos. Los cuatro y a ninguno le pasó nada. Que dos viven todavía en la Canalica: Juan y Manuel.

 

Cuando la hermana Francisca, rezaba el rosario con mi abuela y decía lo que ya te acabo de contar, nombrando a todos sus hijos, una mujer vecina, no del Soto nuestro sino de otro sitio que iban allí como siempre a que se le escribiera las cartas, se sonrió. No mucho pero sí porque le hacía gracia cómo rezaba aquella mujer. Y entonces mi abuela, le hizo señas para que no se fuera cuando ya iban a despedirse. La llamó con mucho tacto y sin que nadie se enterara, le digo: “Mira, no te sonrías más cuando veas a la hermana Francisca como reza. Porque ella no sabe rezar de otra manera pero su corazón está en Dios y yo creo que Él escucha su oración porque es sincera y limpia. Ella reza como puede y si no sabe decir Dios te Salve María, sí la está invocando con toda la sinceridad del mundo, aunque sea a su manera, para que cuide de sus hijos y yo creo la Virgen la va a escuchar”. Y la escuchó porque a ninguno de sus hijos les pasó nada.

 

Allí a lo que se le tenía también mucha devoción era a la cruz. El día tres de mayo, casi en tos los cortijos, hacían una cruz y organizaban fiestas. La cruz de mayo era muy famosa por el lugar. Y luego la fiesta del pueblo, la patrona, Nuestra Señora de la Asunción y San Roque.

 

    Yo conozco a mucha gente de la zona porque iba siempre de la mano de mi madre. Mi madre, donde había un enfermo, no se le escapaba ir a visitarlo y estarse con él. Conocí a más gente por eso y por las cartas de los soldados. Las cartas de todos los soldados iban a mi casa. Las contestaciones las dejaban en mi casa también. De mi cortijo, Eusebio el correo, las recogía y dejaba las que venían para los vecinos de aquellos cortijos.

 

    El cortijo del Soto de Arriba, tal vez esto suene a un poco de euforia pero es que tenía una popularidad... que en fin, otros cortijos a lo mejor siendo más bonitos, no la tenían. Por eso: por el punto estratégico, por pasar el camino real por la puerta, por ser mi madre como era y por la comunicación que había. El Soto de abajo estaba casi en la misma situación pero no era lo mismo. Se encontraba cerca pero de otra manera para poderse comunicar.

 

    - ¿Era más pequeño el Soto de Abajo?

- No me acuerdo bien pero me parece que sí. Había dos viviendas. Claro que podían haber sido dos viviendas grandes. En el Soto de Abajo vivía Modesto Lara y Amalia Linares, era la mujer de Modesto y María Josefa Linares, la mujer de Isidro. Que le decían de apodo “viborica”. Porque cuando era pequeño, guardando el ganado, vio una víbora y él no sabía lo que era. Y las cosas de las criaturas: se descalzó el pie y se lo acercó. “Anda viborica, a qué no me picas. Pica, pica, viborica”. Llegaron las personas mayores. “¿Pero hombre que estás haciendo?”. El angelico no sabía ni lo que estaba haciendo. Lo quitaron de allí y no le hizo nada la víbora. ¡Ay que ver...! Parece que el ángel de la guarda lo salvó.

 

    Luego, también un hijo de esta familia, que se llamaba Juan, se casó y se llevó la mujer a vivir al Soto de Abajo. Una hija de Modesto se casó con un primo hermano mío, que se llamaba Manuel y se fue al Soto de Arriba, a vivir. Luego, enfrente del cortijo que fundó mi abuelo Andrés, al otro lado del camino real, se hicieron otras dos viviendas. En ellas vivía una hija de mi tío Ramón que se llamaba Adolfina y un hijo también de mi tío Ramón que se llamaba Manuel, que se casó con una hija de Modesto. Vivían enfrente del Soto del Arriba. ¡Eso es! Dos viviendas que había en ese sitio y que se hicieron después. Pero que formaban parte del Soto del Arriba, separadas sólo por el camino real y la era.

 

Las costumbres de los novios de Hornos de Segura y en todos aquellos cortijos que, por sus alrededores, yo conocí, eran distintas a las cosas de ahora. Allí los novios hablaban dentro de las casas. Primero el novio hablaba con los padres y pedía permiso y a partir de estos momentos, entraba a la casa a visitar a la novia. Jamás hablaban a solas. Siempre estaba la madre sentada al lado de la pareja o si daban un paseo, la madre nunca los perdía de vista. Otras veces si había una hermana, mayor o menor, salía con la muchacha pero siempre cerquita de la casa y nunca la pareja hablaba a solas.

 

Yo me acuerdo cuando veía a Pepa, la hija de Inocente Sola, que ya lo he dicho, se ponía arriba en el balcón y él abajo y así hablaban. Y de noche, a horas muy tempranico, entraba el novio a la casa, se sentaban un rato, hablaban de sus cosillas, si era en invierno, alrededor de la lumbre y si era en verano, al fresquito pero siempre los dos con la vigilancia de la madre o de la hermana.

 

Cuando las muchachas iban al baile, siempre era acompañadas de su madre o de la abuela o de su tía. Si se juntaban, por ejemplo, dos primas que iban al baile, pues yendo una madre de alguna, se hacía cargo de todas pero ya te digo: siempre con la vigilancia de personas mayores. Nunca iban las muchachas solas a los bailes. Así era como en aquellos tiempos se vivían los noviazgos hasta que se casaban y ya se iban a su casa propia.

 

Pero era muy general la costumbre y, esto a veces sucede todavía, cuando se casaban, unas veces se quedaban a vivir en casa de los padres de uno y otras veces, en la casa de los padres del otro. Se estaban un tiempo determinado o según las posibilidades que tuvieran o la necesidad que tuvieran los padres de los hijos o al contrario. Y luego, poco a poco, se iban independizando, construyendo, muchas veces, la nueva casa pegada a las que ya existían.

De los médicos en la Vega y por aquellos tiempos te digo que las cosas no eran como ahora. En Hornos sí había pero el pobre actuaba con los pocos medios de aquellos tiempos. Pero el problema grande era cuando las mujeres daban a luz. Por allí cerca de la Vega, el único médico que había, que era un gran portento en ese sentido, era don Mariano, que vivía en Pontones. El apellido no lo recuerdo porque yo lo vi solamente una vez montado en su caballo o yegua de color rojo oscuro con la careta blanca y era en invierno. Llevaba un sombrero puesto y una pelliza. Había ido por allí a asistir a alguna mujer que había grave de parto.

 

Este hombre salvó muchas vidas en las mujeres que daban a luz. En esto, este médico era un portento y también oí decir que era muy querido por todo el mundo porque era muy humanitario. Cuando lo llamaban nunca ofrecía reparo. A cualquier hora estaba dispuesto a ir montado en la yegua, el mulo o el burro e iba a las chozas de los pastores, a los cortijos, con nieve, lloviendo y como se presentara. Y cuando llegaba a las casas humildes y veía las necesidades de la gente, me contaron a mí que muchas veces en lugar de cobrar por sus servicios lo que hacía era darles lo que podía. Era una gran personas y un gran médico y vivía en Pontones.

 

    LAS LUMINARIAS

    - Y de las luminarias ¿qué me dices?

 - En la fiesta de la Inmaculada, las mocicas y los mocicos, que le decíamos nosotros, íbamos a por romero. Hacían unos haces de romero que se los cargaban a las espaldas y no podían con ellos. Mis primas Ramona Muñoz Lara y Virginia Franco Manzanares, se echaban a cuestas unos haces casi tan grandes como ellas. Y mis primas, Ramona, parecía una rosa blanca y Virginia una rosa encarnada, envueltas de romero porque las dos eran muy guapas. Y las niñas así más pequeñas como yo, de tallicos tiernos, nos hacían los mayores unos hacecicos de romero y acuestas... con nuestro romero. ¡Armábamos allí unas acinas de romero...! Y en la era, que estaba al lado de arriba del camino real, el cortijo de mi Soto, el camino real por medio y por encima la era, encendíamos unas hogueras que daba miedo. “Viva la Inmaculada Concepción”. Y jugando a la rueda en torno a la luminaria. Tos a coro: “¡Viva!”. Cogíamos otro brazado de romero, a la hoguera.

 

    Luego, la segunda luminaria se hacía, por Santa Lucía. Cuando echábamos el romero al fuego: “Santa Lucía bendita, que nos guardes la vista”. Y venga bailar alrededor de la hoguera. La otra, en Navidad. Con las zambombas y con los almireces, cantando aguilandos. Todo en la era. Si estaba lloviendo, nos juntábamos en casa de mi tío Ramón o en mi casa y echábamos una lumbre grandísima de troncos gordos, que leña había de sobra y allí nos juntábamos a comernos las tortas, los mantecados caseros, higos pasaos, nueces almendras... lo que daba el terreno. La siguiente luminaria se hacía el día de los inocentes. Una más, para año nuevo, el día de los reyes, otra para la Candelaria.

 

    Y el día de San Antón, que era el patrón de los animales, con troncos de árboles rajaos, los ponían así. Luego otro más chico y otro más chico hasta construir un castillo. Ponían mesas y artilugios para irse subiendo los hombres y unos a otros se iban dando los leños hasta que hacían los castillos como torres e iban subiendo para riba, para riba. Cuando ya no alcanzaban a poner con las manos, se subían un hombre encima de los hombros de otro y seguía poniendo. En los cortijos había como competencia. A ver el cortijo que hacía el castillo más alto. Por la noche se le pegaba fuego.

 

    El que se le había puesto una vaca mala y San Antón se la había curado, “Yo ofrezco una arroba de vino”. Allí estaba con su arroba de vino. Otro llevaba nueces, higos, otro sacaba chorizo, morcilla y la bota que va y viene. “San Antón bendito, que no me malpara la marrana”. Cuando ya se ponía todo hecho ascuas se hundía el castillo y quedaba en la era un montón de brasa. Mientras podían aguantar, junto a la lumbre estaba todo el mundo. Mi padre tocaba la guitarra muy bien y todos los del cortijo bailando. El “suelto”, que es lo que se bailaba en el Valle. Las jotas serranas y el suelto alrededor del castillo de San Antón. Fíjate, sin cines, sin televisión ni radio, que convivencia más humana y bonita. Nadie se enfadaba.

 

    - ¿Y lo del saco de nueces?

- Fue una de aquellas noches de San Antón. Mientras estaban los mayores en la era con su bota, alrededor de las ascuas y gritando: “Viva San Antón...” Como no nos daban vino, todos los niños y las niñas nos metimos en casa de mi tío Ramón en busca del saco de nueces y decíamos: “No nos dais vino, ya nos buscaremos otra cosa”. Nos metimos donde guardaba mi tío el saco grande de nueces. Lo rompimos y los chiquillos nos comimos la mitad de las nueces. Al otro día se encontraron las cáscaras. Los autores de aquella travesura fuimos, mi prima Francisca, compañera inseparable de juegos, los nietos de mi tío, todos los otros primos y yo.

 

JUEGOS DE MOZOS Y MOZAS

La juventud también tenía su diversión. Entre el Soto de Arriba y el Soto de Abajo, había como hemos dicho, un vado del río. Una llanura pequeña pero lo suficientemente espaciosa para que los muchachos en ella ejercitaran sus dotes deportivas. El juego que había, le decían el juego de los bolos. A la llanura, le llamaban la Abolea”. Los bolos eran unas bolas de madera, no sé, a lo mejor te lo ha explicado alguien antes.

- He oído hablar pero poca cosa.

- Unos bolos que eran aproximadamente del tamaño de un balón de reglamento. Quizá un poquito más pequeños. Todo de madera maciza. Tenía unas hendiduras exactamente para introducir los cuatro dedos por abajo y el purgar por arriba. Como haciendo un asa. Y a cierta distancia, ya no entendía yo el juego, ponían lo que ellos llamaban mingos. Era una cosa así de alta, unos pinetes así de altos de madera, más anchos de abajo y estrechicos de arriba. Lo hacían ellos mismos. Los muchachos fabricaban sus mingos y sus bolos. Los ponían a cierta distancia todos en fila. Marcaban la raya. Ellos tenían sus reglamentos de juego. Pillaban carrera y con el bolo en la mano, al llegar a la raya, buuuuun... Salía zumbando el bolón y el que más mingos de esos derribaba, ese ganaba el juego.

 

    En la llanura se juntaban mozos de la Fuente de la Higuera, de la Canalica, de la Laguna, del Baño, de Cañá Morales, acudían también, de los Parrales. De todos aquellos cortijos. Es que no sé por qué, si porque estaba precisamente a orilla del camino real, mi Soto era muy popular. Muy pasajero, de todo el mundo pasar por la puerta, el Soto era muy popular. Allí se juntaban todos los mozos a jugar a los bolos. Y a ambos lados del camino, los viejos y los chiquillos, mirando a los muchachos compitiendo con sus bolos.

 

    Y las muchachas también tenían su deporte. Bailar cuando hacían baile en los cortijos. Luego, en los árboles que había, que gracias a Dios eran muchos, en los que tenían ramas muy fuertes y muy macizas, una soga que fuera gorda, la enganchaban en una rama. La ataban debajo. Ponían una almohadica o algo para que no se clavara la soga y aquello era un columpio. Un mecigol. Eso eran las muchachas. Sobre todo lo hacían el día de Santa Quiteria, el día veintidós de mayo, que es cuando se hacían los hornazos. El día de Santa Quiteria.

 

    Las muchachas meciéndose, venga. Me acuerdo que con unos cinturones se ataban la ropa, así a las rodillas, para que al tomar fuerza el columpio, no se le levantara la ropa. Y los muchachos acudían cuando estaban las muchachas meciéndose, venga. Nosotras a mecernos. Cogían la soga, buuuun... pero ellas se ataban bien el cinturón para que no se le levantara la ropa. Esas eran las diversiones que había entonces por la Vega. Pero todo tan inocente y tan bonico... que me río yo que hoy una discoteca, tenga más gozo que eso. Porque aquello era inocente y alegre.

 

 EL BAILE EN LA FUENTE DE LA HIGUERA

    Mira, lo de la Fuente de la Higuera lo tengo yo muy andado y conocido, porque como ya te he contado, todas las cartas de aquellas familias, iban a mi casa. Unas veces subía yo a llevárselas y otras veces bajan ellas. Así que me acuerdo todavía de las muchas personas bondadosas que allí había. Todas las familias eran muy buenas personas y también me quisieron mucho.

 

    Y me acuerdo, después de terminada la guerra que como ya te decía había tanta alegría, un año, la hermana Ramona “La Corta”, vistió una cruz. La cruz que antes te decía era tan celebrada en mayo. Allí se juntaron todas las mocicas de la Vega. Fueron a tocar, de músicos, los hijos de Pascual. El que tocaba el violín se llamaba Amador y el otro, que tocaba la guitarra, no me acuerdo cómo se llamaba. Y también fue la Eufrasina, la Eufrasina, mi ídolo del acordeón. Yo me la comía con la vista cuando tocaba Eufrasina el acordeón.

 

    Me pegué una “panzá” de bailar muy grande pero bailé menos que otras, porque casi todo el rato me lo pasé detrás de la Eufrasina y me la comía a ella y al acordeón con la vista. ¡Pero qué bien tocaba aquella mujer! Y allí las mocicas bailando por un lado y las chiquillas por otro. Pero allí me fijaba yo en las mocicas mayores y las miraba y decía: ¡Pero que guapas son estas mujeres!” Todas peinaicas para atrás. Se marcaban ellas una ondicas como podían, con unas horquillas pero nada más. Y, sin embargo ¡qué guapas eran todas de verdad! Si empiezo a darte nombres no termino nunca. Puedo darte algunos y como me voy a olvidar de otros, sin querer las voy a ofender y por eso es mejor no dar ningún nombre de aquellas mocicas tan guapas de mi Vega de Hornos.

 

    Ya te digo ¡qué guapas eran todas y qué día nos pasamos aquel tres de mayo en la Fuente de la Higuera! Eso a mí no se me olvidará nunca. Como tampoco se me olvidará un hecho muy curioso que aquel día ocurrió: la hermana Ramona La Corta, que en su casa fue la fiesta, era muy graciosa. Además de muy buena persona, era muy simpática y la gracia le salía a chorros. Y llevaba la ropa larga, como todas las mujeres de su época. Con mucho vuelo, vestidica de negro, con su pañuelo negro rodeaico en la cabeza, como lo llevaban las mujeres de edad y la ropa larga.

 

    Ella, tan feliz se sentía aquel día, que se puso a bailar nada menos que un vals. Sola en medio de todas las mocicas. Empezó a dar vueltas y la hermosa ropa amplia que llevaba, tomó vuelo y aire y aquello fue lo más precioso de la fiesta. Con todo lo guapas que estaban las muchachas, ver a la hermana Ramona bailar aquel día, en medio de las otras mocicas, era lo más digno y emocionante que nunca he visto yo en mi vida. Aquello fue digno de haberse grabado en la televisión, que cosas menos importantes se hacen ahora y tienen gracia. Fue... vamos, de risa y de emoción, ella tan sola con la ropa tomando vuelo y todas las mocicas rodeándola y llenas de alegría. Te lo digo en serio: fue una preciosidad.

 

    - ¿Además del vals, qué otras piezas se bailaban entonces?

- Unas veces, los muchachos y las muchachas, bailaban agarrados pero con mucha decencia. Era a ratos. En unos momentos se bailaba unas cosas y en otros, otras. También hacían parejas y entonces se bailaba lo que nosotros conocíamos como “el suelto”. Y como allí no tenían castañuelas, hacían los sones con los dedos, así: deslizando con fuerza el dedo pulgar sobre el dedo del corazón, producían un chasquido y todos llevaban el mismo ritmo con la música y les salía tan bonico aquel baile que aquello era una delicia verlos. Los chiquillos, que no sabíamos, nos apartábamos o hacíamos nuestros corrillos particulares y a nuestra manera, nos poníamos a imitar a los mayores. A nuestra manera, allí dábamos saltos como podíamos. La jota serrana y el suelto. Ya te digo: la gente serrana de aquel tiempo, todos los mayores y los jóvenes, sabían bailar la jota. Unas piezas preciosas y más todavía por aquella gracia y soltura que mis paisanos de la Vega, tenían.

 

Pero ya que estamos hablando de las cosas bellas en las personas de mi tierra, quiero contarte algo de los hombres, porque se lo merecen. Cuando los veías en el campo, iban con sus ropas remendaicas de su trabajo labrando la tierra, cuidando a los animales, segando o trillando o si era en invierno, en la aceituna, dependía del trabajo que estuvieran haciendo pero siempre con sus ropas de faena.

 

Pero luego también tenían sus ropas bonitas y muy dignas y cuando se las ponían y se arreglaban los domingos porque iban a los bailes, siempre se les veía vestidos muy limpios y con mucha dignidad. Y lo mismo que te decía de las muchachas, te digo de los mozos: eran muy guapos también. No solamente las mocicas sino que en mi tierra había mozos que quitaban el sentío de guapos y gallardos. Y aunque el analfabetismo allí era inevitable, esto no era causa para que ellos, los hombres de mi tierra, fueran todos unos caballeros. Te voy a contar un rasgo de ellos.

 

Los baños que había de aguas medicinales, eran para los enfermos pero en aquellos cortijos de la Vega no había ni cuartos de baño como ahora sí en todas las casas de las ciudades y los pueblos ni tampoco duchas ni lavabos para el aseo personal. Y entonces ¿qué más playas y qué más duchas necesitábamos que nuestros ríos? Con el agua tan clara que tenían y lo perfumada que siempre bajaba desde aquellas cumbres de romeros y robles milenarios, entre los grandes calares del pico Yelmo. Porque ese monte pétreo que guarda a mi pueblo de Hornos por el lado de donde sale el sol, fue y lo será eternamente, la noble cumbre hermana que recogía las aguas de todas las lluvias y todas las nieves, para devolverlas por los manantiales que alimentaban a nuestro bello río de la Vega.

 

Y por esto quiero decirte que en aquel río nuestro había sitios señalados donde se bañaban los hombres y otros sitios donde nos bañábamos las mujeres y las niñas. Ellos siempre se bañaban en lugares de aguas más profundas. En mi Soto, se bañaban los hombres en un remanso y charco grande que le decían El Potro. Por eso allí había tan buenos nadadores, porque ellos siempre buscaban sitios donde hubiera mucha agua y profundidad para aprender a nadar. Y algunos se bajaban al río Grande para aprender a nadar bien y a bañarse.

 

Y desde que nace el río Hornos hasta su desembocadura en el Guadalquivir, que iba atravesando toda la Vega, cada uno se iba bañando en el distrito de las tierras de su cortijo. Pero los hombres tenían su sitio señalado y nosotras las mujeres, el nuestro que era donde había menos agua y corríamos menos peligro.

 

Pero había una ley en la Vega, que nadie la había puesto ni escrito nunca sino que surgía del pudor de cada una de aquellas personas y ellos mismos se la imponían y era que jamás un hombre se acercaba a los sitios donde sabía que había mujeres bañándose. Eso es ser caballeros. Si un hombre hubiera sorprendido a otro hombre vigilando o acechando o mirando a las mujeres cuando se bañaban, los mismos hombres de la Vega se lo hubieran impedido. Porque allí las que se bañaban eran sus mujeres, sus hijas, sus hermanas, sus nietas, sus primas. Y a ningún hombre le hubiera gustado que otro hombre hubiera hecho aquello porque no era propio de los hombres de mi Vega. Por lo menos en el sitio de la Vega donde yo viví. El sitio donde se bañaban las mujeres era respetado y ni los mayores, ni los niños ni nadie se acercaba allí mientras ellas estuvieran en sus nados y gozando de las aguas purísimas que nos traía el hermano río de Hornos desde las majestuosas cumbres del pico Yelmo.

 

Y como el otro día me preguntabas, ahora te voy a decir cómo se las arreglaban, en aquella Vega mía, los hombres para afeitarse. No era tampoco ningún problema. Para mi padre y mis hermanos, mi madre usaba un utensilio que tenía la forma del sombrero del Quijote. Que tiene una hendidura en el ala del sombrero. Bueno, pues ese era el hueco donde ponían el cuello. Esto te lo digo porque cuando veo en los libros el sombrero del Quijote, me digo: “Anda, si parece la vacía que tenía mi padre para afeitarse.

 

Con aquella vacía llena de agua calentica, lo enjabonaba mi madre y lo afeitaba con su navaja barbera que se la regaló mi tío Daniel. Otra tenía mi hermano Cesáreo. Y mi hermano Ángel, como era un chavalillo que todavía no tenía barba, pues no tenía su navaja para afeitarse. Recuerdo que cuando a él le empezó a salir la barba, decía: “¡Ay! Que yo no tengo navaja de afeitar. ¿Con qué me voy a cortar esta barba mía?” Y entonces empezó afeitarse con la de mi hermano Cesáreo. Cuando mi hermano Cesáreo se fue a la guerra, pues mi hermano Ángel siguió afeitándose con la misma navaja y cuando volvió mi hermano de la guerra, ya trajo esas maquinillas nuevas, individuales que hay con cuchillas de afeitar y ellos dos se siguieron afeitando así y mi padre, continuó con su navaja.

 

Pero de afeitar en mi casa se guardaban como oro en paño. Ellos tenían una especie de correa para darle y suavizarles el filo a fin de que cortaran bien. Y mi madre era, pues una gran barbera afeitando a mi padre. Para cortarse el pelo, ya iban al pueblo de Hornos. Así como en mi casa, los hombres de la Vega, casi todos tenían sus navajas para afeitarse. Esto era lo que había y las mujeres, agua y jabón y sol y por eso estaban todas tan guapas.

 

Allí rizarse el pelo, fue después de la guerra que empezó aquella moda de las permanentes pero pasó mucho tiempo antes de que se rizaran el pelo con las permanentes. Pero antes, era su pelo natural que ellas misma se marcaban sus hondas. No creas que las mujeres de mi Vega también eran buenas peluqueras. Se marcaban sus hondas con sus horquillas y se hacían peinados muchos más bonitos de lo que ahora mismo se pueden imaginar. Y las mayores, su moño y su trenza.  ¡Ay! Una boda te voy a contar.

 

 

 BODA DE LA MUCHACHA GUAPA

    Que todo esto es verdad ¡eh! Te lo cuanto a lo bruto, como yo sé pero que todo esto es verdad. En el Soto de Abajo, había unas muchachas muy guapas. La belleza natural de las mujeres de la Vega, y no por presumir de nada, era exquisita. Sin maquillajes, sin peluquerías, sin nada artificial. Na más que belleza tal como la da Dios. El aire puro, el agua limpia y el sol que da Dios gratuitamente a todo el mundo. Yo no sé sí es porque aquello venía de raza, de aquel terreno, o lo daba el clima, el caso es que las mujeres eran bellísimas. Entre ellas algunas de mi familia: mis primas Virginia, Virtudes, Ramona Manzanares y Francisca, incluso mi misma madre. Yo creo que a una hija no le está prohibido decir esto de su madre siempre que sea verdad: me contaban las mujeres mayores que mi madre había sido una de las muchachas más bonica, más recatá y mejor considerá de toda la Vega.

 

    La hermana Amalia y el hermano Modesto tuvieron cuatro hijas. Una estaba casá, Carlota, con un primo mío. Modesta se casó con uno que le decían Miguel el “Señorito” que vivía en Cañada Morales. Y tenía otras dos hijas solteras: María Antonia y María Josefa. Muy guapas estas dos. Y el hermano Isidro y la hermana María Josefa, tenían otras dos hijas. Una se llamaba Isabel y otra se llamaba Modesta. Que me parece... de esto no estoy muy segura, que uno de los hijos de Matías del Chorreón, estuvo rondando a la Modesta. Yo, como chiquitilla que era entonces, lo veía que de vez en cuando echaba un vistazo por el rincón. Y por eso se comentaba que andaba detrás de la Modesta. Que era muy guapa, por cierto.

 

    Pues esta Isabel, era una moza hermosa, hermosa de verdad y, además, buena. Se casó con uno de “Guabrás” que se llamaba Leocadio. Allí las bodas eran muy pintorescas también. Los sacerdotes muy respetaos. La ceremonia religiosa era en el pueblo y luego la celebración en los cortijos. Y algunas veces, bajaba el sacerdote con todos los ornamentos y en la casa misma se celebraba la ceremonia religiosa. El convite, luego en el cortijo. La ceremonia de esta boda, fue en Guabrás. Pero la boda fue grande. La muchacha era muy aprecia en toda la Vega. El novio tenía posibilidades económicas. La familia de ella, también.

 

    Fue recién terminá la guerra, que había mucha alegría. Mucha alegría. Todo el mundo estaba muy contento. A los que le habían matado a alguno de la familia, pues no. Pero los que habían tenido hijos en la guerra, como pasó en mi casa que desde que se fue mi hermano yo no veía a mi madre nada más que llorar y pendiente de Eusebio el correo a ver si llegaba carta, y luego venir su hijo de la guerra, pues en mi casa había una alegría enorme. Y eso pasaba en todas las casas donde habían vuelto los soldados sin pasarles nada. Estaba, pues eso: recién terminá la guerra. Luego te contaré algo muy bonito que también ocurrió por aquellas fechas. Ahora vamos con la boda.

 

    Iba a casarse esta pareja y pasaron, todos los acompañantes, por lo menos esta boda que la vi yo con mis propios ojos, por la puerta de mi Soto. Toda la comitiva de acompañantes, invitaos, pasaron todos al Soto a recoger a la novia. A sacarla del cortijo todo el acompañamiento. Y pasaban con mulos pero enjaezaos con colchas, con sábanas, con encajes. Todo muy vistoso. Iban las parejas, montás cada una en su mulo. Los matrimonios, los hermanos. Mi hermano Angel estuvo en la boda y llevó de pareja a mi prima Virginia, hija de mi tía Francisca.

 

    Me acuerdo que una colcha de ganchillo que había hecho mi madre de soltera, la puso encima de la albarda. Le pusieron madroños en las cabezás a los mulos, cintas de colores. En fin, que adornaban los mulos, mulas, caballos y todo eso, que iban en la comitiva, los adornaban tanto como las mismas personas. Llegaron al Soto. La novia estaba esperándolos y tenían un mulo especial, adornado todo con sábanas blancas y a ella, en una silleta que había entonces para ponerla encima del aparejo, la sentaron.

 

    Cuando pasaba por la puerta de mi casa, mi madre tenía un canastillo con hojas de rosas que había deshojado y se las echó encima a la novia. Y pasaba Isabel ¡más guapa... ay qué guapa! Y pasó a Guabrás. Allí fue la ceremonia. Allí los casó el cura. El cura se llamaba don Pedro Morales. Que como entonces recién terminá la guerra había escasez de sacerdotes por las cosas que habían pasado, atendía a Segura y a Hornos con todas sus aldeas y cortijos.

 

    La boda fue aquel día y al día siguiente se celebraba también. Se llamaba la tornaboda. Pero aquella fue una boda soná en toda la Vega. La muchacha era muy quería de todo el mundo y se lo merecía todo. A mí me dejó un recuerdo muy bonito. Ver yo tan chiquilla pasar tanta caballería con colchas, con cintas de colores, abajo, al Soto, a por la novia. Y esa boda de Isabel, se me quedó a mí impresa. Así, parecida a esta, eran entonces todas las bodas en aquellos cortijos de la Vega de Hornos.

 

     LA MUSICA EN LA VEGA

    Me acuerdo mucho de una señora que había en la Platera que se llamaba Eufrasina, no sé si vivirá todavía, que tocaba el acordeón como los ángeles. En los tiempos de hoy, esa mujer hubiera sido una concertista de miedo. A esta gran acordeonista, casi siempre la acompañaba con la guitarra, su marido José Molina. Otros también que le decían los hijos del Pascual que tocaban uno el violín y otro la guitarra y Francisco Fuentes, que tocaba muy bien el laúd y la guitarra. Eran los músicos de las bodas y de todas las fiestas.

 

- ¿Y las flautas?

- Pues como no había las cosas que hay ahora de radios, televisión, cine... los pastores se hacían flautas de cañas. Y de los carrizos del río. Yo misma hacía algunas para mí. Porque yo también tocaba mi flauta y mis primas y mis primos. En la siesta, se juntaban los pastores a sestear en los álamos que había alrededor y en las orillas del río. Grupos de ocho o diez zagalones de doce a catorce años. Allí hacían ellos, lo que podíamos llamar ahora, sus conciertos. Cada uno con una flauta y aquello era digno de oír. ¡Qué lástima no haber tenido un aparato de estos de grabar y haberlo recogido! Porque ellos hacían hasta sus composiciones musicales. Había algunos que tenían buen oído. Cada flauta sonaba de una manera. Y mientras sonaba el concierto de los pastores con sus flautas, los ruiseñores cantando en los álamos. ¡Qué bonito era aquello!

 

    Recuerdo yo un hermoso rincón verde, un trozo de la curva del río por donde los animales pastaban tan gustosamente, y a un joven pastor que siempre andaba por aquel rincón. Era aquello una maravilla verlo desde la ladera de enfrente. Recuerdo yo como primero el joven cogía su flauta, hecha de caña y por él mismo y desde el lado norte bajaba senda adelante y desgranando notas. Los sonidos que de aquella flauta salían, además de embelesar el alma, llenaban el barranco del río tanto para abajo como para arriba y al mezclarse aquellas melodías con el rumor de la corriente y el movimiento que el vientecillo imprimía a las plantas, el espectáculo que allí se daba era mucho más que maravilloso.

 

    Los animales que pastaban por la orilla del río, aún le daban al conjunto una pizca más de grandiosidad. Porque eso era otra: la pequeña llanura que se recoge allí, como escondida entre juncos, sargas y zarzas, es otro paraíso más en miniatura. Y cuando por esa llanura pastaban los rebaños, unas veces de ovejas, otras de cabras y en algunas ocasiones de vacas, la belleza se multiplicaba. Pero, además, cuando esta belleza quedaba enmarcada por aquellos espléndidos días de primavera y por las tardes doradas del verano, el rincón se parecía a un verdadero sueño.

 

    Y exactamente así es como yo lo recuerdo ahora mismo. Más engrandecido todavía por la presencia del joven que me parece verlo bajar por la ladera y adentrarse por entre los meandros de la corriente para saltarla. Me parece verlo como se funde con la vegetación por donde los animales ramonean y ya algunos duermen la siesta. Tú tendrías que conocer como conozco yo la imagen que este rincón presentaba cuando por él bajaba el joven tocando su flauta y se quedaba perdido entre el misterio de este barranco. Cuando yo lo veo en mi recuerdo y traigo a mi mente esta otra imagen de los balcones, en pueblos y ciudades con sus cuatro macetas para tener cerca de sí un poquito de naturaleza, casi me río. Aquello era lo lindo y lo natural y no lo que ahora nos están haciendo vivir.

También había voces, en la Vega, que fue una lástima que se perdieran. Entre ellas, las de mi padre. El hubiera sido el Plácido Domingo o el Caruso de sus tiempos. Sí... es verdad lo que digo, es verdad. El flamenco no se le daba bien.

 

    ¡Mira! Estando mi padre un día regando su huertecilla, porque él tenía un trocico de huerta que lindaba con los baños, le ocurrió algo muy curioso. Entonces a los baños iba mucha gente de Villacarrillo, de Villanueva, de Orcera, de Beas, de todos sitios. Gente delicá de reuma y todo eso. Ellos eran los que llevaban las canciones por aquellos sitios y por eso se cantaba por la Vega, alguna cosucha de canciones modernas que venían. Porque las llevaban los bañistas. Aquel día regaba mi padre su huerta y cantaba una canción. Un señor que paseaba cerca, lo oyó. Yo te he comentado ya antes que mi padre cantaba muy bien. Aquel hombre era el organista de Villanueva del Arzobispo. Al oír a mi padre, se acercó a él. “¡Qué! Estamos cantando por aquí”.

 

Como los bañistas sabían que la gente de la Vega era muy sencilla, pues no tenían reparo acercarse a ellos. “Ea, pues sí señor”. “¿Dónde vives?” “Pues yo, en el Soto de Arriba”. “Ahí tiene mi mujer una amiga que baja a verla casi todas las tardes”. “¿Quién es su mujer?” “Mi mujer es María Josefa”. “¿María Josefa es tu mujer? Pues la mía es Trinidad. Si son amigas. ¡Anda, pues mira, nuestras mujeres son amigas y nosotros no nos conocíamos”.

 

    Y entonces bajó con su mujer al Soto. Hablando, se comentó: “A mí me gusta tocar la guitarra”. “¿Tú tocas la guitarra? Yo cantar te he oído. ¡Coge la guitarra y vente conmigo!” Mi padre cogió la guitarra y se fue y yo detrás de ellos. Se sentaron en el suelo debajo de un peral que había en la orilla del río. Parece que lo estoy viendo. El organista empezó a dar notas en la guitarra y le decía: “Felipe, haz lo que haga la guitarra “. Y empezaba la guitarra, blon y mi padre, blon. Haciendo con la voz. Yo entonces no sabía lo que estaba haciendo ni mi padre tampoco. Hoy me doy cuenta y mi padre lo supo después. Estuvo probándole la voz. Porque, ya te lo he dicho, aquel señor era músico.

 

Luego mi padre se puso y le cantó la siguiente jota:

 

Tengo una pena, una pena,

tengo una pena, un dolor,

tengo un clavo remachao

en medio del corazón.

 

Que no hay un pintor

que sepa pintar,

en blanco papel

un ramo de azahar.

 

A la jota viene

a la jota va,

serranilla mía

vamos a bailar.

 

    Y cuando terminó mi padre de cantar esta bonica jota, aquel hombre le echó la mano por el hombro muy emocionado y le dice: “¡Felipe! ¡Qué lástima que te pierdas aquí!” Dice mi padre: “¿Por qué?” “Porque eres un Caruso”. Y dice mi padre: “¿Y eso qué es?” “Es un cantante muy famoso”. Y mi padre creía que vivía en Villanueva y dice: “Si vive en el pueblo, voy a verlo”. “No hombre, si era italiano y hace ya mucho tiempo que murió”. “¡Arrea!” Pero le comparó la voz con Caruso. ¡Fíjate qué lástima! Porque era de verdad que mi padre cantaba bien.

 

Y ahora que hablo de jotas, entre otras muchas que por aquella tierra mía se conocían, estaban las jotas que se cantaban de picailla cuando en la casa de la muchacha no querían al novio porque no les parecía bien. Esto puede pasar todavía. Entonces se cantaban estas jotas de picailla.

 

                                     Jota: Ni tu padre ni tu madre

ni San Antonio bendito,

me pueden quitar a mí

que yo te quiera un poquito.

 

Estribillo: A los títeres tocan

yo te pago la entrá,

si tu madre se entera

¿qué dirá, qué dirá

qué tendrá que decir?

A los títeres tocan

y tenemos que ir.

 

Jota: Hornos y Cañá Morales

El Carrascal y la Platera

Montillana y los Parrales,

Cortijos Nuevos y Orcera.

 

Estribillo: ¡Ay, que sí que sí

ay que no que no,

que esta serranilla

me la llevo yo!

Me la llevo yo

me la he de llevar,

sino por la noche

por la madrugá.

 

Jota: ¿De qué le sirve a tu madre

machacar en hierro frío?

Si ha de tener en su casa

lo que tiene aborrecío.

 

Estribillo: A la jota viene

a la jota va,

Serranilla mía

vamos a bailar.

 

Jota: Puse el pie sobre una piedra

para apretarme una liga,

quien bien ata bien desata,

quien bien quiere tarde olvida.

 

Estribillo: Si te encuentro en la calle

me lo tienes que dar,

el tacón de la bota,

para taconear.

 

Jota: ¿Qué cuidado me da a mí

que tu madre no me quiera?

Estando el vino barato,

siempre voy a media leña.

 

Estribillo: ¡Ay, que sí que sí

ay que no que no,

que esta serranilla

me la llevo yo!

Me la llevo yo

me la he de llevar,

sino por la noche

por la madrugá.

 

Malagueña: voy con mi malagueña

siempre malagueñeando,

que por una malagueña,

vivo en el mundo penando.

Si me tuviera muriendo

Y sintiera una guitarra,

me levantaba corriendo

y malagueñas cantaba.

 

LA SEMANA SANTA

Otros días muy señalados en aquella Vega mía era la Semana Santa. En mi casa y en todas las familias que yo conocía por aquellos cortijos, estas fechas se vivían con mucha unción. En Hornos había también imágenes religiosas muy bonitas y que inspiraban mucha devoción y eran muy veneradas y había procesiones y aunque en la Vega no teníamos estos actos religiosos, devoción sí había mucha. El Jueves Santo y el Vienes Santo, allí se guardaba abstinencia y en mi casa, el Viernes Santo ayunaban hasta los pájaros que hubiera y abstinencia todos los viernes del año. No se comía matanza, pescado no había pero sí procuraba mi madre bajarse de Hornos sardinas encubás y bacalao y si no podía subir al pueblo, pues ponía un potaje o patatas pero sin cosas de matanza porque la abstinencia en mi casa ere respetada.

 

Y el miércoles de ceniza, siempre que se podía, tenían costumbre de ir al pueblo a la misa donde se impone la ceniza de “polvo eres y en polvo te convertirás”. Y el Jueves Santo, también a acompañar el Señor en el Sagrario. Había algunas personas que no subían pero esto siempre fue porque no podían porque estos días eran muy respetados. Hasta me acuerdo de una cancioncilla que cantaban por allí que decía:

Jueves Santo, Jueves Santo,

Jueves Santo al medio día,

había un labrador labrando

con sus mulas desuncías.

 

Tenían costumbre de cantar esto porque decían que el Jueves Santo se podía trabajar hasta el medio día pero que a partir de medio día, que ya aquello era sagrado y que no se debía trabajar y lo mismo que en la Navidad era la alegría y los villancicos, pues yo me acuerdo de oír cantar en mi casa, a mi padre, la pasión. Las siete palabras que pronunció el Señor en la cruz también se cantaba en mi casa.

 

Porque te recuerdo que mi padre cantaba tan bien que en Villacarrillo, antiguamente se cantaba la Pasión del Señor y a los concursantes que ganaban, le deban de premio un par de alpargates de aquellos que había con la suela de goma negra y la cara de lona blanca, atados con cinta blanca en los tobillos. Y fue mi padre un año sin saber siquiera que daban el premio. Sólo que como le gustaba mucho y sabía que allí se cantaba la Pasión, fue un año y estuvo cantando y luego lo llamaron para darle el premio. Y él ni siquiera lo espera ni sabía que se lo iban a dar. O sea, que fue concursante sin saber que iba a concursar y le dieron el premio por cantar la Pasión en Villacarrillo.

 

Viernes Santo qué dolor,

expiró crucificado

Cristo Nuestro Redentor,

Mas antes dijo angustiado

                                     Siete palabras de amor:

 

La primera fue rogar

por sus propios enemigos.

¡Oh! Caridad singular

que los que fueron testigos

mucho les hizo admirar.

 

La segunda un ladrón hizo

su petición eficaz

y el Señor las satisfizo

diciéndole: tú hoy serás

conmigo en el Paraíso.

 

A su madre

la tercera palabra le dirigió

diciéndole que acogiera

por hijo a Juan y añadió

que él por madre la tuviera.

 

La cuarta a su Padre amado

dirige su acento pío

y el Hijo muy angustiado

dijo dos veces “Dios mío

¿por qué me has desamparado?”.

 

La quinta estando sediento

y encontrándose rendido,

dijo casi sin aliento: “Sed tengo”.

Y le fue servido,

hiel y vinagre, al momento.

 

                                     La sexta habiendo acabado

y plenamente cumplido

todo lo profetizado,

dijo dos veces: “Dios mío,

ya está todo consumado”.

 

La séptima con fervor

su espíritu entregó en manos

de su padre, con amor

y de esta manera cristianos,

murió Nuestro Redentor.

 

Esto lo cantaba mi padre, mi madre y mi abuela pero cantado de verdad con una música apropiada y bella y se cantaba no por divertirse, sino como una manera de recordar la pasión del Señor.

 

Y también en Semana Santa, en la “bolea”, que así le decíamos porque allí jugaban los mozos a los bolos, en la explanada, como ya otras veces te he dicho, mi abuela, mi madre, mi tía Franciscas y todas las mujeres del Soto más las que acudían de los cortijos del alrededor, a las tres de la tarde, se juntaban en la bolea y allí se rezaba el Vía Crucis. Dirigido siempre por mi abuela. Y cuando mi abuela no podía porque estaba en Hornos con mi abuelo, lo dirigía mi madre con su libro y el crucifijo que ya algunas veces te he enseñado que todavía conservamos en la familia como reliquia. Me acuerdo que de cuando en cuando, en las estaciones se cantaba una estrofa de las siete palabras. Y cuando llegaba el momento de las tres caídas del Señor, cuando tocaba rezar esa estación, se arrodillaban y besaban la tierra. La bendita tierra de mi pueblo de Hornos que es más que santa por esto y otras muchas razones.

 

Allí la Semana Santa era devota de verdad y de corazón hasta el extremo de que en el campo se rezaba y se vivían estas fiestas con el amor que les pertenece. Luego llegaba el Domingo de Resurrección y venía la alegría para todos los que poblábamos la Vega.

 

También en mi cortijo del Soto se hacía la consagración a la Virgen del Carmen todos los sábados y de noche a la luz del candil. Con un devocionario Carmelitano muy antiguo que había en mi casa. Por turnos, cada sábado lo leíamos uno de nosotros y según nos iba tocando mi abuela, mi madre, mi hermano Cesáreo, mi hermano Angel y yo, aunque chiquitilla, también leía cuando me tocaba. La devoción a la Virgen siempre estuvo muy enraizada en mi familia.

 

LOS ANCIANOS

    Muy digno de tener en cuenta, la consideración que se le tenía a los ancianos. Eran muy respetaos. En la Vega, eso de los asilos y residencias de ancianos, no se conocía ni nadie hablaba de tal cosa. Los ancianos morían en sus casas, con sus hijos. El mejor sitio al lado de la lumbre en invierno, era pa la buelo. Lo más blandico y que menos trabajo costaba de masticar, era pa la buelo. Voces o palabras desagradables, no estaba permitido darles. Si alguno perdía el oído o se le disminuía la vista, pues en todas esas cosas, se asistían.

 

    Y cuando los jóvenes hacían trato de alguna transacción de animales que vendían unos a otros, un mulo, una vaca o un pedazo de tierra, llamaban siempre a uno de los ancianos para que aviniera a las dos partes. “Vamos a por el hermano fulano, a ver lo que dice”. Pero no hacían de intermediarios como los de ahora, que median en los tratos y luego se llevan ellos una buena parte del dinero. Los ancianos serranos, lo que buscaban siempre era conformar a las dos partes, de la mejor manera posible, para que no perdiera ninguno y los dos quedaran contentos. Los ponían de acuerdo en lo que valía lo que iban a comprar o vender, de maneras de pago, de formas de pago. Al final siempre decían: “Lo que haya dicho el hermano fulano, eso es lo que se hace. Lo ha dicho así y eso es lo que hay que hacer”. Y lo que había dicho el anciano, siempre se respetaba. Es decir: el anciano se sentía útil en la familia y entre los vecinos.

 

LA VEGA Y LAS HUERTAS

 

    - ¿En las tierras, además de huertas, también teníais animales?

- ¡Uy...! Eso había por todos sitios... eso le daba mucha alegría también a todo la Vega aquella. Por todos sitios había ganado y pastorcillos. Con ovejas, con cerdos, con cabras, vacas de labor... por todos sitios se oían los cencerros tolón, tolón. Las vacas del tío fulano, las vacas del hermano mengano. Eso por toda la Vega. Mi padre lo que tenía era mulos de labor, cerdos y muchas gallinas. Mi tío Ramón sí tenía vacas de labor.

 

    ¡Y Los Baños, los Baños eran muy populares! De este rincón tengo grandes recuerdos. Allí murió mi prima Magdalena, hija de mi tío Ramón y esposa de José León. Su muerte fue de parto, como tantas morían por aquellos tiempos en los cortijos de la sierra. Era una persona de tan extraordinaria bondad que fue una muerte muy sentida en toda la Vega de Hornos. Yo no encuentro palabras pa explicarte la bondad que esta mujer derramaba con todas aquellas personas que la rozaban y esto se notó más, con su muerte. Y las circunstancias tan tristes en que quedó aquella familia. Dejó cinco hijos. La mayor se llamaba Estanisla que fue la que más lloró la muerte de su madre porque era la que más cuenta se dio de la gran tragedia. Y mi madre que estaba delante, cuando murió mi prima Magdalena, cuando ella contaba su muerte, a mí se me conmovía el corazón.

 

La madre agonizando y la hija con la estampa del Sagrado Corazón de Jesús en la mano y diciendo: “Sagrado Corazón de Jesús que se muere mi madre...” y mi prima Magdalena, cuando estaba expirando le decía al marido: “José León, cuida de mi padre que es muy viejecico, nuestros hijos, cuida de nuestros hijos, que yo me muero... así una vez y otra: “José León, los chiquillos...”

 

La mayor, como te he dicho, se llamaba Estanisla, otra se llamaba Ramona, otro hijo se llamaba José Ramón, otro Miguel, otro Julio y el recién nacío, que fue en el parto de este niño en el que murió, que nació en plena guerra, le pusieron por nombre Gil. Como murió mi prima, este niño lo recogió para criarlo un hermano de José León que se llamaba José Ramón y su mujer se llamaba Lucía. Y como mi prima había muerto, este niño se lo llevaron pero el niño, parece ser que al faltarle el pecho de la madre y como en aquellos tiempos no había las cosas que hay ahora modernas para criar los niños, al mes o así de nacer, murió.

 

De estos primos míos tengo grandes recuerdos. Sobre todo de Ramona que vive juntamente con tos sus hermanos en Mogón y me acuerdo que asistíamos juntas, en la Laguna, a la escuela del maestro Benito. Esta Ramona ha heredao mucho de la bondad de su madre y tanto que creo que de todos los hijos, la que más se parece a la madre, es Ramona, hija de Magdalena y de José León

 

Me acuerdo que íbamos las dos juntas a la escuela y como yo era tan mala con los números, una vez nos puso el maestro haciendo así corro, como rueda, y nos iba preguntando: “¿Cuántos son veinte y veinte?” te pongo por ejemplo. Me preguntó a mí: “¿Cuántos son cincuenta y cincuenta?”. Como yo es que pa los números era una zoqueta perdía, pues no sabía contestar. Y mi prima Ramona, hija de mi prima Magdalena, en voz muy bajica, me dijo: “Cien”. Pa que contestara y el maestro Benito no me pegara. Pero el maestro Benito, que no era tonto, se dio cuenta de que mi prima me lo había dicho y entonces le pegaron a ella. Aquel día me di una hartá de llorar de ver que a mi prima Ramona le habían pegao por ayudarme a mí en la escuela. Este recuerdo no se me olvida.

 

Como ya te he dicho, hoy vive en Mogón. Casada y todos sus hermanos viven allí. Sé que una de sus hijas se llama Luisa, y que ahora está en la Safa de Ubeda de profesora y por lo que tengo entendío, es una gran profesora y también una gran persona como su madre. Es nieta de mi prima Magdalena de la que tengo un recuerdo tan grabado que no se me borrará nunca.

 

Mi prima Magdalena era muy pequeña cuando murió su madre. Era hija de mi tío Ramón y de mi tía Espíritu Santo y al morir su madre, pues ella quedó muy pequeña. Quedaron tres varones y dos muchachas: una mi prima Adolfina, que tuvo más suerte porque vivió más años y le dio tiempo a criar a sus hijos y mi prima Magdalena que quedó muy pequeña también y mira luego qué trágica muerte tuvo.

 

Después de presenciar todo lo que presencié no se me ha olvidado a mí porque mi madre bien que me lo recordó. Estas dos primas mías pues vivían tabique por medio con mi madre. Al quedarse ellas sin madre, fue mi madre la que se preocupó mucho por ellas y las quiso de verdad. Ella le enseñó a hacer el pan, a lavar la ropa en el río, a hacer la comida y fue tanto el contacto que tuvo con ellas que la muerte de Magdalena, en mi casa fue muy sentía y luego con el esturreo que se lió por lo del pantano, al irnos cada uno por su lado, siempre le quedó a mi madre el sentimiento de que no había vuelto a ver a Adolfina. Pero Magdalena, verás:

 

Un día nos reunimos aquí, con motivo de la muerte de un pariente de José León que murió en Úbeda y se llamaba Julián y hablando con José Ramón y recordando a su madre, me dijo: “Cuando se murió mi madre a nosotros nos cayó un rayo”. En aquello comprendí yo que sí habían valorado ellos la falta de su madre y eso que el padre se portó bien con los hijos. Hizo caso del encargo, que en la hora de la muerte, le había dejado su mujer. José León hizo lo que pudo para que sus hijos estuvieran bien atendidos y se preocupó mucho de ellos. Pero la falta de su madre, ahí estuvo siempre.

 

Y aquel día me dijo José Ramón y también se lo oí decir varias veces a la familia: “¡Que qué lástima que no hubiera quedado ningún retrato de su madre!”, mi prima Magdalena. Pues ahora, con mis recuerdos, voy a hacer un sencillo y puro retrato de ella y creo que es el único que va a quedar para la eternidad y que su memoria no se borre nunca.

 

Mi prima Magdalena era de una estatura mediana, no destacaba por ser muy alta ni por ser pequeña. Una estatura mediana muy bonica. Era rubia con el pelo muy largo, recogido en un moño y era guapa. Tenía la piel blanca, la cara un poquito redonda pero sin llegar a ser redonda del todo. Tenía un óvalo un poquito redondo y muy bonica y era verdaderamente guapa. De una belleza muy dulce por lo suave. Y sobre todo era bondadosísima. De una humildad y un agrado que tenía para todo el mundo y una inocencia que cautivaba. Cuando se soltaba el pelo para peinarse parecía un manto de sol lo que le caía sobre las espaldas. Era tan querida por todo el mundo que cuando murió, les daban lástima enterrarla. Y cuando la destaparon en el cementerio para darle el último adiós, hubo una persona que tanto la quería, que sacó sus tijeras, que las llevaba en el bolsillo, unas tijerillas y le cortó un mechón de pelo rubio para guardarlo como recuerdo, como una reliquia de aquella mujer.

 

Sé el nombre de esta persona y te doy mi palabra de honor de que esto es cierto, lo que pasa es que no lo quiero decir por si acaso alguien se molesta de que yo, al cabo de tantos años, saque estas cosas tan íntimas. Que no desmerecen ni ofenden a nadie pero como yo no sé los sentimientos que pueden producir en cada cual, por esto tengo reparo en decirlo pero doy mi palabra de honor de que es verdad.

Cómo sería que su suegra le tomó verdadero cariño y sintió mucho su muerte. Cuando murió mi madre la amortajó con un vestido negro, acompañada de mi tía Francisca y de mi prima Adolfina, hermana de Magdalena y el pelo se lo peinó hacia atrás como ella se peinaba siempre pero al llegar a la nuca, mi madre le partió el pelo en dos mitades y le echó un mechó por cada lado. Lástima de no haber tenido una máquina para haberle hecho una fotografía porque estaba para haber servido de modelo. Que yo cuando veo la película de Quo Vadis, al ver a la protagonista con ese pelo rubio, digo: “Como mi prima Magdalena”.

 

Murió a los treinta y seis años, en plena guerra civil, no estoy segura si el treinta y ocho o treinta y nueve. Poco antes de terminar la guerra pero que todavía estaba. Era muy piadosa y muy creyente. Cuando mi madre se ponía a rezar el rosario para que se terminara la guerra, ella asistía a rezar con mi madre. La enterraron a primeros de enero antes del día de los reyes, no sé si el cinco... si murió el cuatro de enero y la enterraron el día cinco o murió el cinco y la enterraron el seis pero en todo caso, antes del día de los reyes ya estaba enterrada a los treinta y seis años de edad, por una muerte de parto y en su mismo cortijo de la Vega de Hornos. En plena juventud se fue una de las flores más hermosas de la Vega de Hornos.

 

Y como sabes tú que te tengo dicho de las luminarias y los castillos, aquel año en ningún sitio se encendieron. Luego llegó la de San Antón y tan bonito era ver el resplandor de las hogueras en la noche de un sitio y otro. O sea, que se iluminaba la Vega con las llamas de los castillos. Pues aquel año no se encendieron los castillos de San Antón, no se encendieron luminarias en la Vega en lo que quedaba de las fiestas de candelarias ni las otras que quedaban pendientes. Y me acuerdo que la noche de San Antón, mi tío Ramón y mi padre, se asomaron a la calle y dijeron: “No ha encendío nadie los castillos este año”. Y entonces mi madre les dijo: “Ramón, Felipe ¿es que todavía no os habéis dado cuenta de que la Vega entera está de luto?”.

 

Y fue verdad que cayó un manto de tristeza por toda la Vega que contagió a todo el mundo y parecía que se había muerto el familiar más querido de cada uno de los cortijos. ¡Lo llorada que fue la muerte de mi prima Magdalena!

 

Y como esta muerte, en aquella Vega y en la sierra entera, hubo muchas. Mi madre me contó, en varias ocasiones, que las mujeres cuando esperaban tener un niño, igual que preparaban la ropica para el bebé que naciera, al mismo tiempo, preparaban ellas su mortaja. Así que fíjate, las mujeres allí vivían por un lado la alegría del niño que iban a traer a este mundo y a la vez el dolor de su posible muerte. Sabían que en el trance, podían dejar un hijo vivo pero con la madre muerta.

 

Mi prima Adolfina, como ya te he dicho antes, era hermana de Magdalena. Tenía once años cuando murió su madre. Magdalena era más pequeña y las dos se querían tanto que Adolfina sintió mucho la muerte de su hermana. Era natural porque estaban muy unidas por la falta de la madre. Cuando pasó lo que pasó con el pantano que todas las familias tuvimos que esturrearnos, pues mi prima Adolfina no sabíamos por dónde había girado, no sabíamos dónde paraban y yo creo que ellos tampoco sabían dónde parábamos nosotros, el caso es que mi madre ya muy mayor, muy viejecita, me preguntaba muchas veces: “¿Dónde está la Adolfina? Me voy a morir con las ganas de saber dónde ha ido a parar la niña que yo crié y que tanto quiero. Mira que me muero si ver a Adolfina. Con el tiempo que estuvimos juntas, que desde chiquitilla yo fui la que la crié. ¿Y no voy a saber de mi Adolfina antes de morir?”.

 

La recordó mucho y después yo supe que ella había muerto y sus hijas, tres hijas que tiene, Paula y Magdalena que así le pusieron por mi prima, viven en Villacarrillo y otra hija menor, que yo no conocía y que se llama Pepa, vive en Villanueva del Arzobispo. Por una enfermedad que tiene, está sentada en una silla de ruedas y lo lleva con una resignación que esa mujer está ganando el cielo en su silla de ruedas. Pero mi madre murió con las ganas de saber a dónde había ido a parar Adolfina. En Villacarrillo también vive mi prima Amalia hija de mi primo Manuel.

 

    El cortijo más entrañable también, para los bañistas, era el Soto. Cuando llegaba la época en que acudían los bañistas, todos iban a por frutas al cortijo del Soto. Y no recuerdo yo que en mi casa se les cobrara nunca a nadie nada por aquella fruta. “Vamos a por uva”. “Dadnos tomates”. Si lo teníamos en abundancia y no íbamos a ningún sitio a venderlo, porque entonces ¿dónde se iba a vender? Nosotros no consumíamos ni tantas uvas, ni tantas cerezas ni tantos higos. Pues se les daba y no se les cobraba nada.

 

    - Eso es otra cosa ¿vosotros ibais a la plaza del pueblo a hacer la compra?

- ¡Ni hablar! En la Vega lo único que no teníamos era pescado. El pan, mi madre lo amasaba y lo cocía en ese horno que se ve en los planos que levantaron los del pantano. Mi madre y todos las mujeres del alrededor. En cada cortijo había su horno. Criábamos cerdos y hacíamos matanza. De lo demás, ya te digo, se recogía de todo. Cereales, legumbres, hortalizas y frutas. Mi madre hacía conservas de todo. De los tomates, pimientos, cerezas, melocotones, peras, membrillos colgaos, melones, sandias. Los higos los pasaba. Ya te digo: el pescado era lo único que no teníamos.

 

    A Hornos se iba, pues, al médico que era una buenísima persona pero poco científico. Para las cosillas así más leves. Cuando había algo más grave había que ir a Villanueva, a Beas, a Orcera, a La Puerta. Yo de pequeñilla, porque estaba muy flacucha, me trajeron a Villanueva a un médico que se llamaba don Gabriel Tera. Todavía me acuerdo que era rubio. Le decían el médico rubio. Así nos íbamos arreglando. No éramos ricos, sin cuentas corrientes en los bancos pero teníamos todo lo que necesitábamos: salud, alegría, armonía entre toda la vecindad. Estábamos todos felices. Más que ahora. Cuando por cualquier cosa, ya te digo, había que ir al pueblo, entonces los cortijos: “Traedme un cadejo de hilo, un carrete para la máquina”. Esas cosillas así de encargos de unos a otros y ya está.

 

Estas necesidades también se solucionaban con facilidad con los vendedores ambulantes que allí y, en aquellos tiempos, les llamábamos recoveros. A quien más recuerdo es a Teodora, que este era su nombre pero se le conocía más por el sobre nombre de la Rita. Esta señora era la que más clientela tenía porque de carácter era muy agradable. Recuerdo que siempre iba muy aseada y vestía de negro porque era viuda.

 

Las mercancías que vendía eran hilos, agujas, alfileres, cintas, dedales, encajes y muchas cosas más que siempre hacían falta en aquellas casas y no las producía la tierra. Al cambio de esta mercancía ella se llevaba los corvos de su cabalgadura llenos de productos que sí abundaban en la Vega como huevos, gallinas y otras cosas que luego vendía en otros sitios.

 

Recuerdo que esta señora vivía en Guabrás y también llevaba telas que eran muy precisas porque la ropa había que coserla en las casas. Por allí no existía la venta de ropa confeccionada pero las mujeres eran muy habilidosas para este menester y la gran maestra en este arte era mi tía Francisca Manzanares.

 

    - Las familias tenían también sus máquinas de coser y eso ¿Verdad?

- Yo tengo todavía la de mi madre. Y la máquina de la matanza que en toda la Vega aquella no había otra que la de mi madre. Se ponían por turnos para hacer la matanza en los cortijos para irse sirviendo de la máquina de un sitio a otro. Y esta tía Francisca mía, la que le mataron el marido, esa era la sastra y la modista de toda la Vega. La guisandera de todas las bodas. La que ponía las inyecciones, porque su marido, el segundo que fue mi tío Santos, estuvo mucho tiempo malo y el médico le enseñó a poner las inyecciones. Y al Chorreón precisamente, iba mi tía mucho a trabajar. Esta familia del Chorreón era muy buena gente. La apreciaban mucho. La hermana Quica, le decían. En toda la Vega era muy querida por su trabajo, siempre sencillo, como era todo nuestro trabajo por allí pero siempre empapado en amor porque nacía del corazón. Mi tía era muy buena persona y destacaba por su bondad para con todo el mundo y, además, cantaba como los ángeles. En esto de cantar, se les parecían un poco, sus hijas Tomasa y Asunción.

 

    - Estando todavía en el Soto ¿qué oías tú de Bujaraiza?

- Yo Bujaraiza no llegué a conocerla, ahora de oídas, sí. El cortijo del Tío Hilario sí lo conocía yo. Quedaba a la derecha del camino real y a la izquierda del río. O sea, que estaba entre el río y el camino real. Siguiendo para abajo, era la hondonailla que había y luego la cuesta para subir al paso del Tranco, por donde la vereda avanzaba tallada en la pura roca. En otra ocasión y cuando tú quieras te hablo de ese paso del Tranco, que mis padres y hermanos sí cruzaron varias veces para ir a Villanueva del Arzobispo.

 

Algo más arriba de la junta de los ríos y a la izquierda, estaba el cortijo de Casilla Quemá. Allí vivía un matrimonio que se llamaba, él Miguel Galandín y ella Natividad. Eran cortijeros, arrendatarios. Los verdaderos propietarios eran de Cortijos Nuevos. Me acuerdo de ver aquella familia que bajaban a pasar algunas temporadas en el cortijo. Y me acuerdo de todos. Me parece que el apellido era Tenedor. Creo que había un muchacho entre ellos que se llamaba Saturnino. Pero a quien más recuerdo de todos, era a una muchacha que se llamaba Gema. Era mayor que yo pero jovencilla.

 

    Y había otro cortijo más abajo, que en este caso es más arriba porque ya vamos subiendo por el río Grande, que seguro sería San Román. La Venta del Horcajo se lo oía yo nombrar a mi padre y a mi madre, que estaba ya cerca de donde hoy se encuentra el muro del pantano.

- Porque de pequeña ¿tú saliste mucho de tu cortijo del Soto?

- A Hornos me iba algunas temporás con mis abuelos maternos, porque mis abuelos por parte de mi padre, no llegué a conocerlos. Pero todos los cortijos más distantes esos ya no me los conocía. Mis hermanos, sí. Y mis padres. Yo, lo más cerquita.

 

LA LAGUNA

    - Y de la Laguna ¿qué sabes?

- Yo no sé si te habrá dicho alguien que de los bañistas que venían, en una ocasión se presentó un nadador muy famoso. Y dice: “Voy a atravesar las aguas de la Laguna”. Esto lo contaba mi padre. No sé quién, le dijo: “No se atreva usted a atravesar el ojo de la Laguna, que una vez a una vaca le picó la mosca, salió corriendo, se tiró y no se ha vuelto a ver. Eso le tenemos miedo nosotros. No se atreva usted”. “Pues sí me voy a atrever”. “Pues si se lanza usted, por lo menos deje que lo atemos”.

 

    Lo ataron a una soga larga, bien fuerte y le dijeron: “No se suelte por nada del mundo”. Y menos mal que hizo caso. Cuando iba por en medio de la Laguna empezó a sacar los brazos, indicando que tiraran de él. Tiraron. Salió asustado. Dice: “Que quede esto en la memoria de tos, que nunca se atreva nadie a cruzar la Laguna. Porque al llegar al centro, hay como un remolino hacia abajo, que chupa. Eso no hay quien lo atraviese”. Ya nunca más intentó nadie meterse en las aguas de la Laguna.

 

 EL PICACHO DE MONTE AGUDO

 - ¿Qué era lo del picacho de Monte Agudo?

- Es un gran monte que se ve desde toda la Vega y desde Hornos. El nombre suyo es Monte Agudo pero en mi tierra, siempre se le ha llamado “Picacho de Monte Agudo”. Decían que en esa cumbre había enterrado un tesoro. El Maestro Parras se iba de su casa, se le perdía a la familia y se iba y se liaba a excavar. No sé cuanto trabajaría el pobre hombre. En cuanto lo echaban de menos, ya sabían dónde estaba. “Onde está Padre”. Ya sabía dónde tenían que ir a buscarlo. En el picacho de Monte Agudo, sacó de piedras y de escombros, él sabrá, pobretico, las galerías que hizo por el monte buscando el tesoro. Se le metió en la cabeza de que en el cerro había un tesoro enterrado y ya se quedó aquello de, “El tesoro del Maestro Parras, en el Picacho de Monte Agudo”.

 

    Cuando se terminó la guerra, una vez subí yo a Monte Agudo. Toda la vecindad nuestra organizamos como una romería pero de acción de gracias al Señor porque se había terminado la guerra. Desde la puerta de mi Soto, subimos a pie rezando, hasta lo alto de Monte Agudo. Nos sentamos encima de la cumbre, estuvimos descansando, comiendo nuestros bocadillos y ¡ay lo que rezaron aquellas mujeres...! Pero es que las chiquillas teníamos que estar rezando también. Cuando nos hartábamos, nos escurríamos por un lado y nos poníamos a bailar. Y las mujeres mayores, reza que te reza. Dando gracias a Dios porque se había terminado la guerra.

 

LAS PALOMAS Y EL BAÑISTA

    - ¿Y las palomas de tu hermano?

- ¡Ay las palomas! Mi hermano el mayor tenía un capricho muy grande por las palomas. Le gustaban mucho. Le pidió permiso a mi padre. “Padre, deme usted un apartaico en la cámara para tener yo mi palomar”. Y mi padre se lo dio. Poco a poco, yendo reservando las crías, que él tenía cuidado de que no se le perdieran, pues que formó un palomar pero bastante grande. ¡Una bandá de palomas que cruzaba el cielo de la Vega! Ya sabía todo el mundo que aquellas eran las palomas de Cesáreo.

 

    Nadie tenía escopetas ni de plomo ni de caza. Ni una escopeta en toda la Vega. Pues las palomas eran una delicia. Una banda que iba para riba y para bajo surcando la llanura y ala, al anochecer, al Soto. Y vinieron a los baños de la Laguna, digo yo vinieron como si estuviera todavía en el Soto, fueron unas familias de Villanueva. Unos milicianos, que entonces se les llamaban así. Aquellos sí llevaban escopetas. Y una tarde, empezaron a pegarle tiros a las palomas de mi hermano. ¡Le hicieron una matanza en las palomas...! Empezaron a llegar palomas heridas a mi casa y volando se caían muertas antes de alcanzar la tabla que tenían en la entrada al palomar. Aquello daba pena. Otras se cayeron en el camino. No pudieron llegar a mi casa.

 

    Mi padre y mi madre cuando vieron la matanza, se morían de tristeza. Se habían oído tiros. “¿Quién da tiros aquí? Si aquí no estamos acostumbraos a oír tiros de nadie”. Se preguntaba mi padre. Cuando empezaron a llegar palomas heridas, mi padre y mi madre: “¿Quién ha hecho esto a las palomas?” Y ya de pronto cayeron en la cuenta: “¡Los tiros que se han oído! ¿Pero quién pega tiros aquí?” Y ya sacaron la conclusión: “Los bañistas. Los que hay en los baños”.

 

    Cogió mi padre las palomas muertas. Subió a los baños. Y había allí uno que le decían “El Nisio”, no sé si era su nombre o su apodo. “¿Quién ha hecho esto con las palomas?” Preguntó mi padre. “Ha sido el Nisio”. Le dijo José León, que era el hijo de Estanislá, la dueña de los baños. “El Nisio es el que le ha estado tirando a las palomas”. “¿Dónde está el Nisio?” Preguntó mi padre. “Aquí dentro estoy”. Contestó él. “Pues sal con la escopeta, valiente. Lo mismo que le has tirao a las palomas, tírame a mí, hombre. Mira, yo no traigo escopeta ni traigo arma ninguna.

 

    Pero en vez de dar los tiros a palomas inocentes, ved a exponer tú el pecho como lo está exponiendo mi hijo en una guerra, en la que va a perder la vida, sin ganar nada. Ve tú allí a exponer la vida. Y no dediques los tiros a matar palomas que no te han hecho nada”. A estas palabras, el Nisio no contestó. Mi padre empezó a tirar palomas por sus pies. “Ves, aquí las tienes. ¿Estás ya contento?” No le replicó ni una palabra. Ya no pegó más tiros. Pero le hizo una matanza de palomas a mi hermano, que válgame Dios.

 

    Mi padre y mi madre cada día esmerándose en las palomas para que no les pasara nada para cuando volviera mi hermano de la guerra. Me metía yo en el palomar. Cogía los pichones. Le daba de comer con mi boca. Se me subían a la cabeza, a los hombros, a todos lados. Cuando salía a la calle, con perdón pero siempre estaba llena de excrementos de las palomas. ¡Qué lástima! ¡Qué recuerdos, de verdad!

 

COMIDAS DE MI TIERRA EN AQUELLOS TIEMPOS

Yo me acuerdo mucho de todo lo de mi tierra y entre ello, las comidas que teníamos allí. Comidas buenísimas y to se hacía na más que ajustándonos a lo que criábamos en nuestra tierra. Porque ya te he dicho antes, que allí no teníamos plaza pero teníamos lo que criábamos. El pescao no se conocía ni estas cosas modernas de mortadela ni chope y to esto no lo teníamos pero sí los embutidos de las matanzas que hacíamos nosotros y lo que nos producía la tierra. La plaza la teníamos en la misma tierra. La casa se llenaba de los productos recogidos directamente de la tierra. Lo que se conservaba en estado natural, así se guardaba y lo que se iba a echar a perder, mi madre lo hacía conservas y al baño maría, tapao lo conservaba y luego iba destapando botes de aquellos, según se necesitaba.

 

El pan lo amasaba mi madre y me acuerdo mucho de una cosa muy curiosa que aquí, pues oigo yo muchas veces y propaganda que van repartiendo de la pizza. Y una vez comí yo de eso que me trajeron mis hijos y me vino a la memoria, porque estaba buena y me gustó pero dije: “madre mía pero si esto es lo que hacía mi madre en el Soto y nosotros no le decíamos pizza”.

 

Cuando amasaba mi madre, cogía un trozo de masa y lo extendía y lo ponía muy delgadico, después cogía otro trozo y también extendido lo dejaba igual de delgadito y grande y encima de uno de los redondos de masa, ponía ella un guisao que nosotros allí le llamábamos “fritao”. Que se componía de tomate frito, pimientos fritos, calabacilla tierna frita y otras veces el pimiento y el tomate solo, algunas veces con chorizo picaillo y otras veces con trocicos de lomo y a esto le decíamos nosotros fritao. Lo extendía encima de la masa, después ponía la otra torta de pan que era compañera e igual de grande, por encima y por los bordes le iba haciendo así un dobladillo uniendo las masas pa que no se abriera. Aquello lo cocía en el horno con el pan y cuando lo sacaba, estaba delicioso. Y cuando yo veo las pizzas que hacen ahora, digo: “sí, muy buenas pero si las de mi madre estaban mejor”.

 

Otras veces lo hacía con garbanzos. Extendía la masa así como te he dicho y le metía garbanzos y la torta de pan encima y al cocerse el pan, se cocían también los garbanzos y luego al partirla salía el pan con los garbanzos cocidos dentro y aquello estaba buenísimo. Cada vez que amasaba mi madre, en cuanto salía aquello del horno, ya estábamos todos los chiquillos alrededor para que nos repartiera los trozos de aquel exquisito manjar. Y luego aquellas costillas en adobo, aquellos lomos, aquel jamón...

 

Mi madre, las costillas de los cerdos, las hacía trozos y las echaba en adobo y cuando estaban los días que ella creía oportuno, las sacaba, las freía y las echaba en aceite y luego de allí las iba sacando, le quitaba la pringue y las calentaba y aquello servía para echar las meriendas cuando salíamos al campo. Con el lomo de los cerdos hacía igual. Una morcilla que hacía mi madre allí que era muy propio de la tierra aquella que se llamaba “güeña”. Era morcilla pero que no se le echaba cebolla.

 

La morcilla güeña, aunque era morcilla también y era de color negro igual que la otra y había que embutirla y cocerla, no se le echaba arroz ni cebolla. Era solamente la carne del cerdo que salía más llena de sangre que se picaba aparte para esta clase de morcilla. Y de la sangre, una cosa que hay que le dicen la madeja, que sale un poquito cuajadilla, eso era lo que le echaban. Y cuando mi madre le ponía las especias me acuerdo que entre las cosas que no le echaba era orégano que a la otra morcilla de cebolla, se le echaba. A esta morcilla le decíamos güeña y nos gustaba muchísimo.

 

Sin plaza ni na, pues qué más que aquellas fiambreras, aquellas merenderas de costillas que echaba mi madre, de lomo, de chorizos, de morcilla güeña, de salchichones que también hacía mi madre ¿Pa qué queríamos la plaza? Si teníamos nosotros el mercado dentro de nuestra casa. No teníamos grandezas pero si recogíamos de to... Dinero a lo mejor no había. Hasta que se vendían los marranos en la feria de La Puerta, pues no había dineros y con aquellas dos pesetas que daban por los marranos, se cubrían las otras necesidades, como ya te he dicho antes y se dejaban cuatro pesetas en la casa por si alguno nos poníamos malo o alguna otra necesidad urgente. Pero dineros en las casas no solía haber mucho, por lo menos en la mía. Ahora, de comida, nunca faltó. Ni pa nosotros ni pa quien fuera a nuestra casa que lo necesitara.

 

Hacía mi madre unos cocidos, que ahora yo daría cualquier cosa por tener el estómago como entonces para comerme un cocido como aquellos. Echaba los garbanzos en remojo de noche con sal. Al otro día los estrujaba muy bien pa que el pellejo se le fuera rompiendo un poquito y salieran más tiernos. Les echaba un trozo de hueso del espinazo del cerdo o un trozo de la paleta del cerdo o del jamón cuando ya al jamón se le había ido quitando toa la magra y quedaba el hueso sólo, pues trozos de ese hueso. Un trozo de tocino y al final, ya antes de apartarlos, le echaba un trozo de morcilla porque si la echaba al principio y estaba hirviendo todo el día con los garbanzos, se deshacía.

 

Le echaba patatas, habicholillas, otras veces nabos porque a mis hermanos les gustaban mucho pero como a mí no me gustaban es cuando me engañaban de ese modo que te contaba. Y esas comidas pues mucho más sanas que las de ahora y exquisitas.

 

El cocido lo ponía mi madre por la mañana y si era para el medio día, lo ponía más temprano y lo cuidaba mucho para que no pararan de hervir los garbanzos porque si se paraban de hervir en medio de la cocción después, aunque rompieran a hervir otra vez, ya no salían tiernos. Era con un puchero de asas, de esos que había entonces con una cosa que se le ponía detrás que se le decía el “Morillo” pa que el puchero no se volviera hacia atrás y se derramara. Y todo el día había que estar pendiente de la lumbrecica pa que el puchero no parara de hervir. Y cuando había que añadirle agua, con otro pucherico que se ponía al lado también en las brasas para que el agua estuviera caliente para que al añadirle al puchero no parara de hervir porque si se le añadía agua fría, dejaba de hervir y los garbanzos se endurecían.

 

Y así salían unos garbanzos ternísimos que eran criaos por nosotros allí. El tiempo que el puchero estaba hirviendo, dependía mucho. Había garbanzos que salían de calidad más tiernos y otros eran más durillos y estos últimos había que tenerlos más rato hirviendo. Esto dependía de la calidad de los garbanzos. Algunas veces el terreno daba garbanzos más tiernos. Cuando hacía mi madre la prueba de los primeros garbanzos que se recogía de la cosecha, decía: “Este año han salido más tiernos”.

Otras veces hacía la primera prueba y decía: “Este año los garbanzos nos han salido durillos. El pedazo fulano de tal no es bueno para los garbanzos”. No se sabía si era por la tierra o porque el tiempo les había venido distinto el caso es que unos años los garbanzos salían más blandicos y otros, menos.

 

Las comidas allí, verás: allí no era un vaso de leche o unas tostadas como ahora. Eran unas migas de pan o de harina de maíz, que aquí le dicen maíz pero allí le decíamos panizo. Migas de harina de panizo o migas de harina de trigo o migas de trozos de pan. Y otras veces, gachamiga. Se hacían también con harina de trigo y era una masa blandica como si fuera gacha pero antes se habían frito unas patatas cortadas en rodajas, un poquito gordas y se freían las patatas y luego, a la masa hecha con agua, harina y sal y se le revolvían esas patatas. En la sartén con aceite, se echaban y se hacía como una torta que se iba cociendo lentamente, dándole vueltas con mucho cuidado.

 

Mi madre movía la sartén y hacía así, bun arriba y le daba la vuelta a la gachamiga con un arte que aquello había que verlo. Y muchas veces nos juntábamos alrededor de mi madre a ver la habilidad que tenía dándole la vuelta a la gachamiga sin derramarse nunca. Salía la torta pa= riba zumbando por los aires y la recogía intacta otra vez sin derramarse una pizca. Y algunas veces, cuando hago yo tortilla de patatas aquí, dicen mis hijos y mis nietos: “¡qué vicio tiene la abuela para darle la vuelta a la tortilla de patatas!” Y yo me río y les digo: “Esto viene de la sierra”. Pero no la vuelvo con un plato, yo hago así con la sartén y la vuelvo pa riba igual que mi madre y no se me rama. Algunas vececillas también pero no se lo digo a mis hijos pa que no se rían de mí.

 

Estos eran los almuerzos por las mañanas o un ajo harina o ajo de pan. El ajo de harina era “friyendo” unos casquitos de patatas, unos trocitos chicos hechos cuadrillos de tocino, pimiento, un ajico machacao con un comino, pimiento molío o pimiento colorao frito y luego se machacaba y daba color y tomate. Se freía to eso y se ponía a punto de sal y cuando estaba ya el caldo, se llenaba la sartén de caldo según la cantidad de ajo harina que se quisiera hacer.

 

Después cogía mi madre un puñado de harina y con la cuchara en la sartén empezaba así a dar vueltas con la mano derecha y con la izquierda echando harina hasta que se ponía de espeso como ella quería. Aquello hervía y se cocía la harina y al mismo tiempo todos los otros productos. Mi madre lo probaba y cuando veía que las patatas ya estaban cocidas y el tocino también, lo apartaba, lo dejaba que se enfriara un poquito y en este proceso, el ajo de harina, criaba por encima como una nata, una tela que mis hermanos se pirraban por llevarse aquella tela. En broma en broma pero el uno por aquí y el otro por allá, tos querían llevarse la tela que se formaba encima del ajo de harina. Y es que aquello estaba riquísimo. Esto era por las mañanas.

 

Al medio día pues era el puchero que unas veces era cocido como decimos aquí ahora y otras veces era un potaje. Y esto sí era como en esta tierra. Patatas en caldo con trocillos de chorizo o trocillos de morcilla blanca que se hacía en nuestra tierra que era con carne cocida pero no le echaban ni pimiento molido ni colorantes ni arroz ni sangre. Sólo era carne de aves que se mataban, pavos o pollos, trocicos de tocino tierno también y trocicos de jamón y con esta carne cocía se hacía la morcilla blanca. Fíjate qué cosas tan buenas se hacían en la sierra sin fábricas de embutidos y sin na. Pues esto eran las patatas en caldo.

 

Otras veces se hacía una comida muy curiosa que aquí le dicen “mayonesa” pero allí se hacía de otra manera. Era sin huevo. Me acuerdo que mi abuela en el almirez y mi madre, machacaban una cabeza de ajos muy bien machacá y sal. Y después con la “panilla” del aceite, la panilla es una medía que había allí del aceite que le decíamos panilla, le iba echando gotica a gotica y con la mano en el almirez moviendo muy despacio y gotica a gotica. Aquello iba creciendo y se iba haciendo una pasta hasta que mi abuela hacía así con la mano en el almirez, lo soltaba aquello y hacía mi abuela así con la mano y se quedaba el almirez pegado y no se caía.

 

Entonces mi madre, cuando hacía esta masa que te digo, cocía patatas, las lavaba antes y le quitaba la tierra y sin pelar las cocías. Cuando ya estaban a punto, las pelaba, las abría y les extendía toda esta pasta que hemos dicho, que le decíamos ajo atao, se lo extendía por encima a las patatas y esto eran las cenas por la noche, en el verano que cenábamos en la puerta del cortijo al fresquito. Esto era otra comida que se hacía mucho allí.

 

Otra noche eran las patatas fritas. Y unas veces se hacían solas y otras veces con huevos o le machacaba mi madre un ajillo y unas gotillas de vinagre, a las patatas cuando se habían frito y estaban buenísimas. Otra comida de aquella tierra mía y que está riquísima son los andrajos que los hacía mi madre de vez en cuando. Todas estas comidas así tan sencillas.

 

Los huevos pues también se hacían tortillas o huevos duros. Las carnes eran cuando había reses, pues en las fiestas o para añadirle a los chorizos en las matanzas que se mataba un choto o dos. Dependía del poder de las familias. Cuando iban al pueblo, algunas veces se compraban sardinas encubás o bacalao. Otro ajo hacía mi madre que era ajo de patatas, que le decían. Que era igual que se hacía el ajo harina sólo que se hacía con patatas cocidas y machacadas. Que venía a ser como los purés de patatas que hacen ahora. Otras veces le decíamos ajo de pan, que en ve de echarle harina al ajo, se le echaba pan. Porque mi madre antes la molla de pan la migaba y la hacía como a lo que ahora le dicen pan rallado. Y entonces en vez de echarle harina le echaba pan rallado y salía el ajo como si hubiera sido harina pero no lo era. Y aquel ajo estaba muy bueno con pepinos. Un bocado al pepino y otro el ajo de harina.

 

También nos gustaba mucho una comida que le decíamos ajo de pringue que se hacía en las matanzas y el principal ingrediente era el hígado del cerdo cocido y machacado después. Se hacía en la sartén y estaba buenísimo.

 

Con los pepinos se hacían los gazpachos, que se hacían entonces allí en los veranos y con miel. El pepino abierto por la mitad, le echábamos miel y estaba buenísimo. Y comidas caseras de estas, pues buenísimas todas, lo que pasa es que ahora hay otras costumbres y los estómagos tampoco están ya para comer aquellas comidas, que eran muy sanas pero para estómagos fuertes también. Las personas trabajaban en el campo y necesitaban comidas con mucha fuerza. Un vasico de leche, sí, también porque cabras siembre había y las vacas de la leche pero un vaso de leche, eso para un hombre que trabaja en el campo, no era suficiente alimento. Había que llevar comidas fuertes.

 

Las cabalazas, que aquí le dicen carruécanos, allí le decíamos calabazas. Mi madre cada vez que amasaba metía en el horno una calabaza en una lata de las que ponen los mantecaos a cocer y ella ponía la calabaza encima de la lata, la metía en el horno y salía la calabaza que... ¡y eso sí que está rico! ¿Te acuerdas cuando el Padre Antonio Castillo decía: “qué buena está la calabaza asá?”. Pues mi madre cada vez que amasaba asaba una calabaza. También asaba en el horno boniatos que los criábamos allí en nuestra tierra. Boniatos que aquí le dicen batatas.

 

Cuando se iba a la aceituna mi madre también hacía calabaza frita. Otra comida fuerte que se comía mucho a sopas. Pinchando con la navaja las sopas de pan se metía en la calabaza o en el fritao o en lo que lleváramos y así salía la sopa llena de aquel rico alimento. Cada uno comíamos con nuestra navaja. Yo todavía conservo una navajilla que me compraron mis hermanos siendo chiquitilla y recuerdo que cuando me llevaban ellos al campo me ponía loca de contenta pinchando con mi navajilla chica mi sopa y mojando en la merendera.

 

Ahora lavamos con detergentes y allí esto no lo teníamos. En aquellos tiempos y en mi tierra se lavaba con jabón casero hecho en la casa y por mi madre. Yo no sé la tasa que se le echaba, por descuidá, por tontorrona, porque pude haber aprendido tanto de mi madre que en aquellos años míos no le hacía caso... y no pude aprender la cantidad que se echaba de una cosa y otra pero con los turbios del aceite mi madre hacía jabón. Y sí me acuerdo que lo hacía cocío en un caldero. Y sacaba pa to el año. Lo metía en un saco y de allí iba sacando trozos a lo largo del año. Con aquello se lavaba la ropa y agua que, gracias a Dios, sí había de sobra en aquella Vega mía.

 

Y pa blanquear la ropa allí no había lejía ni cosas de esas. Ceniza no se le echaba. Lo que pasa es que había quién tenía costumbre de que las cenizas de la lumbre, sobre todo si era de leña de carrasca que era la mejor, la usaba como lejía. Juntaban mucha ceniza y la echaban en agua, la dejaban reposar y luego, el agua que quedaba encima, la colaban por un trapo y ese agua era un líquido que tenía mucho poder de limpieza. Podría compararse a la lejía moderna de ahora pero eso era muy fuerte y destrozaba mucho la ropa. Se usaba más bien cuando se quería quitar el tizne de los pucheros de la lumbre, el hollín que se le decía, pues se le daba con un poquito de lejía de esa y con estropajo pero para la ropa aquello era muy fuerte y la quemaba y era lástima.

 

Para blanquear la ropa lo que hacíamos ere tenderla sobre la hierba bien extendida y bien enjabonada para que le diera el sol y se regaba de vez en cuando. A esto le decíamos “solear la ropa” y se quedaba muy blanca, mejor que con la lejía, claro que también había que frotarla y trabajarla a fondo con las manos, puestas de rodillas en el río o en el arroyo y en una losa de piedra o de madera hecha a propósito.

 

Después de seca y repasada se planchaba con planchas de hierro que se calentaban en la lumbre y también había otras planchas de hierro que estaban huecas por dentro. Estas eran más grandes, se llenaba el hueco interior de ascuas y se cerraba con una tapadera que tenía la plancha y una cosa parecía a un pasador para abrirla y cerrarla. También tenía una chimenea como respiradero para que las ascuas no se apagaran pero pesaba mucho y sólo se utilizaba cuando había que planchar mucha ropa. Allí, como no había electricidad no se conocían las planchas eléctricas.

 

¡Si hubieras visto la gracia que me hacía cuando iba yo con mi madre a donde teníamos las patatas sembrá! Allí no se le echaba nada más que el estiércol que producían los animales y por eso aquellas patatas daban un gusto que te resucitaban. Llegábamos a las patatas y con un escavillo chiquitillo que tenía mi madre pa eso, excavaba la mata de la patata por un lado y de las patatas más gordas que ya estaban para poderlas gastar, cogía las que necesitaba, le dejaba las más chicas, envolvía la mata otra vez e iba y excavaba en otra mata y la misma operación y de este modo la mata seguía en pie, las patatas chicas seguían creciendo y ya había cogido la primera cosecha. ¡Mira! Coger las patatas de la mata e ir derecha a guisarlas. ¡Mira qué patatas! Así estaban de buenas. De patatas había dos cosechas. Unas le decían patatas tempranas y otras le decían patatas tardías.

 

Allí se criaban unas habichuelas que daba gusto verlas. Había dos clases: las morunas y las otras. Las ponía a secar a mi madre y cuando yo era chica, le ayudaba a enristrarlas. Me sentaba y con una aguja e hilo bramante íbamos pinchando vainas y haciendo ristras de habichuelas. Y se secaban con la cáscara. Y luego, pues cuando quería mi madre poner un potaje de eso, cogía la cantidad que quería, las iba cortando y lo mismo que los garbanzos, las echaba en remojo la noche de antes.

 

Pero había que saber cogerla porque si no se cogían en su punto, luego hacían estopa al comerlas y no estaban buenas. Había que cogerlas en su punto de tiernas para que luego cuando se echaban en remojo y se ponía un potaje de estos, estuvieran tiernas también y estaban lo mismo que recién cogidas de la mata.

 

Luego estaban las otras habichuelas, las que allí le decíamos blancas porque las morunas tenían pintas. Y las blancas, sí se esperaba a que se “escascarillaran” y luego se guardaban el grano blanco de donde mi madre sacaba potajes de garbanzos y habichuelas o sólo habichuelas que estaban pa chupase los dedos. Arroz con habichuelas pero to, de lo que se recogía de la tierra. Mi madre cada día cambiaba de comida sin necesitar nada que no se hubiera criado allí en la tierra. Los pimientos también se enristraban y luego se utilizaban en las comidas, fritos con las migas, en las meriendas de las aceitunas, revueltos con chorizo, tocino, morcilla, lomo, costilla...

 

La manteca que sobraba de las morcillas, mi madre la derretía y le echaba membrillos pelaos hechos rodajas y así la manteca sacaba el gusto del membrillo. Un saborcillo especial que estaba delicioso y la guardaba en ollas. Y los trocillos de manteca fritos, los chicharrones, antes que se terminaran de quemar los apartaba con una poquita manteca y aquello le llamábamos chicharrones. Se habían frito también con los trozos del membrillo y con aquello hacía mi madre unas tortas que quitaba el sentío.

 

Tortas de manteca con chicharrones de estos. Recién salidas del horno estaban riquísimas y cuando luego pasaban algunos días que ya estaban frías y algo duras, pues alrededor de la lumbre las ponía mi madre para que se calentaran y otra vez nos la comíamos tiernas. Sobre todo en las fiestas de Navidad. ¡Venga comernos las tortas de Navidad! Ponía mi madre una tanda de tortas alrededor de la lumbre que aquello sólo verlo daba gloria. Se calentaban y se ponían tiernecicas.

 

Y mantecados. ¡Qué mantecaos hacía mi madre! Tenía unas latas y unos moldes que hasta recuerdo que uno tenía forma de estrella, otro de corazón, otro haciendo... ¿cómo es eso que tiene en vez de cuatro esquina, seis? De todos esos moldes de diferentes dibujos tenía mi madre y con harina especial, hacia unos mantecados que estaban riquísimos. La harina era del trigo que se llamaba candeal. Y siempre se sembraba un pedazo de trigo a cosa hecha pa esto. Para tener harina para el ajo de harina, para los mantecaos.... esta harina era mejor para estas cosas de dulces. También se hacía y, estaba muy bueno, el arroz con leche.

 

    Flores de lis también hacía mi madre y en Semana Santa hacía panetes que eran huevos batidos con azúcar, cáscaras de naranjas, matalauva y canela y con aquello y leche y la harina candeal hacía la masa que la iba echando a la sartén. Y sacaba los panetes de Semana Santa. Luego hacía mi madre aparte otro caldo con canela, azúcar... algo parecido a la mistela pero sin alcohol y se echaban los panetes en aquel caldo dulce y esto era una cosa que estaba riquísima.

 

En la cocina de mi casa había una cosa que le decíamos “el mozo”, que era una tabla que tenía tres tablas de apoyo, abajo en el suelo, y era de seis o siete centímetros de ancho pero de una tabla fuerte. Tenía varios agujeros y aquello servía para meter por allí el rabo de la sartén y apoyarla para que no se cayera. Y otros tenían trébedes que ese mozo iba incluido de hierro en las mismas trébedes. Y las que eran redondas y no tenían este apoyo para la sartén, se le ponía el de madera que te he dicho. Otras sartenes tenían patas y estas no necesitaban ni trébedes ni mozo.

 

La gamella se utilizaba para echarle la comida a los marranos. Era un tronco de pino con un hueco hecho por dentro y así a los lados tenía unos salientes para poderlas coger en peso. Había otras que se le decía gamellón y era una gamella así, más pequeña con las misma asideras a los lados y era para echarle a un marrano solo y esto se solía utilizar para los marranos que se ponían a engordar. Los gamellones grandes eran para comer todos los marranos. Unos para los marranos grandes y otros para los lechoncillos.

 

 

EN HORNOS Y EN LA VEGA

Es una cosa muy profunda que ahora se toma como juerga pero allí no se vivía así. Los días anteriores a la Navidad se venían diciendo en el pueblo unas misas que le decían “las jornaditas”. Eran unas misas que se hacían recordando el viaje que hicieron San José y la Virgen desde Nazaret a Belén cuando fueron a empadronarse. Recuerdo que mi abuela tenía un libro que le decían “El libro de las Jornaditas”. Y cada día tocaba una conmemoración de cuando iban hacia Belén, cuando se paraban a descansar... en fin, recordando ese viaje a empadronarse a Belén.

 

Y en la iglesia también se hacían las misas de las Jornaditas y cantaban ya los villancicos que iban los del coro a cantar, las canciones de las Jornadicas antes de irse a la aceituna. Pero luego claro, si no llovía, tenían que irse a las aceitunas. Y ya cuando venían de las aceitunas, unos días antes las mujeres, los mantecados los tenían hechos, las tortas de manteca y to eso, lo tenían preparado de antes y cuando al caer el día llegaban las personas de mi pueblo del campo de recoger las aceitunas, pues se juntaban las familias, se comían la cena o lo que hubieran preparado.

 

Lo normal era una buena cazuela, digo cazuela porque esto era lo que decíamos en nuestra tierra, de lomo, de costillas, de chorizo... Todo lo mejorcico de la matanza. Una buena cazuela de aquello y después hacían una ensalá que se le echaba agua, azúcar, un poquito de vino blanco y allí desgranaban una graná y echaban granás, granos de uvas, un melón que estuviera bien dulce que lo probaban cuando lo abrían y lo hacían trocicos en cuadradicos lo mismo que los dados y de todo aquello hacían una ensalá, como de postre, esto que ahora dicen por aquí una macedonia.

 

Allí no le decíamos macedonia sino la ensalá de Nochebuena y también se hacía otra cosa parecida, con vino, agua, azúcar y melocotones que le decíamos cuerva. Y aquello estaba riquísimo pero a nosotros los niños nos daban muy poquito porque tenía vino y lo que más nos daban era de lo del contenido que tenía de frutas pero con muy poco caldo y estaba buenísimo y esto era de postre. Y ya después venían las tortas de manteca, los mantecados, los borrachuelos, todo hecho en las casas y luego venía la preparación para acudir a la misa del gallo pero antes de esto, mi padre con la guitarra, con zambombas, con dos tapaderas de aquellas de cocina como platillos, chin, chin, chin, tocando y cantando “aguilandos”.

 

Todavía me acuerdo de los “aguilandos” que se cantaban por aquellos tiempos en mi tierra. En mi familia se cantaba uno que decía:

 

Dicen que es más blanco el Niño

que el vellón de mi cordero,

más rubio que el canelo

y más dulce que la miel.

Dicen que tanto vale

Porque es hijo del Dios vivo

y tanto dicen que vale

que nadie puede decirlo.

 

Se dejó a las ovejas para ir a Belén

que el cielo las guarde,

que el cielo las guarde,

que las guarda bien.

 

Vamos a Belén pastores

con tambores y timbales

con tambores y timbales y timbales,

a cantarle gloria al Niño

al Niño que tanto vale,

al Niño que tanto vale, tanto vale.

 

Vámonos pronto que no se hiele

que si se hiela bien que nos pierde

Vámonos pronto que no se hiele

que si se hiela bien que nos pierde.

 

Esto lo cantaba mi madre y mi abuela cantaba otro también. Voy a cantarlo pero es que ya no puedo porque me ahogo y a pesar de mi deseo, ni mucho menos lo canto yo con aquella voz y sentimiento que le ponía mi abuela. Dice así:

 

 

                                           A Belén a ver el Niño

va cantando una gitana,

con las tocas al desaire

y las mantillas terciadas.

 

Cuando llega a la cueva

y San José que salío:

“No hay que despertar el Niño

que hace poco se durmió.

 

Lo ha dormido una doncella,

mucho más bella que el sol,

sus cabellos son de oro

sus mejillas de arrebol”.

 

Es mucho más largo pero es que ya no me acuerdo de más porque hace tanto tiempo que no lo canto ni lo oigo cantar que se me olvidan las cosas. ¡Fíjate tú lo bonito que esto era! Otro que cantaba mi padre, con su guitarra, que parecía un ángel, porque ya te he dicho que él tenía una gran voz, decía:

 

Esta noche es Noche Buena

y no es noche de dormir,

que está la Virgen de parto

y está a punto de parir.

 

Ha de parir un niñito

blanco, rubio y sonrosado

que lo quiere el Padre Dios,

para guardar su ganado.

 

¡Ay! Qué tomillito

¡Ay! Qué tomillar,

¡Ay! Qué tomillito

duro de arrancar.

 

A la mar me voy

de la mar me vengo,

con una “jumera”

que me voy cayendo.

 

Esto era haciendo mención a lo que se bebía. Y ya te digo: la Navidad allí en aquella tierra mía, al menos la que yo conocí, era familiar, llena de gracia y alegría entre las personas conocidas y sana como los mismos aires que llenan y perfuman los montes que rodean la Vega.

 

Allí todo el mundo se hacía su zambomba. De la vejiga de la orina de los cerdos cuando los mataban para la matanza me hacían a mí una zambomba. Le decíamos la botija. Aquello mi madre me lo iba estirando y con un carrizo de los que cogíamos en el río y un puchero o una lata vieja me hacía una zambomba. A mí y a todos los chiquillos y las personas mayores, zambombas grandes.

 

Mi tío Daniel, el que te he dicho que era hermano de mi padre y que también te he dicho que quiso ser religioso Dominico y no pudo. Estuvo en el convento de Almagro, en la provincia de Ciudad Real pero a consecuencias de la ropa interior que tenía que se lo imponían las reglas de la orden, que era una tela gruesa y basta, se le cubrió todo el cuerpo de eccema y tuvo que salirse. Pero él toda su vida la siguió viviendo como si hubiera sido verdadero religioso con su profesión. De él son esos libros del Año Cristiano que te he enseñado. Regalos de mi tío Daniel.

 

 Pues a mi tío Daniel, cuando era niño para reírse las mujeres pero una broma inocente, le enseñaron un aguilando y le dijeron que fuera al cuartel de la Guardia Civil a tocar la zambomba y cantarlo. Y cuando luego yo se lo oía contar es que me moría de risa. Llegó mi tío Daniel con la zambomba y empezó a cantar:

 

El aguilando te pido

y si no me lo quieres dar,

quiera Dios que te se seque

La tripa del cagalar.

 

Y él, en vez de decir cagalar, no se acordó bien de lo que tenía que decir y dijo: “Quiera Dios que te se seque la tripa del cagalón”. Dice: “Salieron los Guardias Civiles allí y las mujeres:” “Chiquillo ¿quién te ha enseñado eso?” Dice: “Me entraron pa dentro y me inflaron de mantecaos y yo decía: no quiero más que me pongo malo”.

 

Allí lo que hacían también mucho por estas fechas era la mistela que a mi madre le salía muy buena pero yo no sé cómo se hacía. Era una bebida muy clásica de Hornos y se hacía mucho en la Navidad.

 

Pues acabada la cena y estos cantos y alegrías que te he dicho, lo que se hacía era esperar la misa del gallo. ¡Que vaya Misa del Gallo la de Hornos de Segura, vaya Misa del Gallo! Y las de Orcera, el tiempo que estuvimos en ese cortijillo, también había un coro que era digno se oírse. Pero en Hornos las Misas del Gallo, eran famosas. Acudían de todos aquellos cortijos y de todas aquellas aldeas la gente a la Misa del Gallo.

 

Y cuando se salía de la misa, allí eso de juergas descontroladas y borracheras, ni se conocía. Todo era ¡Viva el Niño Jesús! Y luminarias por las calles con romero. ¡Viva la Virgen Santísima! ¡Viva San José! ¡Viva el Niño Jesús! Esto era la Nochebuena de Hornos y de los cortijos.

 

Nosotros en el Soto nos juntábamos la familia entera. Unas veces se bajaban mis abuelos. Otras veces no se bajaban y se quedaban con mi tío y los mantecados y las tortas de manteca y la mistela y unas lumbres grandes y cuando yo les preguntaba ellos me decían que aquellas lumbres tenían que ser así de grandes porque el Niño tenía frío y necesitaba calentarse. “Que esta noche nace el Niño y hace mucho frío”. ¡Venga leña y venga todos allí alrededor para que el Niño se calentara y no tuviera frío! Esto y otras muchas cosas que ya no caben en este librico, eran las Nochebuenas en mi pueblo de Hornos y en mi Vega del Soto.

 

La noche del veinticuatro era como te he contado pero el día veinticinco también era un día muy especial. Y como tanta devoción se le tenía allí a estas fiestas, que era de verdad, pues el veinticinco, aunque hiciera un buen día de sol, nadie salía a coger aceitunas. Se dedican a celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Entonces aquel día, la costumbre de la comida, por la mañana otra vez las tortas, los mantecados... y a medio día, pues en todas las casas, bueno en las que podían, pues lo que se mataba era un gallo. Donde tenían pavos, mataban un pavo pero en mi casa no había pavos. Yo te cuento lo que veía en mi casa y pavos allí, yo no recuerdo haber visto nada más que en el Chorreón que sí había pavos reales.

 

Pero en mi cortijo, lo que había eran gallinas. ¡Que tenía mi madre una maná de gallinas, que válgame Dios! Porque es que ella tenía costumbre de todas las “lluecas” que se le quedaban, las echaba a “engorar” los huevos. A los veintiún día salían los pollos y había unas bandás de pollos allí con las lluecas cloc, cloc y los pollos detrás de las madres pío, pío, que daba miedo. Pues eso es lo que había allí y esto es lo que teníamos.

 

Y lo de la moñona era una gallina que tenía un manojo de plumas en la cabeza en forma de moño y por eso le decíamos moñonas. Había una que desde que era chiquitilla, se acostumbró a que yo le diera de comer en mi mano. Corría detrás de mí y aunque mi madre les echara de comer, ella siempre se venía a mi lado para que le diera yo en mano. Esta era mi gallina moñona con la cual me pasaba las horas jugando y también con mi gata mansa.

 

En todos los cortijos había un gallo que era como el despertador. En mi cortijo teníamos un despertador muy antiguo pero no lo poníamos casi nunca porque nos gustaba más el canto del gallo para despertarse y era puntual. Lo mismo que te decía que hubiera sido digno de grabar los conciertos de los pastores con sus flautas y los ruiseñores cantando, también lo hubiera sido grabar el canto de estos gallos a media noche y al amanecer en toda la Vega de Hornos. Sin un ruido de tractor ni de coche ni de moto ni de na. Solamente el susurro de si corría viento, los árboles o los pájaros al despuntar el día y de madrugada, los cantos de los gallos que algunas veces se oían de un cortijo a otro porque había algunos gallos que tenían una garganta prodigiosa. Y eran los que despertaban, por lo menos en mi casa.

 

Cuando tenían que ir a trabajar lejos, se ponían de acuerdo, al segundo canto del gallo o al tercer canto del gallo que solía ser siempre al amanecer. El gallo no se descuidaba, era mejor que un reloj. Al primer canto del gallo se despertaban y el gallo seguía cantando hasta que conseguía despertarlos a todos y le echaban el pienso a los mulos. Al segundo canto del gallo, otro pienso a los mulos y el otro canto era al amanecer que ya, cuando le echaban nuevamente pienso a los mulos, empezaban ellos a levantarse y a disponerse y a ponerse la ropa de trabajo para irse a trabajar al campo.

 

Y eran despertadores que no fallaban. Por eso te decía que hubiera sido digno de grabar, en la madrugá, el canto de todos los gallos de la Vega de Hornos. En cada cortijo su gallo madrugador para que la gente se fuera a su trabajo y nunca fallaban. Hasta incluso cuando empezaron las obras del Tranco, los que se colocaron a trabajar en el pantano y no tenían reloj, se guiaban por el canto del gallo para despertarse y irse al trabajo y nunca llegaban tarde.

 

Entonces estos gallos siempre se respetaban y no se eliminaban hasta que no salía otro de las crías nuevas que fuera mejor pero siempre se procuraba conservar el mejor. De los otros, pues ya se iban matando en los días así más señalados como en Navidad o alguna cosa que se celebrara en la casa. Pero los gallos despertadores siempre eran muy respetados. Cualquiera que se recuerde de este detalle sabrá que los gallos allí eran muy importantes porque eran los que despertaban y nunca fallaban.

 

Pero en aquella Vega mía, por las noches, quitando el canto de estos gallos despertadores, los otros sonidos que se oían eran el croar de las ranas que en primavera y en verano no paraban en toda la noche, el canto de los grillos, los sonidos de algún mochuelo, el tolón de algún cencerro al moverse las vacas y ya el rumor del agua corriendo por la acequia y el viento moviendo las hojas de los álamos. Con el canto de los gallos, y cuando la primavera estaba en todo su esplendor, la dulce música que tanto me gusta y nunca olvido: la de mis ruiseñores. Al amanecer y al caer las tardes, siempre desgranaban sus alegres trinos y aquello era como la señal de que Dios estaba allí junto a nosotros y dando vida a la naturaleza entera.

 

Y te digo, para aclarar las cosas, que aunque el día de Navidad, teníamos la costumbre de matar un buen gallo para la comida del medio día, también en mi pueblo y en aquella Vega había familias más necesitadas y a estas familias, entre todos les dábamos lo que en mi tierra llamamos “aguilando”. Que no era dinero sino morcillas, tocino, mantecados, tortas, unos garbanzos... cosas para que comieran aquellos días y tampoco les faltara a ellos. Y a esto le decíamos “aguilando”, en nuestra tierra.

 

La fiesta de los reyes magos allí, era una fiesta muy inocente. Yo era ya muy mayorcia cuando todavía creía que eran los reyes los que echaban los juguetes por la chimenea y los que se encargaban de mantenerme la ilusión eran mis abuelos. Entonces por la noche poníamos nuestras alpargaticas en la chimenea, nos acostábamos pronto porque decían que si no nos dormíamos los reyes no pasaban y mi abuelo hasta me hacía creer que volaban con los camellos, que andaban por los tejados y que estaban muy bien informados de si nos habíamos portado bien o mal.

 

Y entonces nos echaban algún juguetico. Siempre en mi casa el que se preocupaba de los reyes, sobre todo era mi abuelo que para esto era muy ilusionante. Ya te digo, algún juguetico de madera o de cartón, una cacerolica de cocina chiquitilla, una pandereta también pequñica que la confeccionaba él mismo porque el abuelo era muy modoso y también a veces, pues una naranja juntica con aquello o una onza de chocolate, unos caramelos, unos alpargaticos... estas cosicas así pero nos ilusionaban mucho levantarnos por la mañana temprano y salir corriendo en busca de nuestros alpargates a ver lo que habían dejado los reyes.

 

Estos regalos que se ven ahora, entonces no lo había. Yo me acuerdo que una vez tuve una muñeca de cartón y aquella me duró para toda mi infancia.

 

Por los días de Navidad era cuando se recogían las aceitunas, que por aquellos tiempos todo era también a brazo. Sin artilugios de maquinarias ni nada como parece que ahora sí van a inventar. Si lo hay ahora ni lo sé ni lo conozco, yo entonces lo que conocía era todo varear, los hombres con los mantones y las mujeres en el suelo recogiendo las que quedaban.

 

Y para limpiar las aceitunas ponían el mantón en una posición que ellos sabían cómo tenía que ser de manera que fueran cogiendo las aceitunas enfrente del montón. La que se cogía de los mantones vareá, la iban echando en un mantón porque la que se cogía del suelo, ya iba limpia pero las que caían de las olivas derribadas con las varas, pues siempre iban tallos de olivas y para no llevarlas con aquellos tallos porque había que llevarlas limpias, iban ya todos los días provistos de un recipiente que era una palangana, en nuestra tierra le decíamos zafa, vieja o que ya no sirviera.

 

Llenaban la zafa de aceitunas y lo mismo que se aventaba el trigo en las eras, puede decirse que se aventaban también las aceitunas. Lo hacían las personas jóvenes que tenían fuerza. En mi casa lo hacían mis hermanos. Llenaban la zafa de aceitunas y el mantón lo tenían ya puesto en un sitio donde pudieran recogerlo. Miraban para ver de dónde venía el aire y cuando lo averiguaban, se ponían en posición y tiraban las aceitunas y el aire se llevaba los tallos y la aceituna caían limpias en el mantón que habían preparado y los tallos se iban fueran, con el aire que pasaba. Y ya la recogían limpias y de allí las envasaban en los capachos de pleita, que era lo que había entonces.

 

El cribón era un artilugio rectangular con dos patas delanteras bajas y dos patas de atrás más altas con el fin de que se quedara así, inclinado. En la parte de arriba había como un cajón con los alambres cruzados. Arriba se quedaban los tallos y las aceitunas pasaban por los agujeros de la criba y caían a una espuerta que se ponía debajo donde se recogían limpias. Pero antes de que se conociera el cribón la limpieza de la aceituna se hacía como ya te he dicho: aventándola.

 

Los mismos hombres, mi padre y mis hermanos, hacían la pleita, después mi padre cosía los capachos. Ahora aquí son sacos, no sé allí lo que será pero entonces eran capachos hechos en la casa. Y las meriendas en las aceitunas, pues eso ya te lo he contado. Unas comidas pero fuertes, fuertes que yo ahora no me las puedo comer. Pan casero, cosas de matanza, fritao con tajadas de longaniza, chorizo o morcilla y de fruta, pues granadas, membrillos, un melón, un buen racimo de uvas.

 

Que las uvas mi madre, con hilo bramante, las ataba a un lado y a otro y hacía como una romana, colgaba el hilo de las uvas en las puntas del techo en la cámara y allí se conservaban. Luego, no tenía nada más que coger un racimo o dos y echarlos para la merienda en los olivares y a comer uvas frescas como si estuvieran recién cogidas de los parrales.

 

En aquella hermosa Vega mía, como en todas las partes del mundo, las personas también tenían sus accidentes y se ponían malos. Pero allí, para casi todas las enfermedades, teníamos nuestros remedios naturales que casi siempre eran plantas criadas en la tierra que pisábamos y nos rodeaba. A modo de ejemplo te digo algunas para que tú veas, una ves más, el mundo tan completo que era aquel rincón precioso de mi Vega amada.

 

Las higueras abundaban mucho en mi vega. De chiquitilla tenía yo unas verrugas en la mano izquierda y justo en el dedo del corazón y en el dedo anular. Menudas pero muchas. Un día, una mujer de Orcera me dijo: “¿Por qué no te quitas esas verrugas?” Y yo le pregunté: “¿Y con qué?” Y entonces ella me dijo: “Con una hoja de higuera. Cuando está verde y tiene todos sus higos sin madurar, arranca una hoja y ese líquido blanquecino que suelta, te lo flotas bien en las verrugas. Pero muchos días sin interrupción. Lo mismo da que sea la hoja o un higo verde”. Y yo le hice caso a la mujer y durante todo el verano lo estuve haciendo sin descansar un solo día y las verrugas se me fueron secando y achicando y se me cayeron. Yo no sé si a otra persona le podrá dar resultado. A mí me dio y de esta manera se me quitaron para siempre las verrugas y sin dolor ninguno.

 

El árnica es una hierba que mi madre conocía muy bien y aquello servía para curar las partes doloridas del cuerpo. Si los hombres en el campo y el trabajo se daban algún golpe, o si alguien tenía dolores en las articulaciones y se le producía una torcedura, entonces mi madre cocía el árnica. Con el agua caliente ponía compresas en la parte dolorida y la hierba la machacaba y hacía como un emplasto y la aplicaba a la parte dolorida y con aquello encontraban un gran remedio.

 

La hierba de la sangre era una planta que mi madre conocía muy bien y la recolectaba. Cuando había erupciones en el cuerpo, que salían granillos chicos, esto que decimos ahora salpullio, pues hervía tallos de esta hierba, nos la daba en infusiones y con aquella agua frotaba las partes donde estaba el salpullio y se curaba y desaparecía.

 

Sanalotó, era una planta que tenía otro nombre que ahora no recuerdo pero allí en la Vega se quedó con el de sanalotó por las propiedades curativas que tenía. La trajo mi abuela de su tierra Lorquina, de Lorca. Crecía hasta la altura de un geranio grande. Tenía las hojas ovaladas. En las quemaduras y en las heridas era donde más se usaba. Tenía como una telilla, mucho más fina que un papel de fumar. Mi abuela siempre nos tenía dicho a todos que nunca pincharan en las ampollas de las quemaduras. Ella sabría por qué lo haría.

 

Cuando había una quemadura a las hojas de sanalotó le quitaban ese pellejito que te he dicho y echaba un olor agradable al tiempo que soltaba un líquido suave. Las hojas la iban aplicando encima de la quemadura e iba secando la ampolla y la quemadura también y algunas veces no quedaba ni señal.

 

Era muy buena también para las heridas pero en estos casos, antes de poner la hoja de sanalotó, cuando se cortaba algún segador o se hacía alguna herida, mi madre, lo primero que hacía era atar con una cinta y formaba lo que ahora decimos torniquete. Lavaba muy bien la herida con agua y jabón casero y después la taponaba con sal gorda. Y allí se hacía como una pasta dura y la sangre se cortaba. Era como un tapón. Cuando se había cortado la sangre, con agua y muy suavemente, iba deshaciendo la sal y despegándola de la herida. Cuando caía toda la sal, la herida había parado de sangrar y entonces aplicaba la hoja de sanalotó y la vendaba con vendas que ella tenía siempre preparada de las sábanas viejas.

 

En mi casa mi madre siempre tenía vendas de estas sábanas viejas que eran de la misma anchura de las vendas de ahora y tan limpicas y suaves como la misma seda.

 

El eucalipto se usaba para curar los catarros. Mi madre cocía eucalipto en una olla grande y cuando estaba el agua hirviendo nos ponía la olla delante, nos echaba una manta por encima de aquellas de cuadros de la sierra y teníamos que estar respirando aquello hasta que nos hacía sudar. Esto lo hacía varias noches seguidas y con aquel sudor nos acostaba y nos tapaba bien y en pocos días empezábamos a notar que respirábamos mejor y que el catarro se nos iba. Estaba demostrado, en aquella Vega mía, que aquel remedio era buenísimo para la respiración.

 

El poleo y la mejorana eran muy eficaces para los cólicos y los dolores de vientre. La manzanilla también pero esta planta las conoce todo el mundo.

 

La tinturria y el orobal eran dos plantas silvestres que conocía mi madre. Las cocía y había que tomarlas en infusiones por la mañana en ayunas. Estaba amargo como la hiel. Con estas plantas se combatían las fiebres del paludismo. Si las fiebres no cedían y eran muy fuertes, había que recurrir a la quinina. Pero si no eran fiebres fuertes, la tinturria, las contenía.

 

Cuando había ronqueras, con agua tibia y una cucharaica de miel, nos ponían a hacer gárgaras y aquello sí era agradable porque la miel sí estaba buena y por eso a veces nos los tragábamos. Pero suavizaba la garganta y mejoraba la ronquera. Y aunque no salía con mucha frecuencia, sí alguna vez que otra a las personas les salía una cosa que se llama herpes. Para curar esta dolencia se usaba la tinta y yo no sé qué propiedad tenía pero secaba la erupción y la enfermedad cedía poco a poco.

 

     EL CAMINO DESDE EL SOTO A HORNOS

Salimos de la puerta de mi casa: el camino real que pasa, como te he dicho, por la misma puerta. Camino arriba, hacia Hornos, el río a la izquierda. Se pasa por toda la Vega: huertas, arroyos que bajan de la derecha y van a unirse al río Hornos. A la derecha queda el Cortijo de Marcelino, más adelante, también queda a la derecha el cortijo Moreno. Seguimos y a todo esto, este paraíso que tantas veces te he comentado: huertas, árboles frutales, pájaros y flores a un lado y otro del camino. Una delicia. A la derecha, más adelante, se queda el cortijo del Maestro Matías. Seguimos camino arriba y más huertas a la izquierda y ya también algunas a la derecha. Nos acercamos al cortijo del la “Loma Alcanta” donde vivía el hermano Joaquín con sus dos hijos. Uno se llamaba Santos y otro Juan José. El hermano Joaquín de la Loma Alcanta tenía una hija también que se llamaba Dolores, estaba casada con José el Molinero y murió de parto. Todos estos recuerdos también los tengo.

 

Se quedaba a la derecha la Loma Alcanta, a la izquierda del río y al otro lado, en la ladera de una colina, estaba el cortijo del Gaspar. Un poquito más arriba se extendía una pequeña llanura y por allí corría, no sé si el río de Hornos o el arroyo de los Saleros, que en esto estoy en duda y como no estoy segura, así lo expongo. Pero fuera el río o el arroyo, por allí había que pasar. Se extendía hacia un vado muy grande y había unas piedras, rocas naturales y como no existía puente, saltando de una a otra se cruzaba la corriente. Y el camino real se extendía hacia la derecha trazando una curva, pasaba por el salero de abajo, después el salero de arriba y trazando un recodo venía a unirse con esto que te voy a decir ahora.

 

A partir de este cruce de río o arroyo se alzaba una cuesta muy empinada que se le decía “el Vallejo”. Por allí se trazaba un atajo para no dar una curva tan grande siguiendo el camino real. Muy cuesta arriba, un poquito pedregoso, más bien una vereilla de cabras, lo habían hecho para adelantar camino. Para no dar aquel rodeo tan grande que había que trazar por los saleros. Ya por allí no había casas. Era todo cuesta arriba, bastante pendiente y llegamos a un cortijo que se llama el cortijo del Leonardo. No era una casa antigua. Yo me acuerdo que al pasar por allí veía todavía por el lugar materiales de construcción. Piedras y cosas. Allí, en el cortijo del Leonardo se juntaba esta vereda de atajo que nosotros cogíamos para adelantar terreno y el camino real de verdad que había trazado un recodo por los saleros y volvía. Desde aquí ya uno solo hacia Hornos.

 

Algunas de las veces que yo subía por el camino de las Celaillas era para ir a un cortijo muy famoso en Hornos que se llamaba, no me acuerdo si Ontonares o Antanares. El dueño se llamaba don José María Bañón y en este cortijo había muchas colmenas. Este hombre tenía por allí muchas propiedades. Y me acuerdo de ir con mis primas y con mi abuela a por miel. Porque allí vendían una miel riquísima. Yo creo que no he probado después otra miel tan buena como aquella. No sé después qué ha pasado con ese cortijo porque ya no he oído hablar más ni de la miel porque decían “Miel de Ontonares” y era famosa, ni del cortijo.

 

Subimos y llegando a Hornos se queda a la izquierda, el molino de Ignacio Avilés y ya tenemos el pueblo a dos pasos. Las torres se ven desde mucho antes pero conforme se va uno acercando el pueblo se presenta con toda su hermosura y grandeza. Yo ahora, sólo recordarlo, me emociono. Cuando me contaban mis abuelos y mis padres, los cuentos de castillos de irás y no volverás, princesas encantadas, en mis recuerdos el pueblo de Hornos ahora se me presenta como uno de aquellos castillos de los cuentos. Pero no es una princesa lo que se guarda en ese dulce pueblo mío de Hornos, es una reina gloriosa: la patrona de mi pueblo, Nuestra Señora de la Asunción. Es mi Virgen Santísima la que guarda las torres del pueblo de Hornos.

 

                                     Echad campanas al vuelo

porque triunfante y gloriosa,

inmaculada y hermosa,

sale la reina del cielo

en solemne procesión

de cánticos y oraciones,

Vítores y aclamaciones

que salen del corazón,

pero... nadie se equivoque,

que a la Virgen nadie ofenda

porque a esta divina prenda,

la va escolta San Roque.

 

El camino allí hace otro recodo y sale un nuevo atajo. A la izquierda subiendo un repecho con otro atajo que desemboca en la Puerta Nueva. Casi en el mismo punto donde termina el camino real, sólo que éste dibuja una curva y nosotros a pie tomábamos el atajo. Para las bestias, el camino real iba por la derecha. También a la derecha de este camino quedaba el calvario, que es donde ahora han construido esos miradores, hoteles, bares o lo que sean, nuevos. Queda también a la derecha el Molino de aceite de don Francisco Blanco y ya se llega a la Puerta Nueva. Ya estamos en Hornos, ya estamos en mi pueblo con el pensamiento. Solamente con el pensamiento, con mi corazón y el amor que dentro de mi alma brota hacia este pueblo que tan profundo llevo en mí. Sólo con el pensamiento ya me encuentro en mi pueblo de Hornos porque en la realidad yo no estoy allí aunque sea lo que más anhelo en mi vida.

 

Este es el camino real desde el Soto de arriba hasta Hornos. Pero nos queda lo más noble, lo más puro, lo más grande: las calles, las personas y sus casas. A la entrada a la derecha, el cementerio. Por encima del cementerio había eras. Allí tomaba yo el sol con mi abuelo. Nos salíamos los dos a tomar el sol y mientras estaba en su compañía gozando del aire y el azul del cielo, me contaba cantidad de cuentos e historias de su tierra. Miraba al cementerio y decía: “Virgen mía de las Huertas, aquí he venido yo a morir”. Por encima de las eras, se alzaba el castillo. Y entrando por la Puerta Nueva, ya el pueblo. La carretera va derecha a la Rueda. Estando en la Rueda, a la izquierda, la iglesia. Mi bendita iglesia de Hornos.

 

Todo aquello ya está muy cambiado pero en aquel tiempo, al entrar había un callejón con una plazoleta y allí estaba la fragua de Inocente Sola. Seguía el callejón y daba a la carretera. Por la derecha queda la carretera y a la izquierda de la carretera, está o estaba la puerta de Félix Vivo, su esposa Eugenia ayudó mucho a los pobres y seguidamente, la casa de Inocente Sola y su Esposa Josefa que también era una familia muy buena y la fragua de la familia Sola, daba al otro lado, a la plazoleta y a continuación el cuartel de la Guardia Civil. Enfrente del cuartel, a la derecha había una pequeña explanada, muy pequeña. De allí salía: a la parte de arriba, la Calle de las Parras, a la parte de abajo, la Calle de los Adanes. En la calle de las Parras era donde vivía mi tío Cesáreo, mi tía Mariana y mis primos y tampoco olvido a los que vivían en aquella calle: El Currito y Pretola y Lorenzo el Rizao y su familia y a todos los demás, aunque algunos ya hayan muerto pero los recuerdo con cariño. A las espaldas de esta calle está el castillo y el adarve.

 

Mi tío Cesáreo Manzanares Donvidau fue un hombre de corazón generoso y de una honradez bien demostrada que en sus tiempos no se comprendió pero yo estoy segura que Dios nunca se equivoca y Él sí lo comprendería cuando llegara a su presencia. Creo que Jesucristo le diría algo semejante a esto: “No te aflijas más, a mí tampoco me comprendieron. Levanta, pues, tu rostro al cielo. Mira que yo y todos los que tuvieron grandes tribulaciones en el mundo, ahora se gozan y están consolados y para siempre descansan en paz permaneciendo conmigo sin fin, en el Reino de mi Padre”. Mi tía Mariana era una mujer hermosa y ha muerto de edad avanzada después de una vejez tranquila que tal vez le concedió el Señor en compensación por las durezas que vivió. Mis primos viven en Madrid y todos están situados muy dignamente y tengo la inmensa alegría de poder decir que merecen ser considerados entre las personas más buenas de Hornos.

 

Luego está esa calle que le dicen ahora, la calle de En medio. En la primera casa de la calle de En medio, a la derecha, vivió una temporada el médico. Después puso allí el comercio Paco Lozano. A la izquierda quedaba la posada de Pablo Espinar y Francisca. Unas personas entrañables con las que mi familia guardó siempre una amistad excelente. Siguiendo por la calle de En medio, a la derecha hay una pequeña explanada y allí estaba el horno, en tiempos de la guerra. En la esquina vivió don Saturnino Galdón. Seguimos y nos encontramos un sitio que le dicen las Cuatro Esquinas. Calle abajo y desembocamos en una plazoleta que hay allí que es donde se encuentra la Puerta de la Villa.

 

Entrando por la Puerta de la Villa nos encontramos un callejón que gira hacia la derecha que es el barrio Perché. Desde esa plazoleta, girando ya hacia el frente, hay otra calle larga donde a la derecha queda la Casa de Narcisa, su marido Paco el Grueso, unas hijas que tenía Narcisa encantadoras. De allí seguimos, pasamos por la puerta de don Francisco Blanco, a la izquierda queda el callejón donde vivía Eusebio el correo y desembocamos otra vez en la Rueda.

 

Pero por cualquier sitio donde te asomes no ves nada más que maravillas. En otros pueblos verás palacios, muchas grandezas pero en mi pueblo de Hornos, la grandeza es la sencillez. La pequeñez es la grandeza más excelsa que tenemos allí. De mi pueblo recuerdo muchísimas personas. Yo sé que ya nadie se acordará de mí porque fui una niña insignificante pero yo me acuerdo de Pepa la Buñolera. Me acuerdo de Leopoldo el Sastre, de Pajarito, de don Antonio Leal, que fue un talento más de mi pueblo, un gran médico. Los hermanos Ríos. Tomás Ríos, un gran científico y su hermano Miguel Ríos, un gran militar. Los posaderos, personas fabulosas, las hijas de Paco Lozano, Isabelita, Eulalia, Angelita. Todas joyas admirables de mi pueblo. Carlota la panadera donde compraba mi abuela el pan. Tenía unas hijas hermosísimas y llenas de bondad: Carmen y Matilde y Dionisia y otras más.

 

Mi abuela me había enseñado que yo siempre que llamara a una casa, mi primer saludo fuera una Ave María Purísima. Y aquella señora, como ya sabía que al entrar yo siempre decía Ave María, cuando me veía me sonreía y antes de que a mí me diera tiempo a pronunciar una palabra, ella me contestaba: “Sin pecado concebida”. ¡Carlota, qué buena persona y cuanto me acuerdo de ella! Allí vive también María Josefa Lara Linares del Soto de Abajo. ¡Ay madre mía si yo pudiera verla! ¡Si fuera a Hornos no me vendría sin verla! Pero yo creo que si me encontrara cara a cara con ella, aunque no me conociera, del abrazo que le diera se me llenaría el alma de gozo. Ha sido mucho el cariño, mucho el roce que nos hemos tenido. Una vecindad que más que vecindad era hermandad lo que teníamos allí. Era amor serrano de verdad lo que en los cortijos del Soto se respiraba y tanto o más en mi pueblo.

 

Felipa Vivo, gran amiga mía. Desde la casa de mi abuela y ella desde su balcón jugábamos a la pelota. Ella me la tiraba hacia abajo y yo se la tiraba hacia arriba. Un día la pelota me dio en un ojo y se me hinchó pero yo no quise decirle nada para que no se enfadara conmigo. Fue si querer. Pepa la Buñolera vivía cerca de mi casa. Recuerdo que despachaba los churros por la ventana. Era la única churrería que había en el pueblo. Tenía una hija mayor que se llamaba Lola, hermosa como un sol y tenía otra menor que se llamaba Amalia y un hijo pequeño que se llamaba Juan. Ella lo llamaba siempre Juanico y dos gemelos. Pepa la Buñolera era hija de Juanillones y de la hermana Segunda y después de enviudar dos veces, se casó con un molinero que le decían el “Salao” y era el padre de una familia que también le decían “Los Salaos”, yo los recuerdo muy bien.

 

Con gran cariño se me viene ahora a la memoria la imagen de Soledad. Era tía de mi tía Mariana. La conocí ya mayor y viuda. Sólo tenía un hijo que se llamaba Pablo. De esta señora me contaban mi madre y mi abuela, que de joven, había sido una mujer de espléndida hermosura. Su hijo Pablo, un hombre Cabal donde quepan los hombres cabales. Y una flor entre las flores delicadas de mi pueblo: Estrellita Gámez. No creo que nunca haya habido un nombre tan mejor escogido para una persona, que el suyo para ella.

 

Estrella, porque lo es de verdad. Hija de don Eustaquio Gámez, un hombre entero de arriba abajo. Su madre, gran señora pero en este momento no recuerdo su nombre. Sí recuerdo a su hermana Amelia, a su hermano Raúl y sobre todo a Estrellita. Por mucho que yo te quiera explicar como era esta señora, no encuentro palabras. Era de una belleza exquisita, fina y rubia, semejante a los rayos del sol de los amaneceres de mi tierra. Era la dulzura personificada. Solamente verla, ya inspiraba simpatía, gracia, encanto y bondad. Una de las personas más deliciosas que yo he conocido en mi vida.

 

Hasta recuerdo que un día me dejó prendada con una de aquellas olas de encanto que siempre iba derramando. Eran las fiestas del pueblo y yo estaba con mi prima Ramona. Andábamos paseando en la Rueda. Estrellita Gámez iba paseando con otras muchachas amigas suyas. Por detrás, se acercó Pablo el de Soledad, con mucha delicadeza y le dijo: “¡Estre...!” La muchacha volvió la cabeza envuelta en un remolino de gracia y le contestó: “¡Lla!”. Y aquello fue un momento de tanta belleza y los dos se hablaron con tanta dulzura que mi prima Ramona y yo, que estábamos cerca, dijimos: “Estos dos se casan”. Porque vamos, se miraron con tanto amor que aquello era una escena más propia de un sueño bello que de una realidad terrenal. Todavía no eran novios; después lo fueron. Y para que sepas las cosas bien, Pablo, el esposo de Estrellita Gámez y padre del Alcalde actual del pueblo de Hornos, también fue alcalde en este pueblo mío. Y a fe mía que los fue muy dignamente.

 

Por mi prima Ramona, pasado el tiempo, supe que se habían casado. Creo que han tenido varios hijos pero yo la que conozco bien, es a Marisol. La conocí muy niña y ya era toda una muñeca de tan bella y encantadora. Sé que han tenido más hijos pero ya a los otros no los conozco. Cuando vivía allí mi tía siempre iba a visitarla. Un día que estuve en Hornos, de las pocas veces que he ido, vi a Soledad, ya muy mayor. Todavía conservaba su lucidez mental. Seguía siendo la misma persona hermosa de siempre y, además, tenía un rosario en la mano que lo apretaba con mucho cariño. Y en un ratillo que estuvimos las tres solas, Soledad nos empezó a ponderar, no ponderar porque cuando lo que se dice es verdad, no cabe otra realidad que exactamente eso, la verdad, las virtudes de su nuera Estrellita. Que ya es algo grandioso que una suegra comente las virtudes de su nuera como Soledad comentaba las de Estrella. Las tres coincidimos en que ciertamente lo que allí se estuvo hablando, era exactamente lo que Estrella se mecería.

 

Con tanto cariño recuerdo yo a todas estas personas que de ahí, el amor que siento por mi pueblo, sea tan grande y tan fuerte. Hace un tiempo supe que Pablo había muerto. Traté de ponerme en contacto con Estrella para darle el pésame. Pero me contestaron de Hornos diciendo que ella estaba en Sevilla con su hija Marisol. Ya te he dicho que a Marisol la conocía de pequeñica. Se ha hecho mayor, no sé qué estudios hizo, el caso que por lo menos en ese tiempo, estaba en Sevilla y Estrella con ella. Tengo aceptado que Estrella será mayor pero el recuerdo que guardo de ella es tan agradable, que eso permanece conmigo siempre. Era una criatura de lo más delicioso que te puedes encontrar. Otra flor más de mi entrañable pueblo de Hornos. Era rubia y tenía una delicadeza en su cutis, en sus ojos y en su mirada que yo creo, como te he dicho al principio, que el nombre de Estrella le venía a su medida exacta.

 

Felipe el de la Posada, estaba casado con una parienta lejana de mi padre. Se llama Francisca y tenía dos hijas, una Angelita y otra Luisa. Muchas veces jugábamos juntas. Yo me acuerdo de todas esas cosas. La pena profunda que tengo es que intuyo que ni ellas se acordarán de mí ni tampoco en mi pueblo del alma saben ya quien soy. Las cosas cambian, el tiempo borra y las personas que llegan, olvidan y, sin embargo, la historia hay que recordarla y escribirla para que los pueblos crezcan y se hagan grandes. Mi pueblo y aquellas personas, han seguido allí en sus raíces y yo, en la nostalgia de la distancia y las vivencias de mi niñez, los tengo vivos. Con la frescura y a la belleza de los días más tiernos y los juegos más limpios. Me gustaría que alguien se acordara de mí pero yo creo que no. Me vine de mi tierra y mi pueblo muy pequeña pero ellos, todos y todo, sí viven en lo mejor de lo que yo soy. También me acuerdo mucho de una mujer que le decían “La Reina”.

 

RECUERDOS DE HORNOS

 

    - ¿Y qué más cosas me cuentas de tu pueblo?

- Tengo recuerdos agradables, muy profundos y muy vivos, de este pueblo mío: mis abuelos maternos, mis tíos por línea materna, Cesáreo y Mariana y sus hijos, mis primos. Cada vez que desde la Vega del Soto subía al pueblo, ellos eran mis compañeros de juegos. Tanto cariño me dieron, tan feliz me los pasé junto a ellos, que aún están vivos aquí dentro de mí. Yo siempre los llamé “Mis Primos de Hornos”. Y hoy, a pesar de los años, las distancias y las aguas del pantano, en no sé qué región dulce, me parece oír sus nombres: Ramona, Teógenes, Francisco, Wladimiro, Sedilia y Maruja. Y desde no sé qué otra región bella, me parece oír el cascabeleo de sus alegres voces diciendo: “Prima, vamos al castillo. Queremos verte tirar tus aviones de papel, desde lo alto de esas torres de piedra”.

 

    Y allá que íbamos todos nosotros al castillo. Teógenes era el que me fabricaba, de periódicos viejos, los aviones de papel. Todos me rodeaban, yo era la niña mimada de ellos, y me llevaban al castillo. Disfrutaba cogiendo aquellos aviones que ellos me hacían y echarlos a volar desde aquellas alturas, del castillo mágico. Ellos sabían que aquello me gustaba y se desvivían para llevarme al castillo de mi pueblo para verme jugar con los aviones de papel. Nunca me he explicado yo, por qué fui una niña tan querida y mimada de todos. Si nunca hice nada por merecerlo. Me consideré una niña muy insignificante y hasta de salud endeble. ¿Por qué me quisieron tanto? ¿Por qué fue tan bella aquella tierra mía? ¿Por qué me arrebataron aquel trozo de paraíso que el Creador me regaló cuando me puso en este suelo?

 

Mi primo Bibiano, como te decía antes, no volvió nunca de la guerra. Era un mocetón alto, rubio y lleno de bondad. Parecía hermano gemelo de su hermana Magdalena, porque los dos eran igual de buenos e igual de grandes personas. Fue una lástima la muerte de este primo mío. También tengo un gran recuerdo de una mujer que vivía al lado de la casa de mi abuela. En la misma calle y con el nombre de Asunción como mi abuela. Aquella mujer también ¡qué buena era! Tenía un don, que era puro don de Dios porque aquella mujer no tenía estudios ningunos y, sin embargo, poseía una gracia especial para curar los huesos rotos y los que se descomponían.

 

Allí se ponían por cola de todos los cortijos cercanos y de otros pueblos. Todos acudían a la hermana Asunción. Ella tenía sus artilugios de gimnasia. Una maza con la que los ponía a hacer gimnasia con los pies, les cogía el brazo, se lo subía a la nuca... ¿y cómo se las apañaba? Que de pronto aquello hacía crac, y el hueso volvía a su sitio. Aquella mujer es que tenía una gracia especial sin ser médico. Era tan buena que por eso me gusta recordarla. No me acuerdo con claridad si era en la mano derecha o la izquierda, donde tenía un defecto en los dedos de la mano. Cuatro dedos separados, dos para un lado y dos para otro. Doy esta seña personal para ver si alguien en mi pueblo la recuerda.

 

    De entre aquellos recuerdos tan bellos de mi pequeño rincón en Hornos, debo decir también que el pueblo dio hijos ilustres. Don Francisco Blanco que ejerció el cargo de Juez, en el pueblo y fue un modelo de caballero. Administró justicia con tal acierto y generosidad cristiana, que dejó una feliz memoria entre todos los vecinos juntamente con su esposa. El pueblo de hornos, aunque es chico, ha dado sacerdotes santos, monjas santas, médicos muy eficientes, maestros que han aportado su granito de arena a la cultura y hasta militares.

 

    Otro de los recuerdos bonicos que tengo de mi pueblo, entre tantos y tantos como yo guardo, porque todos son bellos, se encuentra el de mi pelota de trapo. Tengo la alegría de poder decir que a mí en mi tierra nunca me pasó nada malo. Mira: cuando yo me iba con mis abuelos al pueblo, en el rincón donde vivían ellos, hay una plazoleta muy chiquitilla, que si alguna vez fuéramos por Hornos, yo te llevaría allí. Enfrente de donde vivían mis abuelos había una fragua. La única que había en todo el pueblo. El padre se llamaba Inocente Sola, la esposa de este hombre se llamaba la hermana Josefa y tenía dos hijas que se llamaban Luisa y Pepa. Luisa estaba casada y Pepa tenía novio.

 

    Cuando se ponía a hablar con él, se asomaba al balcón que daba a la plazoleta de la puerta de la fragua y el novio desde el suelo. Yo que los veía, observé que una vez Pepa le echaba un clavel al novio y de momento me acerqué para que me diera otro a mí. Estaba allí mi abuela y entonces me llamó. Le dije a mi abuela: “Madre Asunción, yo voy a que me dé Pepa claveles. Porque he visto que le ha dado claveles a ese mocico y por eso quiero que me dé a mí también”.

 

    Pero yo tenía, además de eso, una pelota de trapo que me había hecho mi abuela. En esa pequeña placita me pasaba las horas jugando con mi pelota. Pegaba cada pelotazo por tos sitios que daba miedo. Algunas veces, se me escapaba y la pelota entraba por la puerta de la fragua. Allí estaba trabajando Inocente Sola con sus hijos. Uno se llamaba José, otro Antonio que era gran amigo de mi hermano Cesáreo y el menor se llamaba Inocente. Cuando yo jugaba allí con la pelota, este muchacho, Inocente, era un zagalón muy amable y muy buena persona como tos sus hermanos y como sus padres.

 

    Recuerdo que su hermana Josefa era otra belleza más de aquel pueblo mío de Hornos. De las muchachas más guapas que por aquellos días vivía en el pueblo. Inocente era lo que ahora llamamos “pelirrojo”, allí le decían el rubio pero tenía el pelo del color del azafrán. Cuando a mí se me iba la pelota y caía dentro de la fragua, los otros se reían pero él se cabreaba, salía corriendo y decía: “¡Como te pille la pelota te la echo a la fragua que se queme”. Es que ellos tenían allí la lumbre de la fragua y con un fuelle los veía yo, tan, tan, tan, tan, venga dar aire a la lumbre, donde ponían los hierros al rojo vivo para luego trabajarlos. “¡Cómo te pille la pelota te la quemo!” Me decía el pelirrojo cada vez que se me caía dentro.

 

    Yo me acuerdo, que cuando una vez me dijo que me iba a quemar la pelota, le hice un guiño y le enseñé la lengua. Mi abuela que me vio, me regañó por aquello: “No hagas eso. No se le hace burla a las personas mayores”. Le decía a mi abuela: “Es que me quiere quemar la pelota”. Los hermanos mayores y el padre decían: “Deja la chiquilla, hombre. Son cosas de criaturas”. Pero tanto una vez y otra me decía que me iba a quemar la pelota, que a mí me entró miedo pensando que sería verdad. Así que a partir de aquel momento, cuando me ponía a jugar, ya tenía cuidado que la pelota no entrara a la fragua. A pesar de esto, algunas veces se me escapaba.

 

    Pasó el tiempo y como mi abuelo murió, mi abuela ya se bajó al Soto a vivir con nosotros. También yo había crecido algo y como mi cuñá estaba mala, algunas temporadas me iba al Tranco a estarme en la casa de mi hermano que trabajaba en las obras del pantano y así asistía a mi cuñada. Un día que se celebraba la fiesta de la Virgen del Carmen, pues estaba yo allí con mi prima Ramona en una verbena que hicieron por la noche. Se juntó allí toda la juventud, y los mayores también y se formó un gran baile.

 

    Se acercó este Inocente a sacarme a bailar. Lo conocí inmediatamente. También creía que él me había conocido. Se acercó y me dijo: “¿Quieres que bailemos?” Como lo conocía, pues inmediatamente le dije que sí. Bailamos y él muy cortés, muy amable, como toda la gente de mi tierra. Terminamos de bailar, yo me fui con mi prima y él se unió a otro muchacho. Pero estando al lado de mi prima no dejaba de observar que Inocente hablaba con el otro muchacho sin dejar de mirarme. Le dije a mi prima: “De mí están hablando. ¿Qué pasará?” Entonces nos acercamos las dos con disimulo, como paseándonos y oí que le estaba diciendo el otro muchacho: “Yo la sacaría a bailar pero es que no la conozco”. Y me miraban a mí e Inocente muy bajico pero yo le oí, que le dijo: “Pues es muy simpática. Yo tampoco la conozco y la he sacado a bailar y me ha dicho que sí. Ya verás, la voy a sacar otra vez”.

   

Entonces fue y me sacó a bailar otra vez y de nuevo le dije que sí pero cuando íbamos bailando, le pregunté: “Inocente ¿es que no me has conocido?”. Y dijo él, muy sorprendido: “¡No!” “Pues yo sí te conozco a ti”. Le dije. “¿Tú cómo me conoces a mí?” Entonces le volví a preguntar otra vez: “Pero Inocente ¿de verdad no me has conocido?” “¡No, no, muchacha; no te he conocido!” Digo: “Pues yo soy la chiquilla que tiraba la pelota a la fragua y que una vez te enseñó la lengua porque tú me la querías quemar. Soy la nieta de la hermana Asunción y de Cesáreo, los viejecitos que vivían enfrente de tu fragua. Soy del Soto del Arriba, hermana de Cesáreo el capataz. ¡Me extraña que no me hayas conocía! Pero como yo a ti sí te he conocido, es por lo que he bailado contigo con tanto agrado. Porque eres Inocente Sola y porque te conozco. No creas que bailo con tanta facilidad con cualquiera. Lo que pasa es que yo sé quien eres tú”.

 

    Un poco cortado, el muchacho me decía: “¡Ay, perdóname! Cómo he estado yo para no conocerte”. “Pues que han pasado los años y los dos hemos crecido. Ahora me alegro yo de haberte visto otra vez y de que entonces me quisieras quemar la pelota sin llegar a quemármela nunca. ¿Te acuerdas?” “Claro que me acuerdo. Y te digo que estoy muy contento de haberte visto”. Y aquí terminó esta historia. Luego supe que este muchacho fue novio de Pepa, la hija de Aracelis y Gil, del Carrascal. Es prima de Angel Robles y es la muchacha que te conté un día que tenía un dedo malo y le cortaron no sé si la primera o la segunda falange de un dedo. Fueron novios, este Inocente Sola y Pepa.

 

    En Hornos, además, sucedieron anécdotas, curiosas, graciosas y entrañables. Mis padres me contaban, porque yo no lo llegué a conocer, que un vecino de Hornos, al único hijo que tenía, le llegó la hora de hacer el servicio militar. Y claro se fue a filas. Entonces reinaba en España, nuestro rey de feliz memoria, Alfonso XIII. Este padre no podía soportar la ausencia del hijo. Llorando sin parar y entonces ya, cogió la alforja, que era el instrumento de viaje que había en el pueblo, y con un poco de comida se fue andando nada más y nada menos que hasta Madrid. Andando. Se plantó en el palacio real y expuso, sencillamente que quería ver al rey. No le hacían caso. Lo tomaron por loco.

 

    El se sentó en la puerta del palacio, a la distancia que les permitieron y cada vez que pasaba alguien cerca, le preguntaban: “¿Qué le pasa a usted?”. “Que quiero ver al rey”. Y venga. Y que quiero ver al rey. Ya alguien, se preocupó en serio por él. Le hizo llegar directamente al rey la noticia de lo que pasaba. Don Alfonso XIII, que era, además de un gran rey una excelente persona, dio orden de que directamente lo llevaran a su presencia. Cuando lo pusieron delante del rey, se arrodilló. El rey le dijo: “No te arrodilles. Ponte de pie y dime qué es lo que quieres de mí. ¿Por qué quieres ver al rey? ¿Qué es lo que quieres de mí?”.

 

    Le dijo que el único hijo que tenía, estaba en las filas del ejército. “Su majestad tendrá muchos soldados pero un servidor sólo tiene un hijo. Déjeme usted que me lo lleve a mi casa”. Don Alfonso dice: “¿Tanta pena tiene usted, hombre, porque esté su hijo sirviéndome a mí?”. “Noooo. Yo no tengo pena porque sirva a su majestad. La pena que tengo es porque está lejos de mí. Pero lo que podemos hacer es que yo me vengo también al ejército para estar cerca de mi hijo. Lo que no puedo es vivir sin él”. Entonces, dio el rey orden que inmediatamente buscaran al muchacho. Lo buscaron enseguida y el rey, de su puño y letra, le dio la licencia y un documento, para que el padre y el muchacho, a su regreso a Hornos, por donde pernotara, por las posadas que pasara, por donde fuera, que lo sirvieran de todo lo que necesitaran a cuenta de la corona. Y le dijo: “Cuando lleguen ustedes a su pueblo, entreguen este documento a las autoridades de Hornos”.

 

    Cogió a su hijo, le besó los pies al rey, se despidió de él. Se vinieron los dos con sus alforjicas otra vez y cuando llegaban a una posada y presentaba el papel del rey, los posaderos se desvivían haciéndoles reverencias. Sirviéndoles la comida, la mejor cama, lo mejor de todo. Así hicieron el viaje de regreso. En Hornos, sólo se sabía que el hombre se había ido del pueblo pero nadie tenía noticias de dónde estaba. Cuando regresó con el hijo y el papel, ya se supo que había estado hablando con el rey.

 

En mi pequeño gran pueblo de Hornos vivió también una buenísima familia Lugardo Leal con su mujer Juliana y sus guapísimas hijas. Esta familia son personas buenísimas y de ellas tengo buenos recuerdos. Don Antonio Leal, el médico fue de esta familia y Lola es la esposa de Antonio Lozano que durante mucho tiempo fue alcalde de Hornos. La familia Lozano, también son personas dignas y honorables.

 

Entre tantas personas que recuerdo con especial cariño, no puedo olvidarme de unas, que precisamenten tiene hijos aquí en Úbeda. Estoy pensando y me refiero a Presentación Rodríguez y a su hermana María Rodríguez, hijas de José Ramón y de María que eran también de mi pueblo de Hornos. Personas buenísimas donde las haya.

 

Paquita es de esta misma familia y también viven en Úbeda y son amigas mías porque de verdad se lo merecen. Al padre me parecen que le decían José Peroba. Y Paquita, de esta familia, vive aquí porque se casó con un señor del pueblo de Úbeda. Mi prima Maruja, me ha dicho muchas veces que Catalina, una hija de esta familia, era santa. Que con el tiempo se tienen que saber las virtudes de esta mujer. También me acuerdo de Roque.

 

Una hija de Paquita está casada con un sobrino mío y Nico y las otras muchachas, todas excelentes, también las conozco. Personas buenas donde las haya. Bueno, pues yo, no me puedo olvidar de todas estas personas de mi pueblo. Lo que pasa es que ahora mismo estoy hablando de ellas y dentro de un rato, me acuerdo de otras y así me va pasando.

 

 

TRES ROSAS BLANCAS

Ya te estoy diciendo que recuerdos de Hornos tengo muchísimos y todos bonitos. Uno más es el de una gran señora, doña Magdalena Marín, la esposa de don Francisco Blanco. Ya verás que cosas más hermosas me contaban a mí mi abuela y mi madre de esta señora. Era de Beas de Segura y don Francisco Blanco, la conoció y se enamoró de ella. Cuando iba a visitarla, ya próximo a casarse, no sé qué persona envidiosa del pueblo, celoso o celosa de ver que se la llevaba uno que era de Hornos, queriendo desacreditarla para que no se la llevara, le dijo: “¿Pero te vas a casar con Magdalena Marín?” Y dijo don Francisco: “¡Pues claro que sí!” Le respondió aquella persona: “Pues te la llevas llena de hostias”. Esto se lo dijo porque oía misa con frecuencia y comulgaba.

 

Y entonces don Francisco Blanco, con el talento natural que tenía, le dijo: “¡Anda que bien, pues por eso la quiero yo!” Mira que mala es la envidia que aquella persona queriendo desprestigiarla, lo que hizo fue prodigarle la mayor alabanza. Y con razón, porque era cierto. Esta mujer era una más de las muchas personas santas de mi pueblo. Era una gran amiga de mi abuela Asunción y de mi madre. Con frecuencia pasaba a echarle de comer a unas gallinas en un molino de aceite que tenía, conforme se entra al pueblo de Hornos, a la izquierda. Entonces no había más edificios. Todos esos nuevos que ves, son construcciones de ahora. Entonces lo primero que había a la entrada del pueblo, a la izquierda, era el molino de aceite de don Francisco Blanco.

 

Magdalena tenía unas gallinas allí. Pasaba por la puerta de mi abuela a echarles de comer. Unas veces, al verme, me hacía con la cabeza así para indicarme que si me iba con ella. Otras veces era yo la que le preguntaba: “¿Me voy con usted?”. Yo estaba encantada de irme con ella porque aquella mujer es que transmitía una paz y un gozo, que era inexplicable. Era una gozada estar a su lado. Cuando yo pasaba por la Puerta Nueva, había una rayuela, de esas que se hacen la paticoja, con un tejo. Algunas veces me paraba a jugar a la rayuela y cuando echaba a correr y la alcazaba, ella que siempre iba rezando el rosario, me decía: “Ya te has perdido un misterio”. Yo le decía: “Hermana Magdalena, si luego lo rezo otra vez con mi abuela”. Y se sonreía.

 

 Y un día, de un rosal que tenía allí que era de rosas blancas, cogió dos rosas y me las dio. Yo con las dos rosas en la mano y ella mirándome de aquella manera que miraba tan llena de ternura y hablando en voz bajica, como para ella sola, dijo: “Tres rosas blancas”. Yo estuve a punto de decirle: “Hermana Magdalena, que no me ha dado usted nada más que dos”. Pero como mi abuela me tenía dicho que nunca contradijera a una persona mayor, me callé.

 

Y nos fuimos. Cuando pasamos por la puerta de mi abuela, yo me entré, le di las rosas a mi abuela y le dije: “Madre Asunción, la hermana Magdalena me ha dado dos rosas pero se ha equivocado porque ella ha dicho que me daba tres rosas blancas y no me ha dado nada más que dos. Yo me he callado y no le he dicho nada”. Entonces me dijo me abuela: “Hija mía, ella tiene razón, son tres rosas blancas. Pero tú ahora no lo entiendes. Ella ha dicho dos, que son las que te ha dado y la tercera que eres tú. A ti te ha comparado con otra rosa blanca. Tú ahora no lo entiendes. Luego cuando seas mayor, ya lo descubrirás”.

 

Se asomó mi abuela a la puerta de la calle y la miró, conforme iba ya caminando hacia su casa, se quedó fija en ella diciendo: “Eso es ella también, una rosa blanca”. Esta señora es la madre de la madre Magdalena Blanco Marín, que fue la que te dije que me hizo la diadema de la primera comunión. Pues otra cosa más de esta gran mujer. Tenía como norma no mentir nunca. Y otra norma suya era no ponerle nunca falta a nada. Fíjate qué treta se buscó para no caer en falta. Un día partieron un melón y no estaba muy bueno. Y le preguntaron: “¿Cómo está el melón?” Y claro, ella si decía que no estaba bueno, le ponía falta y si decía que estaba dulce, mentía, entonces contestó: “Esta fresquito”. Cuando lo probaron se dieron cuenta que el melón no estaba bueno pero ella no había dicho que estuviera bueno o malo. Dijo simplemente: “está fresquito”.

 

Hasta donde llega el recuerdo que conservo yo de esta señora, que una de las veces, de las poquitas veces que he tenido la suerte de volver a Hornos, busqué a Polonia, una hija. Sabía que tenía un retrato donde se ve el matrimonio. Don Francisco Blanco y su señora. Y le pedí a Polonia un favor. Ella no me conoció, por cierto pero yo le dije quien era y entonces sí me atendió. Le dije: “Polonia, le pido por favor, que me deje ver los retratos de su padre y de su madre”. Me subió al comedor y tuve el gran placer de estar contemplando los retratos de aquellas dos personas tan queridas en mi casa. Guardo ese recuerdo de ellos porque se lo merecían.

 

Aquel domingo no tuve que pedir la llave de la iglesia porque había misa. Entré a oír misa y dio casualidad que caí con Polonia Blanco. Las dos casi juntas. Estaba llorando, porque como soy una llorona y no lo puedo remediar, pues yo de verme en mi iglesia de este pueblo mío de Hornos y rememorando todos mis recuerdos, pues ya estaba llorando. Mi pañuelo ya lo tenía tan mojado que Polonia se dio cuenta y me dio el suyo. Un pañuelo blanco con rayas verdes, que todavía conservo como recuerdo de ella. Me lo dio y cuando fui a devolvérselo me dijo: “Consérvalo como recuerdo mío. Yo rogaré por ti al Señor para que te consuele esa tristeza de sentirte lejos del pueblo tuyo que tanto quieres y tan hermosamente llevas en tu corazón. Cuando veas mi pañuelo, acuerdate de Hornos pero recuérdalo siempre con alegría y no llores tanto por él. Que te acuerdes de nosotros y tu pueblo, con alegría pero sin llorar”.

 

Pasado el tiempo, he sabido que Polonia ha muerto y entonces también he sentido que desde este querido pueblo mío de Hornos, ha volado otra santa más al cielo. De este pueblo mío, te podía contar cosas hermosas y no terminar nunca. ¡Cuánto y cuánto quiero yo a las personas que allí conocí y cuánto quiero yo a ese tan pequeño pero tan grande y hermoso pueblo de Hornos! En este pueblo viven todavía los dos hermanos de Polonia: Luz Blanco Marín y Asdrubal Blanco Marín. Y precisamente, por estos días, me ha llegado la noticia de que Asdrubal, que era una buenísima persona, ha muerto.

 

Por Luz Blanco Marín, mi madre sintió una gran admiración. Es esposa de don Miguel Hoyo, que también pertenece a una buenísima familia de Hornos. La familia Hoyo. Él era hijo de Félix y de María Juliana. Los dos han ejercido la profesión de maestros, lo que ahora se llama profesores de E.G.B. o primaria y entonces se decía con la bellísima palabra de “maestro”, como en el Evangelio, al Señor. Los dos ejercían su profesión con gran dignidad y dedicación pero de esta señora, su verdadero nombre, aunque sólo la conocemos por Luz, es María de la Paz y de la Luz. No sé si Luz es antes o Paz pero de lo que sí estoy segura es que en el mismo nombre lleva incluido la paz y la luz. Y ahora te digo que son nombres que ni escogidos salen mejor y más adecuados para ella. Porque ella es eso: Paz y Luz.

 

Era una señora, yo la conocí cuando estaba en todo el esplendor de su juventud, muy hermosa y de un trato tan agradable y tan sencillo que era un encanto sólo estar al lado de ella. Y yo creo que esto lo había heredado de su madre: de Magdalena Marín, esposa de don Francisco Blanco. Vestía siempre muy elegante, siempre con ropa oscura pero yo creo que su mayor elegancia estribaba en su sencillez. Porque siempre fue elegante pero nunca fue ostentosa.

 

Estuvo de maestra en Orcera y mira qué casualidad que por aquellas fechas coincidieron en este pueblo un gran cura: don José Sola Llavero y una gran maestra: doña Luz Blanco Marín. Ella llevaba sus niñas a misa, decía mis chiquillas. Y se percató de que las niñas no se enteraban de nada de la misa, porque como las misas antes se decían en latín, pues para seguir las lecturas y enterarse del Evangelio y demás, había que tener un misal. Mi madre y mi abuela lo tenían y cuando el sacerdote leía el Evangelio en latín, ellas lo leían en castellano y se enteraban. Pero quien no sabía leer o no tenía misal, pues no se enteraba de la misa. Y esta señora estaba preocupada porque las niñas “mis chiquillas”, como decía, no se enteraban de la misa.

 

Y entonces, de acuerdo con el párroco, los dos tuvieron vista de águila, para darle a aquello solución. Así que ella se puso y con el misal en la mano, empezó a leer todas las lecturas en castellano. Siempre lo hacía en la misa primera, porque había dos misa, una muy temprano y otra más tarde. Y la gente del pueblo cuando se enteró que la maestra leía en voz alta en castellano, la misa de la primera hora, se llenaba de gente. Yo doy testimonio de que esto es verdad porque desde el cortijillo donde vivíamos de doña Rosario Olivares, que lo tenía mi padre arrendado, iba y asistía a misa y aunque era temprano, nosotras madrugábamos para no perdérnosla.

 

No sé si alguien en Orcera todavía se acordará de oír a esta señora y de verla allí de maestra pero si alguien duda lo que estoy diciendo, de ello puede dar testimonio don José Sola Llavero, que como he dicho era el párroco de Orcera entonces y ahora es Capellán de la Capilla del Salvador de Ubeda. Fíjate a cuántos años de distancia doña Luz se dio cuanta que para enterarse de la misa había que decirla en el idioma que las personas podíamos entender. Y fíjate qué clase de maestra que se preocupaba de lo material y de lo espiritual de sus niñas. Por esto te decía al principio que bien merece el nombre que lleva: Luz y Paz.

 

 

    P R E M I O FIN DE CURSO

De las muchas veces que por mi cortijo del Soto pasaba Eusebio el correo, en una ocasión venía llorando. Mi madre, a igual que todos los días, lo esperaba para recoger las cartas, al verlo le preguntó: “Eusebio ¿qué te pasa?” Eusebio le dijo: “María Josefa, ayer enterramos a mi mujer”. A mi madre le dio mucha pena porque este hombre había despertado una gran corriente de cariño entre todos los vecinos de los cortijos. Era una persona muy servicial y cumplidor de su trabajo. Le dijo que pasara al cortijo y como en aquellos tiempos no se tenía en las casas las cosas que se tiene hoy, mi madre le hizo una infusión de las hierbas que en la sierra nosotros siempre recogíamos. Se tranquilizó y luego siguió con su trabajo rumbo a Bujaraiza.

 

Te he recordado esto de Eusebio el correo por lo que te voy a decir. Ya sabes que algunas temporaillas las pasaba en mi pueblo de Hornos con mi abuela Asunción. Aunque fueran pocos días, siempre que estaba en el pueblo, asistía a la escuela. Dio la casualidad que en esta ocasión me cogió allí el final del curso. Eusebio el correo tenía un hijo que se llamaba Cesáreo y dos hijas que la mayor, creo, se llamaba Catalina y la otra Presentación. Si tenía más hijos, no me acuerdo, yo sólo recuerdo estos tres. La menor, que ya he dicho, creo era Presentación, vestía de luto como su hermana mayor.

 

Presentación estaba en la misma escuela que yo, que era la única escuela que entonces había en Hornos para niñas. Vestía de negro y se le veía siempre muy triste. Muy metida en ella misma pero era una niña angelical. Destacaba por su dulzura y lo amable que era con las otras compañeras. Pero sufría mucho por la muerte de su madre y nadie, ni siquiera la misma profesora, se percató del dolor tan grande que tenía aquella niña por la muerte de su madre. Se descubrió por lo que te voy a contar.

 

El día de final de curso, la maestra había preparado una banda de colores para premiar a la mejor niña del colegio. A la que por sus méritos y sus comportamientos, lo mereciera. Y la maestra la escogió a ella. Porque era no solamente aplicada sino de una conducta tan intachable, que no había otra niña en toda la escuela como ella. Pero cuando doña María, que así se llamaba la maestra, la llamó para colocarle la banda, la niña rompió a llorar llena de tristeza. La maestra enseguida: “Pero hija mía, ¿por qué lloras?” La niña, entre sollozos dijo: “Porque me acuerdo de mi madre. Y yo no quiero llevar nada de colores encima de la ropa negra. Se ha muerto y tengo luto por ella”.

 

Entonces la maestra comprendió el dolor de aquella niña y como pudo, trató de animarla. La cogió y le dijo: “No te preocupes Presentación. No te voy a obligar a que te pongas la banda de colores. Te la voy a doblar, la vas a coger en tu mano y en el recreo, tú juega con tus compañeras con tu banda cogida. Tú por esto no llores. Tu madre, desde el cielo te estará viendo y será feliz comprobando que tú aquí en la tierra has sido escogida entre todas las niñas para recibir este premio. Si lloras, ella sufrirá también. Ponte contenta y alégrate hoy con todas nosotras”.

 

Aquel día todas las niñas estuvimos jugando con ella. Todas queríamos consolarla y como no sabíamos qué podríamos hacer, la rodeábamos y la invitábamos a jugar. De esa muchacha, hasta hoy día, me ha quedado un recuerdo tan dulce y bello, que nunca la he podido olvidar. ¿Y sabes lo que yo decía aquel día? Al verla a ella tan triste y vestida de luto, todo era repetir en mi corazón: “¡Dios mío, que mi madre no se muera nunca!” Y a partir de entonces, siempre le pedí yo mucho al Señor para que no se muriera mi madre. Sabía que se tenía que morir, lo mismo que también cualquier día me voy a morir porque somos mortales pero yo lo que pedía es que no se me muriera todavía.

 

Creo que el Señor me lo concedió. Mi madre murió muy mayor. Ahora y siempre daré gracia a Dios por que me la dejara tantos años sobre esta tierra, porque aquella niña, de jovencita tuvo el dolor de haber perdido la suya. ¡Fíjate qué recuerdos tengo de Hornos! Estas cosas no se pueden olvidar nunca.

 

Otro recuerdo de aquella escuela y la maestra es que un día, nos llevó a todas las niñas, de excursión al salero para que lo viéramos. Esto fue durante el tiempo de la guerra. Vimos como brotaba el agua, como se convertía en sal y ella nos iba explicando el proceso de como se iba cristalizando. Me acuerdo que vimos unas piletas, unas alberquillas y el agua iba entrando, clara que parecía agua corriente pero luego se convertía en sal. Ella nos lo explicaba pero yo no me acuerdo. Y había allí unas piletas que estaban llenas de sal y aquello estaba precioso de tanta sal blanca que parecía nieve.

 

Los hombres que trabajaban allí tenían unas herramientas que parecían legones y con estos utensilios la recogían y la amontonaban para irla sacando y vaciar las piletas para que se llenaran otra vez de agua y que se fuera haciendo sal. Aquella sal, luego la iban vendiendo y como por allí todo el mundo hacia su matanza, pues aquella sal se distribuía por todos sitios. Mucha gente iba a los saleros a por sal para salar los jamones, los embutidos y para el gasto de las casas. Los saleros de mi pueblo de Hornos eran los que abastecían de sal a todos los cortijos de aquellos contornos.

No sé en qué otro sitio habría algún salero más, porque yo no tengo noticias nada más que de las salinas de Hornos. Le decían el Salero de Arriba y el Salero de Abajo y yo estuve, entrando por el pueblo de Hornos y estuvimos en el salero de arriba.

 

Y recordando de mi pueblo te digo que la Fuente de la Alcoba Vieja, es uno de los sitios más bonitos y más pintorescos y de más antigüedad en el pueblo. Es un agua muy buena y, además, brota en un rincón precioso. Estaba, que yo no sé si estará todavía, bajando de Hornos hacia Cortijos Nuevos, a la derecha. Y yo creo que esto después lo han arreglado y han hecho allí como un sitio de recreo muy espacioso y muy bonico. Pero antes que no estaba el agua corriente en el pueblo, yo he ido a este rincón muchas veces con mi abuela. Nos íbamos dando un paseo y al mismo tiempo nos subíamos agua para beber.

 

Como en el pueblo, ya te lo he dicho, entonces no había agua, al sitio que más se iba y la fuente más apreciada en Hornos, era la Fuente de la Alcoba Vieja. El agua potable entró al pueblo durante la guerra civil y una fuente la pusieron enfrente del cuartel de la Guardia Civil, la otra me parece que en la Rueda y la siguiente en la plaza de la Puerta de la Villa.

 

Hasta me acuerdo que para ir a la Alcoba Vieja, se pasaba por un punto donde crecían unos árboles que allí se le decían el árbol del paraíso. Echaba una flor que olía muy bien. Siempre que pasábamos mi abuela y yo o mi prima Ramona que nos íbamos a por agua, nos gustaba pararnos donde estaba el árbol para oler el aroma tan delicada que de él manaba.

 

Y la fuente estaba en un recodo hacia la derecha. Había una explanada pequeñita y enfrente mucho monte. Muchos pinos y mucha frescura. También, muchas personas del pueblo, iban a esta fuente a por agua con bestias. Nosotras casi siempre íbamos con nuestros porrones, que allí le decíamos porrones a lo que ahora se le llama botijos. Y para lavar, pues al lavadero de Camarilla o a la Alcoba Nueva que es el lavadero que se ve por la Puerta de la Villa. Al salir del pueblo por la Puerta de la Villa, había un lavadero que se le decía la Alcoba Nueva. Tenía agua en abundancia pero creo que aquella agua no se bebía o por lo menos no era tan buena como la de la Alcoba Vieja. Para beber de verdad, siempre íbamos a la Fuente de la Alcoba Vieja y por gusto de recrearnos en aquel sitio tan bonito.

 

La Puerta de la Villa de Hornos de Segura, era la única puerta que había para entrar al pueblo. De tiempos remotos y creo que desde que existió el pueblo de Hornos. No había otra cosa para entrar y salir. Por eso verás que es una construcción antigua, al estilo del castillo. Al salir lo que se ven son rocas muy descarnadas por el tiempo, una cuesta por donde entraba y salía el correo a pie. Y lo que ahora se llama la Puerta Nueva, aquello fue abierto a base de barrenos, rompiendo la roca para tajar el camino y darle entrada y salida a la carretera.

 

Y ya que estamos por ese rincón de la tierra mía, te voy a decir que poco antes de entrar al pueblo, por la carretera que sube de Cortijos Nuevos, a la derecha y por el lado de abajo, se ven unos restos de paredes viejas. Aquello fue una fábrica de aceite que hicieron pero mucho después de la de don Francisco Blanco y la de don Ignacio Avilés. Aquello fue una fábrica de aceite que se hizo allí y algo pasó que no dio resultado. Ya no funcionará pero los restos que se ven en el lugar, son de esto que te digo.

 

Y de mi prima Ramona y la escuela de Hornos, tengo otro recuerdo que sirve para demostrar lo buena que ella siempre fue conmigo, generosa desde que nació hasta que se muera. Yo tenía un problema con la pluma que escribía. Esas plumas que ya te he dicho eran metálicas y se engastaban en un palillero. Pues se me abrió y yo que de por sí no tenía mucha habilidad para escribir y, además, era pequeña, empecé a tener problemas. Mi prima Ramona estaba en la misma escuela que yo, era mayor y mucho más hábil e inteligente y se daba cuenta que todos los días me castigaban en la escuela porque echaba borrones en los cuadernos.

 

Fue y le digo a mi abuela: “Madre Asunción, cómprele usted una pluma a la prima que la que tiene está abierta y echa borrones y ella los echa sin querer pero es que la pluma está mal”. Inmediatamente fue al estanco de Félix Hoyo, no había plumas, a la tienda de Pedro el de la Gregoria, tampoco había y ya no las había hasta que no las trajeran de Orcera. Y ya tenía que seguir con aquella.

 

Y entonces mi prima no sabía cómo quitarme el castigo porque veía que yo no tenía culpa sino que la pluma no valía. Y al entrar a la escuela me dijo: “Prima, cámbiame la pluma”. A mí me extrañó mucho y me dije: “¿Para qué quiere mi prima que le cambie la pluma si la mía no vale?”. Pero ella llevaba su plan hecho. Se la cambié y me puse a escribir con la pluma de mi prima y aquel día no me salieron borrones. No me salió bien la escritura porque yo no escribía bien pero no me salieron borrones.

 

Cuando le enseñé el cuaderno a la maestra me dijo: “¡Qué bien, Mary Cruz, hoy no has echado borrones!”. Y yo me callé. Como era siempre tan cortica y tan tímida, me callé pero cuando presentó mi prima Ramona su cuaderno le dijo: “¿Qué es esto Ramona Manzanares, tú borrones?”. Y entonces ella con una sinceridad y una valentía, sin perder el respeto, le dijo: “Doña María, es que yo he escrito con la pluma de mi prima porque me duele el alma de ver que esta criaturica tan chica tiene que recibir un castigo todos los días por algo que ella no tiene culpa. Es la pluma que está rota y por eso al entrar hoy le he pedido que me la cambie y por eso ella hoy no tiene borrones en su cuaderno y sí los tengo yo. Esta criatura calla porque no tiene valor para hablar pero es que su pluma está mal”:

 

La maestra se quedó pasmá de ver la valentía con que expuso el problema sin perderle el respeto y preocupándose por mí que era su prima y más chica que ella. Además siempre me sentía acomplejadilla porque era cortijera. Así era mi prima Ramona Manzanares, así es y así será hasta que se muera y también todos sus hermanos.

 

Es mi sierra de Segura, cantarina en sus cascadas, famosa por su hermosura, por sus montes y cañadas. Allí triscan los corderos, cuidados por sus pastores, mientras cantan los jilgueros y brillan al sol las flores. Las aguas son cristalinas, brotando de sus entrañas, mientras danzan bailarinas de los árboles las ramas. Soplando sube y ligero, el viento de la mañana, impregnado de romero, de lirios y mejorana. Es bravía y seductora, al buen trato agradecida, de día es cantaora, de noche niña dormida. Me dijo un arroyuelo, entre otras maravillas, que quiso elevarse al cielo, transformado en banderillas. Y pa que no falte nada, dispuso sus Creador que armonice la alborada, el canto del ruiseñor. Y el Yelmo majestuoso, consciente de su grandeza, le preguntó a un arrebol, ¿Quién corona mi cabeza? Y él contestó presuroso, “¡tienes por corona el sol!”.

 

 

LAS GEMELICAS

En la Canalica, no era sólo el cortijo que se ve ahora. Al lado, juntamente con el que era también la Canalica, había otro cortijillo. Una casilla aparte donde vivía un hombre que se llamaba Santiago y le decían de apodo el “Chico”. Su mujer se llamaba Victoria y como todas las personas de mi tierra, eran dos buenas personas. Tenían muchos niños y de ellos no me acuerdo mucho pero de las dos niñas gemelas, sí. Una se llamaba Ascensión y la otra Vicenta. A la madre, le dio no sé qué enfermedad, tal vez ahora fuera meningitis o algo parecido. El caso que era una cosa que da mucho dolor de cabeza. La asistieron todas las vecinas de allí y entre ellas mi madre.

 

Como yo iba siempre con mi madre, pues la vi varias veces, sentaica en la cama y moviendo la cabeza deseperaica de dolor y así murió aquella buena mujer. Rodeaica de sus vecinas, de su marido que no se separaba de ella y de sus hijos pequeños. Todos en la cama llorando por su madre sin poder hacer nada para salvarla. De los niños pequeños ya he dicho que me acuerdo menos pero de las dos niñas, como si las estuviera viendo. Cuando subía con las cartas a la Canalica, en los rastrojos de aquellas cuestas, me las encontraba siempre detrás de unos cerdillos que tenían. Siempre iban las dos cogidas de la mano y llorando. Dando voces y diciendo “¡Madre, madre!”. Cuando me las encontraba así, pues yo lloraba también. Al verlas tan desconsoladas, muchas veces me iba a jugar con ellas pero era imposible, no tenían ganas de jugar. Eran chiquitillas como yo y por eso cuando les decía: “No lloréis tanto”, y ellas contestaban: “¡Ay si se hubiera muerto tu madre!”

 

Aquel hombre, ya desesperado de verse con tantas criaturas solo, llevó a su casa una mujer. Aconsejado por esas cosas que pasan entre los vecinos y era una mujer que nadie conocía por aquellas tierras. Sé su nombre pero no quiero decirlo para no manchar las cosas que de mi tierra estamos contando. El nombre lo recuerdo perfectamente pero como fue una mujer que maltrató tanto a los niños, no me gusta decir quien fue. Aquello era una amargura ver a las pobres criaturicas llorando siempre por su madre y ella qué mal los trató. Luego se fue de allí y fue mejor que así sucediera.

 

De estas dos niñas guardo un recuerdo y un cariño muy grande. De una de ellas, Ascensión, tuve noticias que la adoptó una familia de Cañá Morales, una mujer muy buena que se llama Martina y no tenía hijos. De Vicenta, aunque siempre he estado con el deseo de saber de ella, nunca supe dónde fue a parar. Unos me dicen que la acogió una familia de Guabrás, otros dicen que se quedó también en Cañá Morales con otra familia, que se fue con una familia a Cañá Catena, no sé. La verdad es que fue una lástima que separaran a las dos hermanas gemelicas, tan guapas ellas y tan dulcemente delicadas. Toda mi vida me acordaré con qué pena lloraban aquellas dos niñas por su madre.

 

EL PARALITICO

Por mi gusto te nombraría a todos los habitantes del pueblo de Hornos, al menos los que vivían cuando yo estaba allí. Son parte de lo que soy y como los quiero y no los puedo olvidar, me salen si pretenderlo en cuanto un recuerdo se me viene a la mente. Los que hayan nacido después, no los conozco pero los que existían entonces, día a día me acuden al pensamiento arropados por el cariño que a todos les tuve. Los que no nombro, no es porque se me hayan olvidado, es porque la lista se haría interminable. Mas un recuerdo pequeño y lleno del más profundo amor, sí quiero yo dejarlo aquí para Magdalena Escalera. Y otro trocito más de mi recuerdo lleno de cariño para un muchacho, que era entonces, amigo de mi hermano e hijo de la hermana Presentación. Perdió un brazo en un accidente desgraciado en el molino de aceite de don Francisco Blanco. Aquello lo sintió mucho mi hermano porque eran muy amigos.

 

La hermana Presentación, era una mujer muy buena que tenía una gran habilidad para asistir a las mujeres del pueblo cuando daban a luz y por esto y otras virtudes era una señora muy estimada, yo me acuerdo de ella y de sus hijas pero sobre todo, recuerdo a su hijo Ramón y a Gertrudis, su mujer. Fue una lástima que muriera ella tan joven y que a él le sucediera aquel desgraciado accidente donde perdió el brazo.

 

Hay otra historia pequeñita que te voy a contar ahora mismo. No tiene mucha importancia para la mayoría de las personas pero para mí sí tuvo mucha y para la persona en sí, también. Al lado de donde vivía Soledad, tenía su casa también Bastián el Sastre. A lado de estos vecinos vivían dos hermanas. Una se llamaba Maravillas, y era la modista del pueblo. Y hasta parece que el nombre lo habían escogido para ella: tenía unas manos para coser que eran primores. La otra hermana se llamaba Angela. Esta señora, Angela, era viuda pero tenía un hijo. Mi hermano lo conocía bien. Lo conoció cuando este muchacho estaba sano, fuerte y corría por aquellas tan bonitas tierras, como todos los niños de su edad. Pero no sé qué fue lo que le pasó, qué enfermedad le dio o qué accidente tuvo, el caso es que se quedó paralítico. Sólo le quedó el sonido de la voz. Perdió toda la movilidad del cuerpo y el habla pero no perdió el entendimiento ni la razón, lo entendía todo. Sabía lo que decía pero no podía hablar. Sólo su madre lo entendía.

 

El muchacho se hizo mayor y en una butaca y la cama, muy bien atendido por su madre, pasaba sus días. No me acuerdo del nombre de este muchacho por más que me he estrujado la memoria. Lo que sí recuerdo es su apodo, cosa que me cuesta decir porque creo que está feo nombrar a las personas por estas señas. Además, siento como si esta manera de hablar de las personas no fuera correcta, aunque en este caso también creo que es preciso. Por el apodo quizá lo puedan recordar en el pueblo. Era un muchacho que cuando era chiquitillo, vio que una mujer mataba una gallina, seguramente para alimentar a algún enfermo y se dio cuenta que la desplumaba. Entonces él, como cosa de criatura, probó a hacer lo mismo. Cogió una gallina y empezó a arrancarle las plumas. Los otros chiquillos lo vieron y empezaron a decirle, no me acuerdo bien si “Pela Gallinas” o “Mata Gallinas”. Una de las dos cosas era y hasta su muerto se le decían como apodo.

 

Yo no lo conocía porque como no salía a la calle, no me encontraba con él. Un día su madre se puso mala y mi abuela fue a visitarla y yo de la mano de mi abuela. El paralítico lo tenía su madre allí sentado en la butaca. Según nos contó su madre después, desde que le pasó aquello, cuando veía a los muchachos de su edad, lloraba. Cuando iban a visitarlo se ponía muy nervioso porque sufría de ver a sus compañeros sanos, corriendo y él que había estado como ellos, ya no podía moverse. La madre terminó por suplicarle a los niños que en vez de que fueran a buscarlo a la casa, que lo dejaran tranquilo porque sufría mucho.

 

¡Y qué cosas! Aquel día fui yo con mi abuela y como además de chiquitilla, de verdad del Señor, era muy flacucha, al verme tan insignificante, se sintió igualado a mí. Fue porque me vio que yo era poquita cosa como él. Y no sé cómo empezó a emitir sus sonidos con la intención de hablarme. La madre, al darse cuenta, empezó a interpretarlo. Me decía: “¿quién es esta niña?” Como ya te he dicho, la madre traducía sus sonidos. Mi abuela le decía: “Es mi nieta”. Y el muchacho preguntaba: “¿Por qué está tan flaca? Que coma más. ¿Es que está mala?”. Lo decía como podía, a su manera pero su madre lo entendía todo perfectamente. Hablaba con los labios, con sonidos, con los ojos, con gestos. Mi abuela le decía: “Si ya la hemos llevado al médico. Es que esta niña es así. No podemos hacer ni que coma más ni que engorde un poco”.

 

Y entonces yo, que casi nunca hablaba cuando iba a los sitios con mi abuela, al ver que me decían que valía muy poquillo, queriendo presumir, me arranqué y dije: “¡Pero sé leer!” El muchacho miró a la madre y le dijo: “Que lea”. No sé si es que él quiso probarme o es que le hizo gracia que yo tan chipirusa, supiera leer. Mi abuela fue y me dijo: “Vete a casa y tráete el libro de Alborada”. Era un libro de poesía que había sido de mi hermano el mayor y a mí me gustaba mucho leer. Fui, me lo traje y empecé a leerle una poesía. ¡Y puso una cara de gozo! Le dijo a su madre: “Dile que venga y que me lea cuando ella quiera. Dile que me lea su libro”.

 

A partir de aquel día, cada vez que estaba en mi pueblo de Hornos, de vez en cuando me acordaba del paralítico, cogía mi libro debajo del brazo, me iba y le leía alguna cosa. Recuerdo que cuando me veía asomar se echaba a reír con una cara de satisfacción que aquello levantaba el ánimo a cualquiera. Llegaba, me sentaba a su lado, me ponía a leer y unas veces me atendía y otras veces se dormía. La madre me avisaba y me decía: “Se ha dormido, guarda el libro, ven otro día”.

 

Un día me dijo que si no sabía hacer otra cosa además de leer. Entonces le contesté: “Yo sé también jugar a los “pipes”. Los pipes, te voy a explicar lo que es: un juego que se hacía en mi tierra. Las niñas de mi pueblo y de aquellos tiempos, jugábamos mucho al juego de los pipes y a la rayuela. Se juntaban chinicas algo redondicas para no hacernos daño en las manos. Seis, siete u ocho chinicas, según las niñas que nos reuníamos. Se ponía una china entre los dedos y al tiempo que cogías otra para tirarla al aire. Tenías que procurar que te diera tiempo para coger la que ya bajaba por el aire. Después se cogían dos y luego tres. La que más chinas cogía al tiempo que alargaba el juego, esa era la niña que ganaba. Siempre que una china de las que se lanzaba al aire no cayera al suelo.

 

Se juntaba el dedo índice y el anular, hundiendo el del corazón hacia dentro. Se cogían las chinas del suelo, se lanzaban al aire y había que recogerlas en ese hoyo que quedaba entre los dedos. La niña que más chinas podía juntar ahí sin que se le cayera la que lanzaba hacia arriba, esa era la que ganaba el juego. Yo, como tenía las manos muy chicas, casi siempre perdía recogía muy pocas pero me gustaba jugar mucho. Así que aquel muchacho, cuando yo le dije que sabía jugar a los pipes, me dijo: “Pues juega”. Saqué mi chinicas, que las llevaba en el bolsillo, me senté en el suelo y me puse a jugar a mis pipes y el muchacho al verme, se reía de gozo. Una risa limpia que le salía llena de sinceridad. Hasta se daba cuenta cuando perdía. Cuando se me caía la china al suelo, siempre decía: “¡Has perdido, has perdido!”

 

Cuando yo me hartaba me iba pero él, cuando veía que me levantaba para irme, le decía a su madre: “dile que vuelva”. Así estaba las temporadas que vivía en Hornos. Luego me bajaba al cortijo y ya no iba a ver el paralítico. Cuando volvía me acordaba e iba a su casa y siempre estaba enfadado conmigo. Me reñía y me decía: “¿Por qué no has venido? ¿Es que te has enfadado conmigo?” Yo le decía: “No, es que he estado en el cortijo con mis padres”. Como ya lo sabía, a partir de estos momentos, cada vez que iba a verlo llevaba mis pipes y mi libro. Un libro era el que te he dicho de Alboradas, que era todo de poesías y otro se llamaba “deberes”, que era un libro antiguo que leíamos entonces los niños. Lo que en él se explicaba era educación para con las otras personas.

 

Cuando ya nos vinimos aquí, ya no supe más de aquel paralítico de mi pueblo. Seguro que moriría por la edad. No sé lo que pasó con aquel muchacho. Entonces no le daba importancia a aquello, creía que era yo la que lo estaba haciendo feliz a él, y ahora, cuando me veo en mi vejez, creo que era aquel muchacho el que dejó en mi alma un recuerdo vivo y bello. Con qué poca cosa era feliz él y con que poca cosa era feliz yo.

 

En mis recuerdos de Hornos también recojo la presencia de dos niñas preciosas que se llamaban Paquita y Sofía. Eran hermanas. Muchas veces jugamos juntas en la rueda, a la pelota y todos aquellos juegos bonitos. Eran hermanas de don Fernando Casado Caballero que también estaba allí. Lo conocí siendo niño y luego en Ubeda. Ha sido un gran médico que ha ejercido su medicina con mucho éxito y con mucha caridad cristiana. De María la Cucharona, también me acuerdo. Esta mujer no tenía más fortuna que el pan que ganaba con sus propias manos. Pero era tan buena que todo el mundo la quería y por eso nunca le faltaba el trabajo. Siempre se iba a trabajar en las labores del campo. Los que poseían tierras y tenían que meter jornales, se la disputaban por llevársela a su tajo.

 

De tanto trabajar, María la Cucharona, tenía las manos llenas de callos. Yendo yo un día de la mano de mi abuela, nos encontramos con ella. Al verme dijo: “¡Qué niña tan guapa pero qué pequeñica! ¿De quién es?” Y mi abuela le contestó: “Es de mi hija María Josefa”. En aquel momento se descubrió que aquella mujer era muy amiga de mi madre. Cuando luego a mi madre yo le conté aquello, me comentó muchas cosas de aquella mujer. Pero de aquel día yo tengo un extraño y gran recuerdo. Cuando la mujer me acarició me arañaba con los callos de sus manos. Pero me acariciaba de verdad y lo sé porque en aquel mismo día descubrí yo que los niños tenemos un doble sentido por el cual descubrimos cuando las personas mayores se porta bien con nosotros. Por lo menos a mí me pasaba eso. Tenía como un sexto sentido que me avisaba cuando las caricias son sinceras.

 

Por eso ahora digo que aquella mujer sí me acarició con cariño de verdad. Pero noté que cuando me cogía las manos, eran tan ásperas que arañaban. Cuando se fue le dije a mi abuela: “Madre Asunción, ¿Por qué las manos de María la Cucharona pincha?” Y entonces mi abuela me dijo: “Tiene las manos así de tanto trabajar pero las tiene muy limpias. Tú cuando seas mayor, si un día te ves las manos estropeadas, no te avergüences. Acuerdate de María la Cucharona. Ella tiene las manos llenas de callos pero limpias. Que las tuyas siempre sean como las de ella”. Yo no entendía lo que mi abuela me quería decir y por eso le dije: “Madre Asunción si yo las tengo limpias”. Ella me contestó: “Si, lo sé pero procura mantenerlas así durante toda la vida. Manos callosas pero limpias como los arroyos de nuestra tierra, valen más que todos los tesoros del mundo”.

 

    LA HERMOSA CAPITANA

Y como éste, otros muchísimos recuerdos de allí. Se me viene a la mente, empujado por el cariño, a una parienta de mi padre que se llamaba Felipa, le decíamos la hermana Felipa. Había nacido el mismo día que mi padre, el día uno de mayo que entonces se celebraba en ese día la fiesta de San Felipe y Santiago Apóstoles. Por ello a ella le pusieron Felipa y a mi padre Felipe. Y aquella mujer, cada vez que me cogía en el pueblo, me colmaba de besos al tiempo que exclamaba: “La hija de mi Felipe, la niña de mi primo Felipe”. Pues yo de esta mujer me acuerdo con un cariño enorme. Me da pena pensar que ella también habrá muerto. Pero ahora caigo que ella, cuando en aquellos días me daba tantos besos, jamás podría imaginarse que pasado el tiempo yo la iba a recordar con tanto cariño. Es que me dieron mucho amor y eso es lo que rebosa en mí ahora, porque tuve la gran suerte de recibirlo de pequeña en mi tierra querida.

 

Hubo una persona muy humilde, muy sencilla en el pueblo, porque a veces, las personas sencillas prestan servicios importantes que es lo que pasaba con este hombre. Se llamaba Longino y era el sepulturero del pueblo de Hornos. Y, además, puedo decir que también era el noticiario. Porque allí no había eso del boletín oficial ni lo que hay ahora para publicar las noticias. Cuando la autoridad tenía que comunicar algún asunto al pueblo, llamaban a Longino y él hacía el papel de pregonero. Cuando la autoridad ordenaba alguna cosa o si alguien de fuera del pueblo entraba vendiendo mercancía interesante, siempre se oía la voz de Longino diciendo: “Se hace saber, a todo el pueblo de Hornos, por orden de tal y tal...” En fin, él era el que daba las noticias. Longino tenía su sitio estratégico donde se ponía a lanzar sus pregones y cuando empezaba a hablar todo el pueblo se quedaba en silencio.

 

Tenía un hijo que se llamaba Bernardino. Tenía hijas también: una se llamaba Concha, otra Aracelis y la otra, me parece que se llamaba Catalina. Bueno pues este señor prestaba un servicio importante en el pueblo como sepulturero y también como pregonero. Era una persona tan sencilla y al mismo tiempo tan conocida para todos que más adelante te contaré un hecho que te vas a quedar maravillado. Es una lástima que estas historias, trozos importantísimos de la vida real de mi pueblo, queden en el olvido. Ahora te la contaré.

 

Es una historia hermosa que ocurrió en mi pueblo de Hornos y que por hacer ya tanto tiempo, no sé si alguien la recordará. Los jóvenes tal vez no estén informados, los que sean de mi edad es posible que la recuerden de haberlo oído a sus mayores y las personas de más edad que yo que todavía vivan en el pueblo puede que alguna la recuerde. Ruego a Dios que sea así para que alguien colabore y dé testimonio de que es verdad lo que a continuación voy a contar. Mi norma es decir la verdad. Todo lo que estoy contando de mi pueblo y la Vega de mi Soto es la pura verdad. ¿Por qué voy a mentir ahora? Es una historia preciosa que guardo dentro de mí entre el gran manojo de recuerdos que a lo largo de mi vida he conservado.

 

Un soldado, hijo del pueblo de Hornos, al hacer el servicio militar, lo destinaron a Cuba. Fue cuando aquello de la guerra de Cuba, que yo no lo conocí pero sí lo oí contar entre las cosas que se habla en las familias. Este hombre de Hornos contrajo matrimonio en Cuba con una señora viuda que tenía hijos. Y cuando termino la guerra, al venir a Hornos, se trajo su mujer y los hijos de su mujer. A esta señora en el pueblo se le llamaba “Mangá”. No sé si era un apodo o un diminutivo cariñoso de su nombre. Eso no lo sé, sólo la oía nombrar con el nombre de Mangá. Ella tenía unos parientes que eran huérfanos y no tenía más familiares que ella. Su marido, hijo del pueblo de Hornos, le habló de la paz y la belleza de este rincón. En Cuba parece que entonces había muchas revueltas. Estos parientes huérfanos eran: una muchacha que se llamaba María, un hermano que se llamaba Agustín y otro hermano que le decían Manané. Tampoco puedo precisar si era apodo, porque parece ser que se llamaba Sebastián.

 

Entonces estos muchachos huérfanos que no tenían más parientes que la señora Mangá, se vinieron con ella a España y dentro de España a Hornos de Segura, mi pueblo del alma. Pues esta María, como muchacha joven que era, hizo una gran amistad con mi madre. Tanta era la amistad que fue su madrina de boda, cuando mi madre se casó. La boda de mi madre se celebró en la misma iglesia de Hornos en el año 1913. Se querían como hermanas y por eso mi madre sí conocía bien su historia. Agustín murió en Hornos, Manané me parece que también. María estaba prometida a un señor que era capitán de un barco, no sé si de guerra o mercante y por esto a ella se le identificaba como a “María la Capitana”. El caso es que allí llegaba la correspondencia de su prometido pero serio y formal. Un día ocurrió una desgracia, el barco naufragó y su capitán murió con él.

 

Cuando llegó la noticia a esta muchacha, contaba mi madre que era todo un mar de lágrimas. Tanto fue el dolor que sintió, que en aquel mismo momento hizo el propósito de que en adelante no amaría a nadie nada más que a Jesucristo. Desde siempre ella se había distinguido en el pueblo por su bondad y su devoción a la patrona del Hornos. Pero a partir de la muerte de su prometido, volcó todo su amor al Santísimo Sacramento y a la Virgen de la Asunción. Se contaba que por las mañanas, cuando por la calle se encontraba a alguien camino de la iglesia, no le dirigía la palabra. Pero tampoco le negaba el saludo. Saludaba con un gesto, con una sonrisa, con una inclinación de cabeza pero sin pronunciar palabra. Entraba a la iglesia y cuando oía misa, después de comulgar, ya saludaba a todo el mundo con palabras dulces. Siempre decía que sus primeras palabras del día eran para Jesús Sacramentado

 

La amistad de esta señora con mi madre fue desde solteras. Después de casada mi madre siguió siendo su amiga. Ella, en cuanto se casó, se fue al cortijo del Soto pero como mis abuelos maternos vivían en el pueblo, mi hermano se pasaba muchas temporadas en Hornos y por eso fue monaguillo. Por eso mi hermano conocía también a esta señora. De los apellidos yo no me acuerdo. Ahora me pesa no haber puesto más atención a las cosas que ella me contaba. Lo que sí me acuerdo con toda claridad es que como había sido prometida del capitán del barco, ella se quedó ya con el nombre de María la Capitana. Por aquel nombre era con el que se le conocía en todo Hornos.

 

Todo el mundo la quería mucho en el pueblo. Su hermano Agustín le propuso volver a Cuba. Ella le dijo: “Si no tenemos allí a nadie. Mi prometido ha muerto y si nos encontramos tan bien aquí en esta tierra ¿Por qué nos vamos a ir? Yo prefiero quedarme en la paz de este pueblo antes de emprender un viaje hacia una tierra que a lo mejor no nos da lo que en esta sí encontramos”. Esto es lo que ella libre mente eligió: la paz y sencillez que se respira en mi pueblo. Ya había perdido la ilusión por casi todas las cosas de esta tierra. Sólo encontraba consuelo en su fe cristiana.

 

    Mi madre contaba que era muy hermosa. Su color era moreno y en los rasgos de su cara se veía con claridad su procedencia cubana. El acento, al hablar, también era cubano aunque se le fue gastando un poco. Pues llegó el día, como a todos nos tiene que llegar, que se hizo mayor. Se puso enferma y en la cama de su habitación comenzó a consumir los últimos momentos de su vida. Tenía un crucifijo en su dormitorio. No quería ponerlo en la cabecera de la cama porque decía que allí no lo veía. Por eso lo colgó en la pared de un lado porque así sólo tenía que volver la vista y verlo. “Si me lo ponéis en la cabecera no lo puedo ver”. Decía ella.

 

Parece que lo suyo fue una enfermedad larga que le hizo permanecer mucho tiempo en la cama sin poder moverse. Siempre estaba acostada del lado en que le quedaba el crucifijo. Cuando acudían las amigas y las vecinas, entre ella mi abuela Asunción por ser tan amiga de mi madre, trataban de volverla de posición. Las amigas le decían: “María, ¿por qué no quieres que te volvamos hacia el otro lado? Tienes que estar cansada siempre en la misma postura”. Invariablemente ella respondía diciendo: “Estoy bien así. Dejadme así”. Y un día, al cambiar la ropa de la cama, se dieron cuenta que en aquel lado tenía llagas. Es lo que le suele suceder a las personas mayores cuando están mucho tiempo acostadas. Pero a esta señora se le hicieron no solamente por ser mayor sino también por las horas que permanecía en la misma postura.

 

Y tanto le insistieron para que se volviera hacia el otro lado que se quejó diciendo: “No me volváis al otro lado. Tengo el crucifijo enfrente y si me ponéis en otra postura no podré verlo. Tendré que echarle las espaldas al Señor y eso es lo que yo no quiero. El Señor a mí nunca me ha vuelto las espaldas y menos desde que vivo en este pueblo. Por eso yo no se la voy a volver ahora en los últimos días de mi vida. Nunca esperaba verme rodeada de personas tan buenas y en un pueblo que es el pórtico de la gloria. Es un bien que el Señor ha tenido la bondad de darme en esta tierra, sin que yo lo merezca y por eso me siento tan dichosa y agradecida. ¡Dejadme como estoy!”. Entonces le propusieron cambiarle el crucifijo al otro lado. También dijo que no. Que la pared donde querían poner el crucifijo estaba muy oscura. “No da de lleno la luz de la ventana y por eso no lo veo bien. Dejádmelo donde está y dejad que mi cuerpo sufra porque mi alma se encuentra muy alegre”.

 

Así fue como murió esta señora. Se le dio sepultura, como a todas las personas que morían, sepultura cristiana y listo. Un recuerdo muy grato que dejó, fue muy llorada en todo el pueblo, muy sentida pero como tantas veces suele suceder: otra persona más que ha muerto. La fecha en que ella murió me parece a mí que fue entre el año veinticinco al treinta. Las actas de su defunción deben estar en el registro de Hornos. Tengo interés en aclarar estos puntos porque como la historia es antigua, puede haber quedado en el olvido y se puede creer que no estoy diciendo la verdad. Yo soy Cristina y soy consciente de lo que es mentir y más todavía una mentira de esta índole.

 

En el registro tiene que constar la residencia de este señora en el pueblo de Hornos, su procedencia cubana y su fallecimiento. El año exacto y el día de su fallecimiento no me acuerdo. Mi madre sí lo sabía pero yo no me acuerdo. Mi madre se casó el día treinta de agosto del año 1913. Como fue la madrina de mi madre en la boda, seguro que en el expediente de casamiento de mi madre puede constar que la madrina fue esta señora y un tío mío, hermano de mi padre: Daniel Muñoz Ortega. Yo creo que todo esto son pruebas que doy para que se vea que estoy diciendo la verdad.

 

Ya he dicho que después de la muerte, se sepultó aquella mujer en el viejo cementerio de Hornos y punto. Pero en plena guerra civil, un día, Longino que era el que trabajaba en el cementerio, se encontró con una desconcertante sorpresa. No sé si era porque estaba, como suele suceder en los cementerios, eliminando restos sepultados ya de cierto tiempo o no sé que otra cosa estuvo haciendo. El caso es que abrió la fosa donde aquella mujer había sido enterrada y se la encontró incorrupta. Según contó él después, estaba incorrupta, sin tener cara de muerta y, además, aunque la palabra sea fea, él dijo: “Que no estaba tiesa”. Sus articulaciones se movían como si hubiera estado viva. La expresión de la cara era muy bella y, además, desprendía un olor agradable.

 

    Longino se fue asustado a su casa, cogió una sábana y con ella la cubrió. Al parecer la ropa que tenía sí se le deshacía al tocarla. Fue luego a dar cuenta pero todo en el mayor de los secretos porque Longino se asustó. Era el primer caso que se le presentaba a pesar de haber sido sepulturero de toda la vida. Como allí no había ya familiares que la reclamara ni nadie que se interesara por ella de una manera especial, le dieron órdenes a Longino para que la enterrara otra vez con todo respeto. Longino, ayudado según decía él por su hijo Bernadino, la cubrieron con la sábana y le dieron otra vez sepultura. Pero según decía él luego, cavó un hoyo mucho más profundo de lo que era habitual porque decía que le daba lástima que alguien la encontrara otra vez y le hicieran alguna cosa desagradable a aquel cadáver.

 

El cadáver estuvo desenterrado una noche en el cementerio de Hornos. Al otro día ya no estaba y se comentaba en el pueblo que alguien lo había raptado pero no fue cierto. El mantuvo aquello en el mayor secreto pero al mismo tiempo se lo comentó a los de su familia y por eso se empezó a saber en el pueblo. Mi abuela Asunción, que gracias a Dios puedo decir que fue una persona muy respetada en todo el pueblo y todo el mundo la tenía muy en cuenta para las cosas buenas, fue directamente a él y le digo: “Longino, dime la verdad ¿qué es esto que se comenta en el pueblo de María la Capitana?” Entonces él le digo: “¡Ay hermana Asunción de mi alma! Cuando yo me la encontré así, qué susto me llevé. Yo que estoy acostumbrado a trabajar en las cosas del cementerio, yo que no he llorado nunca ni tampoco he rezado, al ver María la Capitana, lloré y recé. La ropa de la mortaja la tenía podrida pero intacta. Y yo temiendo que al tocarla se le vieran las carnes, fui a mi casa, cogí una sábana sin que me viera nadie y la cubrí. Y yo que no he llorado nunca, lloré y recé movido por aquella imagen tan dulce que encontré en el cuerpo de María la Capitana”:

 

Y mi abuela le dijo: “Pero hombre, esto no debías haberlo hecho tan en secreto. Esto se debía haber sabido”. Fue cuando él dijo: “Yo fui a dar cuenta”. Dar cuenta en mi pueblo significa denunciar el hecho a las autoridades. “Me dijeron que no convenía armar un revuelo en el pueblo. Que se enterrara otra vez y todo se dejara en secreto”. Esta es la historia de María la Capitana, una rosa cubana que vino a morir a mi pueblo de Hornos. Aun después de muerta su perfume se extendió por las laderas de este pueblo. En una fosa más profunda que las demás, quedó sepultada donde para siempre duerme el sueño de la eternidad. ¿Fue aquella mujer otra hija más, ilustre y santa de los muchos hijos nobles y buenos que el pueblo de Hornos ha dado?

 

 

EL TIO DEL PEQUEÑO RUISEÑOR

También me acuerdo mucho de un hombre de Cañá Morales que se llamaban José, le decíamos “Josico” y de apodo “Pocho”. Era tío del Joselito el cantante, al que le decíamos “El Pequeño Ruiseñor”. Era hermano de Petra, su madre. Este hombre era una persona de esas que las personas muy listas, llaman “tontas”. Porque son personas que cuando les golpean en una mejilla, en lugar de vengarse, lo que hacen es poner la otra. Y esto es lo que hacía Pocho, siempre poner la otra mejilla. Por esto decían que era un poco simplón y de tonto no tenía nada.

 

Cuando ya lo cabreaban demasiado sabía dar sus respuestas. Salidas que algunas veces sorprendía a muchos porque descubrían que aquel hombre era mucho más inteligente, sin parecerlo, que otros que lo parecían. Y lo que pasaba es que era un hombre bueno. Con nosotros, cuando estábamos en Orcera, estuvo trabajando. Y le tomamos un cariño muy grande porque era un hombre que de verdad era como un niño grande. Y él nos quería a nosotros mucho también. Ya cuando nos vinimos para Úbeda, él se quedó allí. Pero ya te digo que era muy querido por todo el mundo.

 

Esto que te voy a contar ocurrió cuando trabajaba con un señor de allí que le decían Félix Espinosa y de apodo le decíamos “El Gato”. Se le decía Félix el Gato. Este hombre tenía varios hijos. Yo me acuerdo de uno que se llamaba Manuel. Otro se llamaba Adolfo y otro Ebelio.

 

Pues este José, Josico, estaba trabajando entonces en la casa de Félix Espinosa. Estaba en el campo, en los rastrojos. Como entonces todo se hacía a mano, segar, acarrear... el trabajo que él tenía allí, era guardar los cerdos. Yo no sé cuál de los hijos de Félix el Gato, o Adolfo o Manuel, uno de los dos fue el que le gastó la broma que te voy a decir. Porque le gastaban muchas bromas pero él siempre ponía buena cara a todo y no se enfadaba. Y aunque aquellas bromas no fueran con mala intención, algunas veces Pocho sufría. Pero disimulaba. No lo daba a entender. Todo lo aguantaba.

 

Y una de las bromas que le gastó fue que como dormían allí en el rastrojo, le decía: “Pocho, por la mañana cuando nos despertemos vamos a decir cada uno el sueño que hemos tenido. Y el que haya tenido el sueño más bonico, ese se va a comer toda la comida que nos traigan y el otro que se coma el pan solo”. Allí se le decía “engañifa”. Si llevaban chorizos, morcillas o tocino a todo esto se le decía engañifa. Y claro, como este hombre sabía leer y era más culto y Pocho era un hombre bueno, a la buena de Dios, pues a otro día, cuando empezaban a contar sueños, el otro decía: “Cuéntame tu sueño, Pocho”. Y Pocho que había soñado que tenía muchas ovejicas, otras veces le decía que una marrana había parido muchos lechones... Él decía su sueño con arreglo a la vida que estaba viviendo.

 

Y como el otro tenía más cultura, pues le contaba cosas mucho más bonicas. “Yo he soñado que he ido volando por tal sitio...” Y siempre resultaba que el sueño que decía el patrón con el que él trabajaba, era el más bonico. Y de este modo el otro se comía todo lo que le llevaban de matanza y a Pocho le dejaba sólo el pan. Una broma un poco pesada, que tal vez no la hiciera con mala idea pero aquello no era noble.

 

Y Pocho callaba y así un día y otro hasta que un día este buen hombre se dijo para sí mismo: “¿Pero tan tonto crees que soy que no me doy cuenta de que me estás engañando? ¿Va a dar la casualidad de que todas las noches sueñes esas cosas tan bonicas que me cuentas? Pues te vas a enterar de que yo también sé responder a esta broma tuya. Ahora me toca a mí gastar unan buena broma”. Y por la noche, estando durmiendo el hijo de Félix el Gato, Pocho se levantó en silencio y la comida que le habían llevado aquella tarde, que eran peces fritos, fue y se comió todos los peces y dejó sólo el pan.

 

Y al otro día cuando el amo le dijo: “Venga, Pocho, vamos a contarnos los sueños”. Le dijo él: “Cuéntamelo hoy tú a mí primero”. Y le contó muchas maravillas que había soñado a lo largo de toda la noche. Y cuando terminó le dijo: “Ahora, Josico, te toca a ti. ¿Qué has soñado esta noche?” y Pocho dijo: “Pues yo he soñado muy poquita cosa. Sólo que a media noche me levanté y como tenía hambre, me comí los peces”. Cuando echó mano el otro y vio que era verdad que se había comido los peces, se dio cuenta que aquel hombre no era tan tonto porque le había dado una respuesta contundente a sus bromas pesadas.

 

Pasado el tiempo me enteré que este hombre, un día bañándose en el charco del pantano, se ahogó. Cuando lo supe me dio mucha lástima y me quedé en la duda pensando: “¿Llegó Josico a enterarse del triunfo de su sobrino, el Pequeño Ruiseñor?” No lo sé pero yo digo que aquel hombre bueno si hubiera conocido a su sobrino en el éxito y triunfo que tuvo, hubiera gozado muchísimo.

 

     EL CAMINO QUE VUELVE

Ahora damos una vuelta por el pueblo. Las personas que no nombre, que no crean que las he olvidado ni muchísimo menos. A todos los quiero, a todos los recuerdo como recuerdo las calles, las casas y hasta el perfume del pueblo blanco sobre la roca. Con cada una de las personas de este rincón de ensueño, a mí me gustaría encontrarme un día, darles un abrazo, pararme con ellas y charlar de las cosas de nuestra tierra. Pero mientras tanto que ese día llega, si es que llega alguna vez, saco de mi memoria los nombres de los que ahora mismo pasean por estos recuerdos míos: Juan Antonio Hoyo, los hermanos Miguel y Tomás Ríos, Julio Ojeda, sus hijas y sus hermanas Leónida, hija de Julio Ojeda, que fue compañera mía en el colegio, Paula la del Naranjo, Carlota la del Naranjo que hace poco he sabido que ha muerto, pobretica. Era una gran persona. Tuvo un novio que era un excelente muchacho y se llamaba Pepe. Era manchego, vivía en Cortijos Nuevos y lo mataron en la guerra. Aquello le llegó muy hondo a la muchacha y sufrió mucho. Luego tuvo suerte, se casó con uno de la familia de los Escaleras y fue un matrimonio muy feliz. Me he enterado de que han muerto los dos y lo siento muchísimo. Para ellos mi cariño todo entero y mi oración al Señor para que los tenga en su gloria.

 

De esta manera estaría hablando sin parar hasta construir una lista interminable.

- Pero espera un poco María porque aquí quiero yo hacer una aclaración.

- Tú dirás qué es lo que conviene hacer.

- No conviene hacer nada más que contar la verdad. Hace pocos días estuve en Hornos, tu querido pueblo. Se celebró allí lo que ahora dan en llamar “El Zoco”. Un encuentro de artesanos, productores y asociaciones de personas de la comarca que promueve el Ayuntamiento, el Centro de Iniciativas Turísticas, otras asociaciones y el Ceder de la Sierra de Segura. Para ver la primera versión de este primer encuentro, fui por allí y cuando estaba recorriendo aquellas estrechas calles que pegan a la iglesia, la plaza que hay por delante de la iglesia y el mirador, de pronto me saluda una persona. ¿Sabes quién era?

- Ni me lo imagino.

- Pues una señora que se llama Reme, que es hija de Carlota y por lo tanto también hija de Antonio. Esta señora tiene ahora mismo a su hija María Aurora Sola, estudiando para maestra en el Colegio de la Safa de Ubeda ¿Y sabes lo que me dijo?

- Pues seguro te diría cosas bonitas de aquel pueblo mío, porque si ella es de allí, no puede hablar de otra manera.

- Ciertamente me dijo eso pero también me dijo que su padre Antonio, el marido de Carlota, no ha muerto todavía. Carlota sí ha muerto pero Antonio no. Que vive y en esos momentos, como iba paseando con él por entre la música de la banda y la algarabía de la gente que de muchos lugares habían acudido a ver este zoco, me lo presentó.

 

Antonio vive ahora mismo en los setenta y siete años y según me decía su hija Reme, posee una naturaleza fuerte como la de un roble serrano, que está muy bien, que tiene un hermano que se casó y tuvo que irse a Barcelona, que le gusta mucho venir a tu pueblo de Hornos y que también Remedios, aunque no te conoce, te manda un saludo. Que te dan las gracias por esta memoria tan grande que tienes para acordarte de tantas y tantas cosas buenas de ese pueblo tuyo y suyo y que esperan que algún día vayas por allí. ¿Qué te parece?

- Me parece lo que ya te he dicho en otras ocasiones: que de vez en cuando noto como si Dios, al igual que andaba por entre los pucheros de Santa Teresa, también ahora anda por entre estas pequeñas cosas que estamos recordando de mi tierra, aquellas personas queridas mías y mi entrañable pueblo. Gracias le doy yo a la señora Remedios y le pido que me perdone pero es que hace mucho tiempo que no piso las calles de mi pueblo. ¿No te parece que sea normal que algunas verdades de las cosas de ahora recientes, no las tenga claras?

- Me parece que eso puede ser normal y creo que por ello nadie se va a enfadar. Así que aclarado este punto ¿Por dónde seguimos ahora?

 

- Vamos a volver. Desde mi pueblo querido de Hornos vamos a volver hacia el Tranco como si se tratara de recorrer el camino que tantas veces me traía a mi cortijo del Soto. ¡Qué pena me da, aunque sólo sea con el pensamiento, volver las espaldas a mi pueblo! Si todo fuera un sueño, un juego imaginario que al caer la tarde se desvaneciera y me volviera otra vez a la realidad de las calles de mi pueblo, no me importaría pero como es que lo he vivido, lo he sufrido en mis propias carnes a lo largo de muchos años, me duele. Un día, las circunstancias me obligaron a darle las espaldas a mi pueblo y por eso ahora, aunque sólo sea en la imaginación, me duele volver a salir de allí otra vez. ¡Qué duro cuando el cariño es tan sincero y puro!

 

Bajamos por el mismo camino que tantas veces subí. A la izquierda nos queda el molino de don Francisco Blanco donde Ramón, el hijo de la hermana Presentación perdió el brazo. El camino real se abre pasando por los saleros pero nosotros nos vamos por este atajo atravesando aquellas colinas que le decían los Vallejos. Llegamos hasta la pasá de este arroyo. Haciendo memoria me acuerdo que una vez viniendo desde Cortijos Nuevos con mi hermano pasamos por un sitio que le decían río Hornos. Ahora sí estoy plenamente convencida de que el río Hornos pasaba por otro lado. Quedaba más a la izquierda del punto que yo cruzaba y creía era el río. Se trababa del arroyo de los Saleros. Pero era muy caudaloso y por eso más que arroyo, le diría río pequeño. Bajaba con mucha agua.

 

Desde allí, a la derecha y arriba, quedaba Cañá Morales. De esta aldea me acuerdo de grandes amigas que todavía quiero: las hermanas Modesta, Emerita y Elena. No hace falta apellidos, ellas ya saben de quien hablo. En esta aldea, Cañá Morales que también es tierra mía, había una familia que eran muy buenas personas. Esta madre de familia se llamaba Romualda Nieto. Una gran persona pero que estaba delicada del corazón. Cuando se llevaron su primer hijo a la guerra, empeoró de su enfermedad y murió. Su marido y sus hijos quedaron en el más grande desamparo.

 

Bien recuerdo que tenía tres hijas y cuatro varones. Dos de ellos muy jóvenes y las muchachas todavía más jóvenes. La mayor de las tres hermanas se llamaba María. Sus apellidos completos eran Fernández Nieto. Era pequeñica de estatura pero bien proporcionada. La cara, si te fijabas en ella, no era una gran belleza pero agradaba mucho porque tenía una expresión muy dulce. Yo creo que aquello era el reflejo de lo que lleva en su alma. Al morir su madre, esta muchacha se puso al servicio de su familia. Fue madre de sus hermanos, fue hija y madre de su padre. A todos los asistió con tanto cariño que se puede decir que fue el paño de lágrimas de la familia entera. Desde que nació hasta que murió esa criatura fue un modelo de virtud, de bondad y de responsabilidad.

 

Hay que ver qué caprichos tiene a veces la naturaleza y la mano de Dios: en un cuerpo chiquitillo cabía un corazón inmenso. Porque grande fue y más grande lo será delante de Dios, María, la menudilla de cuerpo e inmensa de alma. Recuerdo que tenía los ojos hermosos, la nariz un poquillo respingada pero era bonica y por encima de todo, era buena. Por eso creo yo ahora que bien merece, María, pasar a la historia no sólo de Cañá Morales y mi pueblo de Hornos, sino del mundo entero. Corazones con tanta bondad como la de esta muchacha escasean en este suelo. La historia de María Fernández Nieto la conozco bien porque una hermana suya, que se llama Encarnación, es la esposa de mi hermano mayor.

 

El cortijo del Maestro Matías a la izquierda y ya Vega abajo, a la derecha huertas, árboles, pájaros, flores, alegría. Alegría de mi tierra, la Vega que tan feliz me hizo siendo pequeña. Mientras bajamos, siempre al frente el simbólico, majestuoso y eternamente hermoso Picacho de Monte Agudo. El perfume inconfundible que brota de la Vega y las magníficas laderas repletas de bosques y arroyos saltarines. ¡Qué hermosa es mi tierra y que dulces las sensaciones que de mi tierra a todas horas manan! Llegamos al Soto de mi alma, la cuna donde nací. Siempre el río Hornos a la derecha y todo lleno de huertas. Una cosa es recorrer el camino con el pensamiento y otra realidad es andarlo y ver de un árbol a otro los pájaros volando y las mariposas de mata en mata. En cualquier sitio daban ganas de pararse y contemplar las maravillas que por allí bullían. En el cortijo de mi Soto querido ahora no quiero detenerme porque no me deja mi corazón pararme más. La pena me oprime la garganta y no la puedo resistir.

 

Seguimos hacia abajo como si viniéramos al muro que hoy sujetan las aguas que inundan mi trozo de cielo. Como si en un sueño pudiéramos andar por debajo de las aguas y seguir recorriendo el camino que por allí siempre fue. A la izquierda, en lo alto de la cuesta, la Canalica. Más abajo, también en la cuesta, la Fuente de la Higuera. Pasa el camino real por la misma puerta del Soto de Abajo. Algo más adelante nos encontramos y hay que atravesar, un pequeño arroyuelo de agua muy buena que era el que bajaba de la Fuente de la Higuera. Sigue el camino bajando y empieza a deslizarse por la pendiente pero muy suavemente. Llegamos al cortijo del tío Hilario que nos queda un poquito a la derecha pero muy cerquita del camino real. Casi en la orilla. Bajando un poco más se llega al río y este sí era de verdad, el río Hornos.

 

Del camino real partían muchas veredas a derecha e izquierda. Pues como ya he dicho tantas veces, toda aquella Vega estaba llena de cortijos. A la izquierda partían los caminos vecinales que hacíamos los vecinos para comunicarnos unos con otros. Uno iba a cortijo del Maestro Matías, otro a la Loma Alcanta, otro al cortijo Moreno, al de Marcelino, hacia el Baño, hacia La Laguna, desde el Soto otra vereilla hacia La Canalica, para Fuente de la Higuera, al otro lado del río partía un camino también hacia Montillana, hacia los Parrales, en el Chorreón yo no he estado nunca pero iba otro camino. Y como decía, todo esto eran ya caminos vecinales que las mismas personas iban haciendo. Adquirían como una propiedad porque es que los necesitaban y eran el servicio de todos los que por allí vivíamos. Pero el camino real verdadero es el que he descrito yo hasta lo hondo del Valle donde nos encontramos.

 

Desde aquí, a la izquierda quedan los llanos de San Román. Se pasa el río por unas piedras porque también había allí pasaderas, que no puente y entonces se empieza a subir suavemente hacia el Tranco. Ya cuesta arriba, como si fuera el símbolo de la dolorosa cuesta que todos empezamos a subir aquel mismo día en que el muro del pantano empezó a retener, sobre el Valle las aguas que del Vallen manaban. A la izquierda, antes de llegar a las obras del pantano, había un edifico viejo, derrumbado que nunca pude yo saber qué era aquello. Sería algún ventorro antiguo o alguna casa de pastores, no lo sé. Allí había ruinas de un edificio. Yo le he preguntado a mi familia y nunca me supieron decir qué era.

 

Algo hubo allí pero no sabemos lo que fue. Estaba hundido y no había nadie. En cuanto dejamos atrás estas ruinas, se llega al Tranco. Aquí me paro, mi alma se asusta y mis ojos se cierran. No es igual para mí recorrer el camino desde el Soto a Hornos que desde el Soto al muro del pantano. La alegría del encuentro con mi pueblo, ahora se torna tristeza. Hornos fue la cuna de mis sueños más dulces y el rincón donde yo me encontré con las personas más queridas. La pared del pantano fue y sigue siendo el muro de las lamentaciones no sólo para mí sino para tantísimas personas. Donde se quebraron para siempre nuestras raíces y empezamos a ser “apátridas” en busca de tierra y calor humano.

 

Este es el muro que me privó de mi tierra, mi casa, mi Vega, mis ruiseñores, mis árboles y mis raíces. Del mundo dulce que en forma de paraíso y vestido de sueño acogió los juegos de mi infancia. El muro silencioso y frío que cerró las puertas al paraíso más bello que jamás haya existido en este suelo. Ya sé que él no tiene culpa. Es piedra y cemento, ya lo sé pero simboliza la mala suerte de tantas y tantas personas buenas que tuvieron que irse y quedarse sin tierra bajo los pies a lo largo ya de toda su existencia. Este muro es el que retiene el agua que hoy cubre la tierra bendita donde yo nací. ¡Contra, que lloro de verdad, ea!

 

Y María de la cruz, hoy ya con sus muchos años acuestas, lejos de la tierra que tanto quiere, tiene que dejar de hablar. La garganta se le hace un nudo y las lágrimas le fluyen por los ojos. Mueve la cabeza y llora de verdad, como ella dice, porque en este momento los recuerdos y las emociones de todo aquello que dejó sepultado bajo las aguas, le aprietan en el alma. No puede seguir hablando porque el recuerdo se le ha vuelto tristeza y los paisajes hermosos de su tierra se le vuelven mundos silenciosos para siempre ya desgajados de su ser. La lejanía, el destrozo de tanto, junto con los años que corren y la gran masa de aguas azules meciéndose en el Valle, tiñen de melancolía los paisajes de su niñez. Ya todo está sin vida, muerto, silencioso entre el verde de los bosques y el viento que susurra al pasar por los pinos. Como si poco a poco el cuerpo se fuera liberando de los hilillos que le unen a esta tierra para que pueda ir elevándose hacia el reino de la luz donde, sin duda, todo lo soñado y amado existirá con presencia y belleza eterna.

 

PROMESA A LA VIRGEN DE LA FUENSANTA

-¿Volvemos al Soto?

- Volvemos y ahora para contarte un trocico de las cosas buenas de aquella gran persona que fue mi padre. Pasado el tiempo, luego, estuvo gravemente enfermo. Muy grave durante cuatro años. Era cosa del tórax. Mi madre lo llevó a todos los médicos buenos que había en aquellos alrededores. Pero lo desahuciaron. Ya le dijeron que no tenía solución. La última medicina que le mandaron fue que tomara el sol sin darle en la cabeza. Solamente en el tórax.

 

    Mi madre le tendía una manta en la puerta del cortijo y mi padre tomaba el sol en el pecho y luego se volvía de espaldas. Se quedó que era el hueso y el pellejo. Es que se moría. Pero según me contaba mi madre y mi padre lo decía también, todo eso fue antes de nacer mi hermano Angel y antes de nacer yo. Sólo había nacido Cesáreo.

 

    Y un día, estando tendido en el sol, le dijo a mi madre: “María Josefa, me he encomendado a la Virgen de la Fuensanta. No quiero dejarte sola con nuestro hijo tan chico. Me he encomendado a la Virgen. Le he pedido que me deje vivo hasta que nuestro hijo sea mayor”. Y le dijo mi madre: “Ya te he encomendado yo también, lo que pasa es que no te lo había dicho. Pero tú no te vas a morir porque la Virgen te va a salvar”. Me contó mi madre que le contestó mi padre y le dijo: “Si me pongo bueno, voy descalzo desde el Soto de Arriba hasta la Fuensanta y a sus pies, con mi guitarra, le cantaré a la virgen”.

 

    ¡Bueno! Pues mi padre se mejoró. Ya ves si se mejoró que murió en el sesenta y seis y murió en Ubeda. La Virgen de la Fuensanta la celebran en Villanueva el día ocho de septiembre. Cuando se mejoró, mi padre se descalzó en la puerta del Soto. Y mi madre. Y en una talega, porque entonces no había bolsos como ahora, en una talega de tela, echó mi madre la merienda de los dos y el calzado de los dos. Salieron descalzos desde la mismica puerta de mi Soto de Arriba. Mi padre, con su guitarra a cuesta. Mi madre con su talega y la merienda.

 

    Atravesaron la verea aquella de rocas, que entonces no estaba hecha la carretera del Tranco y con los pies descalzos llegaron los dos a la puerta del Santuario de la Fuensanta con los tobillos, los dedos y las plantas chorreando sangre y por la puerta se sentaron hasta que abrieron. Cuando la abrieron, entró mi padre, se metió en el camerín de la Virgen y con su guitarra le cantó la salve. Al salir, se lavaron los pies los dos, se calzaron y ya se volvieron a la casa. Pero ya habían cumplido. Después de todo aquello nació mi hermano Angel, nació la que murió con veintiocho meses, nació el que murió con quince días y yo, en aquella noche que cantaban los ruiseñores. Y mi padre murió de setenta y nueve años menos dos mese y medio. Lo que te acabo de contar es histórico que pasó en mi casa.

 

Y ahora recuerdo que mi padre, mi madre y mi abuelo, en sus ratos de conversaciones con nosotros y a modo de sentencias o consejos resumidos, nos contaban muchos refranes. Entre algunos de ellos, que ya no me acuerdo de todos, están los siguientes:

 

    MI PADRE

    Camino malo, no va a ninguna parte buena.

Peso justo en la romana, conserva la amistad sana.

Juerguistas y aventureros, en la vejez os espero.

Quien vende usada la bota, o sabe a la pez o está rota.

Cruzar el río y dar dinero, nunca lo hagas el primero.

Guarda el secreto al amigo y el tuyo quede contigo

Pastor que no vela, oveja que vuela.

Un candado para la bolsa y dos para la boca.

Quien alquila la vaca, agota la ubre.

De molinero cambiarás pero de maquila no escaparás.

 

Seguidilla: Todos los hortelanos

son patiabiertos,

para pisar las matas

de los pimientos.

 

    MI MADRE:

    Juego de manos, juego de villanos.

A buen hambre, no hay pan duro.

Si al prójimo quieres juzgar, ponte siempre en su lugar.

Si la mujer está en casa, estará a punto la masa.

Si buscas mujer hermosa, primero que sea hacendosa.

Siempre es mejor anotar, que esforzarse en recordar.

No hay mejor vecina, que tu cocina.

Cuidado con lo que hables a aquellos que con mentiras

sacan verdades.

 

 

    MI ABUELA:

    Una lengua viperina, es odiosa y dañina.

Saca tu cruz a la calle, y verás otra más grande.

Quien mal vive, mal muere.

Quien mal anda, mal tropieza.

Quien niega al pobre la hogaza, a Jesucristo rechaza.

Caridad y amor, no quieren tambor.

Remienda tu sallo y pasarás tu año.

Por una uva no revienta un cesto.

Nunca exija hojas verdes

a un árbol que se ha secado,

ni recuerdes tus limosnas

al pobre que se la has dado.

 

Mi abuelo tenía mucha gracia y contaba cosas que te partías de risa. Estando en Hornos de Segura, una vez iba él por la calle dando su paseíllo. Había unas vecinas que estaban sentadas en la puerta de sus casas, tomando el sol y cosiendo. Por lo menos en los pueblos chicos, esto era muy normal en aquellos tiempos.

 

Mi abuelo pasó:

- Buenas tardes tengan ustedes.

Y ellas:

- Buenas tardes hermano Cesáreo.

Y a continuación lo llamaron diciéndole:

- ¡Maestro, maestro!

Porque de este modo era como por allí todo el mundo llamaba a mi abuelo. Se volvió y les preguntó:

- ¿Qué se les ocurre?

- Pues que ahora que le hemos visto nos gustaría que nos contara usted un chascarrillo o alguna otra historia para que nos riamos un poco.

Esto se lo decían por lo ocurrente que mi abuelo era. Y, además, siempre respetuoso con las personas y las cosas que decía. Jamás hablaba mal de nadie ni lo dejaba en mal lugar. Y él les preguntó:

- ¿De verdad queréis que os cuente algo?

Y ellas:

- ¡Sí, sí maestro!

 

 Y como él al pasar había oído que ellas estaban desplumando a alguien y tanto le insistieron que, mi abuelo fue y les dijo así:

- Veréis mujeres habladoras

sentadas en la puerta ajena,

murmuran de gentes buenas:

de doncellas, de casá,

de sacerdotes y seglar.

De todo se trata allí,

pero no reparan en sí

que tienen por qué callar.

 

Y las mujeres:

- ¡Ay maestro lo que nos dice usted!

Y mi abuelo:

- ¿No queríais que os dijera algo para reiros? Pues ya os lo he dicho.

Y así de ocurrente y gracioso era mi abuelo.

 

De entre las muchas cosas bonicas que aprendí de mi abuelo, recuerdo que él siempre estaba diciendo que: “Si quieres tener las puertas abiertas por donde vayas, nunca cierres las tuyas a quien lo necesite”. Se complacía mucho cuando veía que alguien se cobijaba en el Soto, casas de mis padres.

 

 

     MUERTE POR LAS ESPALDAS

 De mi cortijo, lo mismo que de mi pueblo, también estaría hablando sin parar una vida entera. En él también pasó una cosa, que le dio triste nombradía al Soto de Arriba: un hermano de mi padre, José que le tocó esta vivienda, por una deuda de sesenta pesetas, que parece eso era una gran fortuna, por sesenta pesetas que le debían a él por una bestia que había vendido y no se la pagaban, un día, de buenas maneras, reclamó el dinero y lo asesinó. Le tiró una piedra desde lejos, cayó atontado del golpe de la piedra y entonces llegó por detrás y lo apuñaló por las espaldas.

 

    - ¿Quién fue?

- Uno de un pueblo vecino a mi tío José. En el cortijo quedó la viuda, mi tía Francisca, viviendo con sus hijas. Dos hermanas que se casaron con dos hermanos. Felipe Muñoz Ortega se casó con María Josefa Manzanares Donvidau y José Muñoz Ortega se casó con Francisca Manzanares Donvidau. Y por eso, al morir su padre, Asunción, se quedó de heredera. Asunción Muñoz Manzanares. Quedó un hermano suyo también, gemelo pero murió. ¿Te explico cómo murió el que asesinó a mi tío?

- Explícalo.

 

    - Ya te dije que era de un pueblo cercano y parece ser que era tratante de ganado. Mi abuela, le dijo a mi tío: “No le pidas más el dinero a ese hombre que lo he visto mirarte con malos ojos”. Un día llegó a la casa y preguntó: “¿Y José?” “No está aquí, ha ido a Hornos”, le dijo mi abuela. Pero le notó en la mirá, algo extraño. Esa intuición de las madres, ese sexto sentido que avisa del peligro de los hijos. Llegó el hijo y le dijo: “Hijo mío, no le pidas más el dinero a ese hombre, que me ha preguntado por ti y le he visto una mirá extraña en los ojos. No le pidas más el dinero”. Entonces, dicen que dijo mi tío: “Pues bueno madre, el cortijo del Soto se ha hecho sin el dinero de ese hombre. Si no me lo paga, que le aproveche”. Y a los pocos días, lo mató.

 

    Pero es que luego, el asesino, no sé cómo, los presos se enteraron de la manera que había matado a mi tío, y a él lo mataron los mismos presos. Se lo encontraron una mañana tapado con una manta y muerto. Por lo visto, lo habían machacado a golpes con objetos. Ellos sabrían cómo. Comentaron que había sido con calcetines llenos de tierra o de arena de los patios. Eso lo dedujeron porque había restos de tierra y algún trocillo de calcetín. Per eso sacaron que lo habían matado así. O sea, que los mismos presos de la cárcel, lo ejecutaron.

 

    Y cosas curiosas: el membrillar donde murió mi tío, poco tiempo después se secó. Crecía junto a una de las acequias que por detrás del cortijo, regaba la Vega. Unos árboles preciosos y llenos de vida. Pues poco tiempo después se secó. Hasta las mujeres cuando iban a tender la ropa en la “aliaga” que había en el morro donde se escondió el asesino, se retenían y no tendía nadie ropa en aquella mata.

 

Mi abuela, la pobrecica, era una excelente persona también y cuando le mataron al hijo que murió de aquella muerte tan desgracia y tan injusta, ella no pudo sobrevivir al dolor de la pérdida del hijo y poco tiempo después, murió. Mi abuelo le sobrevivió pero ya también roto y con sus muchos años a cuestas. Yo no lo pude conocer. Ahora eso sí. Saber que ellos fueron los que construyeron el Soto, los que le dieron vida a toda aquella zona, en fin, todo eso sí pero tengo la pena de que yo no los pude conocer.

 

Y ahora que estamos hablando de ellos, te digo que me hubiera gustado mucho haber tenido una fotografía de estos abuelos míos por parte de mi padre. Aunque no los llegué a conocer porque murieron antes que yo naciera, como ellos fueron los fundadores del Soto, sí tengo muchos recuerdos de las muchas veces que en mi casa me hablaron de ellos y por eso te digo que como pueda, quiero hacer un retrato para que se sepa su personalidad.

 

Mi abuela Juana Antonia era una mujer pequeñica de estatura, menudilla, muy agraciada, sin llegar a ser guapa, era muy agraciada. Dicen que tenía una “Lupia”, en la cabeza, peinada como se peinaban entonces las mujeres que era con un moño atrás y la ropa larga. Mi abuelo era alto y muy forzudo, trabajador pero en inteligencia, le ganaba en mucho, mi abuela, porque ya te decía que no sabía ni leer ni escribir pero yo digo como decía ella “que a Dios no hay quien le ponga medidas”. Y esto quiere decir que cuando Él quiere derramar su gracia en una persona, pues lo hace y hecho se queda y en esto, mi abuela fue una persona muy agraciada de Dios porque le dio una inteligencia superior a muchas personas que hayan podido recibir cultura en colegios. Estos dos abuelos míos eran naturales de Hornos.

 

Cuando ya habían nacido los tres primeros hijos, Ramón, Daniel y José, mis abuelos se bajaron de Hornos a la Vega a trabajar a los cortijos. Mi padre nació en la Vega que por eso ya te digo que vino a este mundo en el Cortijo de Los Parrales pero mis abuelos, primero vivieron en San Román, unas casas que también estaban en la misma orilla del río y en lo hondo de la Vega pero por el lado del Guadalquivir donde creo que hasta había ermita y que luego, casa, ermita y Vega, quedaron también sepultadas en lo más profundo del pantano. Frente a la aldea del Cerezuelo pero un poco más hacia el muro del pantano y en lo hondo, es donde estuvieron las casas de San Román. Creo que ahora este nombre lo lleva por allí uno de los montes ordenados.

 

Después se vinieron a Los Parrales y allí nació mi padre. Y ahora te quiero decir que de este cortijo, yo sí recuerdo que estuve pero muy poquitas veces. Los recuerdos que tengo de Los Parrales, son narrados por mis padres. A quien viviera allí, si estuvo malo alguna vez, seguro que mi madre fue a visitarlo. Ya te digo, que yo recuerdo que estuve alguna vez acompañándola a ella. Pero quien más recuerdos tenía de ese cortijo, fue mi padre porque ya te dije que nació y se crió en él. Cuando se mudaron al cortijo de Montillana, mi padre ere pequeñete pero lo suficiente grande como para que sus vivencias se quedaran por Los Parrales.

 

A él le gustaba, de vez en cuando, llevarnos dando un paseo al cortijo de Los Parrales precisamente porque la querencia de su niñez estaba por aquel rincón. Si me preguntas que qué palpita allí, pues imagínate, está muy fácil: mis abuelos que vivieron allí ¡cuánto trabajaron y cuánto sudaron en aquel lugar para ir poquito a poco juntando, haciéndose su ahorricos honestamente para ir comprando luego sus pedacicos de tierra hasta que juntaron lo que llegaron a tener! En ese bonito rincón está claro que palpita toda la infancia de mi padre.

 

El cortijo aquel también era de don Ramón Olivares o puede que de su mujer, doña Carolina Parras. No estoy segura pero daba igual. Mis abuelos eran arrendatarios de aquellas olivas y las tenía tan bien cuidadas que daba gloria verlas. Una de las narraciones que mis padres me contaron nos remiten a un invierno de aquellos que fue durísimo. Cayeron muchas nieves y después llegaron los hielos. Aquel año se le helaron todas las olivas. Y me contaron mis padres que fue un año muy duro para todo el mundo de aquella Vega mía y te puedes imaginar cuanto más duro no sería para tantísimas personas que vivían en los cortijos de todas aquellas sierras que rodeaban mi Vega y las otras, más lejanas.

 

Desde Los Parrales se fueron a Montillana y allí sucedió una cosa que ahora sí quiero contarte por lo bonita y la gran carga de solera serrana que encierra pero antes te voy a decir cómo era aquella vivienda. Era un cortijo hermosísimo pero no llegaba a la categoría de aldea. Pues en la fachada principal que daba hacia lo que ahora es el pantano, en la puerta, la era para trillar las mieses y a la izquierda, en la pared del cortijo que da al lado del Chorreón, allí había un jardín que era una gloria. Recuerdo que en aquel jardín crecían lilos, celindas, rosales de todas clases y muchas más flores que sería largo de contar.

 

Otras flores las sembraba doña Rosario con semillas, porque eran plantas de primavera. Muchas de ellas recuerdo que las sembraba el día de San José. Cuando mi madre y yo íbamos por allí, cada vez que era primavera, nos regalaba un manojo de rosas y de lilas que daba gusto. Ella sabía que me gustaban mucho las flores y por eso lo hacía. En la guerra, esta familia se fueron de allí y entonces fue cuando habitaron el cortijo otras familias, entre ellas, la que te dije del Pequeño Ruiseñor. Lo de mis abuelos fue muy anterior a esto y antes de construir ellos el Soto.

 

En las ruinas de ese hermoso cortijo, las cosas que por allí todavía perviven, los troncos desgajaos de aquellos grandiosos árboles, las ramas secas de los álamos, las paredes derruidas, en ese lilo que se niega morir, en los rosales que al final han terminado por asilvestrarse agarrándose a la tierra para seguir viviendo, tal vez entre esas ruinas y la explanada que es la era, si se escuchara con los oídos del alma y nos fuera posible percibir, se oiría con toda claridad, los primeros pasos, los primeros aleteos, las primeras notas musicales, los primeros cantos de un pequeño ruiseñor que después se escuchó en el mundo entero. Aquella garganta prodigiosa del “Pequeño Ruiseñor”, allí en el cortijo de Montillana y entre los lilos y rosales que se comen las tupidas zarzas, lanzó sus primeras melodías al viento. Me estoy refiriendo a Joselito, el cantante.

 

    Y lo que ocurrió en el cortijo de Montillana, estando mis abuelos allí, fue lo que sigue: en el silencio de una noche de invierno muy lluvioso, en un atascadero de barro que había por detrás del cortijo, mi abuela sintió gritos de socorro y mi abuela que era muy perspicaz, enseguida los oyó. Salió como pudo y vio que había dos hombres atascados en el barrizal y los burros, que entonces pasaban por allí arrieros.

 

Fue y llamó a mi abuelo y con capachos, con serones tendiéndolos en el barro y con hachas cortando ramas de los árboles y echándolas al barro para que se agarraran aquellos hombres y pudieran salir con sus burros. A duras penas y en aquella noche de lluvia, les salvaron la vida porque estaban hundiéndose en el barro y los llevaron al cortijo, los lavó, les dio ropa, le arrimó troncos a la lumbre para que se calentaran y luego les dio de comer y les puso las cabeceras junto al fuego para que allí pasaran la noche y a todo esto mi abuela de barro hasta la cabeza con su falda negra y larga de entonces, remangada y sin parar de atender a aquellas criaturas que gracias a ella y mi a abuelo, se salvaron con sus burros.

 

Esta acción aquellos hombres nunca la olvidaron. Te cuento esto para que veas cómo actuaba mi abuela. Pasado el tiempo uno de estos hombres entró en el cuerpo de “rondines” que eran los que iban por toda la sierra persiguiendo las siembras del tabaco verde, porque como ya sabes por aquellos tiempos no se vendía ni tabaco ni muchas otras cosas y las que llegaban a los cortijos, todo era de estraperlo.

 

Y entonces, este hombre que entró en el cuerpo de los rondines, tan agradecido les estuvo a mis abuelos por aquella acción humana del barro en la noche de invierno lluvioso, que siempre, cuando iba a salir la ronda por la sierra vigilando para cortar el tabaco, iba y le avisaba a mi abuelo y con mucho tacto le decía: “¿Andrés, verdad que usted no tiene tabaco sembrado en las tierras?”. Y mi abuelo: “¡Que va! Yo que voy a tener tabaco”. Y él: “Y si lo tuviera ¿verdad que ya lo tendría cortado y las tierras aradas?”. Y mi abuelo: “Pues claro que sí”. Y de esta manera aquellos hombres le decían a mi abuelo que la ronda iba a salir y que si tenía todavía el tabaco sembrado que lo cortara y arara las tierras.

 

Y esto era lo que mi abuelo hacía: cortaba el tabaco, lo ocultaba por el monte y cuando pasaban los rondines ya no tenía nada sembrado y entonces, toda la Vega entera estaba pendiente del momento en que mi abuelo cortaba el tabaco para cortarlos también ellos. Esto fue una digna manera de responder a la buena obra que mi abuela había hecho con aquel hombre pero es que mi abuela veras:

 

Era tan inteligente que gracias a esta agudeza mental y al trabajo y al sudor de mi abuelo y sus hijos, juntaron la pequeña gran fortuna que tuvieron y con la cual compraron las tierras del Soto donde vivió mi familia y nací yo. Trabajando y con la guía de mi abuela.

 

Mi abuelo era un hombre muy fuerte, alto y corpulento y muy trabajador pero no tenía la inteligencia que mi abuela pero sí tenía una gran virtud. Porque hay hombres que se dan cuenta de la superioridad de sus mujeres en lo que a inteligencia se refiere y, sin embargo, su sentido de la hombría, les impide reconocerlo y lo bastante es que la mujer le diga por la derecha para que ellos se vayan por la izquierda para demostrar que son los que mandan. Pero mi abuelo tuvo la gran virtud de hacer caso de los consejos de su mujer y de las orientaciones que ella le daba.

 

Claro que ella tenía cuidado de no humillarlo nunca delante de nadie. Cuando le aconsejaba y le abría caminos siempre lo hacía en la intimidad de su casa y por esto mi abuelo jamás se sintió humillado por su mujer sino engrandecido y orgulloso de la gran persona que era mi abuela.

 

Pero ya te digo: ella fue allí la estrella que guió a aquella familia que de la pobreza y de la nada, trabajando y sudando la tierra y con la inteligencia, llegaron a juntar una buena fortuna. Ellos fundaron el Soto y ella fue la que gobernó a la familia y por eso puedo decir ahora que cuando mi abuela murió, se apagó en la Vega la estrella que iluminaba a la familia Muñoz Ortega. De todos los hijos, el que más se pareció a ella fue mi tío Daniel Muñoz Ortega, hombre de gran inteligencia y de una memoria extraordinaria.

 

Y el último detalle antes de morir mi abuela fue que en cuanto se sintió enferma llamó a todos los vecinos y de esos préstamos que por entonces se hacían unos a otros, ajustó cuentas y a ninguno le dejó nada por pagar para que mi abuelo Andrés quedara en paz y este hecho dio lugar a un gran comentario por parte de una mujer vecina que la conocía y que dijo: “Hasta para morirse ha sido aguda” y esto en mi tierra quiere decir muy lista y muy inteligente.

 

Como sería de inteligente que don Ramón Olivares, que era abogado de profesión, un día cariñosamente le dijo: “Juana Antonia, Juana Antonia, que tú eres muy abogada”. Y ella, con mucha gracia y respeto le contestó: “¡Ay don Ramón! Pero usted es de riego y yo soy de secano”. Mi abuela tenía una salud muy delicada debido a una enfermedad que entonces se llamaba fatigas, todo lo contrario que mi abuelo. El nombre de mi abuelo era Andrés Muñoz García y el de mi abuela Juana Antonia Ortega Moreno.

 

 

 

 


Aviso legal | Política de privacidad | Mapa del sitio
© José Gómez Muñoz. "El Último Edén"