Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

 El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

 río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XVII

1- Nace un niño    

2- La madre y el otoño

3- Navidad desde la Alhambra y Albaicín

4- Agua con sabor a Navidad

5- La cabaña

6- La nieta y el abuelo

7- El cortijillo de la fuente

8- El corderillo color nieve

9- Los tres hermanos

10- Cumpleaños

11- La pirámide de oro

12- Noche de luna clara

13- Los grandes misterios de la alhambra

14- La golondrina dorada

15- El huerto maravilloso

16- El último sorbo de agua

17- Al cruzar el río

18- Cumpleaños

19- Un tesoro más

20- Fuenteliria

 

NACE UN NIÑO

 

            La noticia llegó hasta los campos. Y él, que también trabajaba la tierra, alzó su cuerpo, miró despacio al horizonte y dijo a sus compañeros:

- Yo voy ahora mismo a verlo.

Y los que le acompañaban también comentaron:

- Nosotros no podemos dejar el trabajo porque, si se entera el dueño, nos despide. Vuelve pronto y nos traes noticias.

Y no se habló más.

 

               En la misma tierra dejó sus herramientas, se puso un poco de ropa, lavó sus manos en el agua del arroyuelo y, sin perder más tiempo, recorrió el camino en busca del lugar. Llegó al pueblo, preguntó y fue directamente a donde la madre con el niño. La saludó, le dio y besos y luego dijo:

- El nacimiento de un nuevo niño, en estos tiempos, es la noticia más grande. Y este niño es el más bello que nadie haya visto nunca.

Ella le dio las gracias y luego comentó:

- Mi casa se ha quedado sola. Regresa y lleva a los vecinos la noticia de este acontecimiento. Da de comer y beber a los animales que allí tengo y luego vuelve a los campos y comparte con los demás lo que tus ojos están viendo.

 

               Regresó por los caminos y, mientras bajaba por la senda que surca la ladera de los romeros, se dio cuenta que por el cielo revoloteaban una pequeña bandada de palomas. “Parece como si también se alegraran de la presencia del niño que ha nacido”. Y, en este momento, una de las palomas, se separó de la bandada y se vino volando como a su encuentro. Como si pretendiera acercarse para compartir con él la alegría del acontecimiento.

 

               Llegó al cortijo, dio de comer y beber a los animales y luego, de nuevo se puso en camino para regresar a los campos. Junto a las aguas del río se encontró con los niños que se divertían con sus juegos. Les dijo:

- Os traigo una gran noticia: un niño dulce y muy pequeño acaba de nacer. Lo he visto con mis propios ojos y es lo más hermoso de este mundo.

Y los niños dijeron:

- Queremos verlo.

- Venid conmigo, se lo decimos a los que trabajan las tierras, también a los pastores y a los demás de estos campos. Luego todos juntos volvemos y os enseño dónde ahora mismo se acurruca el ángel que os anuncio.

 

               Y los niños le siguieron. Llegaron a los hombres que trabajaban las tierras y les dijeron:

- Es el milagro más grande que nunca se ha dado por estos lugares y quizá en la tierra entera. Vamos todos junto a comunicárselo al dueño.

- ¿Y si nos despide porque hemos abandonado el trabajo?

- Le decimos que él también se venga con nosotros y que vea.

Y no se habló más. Unos se fueron en busca del dueño, otros hacia la montaña al encuentro de los pastores y otros para la ciudad. Y el que había visto al niño, a unos y a otros, les repetía:

-  Y decidle a todos que hay que organizar una fiesta. El nacimiento de un niño, es lo más grande de todo.

 

 

 

LA MADRE Y EL OTOÑO

母親和秋 饋送 alimentación

 

            En las tardes de otoño, cuando las nieblas revolotean por entre las torres de la Alhambra, cuando la lluvia cae mansa sobre los bosques del Generalife, cuando vestidas de oro las hojas otoñales alfombran el Paseo de los Tristes, cuando el frío acaricia y congelado se queda sobre el muro del Puente del Aljibillo, a ella se le ve recostada sobre el mostrador y mirando pensativa por el hueco de la puerta. Como rumiando el momento, quizá triste o melancólica y esperando. Nadie sabe qué espera ni tampoco nadie sabe si es grande o pequeña su pena pero en las tardes de otoño en Granada, así es como se le ve.

 

            La puerta de la tienda, está pintada en color rojo. Es una pequeña cochera y dentro tiene las cosas apiladas. Cajas de frutas, barras de pan, botellas de bebidas, paquetes de legumbres, cajas con golosinas y poco más. Se encuentra su tienda no lejos de la Carrera del Darro y por eso, desde el mostrador donde se recuesta y mira pensativa mientras espera que alguien entre a comprar alguna cosa, se ve la figura de la Alhambra sobre la colina. Pasa por la misma puerta de su pequeña tienda, la calle asfaltada y por donde continuamente bajan y suben los coches. A la derecha, hay una panadería y a la izquierda, un taller donde arreglan coches. Y a unos metros de la puerta de su tienda, donde se dividen las calles, hay un pequeño jardín. Con solo dos bancos de hierro y madera, un ciprés, una acacia y una vieja farola. También en la misma puerta de su tienda, en la acera, crecen dos árboles con alcorques donde los perros al pasar, dejan sus señales.

 

            Por este pequeño rincón de Granada, sin apenas tranquilidad por el ruido de los coches y las motos aunque sí con una vista muy bella, jugaba su niña. Aun pequeña pero de ojos y pelo negro, con la cara algo redonda, piel delicada y sonrisa muy dulce. Casi siempre estaba sola pero ella se divertía a su manera y se le veía feliz. También se le veía feliz a la madre que, desde dentro de la pequeña tienda y recostada en el mostrador, la observaba en los momentos en que nadie compraba. Pero una tarde, y de esto hace ya mucho tiempo, su hermosa niña, dejó de jugar por este lugar. Nadie supo por qué pero sí mucho comenzaron a echarla de menos. Ninguno se atrevía a preguntar a la madre y ella, tampoco con nadie compartió la ausencia de su pequeña.

 

            Algunas personas pensaron que quizá al terminar el verano y comenzar el colegio, volvería pero no fue así. Terminó el verano y el otoño llegó y la pequeña no apareció. Tampoco a lo largo del invierno ni en la primavera ni al verano siguiente. Hoy hace ya más de un años que ella falta del rincón de la pequeña tienda y que no juega por aquí. Cierta tristeza parece contagiar este rincón de Granada y más aun se conmueve el corazón cuando, ahora en las tardes de otoño, se ve a la madre recostada en el mostrador y mirando por el hueco de la puerta.

 

            Llueve a veces, hace frío en algunos momentos, se alzan y revolotean las nieblas por entre las torres de la Alhambra y cae la nieve sobre las cumbres de Sierra Nevada. Y también ya por estos días, en las calles, cuelgan las bombillas y otros adornos de Navidad. En las tiendas, ya venden turrón, mantecados, frutos secos y belenes de plástico, madera y corcho. Los turistas van y vienen llenando las calles y plazas de esta ciudad y todo parece como ajeno a la madre que medita triste y a la ausencia de la niña de ojos y pelo negro.

 

 

            Y muchos sabemos que ellas no son de este país sino que un día vinieron desde China y en esta cochera instalaron su pequeña tienda. También su niña tenía los ojos rasgados, propio de las personas de este país pero sonreía con mucha dulzura y su cara era suave como la seda. La cara de la madre es tan hermosa o más que la alegría de su niña y sus ojos son negros pero la sonrisa parece habérsele congelado en sus labios. En las tardes de otoño, recostada sobre el mostrador, cuando el frío se deja sentir, la lluvia cae y la nieblas revolotean por entre las torres de la Alhambra y también cuando ya la Navidad asoma por todas partes, mira silenciosa y parece soñar pero en su corazón se adivina una muy honda tristeza.

 

NAVIDAD DESDE LA ALHAMBRA Y ALBAICÍN

Cuento de Navidad  2013 // Con tres pequeños capítulos:

I- El niño del Saco  II- Ramitas de mirto  III- Noche de Navidad

                   

                    I- El niño del saco

               Caía la tarde y el sol calentaba débilmente. El cielo estaba despejado, mostrando un azul intenso por encima de las torres de la Alhambra. El ambiente era frío y por eso, en la umbría de la Alhambra que desde las murallas cae hacia el río Darro, la escarcha relucía blanca. A pesar del sol que limpio brillaba, todo por este rincón de Granada era gris, húmedo y olía a musgo, propio del más auténtico día de invierno.  

 

               Por eso, aprovechando los últimos rayos de sol y para calentarse un poco, cerca del viejo puente se acurrucaban. Frente justo a las ruinas del Puente del Cadí pero al otro lado. Donde la calle se ensancha y junto a la puerta del edificio Zafra, hay un pilar que no tiene agua desde hace muchos años. Justo aquí a la calle le hicieron una acera un poco elevada del nivel del paseo y es el rincón que más les gusta a ellos. Para tomar el sol, como esta tarde, para ofrecer sus pequeños espectáculos con guitarras, flautas y acordeones y también para vender sus sencillas obras de arte: collares, pulseras de cuero, pendientes, colgantes, bufandas y gorros y otros objetos más o menos similares.

 

               Y ellos son los jóvenes de pelos con rastas y barbas largas que viven tanto en las cuevas del Albaicín como en las del Sacromonte y rincones por la Fuente del Avellano. Al caer las tardes, siempre aparecen por aquí con el deseo de que alguien les de unas monedas, como ya he dicho, por las cosas que venden y por las canciones que cantan. Algunos, hasta escriben y reparten poesías. Hoy, se habían parado aquí no solo para tomar el sol sino también para descansar un poco. Momentos antes habían subido por la Carrera del Darro, en una pandilla bastante grande y mezclados con los turistas, portando cajas y bolsas de frutas y verduras. Venían de recoger esta comida en los contenedores de los supermercados y por donde el mercado central de Granada.

 

               El hombre mayor que cada tarde recorre esta calle a los pies de la Alhambra, también se había parado en el pequeño muro, frente a las ruinas del Puente del Cadí. Y observaba con interés al grupo de jóvenes, habitantes de las cuevas, ahora mismo parados al otro lado de la calle cuando, desde el Paseo de los Tristes, lo vio avanzar. Un niño de unos diez años, no muy alto ni grueso, pelo corto y negro y cara algo redonda y con un saco de esparto en sus manos. Bajaba solo y miraba a los que en dirección contraria, con él se cruzaban sin que estas personas advirtieran su presencia. Tampoco parecían verlo, los jóvenes de las cuevas pero el pequeño sí que aparentaba conocerlos a todos. Por eso, al llegar a la altura del grupo de jóvenes con rastas en el pelo, extendió un poco la mano hacia ellos y dijo:

- Podéis seguir vuestro camino por esta calle arriba en busca de las cuevas que os dan cobijo. Por mi parte, nada os voy a dar ni tampoco deseo nada de vosotros. Continuar en paz en la dirección contraria a como corren las aguas del río.

Al oír esto, el hombre mayor que estaba parado a la altura del Puente del Cadí, observó con gran interés al tiempo que se preguntó: “¿Por qué le dirá a estos jóvenes lo que he oído y hasta parece que con autoridad y sabiduría suprema? No se parece ni mucho menos a los cientos de niños que cada día veo por estas calles de Granada”

 

                Siguió muy atento mirando al pequeño que por la calle bajaba y al poco vio como se paraba justo a la entrada del puente de piedra conocido con el nombre de Espinosa. Se situó junto al muro de la derecha, abrió el saco de esparto que traía en las manos y frente a las personas que iban llegando calle arriba hacia la iglesia de San Pedro, comenzó a realizar algo que desconcertó por completo al hombre que observaba: con la mano izquierda sostenía el saco procurando que se mantuviera abierto y con la mano derecha, señalaba a las personas. Extendiendo el brazo como si les pidiera que se pararan pero lo único que hacía era coger algo invisible de cada una de estas personas. Algo que parecía salir del pecho de todo aquel que con su mano marcaba, sin rozarlo ni herirlo y sin que tampoco advirtieran lo que en ese momento ocurría. No hacía esto con todas las personas sino solo con algunas. Porque las que subían por la calle, ni se paraban ni se daban cuenta de la presencia del pequeño ya que ni siquiera lo veían. Era por completo invisible a todo el que por la calle iba o venía y lo mismo era invisible lo que con su mano derecha extraía de cada una de las personas que señalaba.

 

               El hombre mayor que observaba, sí veía que desde el pecho de cada una de estas personas, al aproximar la mano derecha, salía como un pequeño ramo de flores en muchos colores y casi transparentes que el pequeño apresaba con su mano y echaba dentro del saco al tiempo que decía:

- Tú, vete por la calle de la izquierda. Tú, sigue al frente y tú, vete por esta calle de la derecha.

Y en ese momento, el hombre descubría que las persona señalada, se dividía en dos: la real y de carne y hueso que seguía su camino con la misma serenidad y la otra imagen, la que parecía salir de la personas real, algo transparente y que tranquilamente se iba en la dirección que el pequeño le indicaba. También parecía ajena y por completo obediente a las palabras del niño del saco.

 

               Quiso acercarse el hombre mayor y presentarse ante el pequeño para preguntarle pero permaneció quieto donde estaba. Observando con más interés lo que este personaje hacía. Y al poco, cuando ya el sol empezaba a ocultarse al fondo de Granada y el frío airecillo se dejaba notar, vio que el pequeño, además de divertirse mucho, había juntado una gran cantidad de ramos de flores transparente extraídos como de los corazones de algunas de las personas que por la calle iban y venían. Y vio también y esto es lo que le parecía aun más divertido a la vez que confuso y misterioso, como las calles se llenaban de más y más personas. La calle de la izquierda, la que lleva al Paseo de los Triste y la de la derecha, que parecía como subir a la Alhambra por entre el bosque de la umbría. Y todas estas personas, eran la copia algo transparente de las mismas que caminaban calle arriba hacia la iglesia de San Pedro. Pero ninguna se quejaba de nada ni se echaban de menos entre sí. Por eso seguían pareciendo felices y hasta contentas de caminar en la dirección que el pequeño les había indicado.

 

               Se vía ya casi por completo lleno el saco de los originales ramos de flores que el niño había extraído de los corazones de las personas. Y por eso, se disponía a concluir su misión cerrando su saco de esparto y miraba para la Alhambra hacia donde parecía iba a irse, cuando alguien se le acercó. Era un hombre de estatura baja, pelo blanco, bastante calvo y cuerpo delgado. Traía en sus manos un puñado de ramitas de mirto, muy verdes y con su cosecha de bayas grises y relucientes. Separó una de estas ramitas, se acercó al niño del saco y se la ofreció diciendo:

- Es mirto criado en el jardín de mi casa, en el barrio del Albaicín y frente a la Alhambra. Te lo regalo porque es Navidad y quiero compartir cosas con las personas de corazón bueno y noble voluntad.

Miró el pequeño al hombre de las ramitas de arrayán, cogió la que le daba, terminó de cerrar su saco y por una estrecha calle que discurre desde el Puente Espinosa hacia la Alhambra, comenzó a subir con su saco de esparto a cuestas y por completo lleno.

 

               Durante unos segundos, el hombre de las ramitas de mirto, lo estuvo mirando y luego siguió su caminar Paseo del Darro arriba. Ofreciendo ramitas de mirto a las personas que encontraba y que ninguna aceptaba. El hombre mayor que apoyado en el muro del río había observado al niño del saco, se fijó ahora en este pequeño hombre con ramitas de arrayán. Se movió, le salió al paso, lo paró y le preguntó:

- ¿Por qué regalas estas ramitas verdes con baya grises y maduras?       

Y al ver y oír la pregunta de este hombre mayor, el que sujetaba tallos pequeños y verdes, se paró, miró muy interesado y al rato peguntó:

- ¿De verdad quieres saberlo?

- Crece en mí por momentos más y más la curiosidad. Párate un momento conmigo y respóndeme a lo que te he preguntado.

 

 

                    II- Ramitas de mirto

                    Oscurecía ya tanto por este rincón de Granada como junto a la Alhambra, por las cumbres de Sierra Nevada y por la Vega al poniente. Por eso las luces de colores que todos los años cuelgan en las calles y plaza de esta ciudad, comenzaron a brillar. Aparecieron guirnaldas y bombillas por la Carrera del Darro, por Plaza Nueva y Reyes Católicos, por la Gran vía y las calles cercanas a la catedral. También por las partes altas del barrio del Albaicín y por las torres y murallas de la Alhambra. Los turistas seguían llenando el Paseo de los Tristes y todos iban a sus casas por completo ajenos a los dos hombres que cerca del Puente Espinosa, estaban parados. Y más ajenos, tanto turistas como muchas otras personas de esta ciudad, estaban al pequeño que, con su saco lleno de ramos de flores transparentes, subía por el bosque hacia las torres de la Alhambra. El frío se dejaba sentir con más fuerza y también comenzaron a oírse sones de algunos villancicos, recordando que era la fiesta de Navidad.

 

               Sentados en el muro de río, el hombre mayor y el de las ramitas de mirto, prescindían de los que por la calle pasaban y se concentraban en lo que les interesaba. El de las ramitas de mirto, habló y dijo:

- Vivo yo en una pequeña casa en este barrio del Albaicín. Allá en lo más alto y desde donde se ve con toda claridad y grandeza tanto la colina como los montes, torres y murallas que por ahí se alzan. Por eso, desde la ventana de esta humilde casa mía, desde la puerta y desde la estrecha calle que por ahí pasa, cada día al salir el sol, doy gracias al Universo y a Dios en particular, por regalarme este privilegio. Sé que soy afortunado no solo por vivir en este lugar de Granada y del mundo sino también por el sol que cada mañana me ilumina, por el aire limpio que respiro y por los colores de la nieve y del cielo que al fondo y sobre mí se extiende. Algo que muchas personas a lo largo de su vida sueñan y yo tengo sin haberlo merecido de ninguna manera.

 

               En mi pequeña casa, donde vivo desde hace muchos años siempre solo, tengo un trozo de terreno. Y ahí sembré yo hace mucho tiempo y también mis antes pasados, algunas plantas: dos almendros, un granado, un laurel, una higuera y un ciprés. Entre estos árboles, crece una pequeña madroñera, una mata de mirto y un macasar. El mirto es un arbusto de hojas perennes en forma de lanza y ramas de color marrón.  Las flores, de color blanco, crecen aisladas y, al igual que el resto de la planta, tienen un intenso aroma. Sus frutos son bayas comestibles que contribuyen, con su color gris azulado, a la belleza del arbusto.

 

El año pasado, cerca de la mata de mirto y del macasar, sembré cuatro matas de tomates y un día, cuando estas plantas ya estaban con sus frutos muy desarrollados y algunos hasta maduros, un vecino que me tiene manía, me arrancó de raíz estas tomateras. Acción que me llenó de pena y dejó mi corazón muy triste y lleno de sentimientos oscuros hacia esta persona que ahora para mí, ni siquiera merece ser nombrado por el nombre que tiene. Se lo dije a unas personas que conozco y enseguida me dijeron:

- Ese hombre, más rico que todos nosotros porque siempre viste las mejores ropas, come los alientos más esquistos y alardea de ser culto, es un pijo caprichoso, chulo, acomplejado y con sicología de adolecente. Es pobre en su corazón y alma y está vacío de sentimientos nobles y bellos.  Tú pasa de él y no entres en su juego aunque nosotros, a partir de ahora lo vamos a llamar “Arrancatomateras”.

Y ahora, dejo este tema porque no es lo que en este momento me interesa compartir contigo. Sigo y te digo que la mata de mirto que tengo en mi trozo de tierra, cada año florece en primavera.

 

               Cada año y por estas fechas, sus ramas y tallos, se llenan de diminutas florecillas blancas y muy olorosas. Mi casa, mi pequeño jardín y la calle estrecha y parte del barrio del Albaicín, se impregna entonces del perfume más delicioso que existe en este mundo. Del mismo perfume que gozaron los reyes de la Alhambra cuando en aquellos tiempos vivían en los palacios y ahora todavía por ahí pueden gozar los turistas que los visitan y otras personas. Y como este perfume es tan fino y único, siempre que mi mata de mirto florece, mi corazón se alegra y al mismo tiempo se pone triste. Y es porque siempre deseo compartir estas delicias con alguien y nunca puedo. Porque tienes que saber que nunca, a lo largo de mi vida, he tenido a mi lado a nadie con quien compartir los momentos, sonrisas y penas.

 

               Por eso este año, cuando mi mata de mirto dio su gran cosecha de blancas y olorosas florecillas, me alegré más que otras veces. La cuidé mucho cada día y esperé ilusionado a que aparecieran sus frutos. Mi mata mirto dio una gran cosecha de bayas azules y olorosas y esto me alegró. Esperé a que el otoño llegara y esperé a que también se presentaran estas fiestas del año, el día de la Navidad. Que como todos sabemos, es un día hermoso, lleno de olores, luces y sentimientos entrañables en los corazones de todas las personas.

 

               Por estos días, a todas las personas, se nos llena el corazón de recuerdos, nos entristecemos o alegramos, según lo que a lo largo de los años pasados hayamos ido viviendo y a todos, yo creo que a todas las personas de este mundo, nos invade la melancolía. Nos sentimos más desgraciados y solos que nunca y deseamos más que otros días del año, la compañía de personas. Deseamos palabras amables y alentadoras y necesitamos abrazo o besos cariñosos y buenos. La Navidad es algo tan entrañable que remueve los sentimientos más profundos de las personas y hace reflexionar sobre nuestra existencia y lo que después de esta vida nos espera.

 

               Por esto y más cosas que ahora no tengo tiempo de contarte, a lo largo de todo el otoño, fui cuidando cada día con más cariño mi pequeña mata de mirto. Y esperaba paciente e ilusionado que llegara este día de la Navidad. Por fin ya llegó y es hoy. Así que ayer por la tarde, después de hacer un pequeño rato de oración y relajarme frente a la figura de la Alhambra, me acerqué a mi mata de mirto. Con mucho cuidado, fui cortando los tallos más verdes y sanos de este mirto mío, procurando que cada uno de estos tallos tuviera una buena cantidad de bayas azules brillantes. Junté un buen puñado de ramitas de mirto oloroso y fresco y, para que no perdieran lozanía, las puse en un jarrito de barro lleno de agua y al fresco de la noche. Porque has de saber que al mirto le gusta mucho tanto el calor del verano como el frío de las nieves y hielo del invierno y también el aire limpio.

 

               A primera hora del día de hoy, en mi casa, cogí el ramito de tallos de mirto, caminé despacio por las calles del Albaicín y al llegar por donde los turistas y otras personas van y vienen, me fui parando antes ellas. Primero con tres jóvenes. Las saludé con respeto, le ofrecí un tallito de mirto y les dije:

- Os lo regla con mi mejor afecto. Es un tallo de oloroso mirto, la planta más hermosas y perfumada de Granada.

- ¿Y por qué nos lo regalas?

- Porque es Navidad y quiero sembrar mi granito de paz entre las personas, ofreciendo el único regalo que tengo.

- ¿Y tenemos que hacer o pagar algo a cambio de tu regalo?

- Únicamente aceptarlo y nada más.

- Pues no lo queremos porque nos parece una tontería.

 

               Como un dardo al rojo vivo, sus palabras y actitud me hirieron el corazón. Primero porque no ser amables conmigo, a pesar de la belleza de sus caras y cuerpos y segundo, porque no caía en la cuenta ella que mi regalo era limpio y bueno y se lo ofrecía por la gran necesidad que en mí hay de amigos, una sonrisa, una palabra dulce o un abrazo. En un día como el de hoy, todos echamos en falta el calor de personas generosas y sonrisas, abrazos y besos. Y esto era y es lo que, de alguna manera, buscaba yo regalando mis ramitas de mirto. Pero tres las tres primeras personas que se lo ofrecí, solo recibí lo que ya te he dicho. Y sus posturas y palabras me dolieron tanto que hasta lloré.

 

               Seguí caminando por el centro de Granada, Gran Vía, Plaza Bib rambla, Reyes Católicos, Plaza Nueva… cerca de la calle Elvira, a una pareja de jóvenes, le ofrecí mi segunda ramita de mirto. Frente a mí se quedaron parados, me miraron fijos y ella preguntó:

- ¿Quién eres tú y por qué regalas esto?

- Soy un enamorado de Granada, de las puestas de sol, del río Darro, de las torres de la Alhambra y de las nieves sobre las altas cumbres. A nadie tengo en este mundo y como mi soledad es mucha, pienso que hoy es un gran día para regalar a las personas que van por las calles de Granada, ramitas de mirto perfumado.

- ¿Y también eres un charlatán que buscas unas monedas haciendo esto?

- Lo que os ofrezco, es gratis y lo único que a cambio me gustaría recibir son unas simples palabras de agradecimiento y una sonrisa.

- Pues gracias por tu ramita de mirto pero quédate con ella y déjanos en paz. Estamos recorriendo las calles de estos sitios y queremos tranquilidad.

 

               Me quedé con mi ramita de mirto y seguí caminando. Por la Plaza de la Romanilla, vi a unos niños con los ojos azules y pelo rubio que caminaban junto a sus padres y al instante, ofrecí la más lozana ramita de mirto a la niña de unos doce años, diciendo:

- Es mi regalo para vosotros y vuestros padres en este día de Navidad.

El hombre me miró y curioso me preguntó:

- ¿Esto es típico de aquí en Granada?

- Es algo que hago yo como cosa mía particular.

- ¿Y qué tenemos que darte a cambio?

- Absolutamente nada porque sería para mí un placer único que sus niños aceptaran esta ramita de mirto.

- Pues quédate con ella y guárdala sin tanto valor tiene para ti. Nosotros pertenecemos a otra categoría de personas.  

 

               Cogía en esos momentos la niña de mis manos el regalo que le había ofrecido pero el padre le dijo:

- No lo cojas ni le des las gracias.

Los dos pequeños me miraron extrañados y desconfiando de mí. Los vi alejarse hacia los pies de la torre de la catedral. Triste por el rechazo y desconfianza que iba encontrando en unos y otros, seguí caminando por las calles. Recorrí Reyes Católico, Puerta Real, la Plaza de la Fuente de las Batallas y por la calle Matías, regresé a Plaza Nueva y luego a la Carrera del Darro. Conforme me iba encontrando con las personas que por aquí paseaban, casi todas turistas, le seguía ofreciendo mi ramitas de mirto. Ni una, ni siquiera una persona, aceptó el regalo que les ofrecía. Así que ya cayendo la tarde y dando paso a las primeras sombras de la noche, subí por esta bonita calle a los pies de las torres de la Alhambra. Al llegar al puente donde tú has visto a ese niño metiendo cosas en un saco de esparto, a él también me acerqué y le ofrecí la ramita de mirto. Y, como has visto, ha sido la única persona que me la ha aceptado. Mi corazón se ha llenado de gozo y por eso ahora ya regreso a mi pequeña casa, algo más contento. Y al encontrarme aquí contigo y dejarme que te cuente la historia que ya conoces, aun más el alma se me ha esponjado. Voy a regalarte también a ti una de estas ramitas de mirto porque noto que eres buena persona y por el detalle de haberme escuchado durante un rato.

 

               Y el hombre de las ramitas de mirto, cogió uno de estos tallos, se lo ofreció al hombre mayor que tenía frente a él y le dijo:

- Para ti como regalo de Navidad y para que el cielo esta noche y a lo largo de los días que aun tengas de vida, te bendiga. Feliz Navidad y hasta otra.

El hombre mayor tembloroso cogió la fresca ramita, se la llevó rápido a su nariz, la olió entusiasmado y en ese momento notó que el pequeño tallo verde que tenía en sus manos, olía a una esencia que desconocía por completo. Agradecido y muy confortado, antes de que se alejara el hombre del relato, le preguntó:

- ¿A qué huele esta ramita de mirto?

- A los jardines de la Alhambra, con sus aires frescos y puros y a las fuentes de aguas claras, al cielo azul que le corona y a las nieves de Sierra Nevada. Pero sobre todo, estas ramitas de mirto mío, huelen a paisajes de cielo y a esa eternidad que todos llevamos en el alma y continuamente soñamos. Y por ser una planta única en los jardines de la Alhambra y obra perfecta del Creador, divina y regalo muy origina en este día de Navidad.

 

               De nuevo el hombre mayor agradeció el regalo de la ramita de mirto y los dos se despidieron. Por la calle Carrera del Darro, siguió subiendo el hombre de las ramitas de mirto. Durante unos segundos y mientras seguía en el muro del río, el hombre mayor lo observó. Se acordó en esos momentos del niño del saco y por eso miró también para los bosques de la umbría de la Alhambra. Las luces de las murallas y torres, llenaban de claridad toda la umbría y, desde el río y la calle, también las luces proyectaban su claridad sobre el bosque y hacia la Alhambra. Por entre esta vegetación, intentó descubrí al pequeño que momentos antes había comenzado a subir con su saco de esparto repleto de algo en apariencia invisible y maravilloso. El hombre mayor, mirando también ahora para la calle por donde, entre las personas se perdía el de la ramitas de mirto, se dijo: “Los dos van hacia un sitio que nadie ahora conoce y con algo que, al parecer, nada tiene que ver con lo que esta noche el mundo entero celebra. Y en el fondo pienso, que a nadie, absolutamente a nadie ahora mismo interesa ninguno de estos personajes”.

 

               Caminó el hombre mayor hacia el centro de Granada y se dirigió a su casa. Solo también y por entre las cuatro personas que a estas horas aun caminaban por las calles. Todo parecía sumido en un profundo y misterioso silencio.               

                   

 

                    III- Noche de Navidad

               Y solo unas horas después, el silencio en la ciudad entera de Granada, era total. Las personas, casi todas, se habían refugiado en sus casas para quitarse el frío y compartir con los familiares y amigos, alimentos y el calor de estas entrañables fiestas. En las calles, las luces llenaban de fantasías cada rincón y sobre las aguas del río Darro y las fuentes, se reflejaban los colores y las siluetas de las farolas y árboles decorados.

 

               Y marcaban los relojes las horas centrales de la noche cuando, desde la torre de la Alhambra, la conocida con el nombre de la Vela, se vio algo que nunca antes nadie ha visto en esta ciudad. Como una lluvia fina que parecía manar del corazón de esta torre pero, en lugar de descender desde el cielo, se elevaba por el aire en forma de manadas de mariposas. Reflejando colores muy vivos y no eran gotas sino como pequeña flores con alas que al levarse por los aires, poco a poco se iban extendiendo hacia el valle del río Darro, colina por donde se clavan las casas del Albaicín y la gran vega por donde se derrama la ciudad de Granada. Como en forma de nube que poco a poco iba cubriendo por encima de las casas y quedaba suspendida a unos metros de los tejados, jardines, plazas y calles.

 

               Cada una de estas florecillas con alas y en vivos colores, desprendía destellos bellísimos que, en forma de delicados rayos luminosos, se deslizaban suavemente por todo el amplio espacio de la ciudad y barrios. De una de las casas en el corazón del barrio del Albaicín, por la chimenea y justo en el momento en que las florecillas con alas descendían sobre Granada, se vio emerger una fina columna de humo en tono algo azulado. Por el aire y por entre la amplia nube de florecillas luminosas, se fue extendiendo y poco a poco, también comenzó a cubrir toda la ciudad y barrios. Y justo en este momento, algunas personas y por toda la ciudad, comenzaron a percibir un delicado olor nunca tampoco antes conocido en esta ciudad. En las casas del Albaicín cercanas a la de la chimenea por donde salía la nube de humo oloroso, algunas personas empezaron a preguntar:

- ¿De dónde viene este olor tan delicado?

- No lo sabemos pero ciertamente es un perfume casi celestial.

- ¿Y qué es lo que anuncia?

- Tampoco lo sabemos pero relaja el alma y hasta parece elevarla hacia un cielo maravilloso como nada.

- Salgamos a la calle y busquemos a ver si descubrimos lo que pasa.

 

               Salieron a las calles y, desde las puertas de sus casas, todos empezaron a mirar hacia la Alhambra. Y maravillados empezaron a comentar:

- ¡Mirad lo que sucede allá en la Torre de la Vela!

- De allí mana como un mar de maravillosas lucecitas que tampoco sabemos de dónde vienen ni por qué.

- Pero mirad que fantasía más gloriosa se ve por toda la ciudad. ¿Por qué sucede esto y a qué se debe?

Algunos fijaros sus ojos en el punto de la Torre de la Vela de donde manaban las mágicas florecillas en forma de luces y mariposas y vieron algo que les llamó la atención. Y fue una niña pequeña la que dijo:

- Allí en todo lo alto de esa torre, está el niño que esta tarde vimos en el puente del río Darro.

- ¿A qué niño te refieres?

- A uno que, un poco antes de la puesta de sol, con un saco de esparto, parecía repartir o recoger cosas de las personas que por ahí pasaban.

- ¿Y qué era lo que recogía?

- Yo no lo sé exactamente pero oí comentar que recogía trozos del alma y sentimientos de los corazones de las personas.

- ¡Qué extraño!

Comentó una mujer mayor.

 

               Y todos se restregaban los ojos mirando fijamente a la Torre de la Vela. La niña volvió a comentar:

- Y si miráis bien, ese niño que hay allí en lo más alto de la torre, parece sacar de un saco las lucecitas que desde ese punto vuelan por los aires.

- Eso es cierto pero ¿qué serán esas lucecitas que saca del saco y echa al aire?

- Quizá sean esas cosas que has dicho tú, que ese niño recogía esta tarde de las personas que pasaban por la Carrera del Darro.

 

               Apareció en ese momento una joven que venía como de la casa que por la chimenea manaba el humo perfumado y al grupo que embelesado miraba para la Torre de la Vela, dijo:

- Vengo de la casa del hombre mayor que ahí vive solitario y esta tarde recorría las calles de Granada regalando ramitas de mirto.

Y enseguida varios preguntaron:

- ¿Y qué?

- Pues que lo he visto ahí en su casa, sentado frente a la lumbre que arde en la chimenea, en silencio y como meditando y echando ramitas de mirto a las llamas.

Al oír esto, nadie dijo nada pero sí, pasado un rato, un hombre mayor comentó:

- Pues lo que pienso yo ahora mismo es que ese humo algo azul que mana por la chimenea de su casa, es lo que está impregnando de perfume a todo este barrio nuestro y a toda la ciudad de Granada.

- Perfume de ramitas de mirto que arden lentamente en la lumbre y que huelen como a cielo y también a Navidad, a incienso y a no se sabe qué maravilloso paraíso bello.

 

               Todos guardaron de nuevo silencio. La pequeña que había descubierto al niño con su saco lleno de rosas aladas, se retiró del grupo, caminó lentamente por la calle, llegó a la casa del hombre de las ramitas de mirto y como encontró la puerta abierta, sin llamar entró. Lo encontró sentado frente a la lumbre y con pequeñas ramas de mirto que iba echando a las llamas para que se quemaran. Lo saludó y le preguntó:

- ¿Te molesto?

- De ningún modo. Pasa y siéntate a mi lado.

En una vieja silla de mimbre, la pequeña se sentó al lado de hombre y enseguida le preguntó:

- ¿Qué es lo que haces?

- Ya lo estás viendo. Echo a la lumbre los tallos de mirto que esta tarde deseaba regalar por las calles de Granada y nadie quiso coger.

 

               Guardó un momento silencio la niña mientras miraba a las llamas devorando los perfumados tallos de mirto. Luego volvió a preguntar:

- ¿Y por qué huele tan bien no solo aquí en tu casa sino en todo el barrio y Granada?

- Es natural y, aunque todas las personas rechazaran esta tarde el regalo que quise darle, quiero yo compartir con ellos y ahora este perfume tan bueno. El mirto siempre entrega una esencia muy fina y más que apropiado para una noche como ésta.

Desde donde la niña estaba sentada, por una pequeña ventana con rejas, se vía al frente y a lo lejos, la Torre de la Vela y, desde ella subiendo, las mil pequeñas y hermosas rosas aladas que por el aire seguían volando cubriendo los cielos de Granada. Por eso la niña de nuevo preguntó al hombre:

- ¿Y aquellas luces tan bonitas que desde la Alhambra vuelan e iluminan los cielos envueltas en el perfume que tu mirto exhala?

 

               Miró el hombre a la pequeña y le dijo:

- El niño del saco que esta tarde recogía ramos invisibles de flores de las almas y corazones de las personas, es el que está ahora mismo allí regalando flores a las personas que viven en esta ciudad.

- ¿Y quién es ese niño y por qué hace eso?

- Quien sea él, no importa pero sí valoro lo que hace. Cuando esta tarde recogía ramos hermosos de los corazones que por la Carrera del Darro pasaban, no lo hacía de todas las personas. Solo de algunos recogía flores y de otros, nada.

- ¿Y eso por qué?

- Porque no todas las personas de esta ciudad y del mundo entero, tienen flores en sus corazones y almas. Solo las personas de sentimientos puros y bellos y aquellos que obran bien y reparten amor entre los demás. Pero ya estás viendo: esta noche, gracias a la bondad y belleza de las personas buenas y nobles, se llena de luz los cielos de esta ciudad. Y eso quiere decir que, gracias a la presencia, bondad y belleza de las personas buenas a lo ancho de nuestro planeta, el mundo sigue vivo y nosotros los humanos, todos los seres vivos y plantas, respiramos. Si no fuera por las personas justas, buenas y bondadosas, nada de lo que vemos y gozamos cada día y noche, existiría.   

 

               Guardó silencio el hombre de las ramitas de mirto. Durante unos segundos también se mantuvo en silencio la pequeña, mirando para la Alhambra y mirando a la lumbre donde ardían las ramitas de mirto. Luego otra vez preguntó:

- ¿Y qué vas a cenar esta noche?

- Nada tengo para llevarme a la boca pero soy feliz sabiendo que el niño del saco, mi amigo y allá en la Alhambra, reparte e ilumina los cielos de Granada.

- Pues espera un momento que voy ahora mismo a mi casa, le pido a mi madre comida y vengo y la comparto contigo. Así te alimentas con algo mientras yo te doy compañía.

- Aquí seguiré sentando mientras te espero.

 

               A prisa salió la pequeña de la casa, caminó por las calles del barrio y rápida entró donde vivía y les contó a los padres lo que había visto y ahora sabía. La madre le dejó que cogiera la comida que quisiera para que la compartiera con el hombre de las ramitas de mirto. A toda prisa, se puso y cogió comida, un poco de varias cosas y salió a la calle con una péquela cesta de mimbre con la intención de regresar a la casa del nuevo amigo que ahora tenía. Pero cuando de nuevo ahora pasaba por la calle, de repente oyó a muchas personas que mirando para las torres de la Alhambra, exclamaban:

- ¡Oh, qué bello y emocionante!

 

               En ese momento, desde la Torre de la Vela, salió como volando y se alzaba por los aires, una gran rosa muy hermosa que reflejaban todos los colores del arco iris. Tenía como dos suaves alas que movía lentamente para desplazarse por el espacio por encima de la Alhambra y Granada. Corrió ella hacia la casa del mirto para anunciar también ahora a su amigo de lo que ocurría y al llegar, vio que nadie había sentado frente a la lumbre. Sí ésta seguía ardiendo y en sus llamas quemándose los perfumados tallos de arrayán. Llamó a su amigo y al no obtener ninguna respuesta, miró por la ventana y vio a la maravillosa y gran rosa de mil colores que, por el aire, venía como hacia el barrio del albaicín. En sus pétalos se veía como una delicada y bellísima sonrisa y en las alas de colores y como tejidas con esencias de flores, en una se podía leer la palabra: “Feliz” y en la otra, la de la derecha: “Navidad”.  

 

 

 

AGUA CON SABOR A NAVIDAD

 

               Todos los días, al caer las tardes, da su paseo. Y siempre lo hace por la Carrera del Darro, Paseo de los Tristes hasta el Puente del Aljibillo. Al llegar a este punto, se para y durante un rato, observa la corriente del río con la imagen de la Alhambra al fondo y en lo más alto de la colina, coge un par de almecinas del árbol que ahí crece, piensa un momento en la muchacha que vive en las cuevas por encima de la Fuente del Avellano, da media vuelta y regresa. Satisfecho consigo mismo por el nuevo paseo y el aire puro que por aquí respira pero no contento del todo.

 

               Porque nunca, en estos paseos de cada tarde, lleva compañía y su corazón la necesita. Sueña con ella pero ya hace tanto que no la ve ni sabe nada de su vida que hasta se ha perdido su memoria imperceptiblemente en el tiempo. Por eso, cada tarde se para justo a la altura de la iglesia de San Pedro, según se sube a la izquierda. Aquí, tras unas rejas de hierro en un pequeño patio que años atrás fue colegio, vive un gato negro. Libre y a su aire pero es muy manso con algunas personas y bastante desconfiado con los que por aquí pasan con perros. Pero a él, le gusta verlo y por eso, al pasar por delante de las rejas, se para, lo llama y al instante, lo ve salir de la caja de cartón que alguien le puso en el dintel de un ventana casi al ras del suelo, para que durmiera.

 

               Y este gato negro, parece que lo conoce y hasta le gusta acercarse a él y dejar que lo acaricie. Como si el animal intuyera la ternura y el amor que en su corazón lleva y por eso se muestra tan confiado. Al salir de la caja de cartón, lo mira, lanza un débil y afectuoso maullido, se estira un poco y después de mirarlo de nuevo, camina lento desde la ventana hasta el pequeño muro de la reja de hierro. Al llegar aquí, da un salto, se coloca sobre el muro pero por detrás de la reja y comienza a ronronear. Con gusto se deja acariciar y hasta alza su cabeza, estira el rabo y se restriega contra los hierros de la reja, indicando de este modo que confía en él y agradece sus caricias. Sin prisa y con cuidado, le regala estas caricias sobre su cabeza, por el lomo y por el cuello. Las personas que por la calle pasan, al verlos a los dos en este inocente juego, miran. Algunos se paran, hacen fotos y también se acercan para acariciarlo pero el gato negro desconfía. Casi nunca se deja acariciar por estas personas. Y esto a él le sirve para reflexionar y se pregunta: “¿Por qué desconfiará de casi todas las personas que se le acercan y hasta parece temer que lo toquen? ¿Por qué si se viene a mí dócil y con su maullido tierno y, mientras lo acaricio, hace carantoñas y se muestra cariñoso?”

 

               Y la otra tarde, veinticuatro de diciembre, ya invierno y por eso frío, gris, con olor a turrón y reflejos de luces navideñas, por donde las rejas del rincón, se paró. Llamó al gato y al instante salió de la caja de cartón que le sirve de refugio. Se subió al pequeño muro de la reja y comenzó a regalarle suaves caricias, a la par que lo saludaba con palabras afectuosas. Como si hiciera ya mucho tiempo que no lo hubiera visto. Y por eso, prescindía por completo de las personas que por la calle pasaban y de los que se paraban para hacerle fotos. Y tan entusiasmado estaba que ni siquiera se dio cuenta de las dos personas que de pronto se colocaron delante de él.

 

               Dos niñas de unos doce años, pelo rubio, ojos azules, piel de sus caras blanca y suave como la seda, lo miraron y sin pronunciar palabras, comenzaron a regalarle caricias al gato negro. Se le llenó el corazón de ternura al ver sus pequeñas y blancas manos pasando con delicadeza por el lomo del animal al tiempo que volvían sus cabezas y lo saludaban sonriendo. Creyó que eran extranjeras y que hablaban otro idioma y por eso pensó que no lo entenderían si les decía algo. Pero sí advirtió que junto a la puerta de la iglesia de San Pedro, una mujer muy guapa, joven y alta, miraba fijamente y muy interesada. Se dijo: “sin duda, es la madre de estos dos niñas. No haré nada que a ella le haga pensar que puedo dañar a sus niñas”.

 

               Sí ahora les dijo:

- Acariciarlo por entre las orejas, encima de su cabeza. Es lo que más les gusta a los gatos.

Y se dio cuenta que lo entendieron porque al instante, pasaron sus delicadas manitas de piel blanca, por entre las orejas del gato negro. Éste, parecía sentirse feliz pero mientras se movía haciendo carantoñas y dejándose tocar, lo miraba como lleno de curiosidad y diciendo: “Son tiernas y bellas estas dos niñas que parecen gemelas pero no me fío del todo de ellas. Ni tampoco me fío de los que por la calle pasan con sus perros pero confío en que tú me defiendas en caso de peligro”.

 

               Por la calle, en ese momento, bajaba un niño pequeño con un vaso de barro en una mano y en la otra, portando una calabaza de peregrino. Al ver a las niñas de pelo y ojos azules, se vino hacia ellas y les dijo:

- Traigo agua con sabor a Navidad ¿queréis un trago?

Las dos niñas, como desorientadas y también como pidiendo ayuda, miraron al hombre que tenían a su lado, luego miraron al niño del agua y después miraron a la madre que las seguía observado desde el otro lado de la calle. El hombre, no supo qué decir porque de nada conocía al niño del agua ni tampoco sabía quiénes eran las dos niñas. Sí le preguntó al pequeño de la calabaza:

- ¿De dónde es esta agua que regalas?

- De corazón de la Alhambra.

- ¿Y eso dónde está?

- Pasando el puente del Aljibillo, al otro lado del río Darro, en la ladera que cae desde la Torre de Comares, brota el manantial.

- ¿Y qué manantial es ese?

- El que surgen del corazón de la Alhambra porque brota de las entrañas de esa colina y por eso es agua muy fresca, clara como el viento más limpio y sabe a Navidad.

 

               Las niñas miraban al hombre, la madre miraba a las pequeñas y el niño de la calabaza dijo otra vez:

- Es la mejor agua que puede beberse aquí en Granada. Acabo de cogerla del manantial de la Alhambra y la regalo porque sabe a Navidad y eso es algo muy bueno y especial para el día de hoy. ¿Queréis probarla?

Les dijo de nuevo a las dos niñas de pelo rubio y ojos azules. Y de pronto oyó que una de estas dos niñas preguntó, en un español muy claro pero con gran acento extranjero:

- ¿Podemos ver ese manantial que dices?

- Si os venís conmigo, en un momento vamos a ese sitio y os lo enseño.             

Miraron las niñas a la madre, ésta se vino con ellas, las cogió de las manos y dijo al pequeño:

- Mis niñas quieren ver el manantial ese que brota del corazón de la Alhambra y yo quiero beber del agua de Granada que sabe a Navidad. Vamos y nos lo enseñas.

- Y también de paso, si tus niñas quieren, les regalo una de estas calabazas de peregrino llena de agua con sabor a Navidad. Mi padre las ha criado en su huerto y el otro día me dio tres para que las llenara de agua y la repartiera por Granada.

 

 

               Calle arriba, hacia el Paseo de los Tristes, los vio perderse. La madre con sus dos niñas de las manos y el niño junto a ellas con su calabaza y vaso de barro. El hombre los observó durante unos instantes y regalando una nueva caricia al gato negro, le dijo: “Ya ves las cosas que ocurren aquí en Granada y por estos rincones a los pies de la Alhambra. Agua con sabor a Navidad que mana del corazón de los palacios sobre la colina Roja y niños que van por las calles regalándola. No sé si esto será cierto porque se parece mucho a un sueño pero quizá luego yo también me acerque a ese manantial para seguir jugando con las niñas de ojos azules y con el niño que con su calabaza, regala agua por las calles de granada con sabor a Navidad. Es algo que creo es bueno y hace mucha falta. Y más, si lo llevan a cabo niños como estos”.  

 

La cabaña

 

               Cruzaron el Puente del Aljibillo, torcieron para la derecha, atravesaron la explanada del Rey Chico, alfombrada toda ella de hojas secas de almeces y por una pequeña senda, se adentraron en el bosque de la Alhambra. El bosque de la umbría que cae desde las murallas y Torre de Comares. La tarde caía y al fondo, por donde el río Darro se alejaba y se ve Granada como sosteniendo al horizonte, el sol se fue tiñendo de rojo violeta. Por entre algunas nubes que también se teñían de naranja y gris ceniza. Las dos niñas caminaban cogidas de la mano de la madre y el niño de la calabaza, avanzaba delante. Con gran seguridad y mostrando un entusiasmo que contagiaba. Por el barrio del Albaicín, al frente y ahora al otro lado del río, las luces de las calles y plazas, comenzaban a iluminar.

 

               Preguntó la madre:

- ¿Tú vives por aquí?

Y el niño del agua le respondió:

- Yo vivo en el Albaicín, cerca del Mirador de San Nicolás. Pero a veces, muchas mañanas y tardes, me vengo a esta cabaña mía y aquí me quedo durante mucho tiempo. Solo, casi siempre porque me gusta oír el rumor del agua brotando del manantial, con el chapoteo de la corriente del río de fondo y cuando todo duerme en Granada.

Algo extrañado por lo de la cabaña y lo de quedarse solo aquí por las noches, la madre volvió a preguntar:

- ¿De qué cabaña hablas y por qué te gusta quedarte solo por aquí?

- La cabaña, vamos a verla ahora mismo y lo otro, podréis descubrirlo un poco más tarde.

 

               Y al dar una curva la sendilla que seguían, ya bastante elevada en la umbría, apareció ante ellos la cabaña. Una especie de chozo cónico, construido con ramas y troncos de árboles y techado con retamas, lentiscos y juncos. Abrieron mucho los ojos las dos niñas y admiradas dijeron a la madre:

- Nadie nos había dicho a nosotras que había estas cosas en Granada. Es muy bonito y nos gusta mucho. ¿Podemos hacernos amigas de este niño?

- Creo que ya somos sus amigos porque comparte con nosotros sus juegos y su mundo.

 

               En el centro de la cabaña en forma de chozo cónico, ardía un pequeño fuego, a la derecha se veía como una pequeña repisa construida con tablas y encima de estas tablas, se veían algunos alimentos: naranjas, higos secos y nueces. A los lados y al fondo, había unas camas construidas con monte y cubiertas con panochas de maíz. Sobre éstas, unas mantas de fibra de lana, se veían dobladas. Y en la misma puerta de la cabaña, a la derecha y por donde en todo lo alto coronaba la Torre de Comares, brotaba el manantial. Un chorrillo de agua muy clara que, nada más emerger del terreno, caía a una pequeña y redonda poza y luego rebosaba y, en forma de arroyuelo, seguía surcando la ladera hacia el río Darro, por debajo de la cabaña y no muy lejos.

 

               Junto a venero de agua clara, el pequeño soltó su calabaza y vaso de barro, entró a la cabaña al tiempo que decía a la madre y a las dos niñas:

- Ahora mismo sois mis invitados y por eso os pido que paséis. No es muy grande mi cabaña pero cabemos los cuatro.

Sin dudarlo, la madre y las dos niñas, pasaron a interior de la cabaña, se acomodaron junto al fuego porque el frío ahora ya era mucho, en unos rústicos bancos de madera y en estos momentos una de las niñas preguntó:

- ¿Tú te vas a quedar a dormir esta noche aquí?

- Claro que sí. Les he pedido permiso a mis padres y ya lo tengo todo preparado.

- ¿Y nosotras nos podemos quedar contigo? 

- Podéis quedaros si vosotras queréis. Naranjas tengo doce, higos pasos, kilo y medio y nueces, poco más o menos. Podemos comer de esto, beber agua de este manantial mío, mientras nos calentamos en este fuego y luego, cuando nos entre sueño, también tenemos camas para dormir y mantas para arroparnos. Las ha tejido mi madre de la mejor lana de oveja.

- ¿Y es emocionante dormir en esta cabaña tuya, cerca del río, junto al manantial y frente al barrio del Albaicín?

- Lo más emocionante del mundo. Ya lo comprobaréis.

 

               Se hizo de noche enseguida, el cielo se nubló, se levantó un poco de viento y, al rato, la lluvia comenzó a caer. El viento se calmó y en esos momentos, solo se oía el tintineo de las gotas de lluvia quebrándose sobre las piedras por la puerta de la cabaña, en el charco redondo del venero y en las pequeñas cascadas que había en el arroyuelo. El silencio era total y por eso se oía con toda claridad la lluvia al caer resaltada por el resplandor de las luces al frente y por el barrio y el rumor del río deslizándose algo más abajo.

 

               De la tabla en forma de lacena, el niño cogió las naranjas, los higos secos y las nueces, le ofreció un buen puñado a cada una de las niñas y a la madre y les dijo:

- No es una cena muy especial de Navidad pero están buenos estos alimentos criados en el huerto de mi padre.

- ¿Y las naranjas también son de tu huerto?

- Cogidas ayer mismo de los tres naranjos que crecen cerca del río. Ya veréis qué sabor más bueno tienen.

Y una de las niñas también preguntó:

- ¿Y tú solo has hecho esta cabaña?

- Yo he ayudado a mi padre que ha sido el constructor y arquitecto. Pero lo de lacena, estas camas y los bancos de madera, sí es obra mía toda entera. Mi padre siempre me dice: “Vivir en una cabaña como ésta, a los pies de la Alhambra, junto a este manantial de agua tan clara, casi a dos pasos de la ciudad de Granada y del barrio del Albaicín y aquí tanto solo y con tanto silencio, es propio de un rey muy privilegiado”.

 

               Y después de un rato en silencio los cuatro, la más pequeña de las niñas, preguntó:

- ¿Y por eso que dices te contaba tu padre, es por lo que tú construiste aquí esta cabaña?

- Por eso pero especialmente porque en el barrio del Albaicín donde vivo, muchos niños se meten conmigo, me dicen cosas humillantes y también muchos mayores, me juzgan. Me gusta vivir en este lugar porque me siento libre, nadie por aquí se mete conmigo ni me juzga y sí noto muchas veces, que alguien muy grande y bueno, me da su cariño y me quiere de verdad. Sentirme dueño de esta cabaña, el manantial de las buenas aguas, la soledad y el silencio que por aquí siempre hay, me gusta mucho. “El silencio es algo muy valioso y gustar las cosas sencillas y pequeñas, es propio de almas limpias y buenas”, es algo que también me dice muchas veces mi padre.

Y al oír esto, la madre comentó:

- Yo pienso también que en la vida, es muy interesante ser dueño de un sitio especia donde tú puedas decidir hacer lo que quieras, cuando quieras y de la manera que más te guste.

 

               Otra vez se hizo el silencio. Fuera del chozo, se oía la lluvia caer, ahora cada vez más suave y en menos cantidad. Se oía también, muy poco y a lo lejos, el ruido de la ciudad, algunos motores de coches, las voces de algunas personas y poco más. Porque según avanzaba la noche, las personas se refugiaban en los lugares más cálidos de sus hogares y solo iban quedando por las calles, las luces de colores parpadeando y algo veladas por la fina lluvia y algunas hebras de niebla que desde el río se alzaban. En el centro de la cabaña, la lumbre también se iba apagando lentamente aunque desprendía calor suficiente para caldear la estancia y reconfortar a los cuatro que la rodeaban. Hasta sus oídos también llegaba el rumor del pequeño manantial que, según el pequeño, surgía del corazón de la Alhambra.

 

               Mientras se comían las naranjas, ya como postre después de haber saboreado los higos secos y las nueces, la niña mayor comentó:

- Pues nosotras y si nuestra madre quiere, podemos venirnos a vivir aquí contigo. Nos gusta tu cabaña, el manantial, el río, la figura de la Alhambra como vigilando en todo lo alto y vivir aquí en Granada pero en este bosque tan lleno de silencios y todo misterioso.

Y la hermana menor preguntó:

- Mamá ¿tú qué piensas?

- Pienso que ahora mismo es muy bonito todo lo que nos está ocurriendo. Queríamos venir por Navidad a Granada para comprobar y ver cómo se viven por aquí estas fiestas y mirad lo que nos ocurren sin que lo hayamos buscado. Mañana cuando salga el sol y veamos mejor todos estos panoramas, respondo a la pregunta que me has hecho.

 

               De una de sus calabazas de peregrino, el niño vació un poco de agua en unos jarrillos de barro, se los dio a la madre y a las niñas al tiempo que les decía:

- Un poquito de agua con sabor a Navidad para completar la sencilla cena que acabamos de celebrar.

Bebieron despacio, saborearon con gusto el agua que el pequeño les ofrecía y en ese momento, se dejó de oír el rumor de la lluvia. Un poco sorprendida, la más pequeña de las niñas, preguntó:

- ¿Ha parado de llover?

De la lumbre el niño cogió un tizón que desprendía un poco de llama, se levantó, abrió la puerta de madera que servía para cerrar la entrada al chozo, salió fuera, alumbró hacia el manantial y al ver el espectáculo, dijo:

- ¡Está nevando! Venid y veréis qué bonito.

 

               Rápidas las tres se levantaron, salieron fuera de la cabaña y sobre ellas, enseguida cayeron los blancos copos de nieve. Miraron para el barrio del Albaicín y al descubrirlo tan en silencio, como perdido y arropado por una fina capa de niebla, con el resplandor y las luces y la nieve cayendo, comentaron:

- Una Navidad de ensueño como solo aquí en Granada ocurre.

Y al mirar para la Alhambra, la vieron toda iluminada, por completo en silencio y con los copos de nieve revoloteando por entre las torres. Durante un buen rato, observaron este mágico espectáculo. Luego volvieron a entrar al chozo y como tenían frío, se envolvieron en las mantas que había sobre las camas y la madre dijo:

- Aunque mañana, pasado, la semana que viene, dentro de unos meses y a lo largo de los años que aun nos queden por vivir en este suelo, nos ocurran cosas importantes y muchas, no olvidéis nunca esta noche y este momento. Creo que es como un paréntesis en la realidad de este mundo y tiempo, que de pronto se convierte en un trozo de cielo, dentro de una dimensión que se llama eternidad. Nada de lo que a partir de esta noche ocurra en nuestras vidas, será nunca más hermoso, dulce y trascendente que este momento.

 

 

               Los niños no entendieron mucho lo que la madre les dijo pero sí guardaron silencio. Se acurrucaron un poco más en las mantas porque tenían frío y como el silencio era por momentos más denso y profundo, se quedaron dormidos.  

 

LA NIETA Y EL ABUELO

Un pequeño relato como reflexión para fin de año 2013

 

 

               El abuelo, ya muy mayor, cansado y con muchos dolores por todo el cuerpo, era poeta. Autodidacta y por eso, todo lo que escribía decía siempre que era “a su manera”. Pero escribía todos los días y desde hacía muchos, muchos años. En la casa, en el baúl grande de madera que él mismo había hecho, guardaba todas sus poesías y una bonita colección de cuentos cortos que nadie conocía pero sí, de vez en cuando, leía a la nieta ya con doce años.

 

               Y aquel día de invierno, el último del año, sentado frente a la chimenea, miraba por la ventana para la Alhambra. Desde la pequeña casa en el Albaicín, en mitad de la ladera no lejos del río Darro. Tenía en sus manos una pequeña cajita de madera de raíz seca de olivo que había tallado él mismo para regalárselo a la nieta en este fin de año viejo. Con su pequeña navaja de acero, daba los últimos retoques cuando a su lado, se sentó la nieta. Sobre su hombre izquierdo, reclinó la cabeza y acercó mucho a la cara del anciano, sus labios y mejillas de seda. También su mata de pelo negro, llenó de esencia y suavidad, las arrugas de la cara y cuello del abuelo.

 

               En silencio permaneció ella así durante un buen rato, sintiendo el calor del cuerpo del anciano mientras parecía soñar, al tiempo que miraba también por la ventana para la Alhambra y esperaba. El corazón del anciano, se llenó en ese momento de amor hacia la nieta y sentía que, a pesar de todo, la vida, las luchas y sufrimientos de cada día, merecía la pena si al final alguien acariciaba como en este momento lo hacía la nieta. Tal como estaca, casi durmiendo sobre el hombro del anciano, la niña le preguntó:

- Abuelo, cuando una persona muere y se marcha para siempre de este mundo ¿quién se lo lleva y por cuánto tiempo?

Sorprendido por la pregunta, el abuelo no dijo nada. Permaneció en silencio mirando por la ventana y meditando la pregunta. La nieta dijo de nuevo:

- Es que abuelo, en estos últimos días del año, ya han muerto cuatro conocidos nuestros. El que todos conocíamos como el filósofo, el hombre bajo y regordete que apenas podía andar, el alto y delgado que le dolía el corazón y el que andaba encorvado. Todos eran tan mayores como tú y por eso temo que un día de estos también te mueras. ¿A dónde van las personas cuando la muerte se los lleva?

 

               Siguió en silencio el anciano, con la cajita de madera en la mano y gozando del calor que le regalaban los labios y mejillas de la nieta. Como durmiendo sobre el hombro del anciano, la niña de nuevo comentó:

- Y tú sabes que muchas personas dicen que nada importantes has hecho a lo largo de tu vida. Solo escribir poemas que muy pocos leen, caminar por estos sitios, mirar despacio a los paisajes y seguir escribiendo poemas. Y ellos creen, los que de ti comentan lo que te he dicho, que no tendrás ningún premio después de esta vida porque ninguna cosa importante has hecho en este suelo. ¿Es cierto eso, abuelo?

Y al oír esta nueva pregunta, el abuelo siguió recogido en su silencio. Refinando la madera de la cajita que preparaba como regalo para la nieta y mirando para la Alhambra. Pasado un buen rato y cuando otra vez la niña le preguntó:

- ¿Es cierto, abuelo que tus poemas no sirven para nada?

El anciano sí habló y dijo:

- En cada poema que a lo largo de mi vida he escrito, he dejado los latidos de mi corazón, los sueños de mi alma, mis creencias y fe en el cielo, mi dolor oculto y mi amor y respeto por las personas y todos los seres vivos y paisajes de este suelo. Y en cada momento, hija mía, en cada momento, he sentido que estaba bendecido por Dios. Por eso no tengo miedo y sí me encuentro muy satisfecho por la gran sinceridad y hermosa realidad que en mis poemas dejo recogido. Una visión del mundo, del Universo, de Dios, de la eternidad y de los seres humanos que poblamos este suelo, única, excelsa y bellísima que difiere mucho de lo que a diario viven las personas.

 

               Guardó silencio la nieta, meditó un momento las palabras del anciano y tal como estaba con su cabeza recostada en el hombro del abuelo, otra vez preguntó:

- ¿Y tú crees, abuelo, que es suficiente para que Dios te premie después de esta vida, con haber escrito tus poemas y haber dejado recogido en ellos todo eso que me has dicho?

Dio el anciano el último retoque a la cajita de madera que tenía entre sus manos, puso dentro de ella un poema que había escrito hacía unos días, cerró el pequeño joyero y se lo dio a la nieta diciendo:

- Es mi regalo para ti de fin de año.

 

               Cogió la nieta la cajita, la sujetó ilusionada en sus manos, la fue abriendo despacio, sacó el papel donde estaba escrito el poema y leyó:

 

                                             Irse de este mundo

                              con el calor de tu beso en mi cara,

                              no es morir, ángel mío,

                              es dormirse en el alba,

                              en el regazo de Dios

                              donde has sido y eres hada

                              y dulce alimento purísimo

                              de mi alma.

 

 Al terminar de leer estos versos, tal como estaba recostada sobre el hombro del anciano, lo miró y vio que en ese mismo momento se iba quedando dulcemente dormido. Mirando para la Alhambra y sintiendo en su cansado corazón, el calor de los labios y mejillas de la nieta.       

 

 

 

EL CORTIJILLO DE LA FUENTE

 

               Los dos trabajaban en la Alhambra. El marido, en cosas de artesanía y la mujer, en los palacios con los reyes. Tenían dos hijos, niña y niño de ocho y diez años y también jugaban ellos, a veces, con los hijos de los reyes y, en otras muchas ocasiones, con los demás niños de la Medina. Por todos eran muy queridos, tanto los padres como los hijos pero un día, a los dos lo despidieron de sus trabajos y a continuación le dijeron al padre:

- Tú, tu mujer y tus hijos, desde este mismo momento, tenéis prohibido no solo vivir en estos palacios de la Alhambra sino también andar por aquí.

Y suplicando el hombre preguntó:

- ¿Pero qué es lo que hemos hecho nosotros para que seamos despedidos y echados de aquí de esta manera?

- Eso no lo sabemos porque cumplimos órdenes. A partir de ahora, tú y tu familia, os las arregláis como podáis.

 

               Aquel mismo día de invierno, ya próximo a la Navidad y con mucha nieve en Sierra Nevada, salieron del recinto amurallado de la Alhambra. Cargados con algunas de los enseres que tenían y, durante varias horas, en silencio caminaron por las veredas que llevaban a las montañas. Dirección al cortijillo de la fuente que no estaba lejos de la Alhambra. Al levante, cerca del río Genil y a los pies de Sierra Nevada, se recogía entre el monte. Justo al lado derecho del arroyo, a la caída del collado y donde en la vaguada, brotaba un manantial. Por eso a la pequeña construcción unos lo llamaban almunia, otro casa con huerto porque rozando sus paredes, existía tierras muy fértiles donde en muchas ocasiones sembraban hortalizas. Otras personas conocían este lugar con el nombre de “el cortijillo de los ciruelos” porque en las fértiles tierras crecían estos árboles. Y muchos, simplemente se referían a él utilizando el nombre de “el cortijillo de la fuente”.

 

               El manantial brotaba por el lado de abajo del collado y antes del cortijillo y el huerto. Por eso y por una rústica acequia, el agua de este venero, se derramaba cómodamente tanto en las tierras fértiles como en la pila de piedra que había en la puerta de la vivienda. Una riqueza muy buena y más porque ni siquiera en los años de menos lluvia, el manantial aminoraba su caudal. Por eso y desde tiempos remotos, los que habían vivido en este cortijillo, en todo momento se habían sentido afortunado por la abundancia de tanta agua pura y fresca.

 

               En este recogido y bello lugar, se instalaron ellos. Labró el padre las tierras del huerto durante un tiempo y los niños le ayudaban. Recogieron algunas cosechas y con esto iban tirando. Pero, pasado un tiempo y comprobando que en nada mejoraban sus vidas, el hombre dijo a la mujer:

- Debemos irnos a otro lugar.

- ¿En qué lugar piensas?

- Ahora mismo no lo sé pero lo sueño y por eso, mañana mismo voy a marcharme de aquí en busca del lugar que te digo. Deseo para ti y nuestros hijos, un futuro más seguro y bello.

- Pues sea lo que Dios quiera y que tengas suerte.

Se marchó el hombre al día siguiente y pasaron los meses y los años y no daba señales de vida ni aparecía por ningún lado.

 

               Por Navidad y aquel año de nieves abundantes en las cumbres de Sierra Nevada, en el cortijillo de paredes blancas y tejas de color barro sucio, solo vivían tres personas. La madre, aun joven pero muy deteriorada por la dura lucha a lo largo de la vida y los dos niños hermanos. Hacía ya mucho tiempo que el padre no estaba. Tanto los niños como la mujer, cada día y en cada momento lo esperaban pero por ningún sitio llegaban noticias de él y de aquí que fueron haciéndose a la idea de haberlo perdido para siempre.

 

               Y aquellos grises días de abundantes nieves, ya en el umbral de la Navidad en el cortijillo hacía más y más frío. La madre había enfarmado, no se sabía de qué y como los dos hermanos aun no eran muy mayores, tiritando de frío, con mucha hambre y asustados por las circunstancias que les envolvían, le preguntaron a la madre:

- ¿Vamos a por leña y con ella, hacemos un gran fuego en la chimenea para que te calientes y recobres fuerzas?

Sabía ella que sus fuerzas no se recuperaban con solo calentarse en la lumbre. Pero como también se daba cuenta que los que se morían de frío y falta de cariño, eran sus dos hijos, les dijo:

- Sí, id a por leña para que el fuego no se nos apague. Cada vez hace más frío y como por la noche la escarcha es tan abundante, ni siquiera cuando sale el sol calienta.

- ¿Y a qué sitio vamos a recoger la leña que necesitamos?

Le preguntó la niña, la menor de los dos hermanos.

- Por el collado de las madroñeras siempre hubo ramas secas de enebro y encinas. Id despacio y tened cuidado que yo os espero mientras tanto, liada en esta vieja manta al calorcito de las ascuas que queda y poco a poco se apagan.

 

               Con una cuerda de esparto en la mano, envueltos en viejos abrigos y también con una pequeña cesta de mimbre, salieron de la casa, por donde las tierrecillas del huerto y siguieron la sencilla que subía hacia el collado. Recogidos en sí los dos y abrigados lo que podían para que el frío no se los comiera. Por la ladera, se veían salpicadas las madroñeras y de sus ramas, colgaban madroños rojos, redondos y sanos. Era por la mañana, ya casi medio día y por eso el sol, aunque no calentaba mucho sí lucía muy hermoso. Por entre el bosque se oía los graznidos de algunos mirlos y las escandaleras de los arrendajos. Dijo el hermano a la pequeña:

- Aunque hoy el frío es muy intenso y por las noches las heladas visten de blanco todos estos lugares, puede que por este bosque todavía haya algunas setas. ¿Quieres que busquemos a ver si tenemos suerte y encontramos?

- Nos vendrían bien para asarlas luego en las brasas y comer calentito aunque solo sea un bocado de setas silvestres.

 

               Y según iban por la senda remontando hacia el collado, se apartaron un poco para la derecha. Cogieron algunos madroños de las matas más viejas y también echaron a la cesta de mimbre algunos puñados de bellotas recogidas en las encinas que iban encontrando. Rebuscaron por entre las hojarascas las últimas castañas que aun por estos lugares quedaban y luego siguieron buscando con la ilusión de hallar algunas setas. Decía la pequeña al hermano:

- Las setas de este bosque es lo que más le gusta a nuestra madre. Si las encontramos y las asamos en la lumbre, quizá le sirva para recuperar fuerzas. Ojalá encontremos unas pocas.

 

               Cerca de unas rocas y donde unos majuelos formaban como un pequeño bosquecillo, muy recogido y algo soleado, encontraron un pequeño rodal de níscalos. Quizá los últimos de la temporada pero que un estaban tiernos y muy sanos. Con cuidado, cortaron estas setas y las pusieron en la cesta, entre las castañas, madroños y bellotas y siguieron caminando. Volcaron un poco para la umbría de la derecha y en cuanto encontraron ramas secas de enebro, sabinas y madroñeras, hicieron un haz no muy grande. Cargó con él el hermano mayor y la pequeña se encargó de la cesta con los frutos que habían recogido y mientras regresaban hacia el cortijillo, al pasar cerca del manantial, ella dijo al hermano:

- Y si por aquí también encontráramos algunas fresas silvestres para nuestra madre, también sería estupendo.

Se pararon un momento a descansar, beber un trago de agua del manantial y a buscar fresas silvestres. No encontraron ninguna porque los fríos del invierno habían quemado por completo, no solo los pequeños frutos sino también las matas.

 

               Siguieron bajando en busca del pequeño cortijillo y ya con el sol bastante colgado en el lado de la tarde, llegaron a la vivienda. Abrieron la puerta y lo primero que vieron fu a la madre liada en la manta vieja. Con la cara muy demacrada e intentando calentarse con las últimas brasas de la mortecina lumbre. En la estancia y no lejos de la chimenea, soltó el hermano el pequeño haz de leña al tiempo que le decían a la madre:

- Ya verás como ahora mismo avivamos esta lumbre y tú y toda esta estancia se calienta.

Y al acercarse la niña, también dijo a la madre:

- Y del bosque, además de leña para la lumbre, también traemos comida para ti.

 

               A su derecha y carca de la mujer muerta de frío y sin fuerzas, puso la pequeña la cesta con los frutos que habían recogido por el bosque. Al poco, la lumbre resucitó y las llamas iluminaron y caldearon toda la estancia. En las brasas, asaron las bellotas, castañas y setas y cuando ya estuvieron a punto y mientras se las comían, la pequeña preguntó a la madre:

- ¿Por qué estamos tan solos en este mundo y ni siquiera tenemos mucho para cenar en una noche como ésta?

La madre abrazó al hijo por su lado derecho y a la niña por su lado izquierdo y les dijo:

- No estamos tan solos, hijos míos. Ahora mismo nos tenemos los unos a los otros, de alguna manera y sin que lo veamos, nos abraza el cielo y esta lumbre y estas castañas, nos calienta y alimentas.

 

               Sobre el bosquecillo de la vaguada y del collado, la noche se cerró. En el cielo se acumularon las nubes negras y espesas y a lo lejos, comenzaron a brillar las luces de en las torres de la Alhambra y sobre la ciudad de la Alhambra y barrio del Albaicín. El silencio se espesó y la nieve comenzó a caer. El frío aumentó y junto al fuego, los tres acurrucados, la niña de nuevo preguntó a la madre:

- Y nuestro padre ¿Dónde estará ahora y por qué no vuelve? ¿Es que ya se ha olvidado de nosotros y no nos quiere?

Y en ese justo momento, fuera se oyó con una ráfaga de viento. Por las rendijas de la pequeña ventana en la estancia del cortijillo, penetraron unos copos de nieve y al apagarse el ruido del viento, se oyeron pasos aproximándose a la vivienda.

 

 

 

EL CORDERILLO COLOR NIEVE

 

            Cuando las nieves cubrieron las montañas de Sierra Nevada y la escarcha apareció por las riveras del río Darro, en la Alhambra el rey dijo a su general:

- Ve a la majada del pastor del valle y le indicas que lleve a cabo lo que anoche aquí acordamos.

Y solo unas horas después, cuando el sol se alzaba limpio y brillante por encima de las altas torres, el general y cuatro de sus súbditos, salieron de la Alhambra. Montados en sus caballos, recorrieron las sendas dirección al valle de la majada. Al medio día, llegaron al lugar y en ese momento, solo una mujer con su hija, trajinaban por la puerta de la pequeña casa de piedra y monte. La niña, al ver a los caballos y a los hombres con sus ropas militares y armas de guerra, se asustó. Junto a la madre y como protegiéndose de algo malo, miraba sorprendida mientras también en esos momentos, un pequeño perro negro, ladraba a los que habían llegado.

 

            Era diciembre y por eso el frío se colaba hasta los huesos. Las nieves se acumulaban en las partes altas de las montañas y por las laderas y cerca de los ríos y arroyos, las escarchas blanqueaban. Y como la familia de este pastor del valle sí celebraba la fiesta de Navidad, justo hoy se ocupaban ellos en algunos detalles de cara a la llegada del día más importante del año. Preguntó el general a la mujer:

- ¿Y tu marido?

- Por los campos con los animales. ¿Para qué lo quieren ustedes?

- Traemos un recado del rey de la Alhambra. Y como no tenemos tiempo, te lo voy a transmitir a ti para que cuando vuelta, tú se lo digas a él.

- Dígame lo que quiera que se lo comunicaré a mi marido en cuanto vuelva.

 

            Y el general, muy brevemente transmitió a la mujer el encargo del rey y al poco regresaban por los caminos dirección a la Alhambra. En cuanto al caer la tarde el pastor regresó a la majada con su rebaño de ovejas, la mujer comunicó a éste lo que el general le había dicho. Y la niña, nada más saber de qué se trataba, comentó:

- Pues ahora mismo entro al corral y me traigo conmigo al corderillo color nieve.

- ¿Y eso por qué?

Le preguntó el padre.

- Ya sabes que es mi amigo y como aun es tan pequeño y se le ve tan débil, blanquito y tan bueno, no quiero que se lo lleves al rey. Me quedaré sola y triste si lo pierdo y precisamente por estos días de Navidad, es cuando más lo necesito para compartir con él mis cosas y mis juegos.

 

            En la Alhambra, unas horas antes, el rey recibía a sus amigos, un grupo muy numeroso y les decía:

- Nosotros no celebramos la fiesta de Navidad como si hace el pastor del valle. Pero esta noche, mañana y pasado, os voy a agasajar con la mejor carne de cordero que hayáis comido en vuestra vida. Quiero que lo paséis bien y que cuando luego regreséis a vuestras tierras, digáis a todo el mundo que aquí en Granada, hay manjares que son trocitos de cielo con sabor a las montañas y nieve de Sierra Nevada. 

- Hace bien su majestad, obsequiándonos con los mejores corderos criados en estas tierras. Porque como también dice, no celebramos la Navidad pero disfrutar de la mejor cena, no está prohibido. Se lo diremos luego a nuestros amigos para que se asombre del poder y riquezas que tiene el rey de la Alhambra.

 

            En la majada del valle, dentro de la humilde casa, la niña abrazaba al corderillo color nieve. Le daba mantas de hierba y le decía:

- Come todo lo que quieras y no te asustes que a ti nadie te hará daño. Eres mi único amigo y por eso te cuidaré y protegeré con mi propia vida.

La madre y el padre la miraban mientras se calentaban en la lumbre de leña seca que ardía en la chimenea. La mujer dijo al marido:

- Si allá en la Alhambra te dan algún regalo por los corderos tan buenos que les hemos criado este año, nos traes de la ciudad algunas cosas para celebrar un poco mejor la fiesta de la Navidad.

- No te preocupes que si me obsequian con algo, cumpliré fielmente lo que me encargas.

 

            Poco después, los tres se acostaron en sus camas de monte y la niña puso a su lado al corderillo color nieve y de nuevo le comentaba:

- Unos a otros nos damos calor y así también cuido de ti para que no te pase nada.

La noche transcurrió en silencio, sin chispa de viento, con mucho frío y con el canto de algún mochuelo y cárabo por entre los árboles del río. Y a media noche, la nieve comenzó a caer. Sin hacer nada de ruido pero sí en gran cantidad y en copos grandes y esponjosos.

 

            En cuanto amaneció, el pastor se dispuso. Salió de la casa y al ver todo el campo cubierto por un blanco y extenso manto, dijo a su mujer:

- No es un día bueno para llevar a cabo lo que el rey me pide pero tengo que hacerlo porque de lo contrario, será malo para nosotros.

- Pienso como tú y por eso ahora mismo te ayudo en lo que necesites. Los caminos están llenos de nieve y el frío es mucho pero los reyes de la Alhambra no entienden de esto.

En un momento, entre él y su mujer, separaron todos los corderos de las ovejas y al poco, los conducía por los caminos dirección a la Alhambra. Acompañado solo de un pequeño perro blanco y negro y el zurrón de piel de oveja a sus espaldas donde su mujer había puesto algo de pan y queso. Por entre las nieves, el monte helado y los ríos de claras aguas, condujo sin titubear el hato de corderos. Llegó a los recintos amurallados de la Alhambra al medio día y cuando justo en esos momentos en el cielo las nubes se abrían y el sol apareció. En cuanto vieron al pastaros con su hato de corderos blancos y lustrosos, los guardianes avisaron al general y éste transmitió la noticia al rey que enseguida dijo:

- Que pase con sus corderos a estos recintos.

 

            Avisó el rey a sus amigos y todos acudieron, les indicó y se fueron sentando a los lados de los salones, en los extremos y al fondo. Les decía el rey:

- Ya veréis qué corderos más hermosos y sanos criados en los pastizales de las montañas más altas y bellas.

- Y esto ¿para qué lo hace su majestad?

- Para que cuando luego esta noche nos comamos sus carnes asadas en las lumbres de leña y sentados en las mesas de este gran palacio mío, tengáis conciencia del manjar tan bueno que os ofrezco.

Alabaron al rey sus amigos y en ese momento, por el fondo de una sala, aparecieron los corderos guiados por el pastor.

 

            Enseguida el rey miró a este hombre y  descubrir como vestía y calzaba, al instante dijo:

- Que le den unos bombines de seda para que no pise y manche el suelo de mármol de estos hermosos palacios mío.

Al oír esto, muy extrañado el pastor comentó:

- Pero majestad, el hato de corderos que ahora mismo desfila por los lujosos recintos de estos palacios suyos, rayan y ensucian mucho más que mis albarca de esparto que han sido lavada por la nieve de los caminos.

- Los corderos son una cosa y tú otra. Ponte los bombines de seda para andar por estos maravillosos palacios míos y luego te los llevas como regalo especial y agradecimiento mío por todo tu trabajo. Te servirán cuando andes por tu casa allá en la montaña y para que aprendas modales.

 

            No dijo nada más el pastor. Siguió guiando el hato de corderos por delante del rey y sus amigos y, al poco, le prohibieron continuar. Le dijo el general:

- Tus corderos ya son nuestros. Dentro de unos momentos los habremos degollado todos y estarán asándolos en las lumbres de leña para que el rey se los coma con sus amigos. Tú, vete de aquí y regresa a tu majada.

- Y con estos bombines de seda ¿qué hago?

- Has oído al rey que te ha dicho que te los ofrece como regalo.

 

            Sin más, salió el pastor de los recintos de la Alhambra, buscó los caminos de regreso y mientras iba surcando los montes, se paraba en los castañares y buscaba castañas. Se decía: “Todas las que encuentre, se las voy a llevar a mi niña y a mi mujer para que nos sirvan de alimento en esta noche de Navidad. Es lo único que puedo llevarles de este viaje mío a la ciudad de Granada”. Caía la tarde y llegaba él a su casa en el valle. Se encontró a su mujer a su niña con el corderillo color nieve, cerca del fuego en la chimenea. Preparaban unos dulces con miel de romero y la niña daba pequeñas hebras de hierba a su cordero y le decía:

- En esta noche, tú no estarás solo ni nosotros tampoco.

 

            En la Alhambra, en esos momentos, degollaban a los corderos que el pastor había llevado. Desollaron luego sus cuerpos, los asaron en las brasas de los fuegos y se los ofrecieron en lujosas fuente al rey y a sus amigos. Sobre las ostentosas mesas, humeaban las carnes con olor a sierra, musgos y romeros, laurel y orégano al tiempo que el rey decía:

- Comed, amigos míos que esta noche invito yo.

Y los amigos comentaban:

- Y una comida como la que nos ofreces, no se saborea todos los días. Tus corderos son los mejores que hemos probado en la vida.

 

            Junto al fuego, en la casa del pastor del valle, su acurrucaba el padre, la madre y la niña. Saboreaban lentamente las castañas asadas en las brasas y luego los dulces con miel de romero que la madre había preparado. Sacó el padre de su zurrón los bombines de seda y ofreciéndoselos a su mujer le dijo:

- Este es el regalo que el rey me ha dado por los corderos que le he llevado a su palacio.

- ¿Y para qué quiero yo esto?

- Según él, para que no manches el suelo de esta casa nuestra cuando andes por aquí trajinando.

 

            Algo triste la niña preguntó:

- ¿Y no te ha regalado nada para mí?

La madre la abrazó y le dijo:

- Tú tienes ahora mismo a tu corderillo color nieve, nos tienes a nosotros que te queremos mucho, todos por aquí tenemos la inmaculada nieve de estas montañas, el profundo silencio de la noche, la música del agua yéndose por el río y la luz del sol y el azul del cielo cuando mañana amanezca. Y todo esto, es mucho más valioso que los palacios de la Alhambra, los reyes y sus amigos.

Desde las torres de la Alhambra y en esos momentos, los guardianes miraban para las montañas y al ver un gran resplandor azul oro por donde la casa del pastor, asombrados preguntaron:

- ¿Qué será aquella luminosidad tan bella que por aquellos lugares arde?        

 

 

 

LOS TRES HERMANOS            

                                                                             No es bueno obligar a las personas a que

                                                                                   hagan cosas en contra de su voluntad.

 

               La casa tenía tres pequeñas habitaciones. En la habitación de la derecha, dormía el matrimonio y en las dos pequeñas de la izquierda, los dos hermanos, en una y la niña, en la otra. Y como al menor de los dos varones le gustaba mucho las avecillas del bosque y las que hacían sus nidos por entre los árboles en los huertos junto al río, siempre tenía algunas de estas aves en la habitación. Por eso, el hermano mayor, constantemente le decía:

- Llegará un momento que tendré que dejarte la habitación para ti solo y para los pajarillos que cada día recoges de los campos.

- Es que cuando me los encuentro caídos del nido, sin fuerzas y dejados de los padres, no tengo más remedio que cogerlos. ¿Tú sería capaz de dejarlos morir de frío y sin alimentos?

- Yo no ni tú tampoco pero lo que te digo es cierto: un día tendré que dejarte la habitación para ti solo y para tus pájaros.

 

               La hermana mediana, sentía especial cariño por el hermano menor y respetaba mucho al mayor de los tres. Por eso ella, siempre que podía y cuando el hermano mayor no la veía, se ponía del lado del pequeño, mostrando interés por lo que éste hacía y apoyándolo. A veces, le ayudaba a buscar pajarillos indefensos por las riveras del río o por los bosques de las laderas a un lado y otro. Otras veces, se ocupaba en buscar comida para algunas de estas avecillas, como saltamontes, lombrices o semillas silvestres. Y en otras ocasiones, cuando algunas de estas avecillas enfermaban o las veía débil, las acurrucaba en sus manos para calentarlas al tiempo que les susurraba palabras buenas y le daba ánimo. Les decía:

- Tienes que ser fuerte y ponerte pronto sano porque así te dejaremos libre para que te vayas con los tuyos al campo.

Le gustaba esto mucho y le llenaba de ánimo al hermano pequeño y se lo gradecía también a escondidas del hermano mayor.

 

               Hasta que un día de primavera, muy hermoso y con todos los campos llenos de hierba y muchas flores silvestres, el hermano menor preguntó a la pequeña:

- ¿Me acompañas?

- ¿A dónde?

- En la cañada de los tres servales, a la derecha del río Darro, hace unos días vi algunos nidos de pajarillos. Me acuerdo de ellos porque me preocupa que la tormenta que anoche descargó por esas montañas, los haya dañado. Por eso quiero ir a ver qué ha pasado por allí.

- Pues te acompaño pero no se lo digas a nuestro hermano mayor. Si se entera, seguro que nos lo prohíbe o se enfada con nosotros.

- Estoy de acuerdo contigo. Vamos sin que lo sepa y nos llevamos con nosotros una jaula pequeña por si algún pajarillo está herido y necesita ayuda.

 

               Salieron de la casa, recorrieron las calles del barrio, remontaron por las veredas a los cerros por la derecha del río Darro y le entraron a la cañada de los servales desde abajo. Fueron subiendo poco a poco y al llegar a donde brotaba un pequeño manantial y crecían varios avellanos, el hermano dijo a la niña:

- ¡Espera un momento!

Se quedaron quietos y escucharon con atención y al instante oyeron el piar de unos pajarillos llamando a sus padres. Dijo el hermano:

- En ese avellano tiene el nido una pareja de verderones. Lo vi hace unos días y las avecillas ya mostraban las primeras plumas.

Miraron y no vieron a los pajarillos en el nido. Sí al momento los encontraron desperdigados por entre la hierba, casi sin fuerzas, llamando a los padres y por completo asustados. En unos minutos, cogieron a las tres avecillas, las metieron a la jaula, regresaron por los caminos y aquella noche, el hermano mayor, discutió con el pequeño. Bastante enfadado y casi a voces, le decía:

- Te he dicho mil veces que no quiero más pájaros en esta habitación nuestra. En cuanto amanezca, los voy a coger todos para acabar con ellos tirados en el río.

 

               La hermana pequeña, desde su habitación, oyó toda la discusión que por la noche el hermano mayor había tenido con el menor. Por eso, en cuanto amaneció fue a buscar la borriquilla que el padre tenía para los trabajos en la huerta. Le puso el aparejo y cuando salía el sol por encima de las cumbres de Sierra Nevada y comenzó a iluminar las torres de la Alhambra, surcaba las calles del barrio montada en la borriquilla. Al verla una vecina le preguntó:

- ¿A dónde vas sola y tan temprano?

- Me marcho de mi casa y de este barrio.

- ¿Pero a dónde te marchas y por qué?

- A un país muy lejano donde todas las personas sean amantes de los pájaros y del campo.

- ¿Pero qué sueño es este tuyo?

Y despacio, la niña le explicó los problemas de sus dos hermanos. La mujer la escuchó paciente y al final le dijo a la niña:

- Pero mujer, en este mundo, cada persona tenemos nuestra forma de ser, nuestros gustos y carácter. Tú y tus hermanos, como hacemos todas las personas, tenéis que aprender a respetaros para convivir.

- Las cosas serán así pero yo ahora me marcho para siempre de mi casa y de este barrio en busca de un mundo nuevo. Deme usted un beso y cuando vea a mis hermanos, les da a ellos otro de mi parte.

 

               Besó la niña a la mujer casi llorando y luego la despidió. Siguió montada en la borriquilla y poco a poco la fue guiando hacia al río y para donde se encontraban los huertos. La mujer enseguida fue a casa de los padres de la niña y les contó lo que había visto y oído. Rápido el padre y el hermano pequeño salieron de la casa y corrieron por las calles en busca de la hermana. La encontraron al lado de arriba del pequeño huerto, como escondida entre unas rocas y matas de lentiscos. En cuanto el hermano menor la vio, salió corriendo, la abrazó y le dijo:

- Yo no quiero que te vayas y me dejes solo. Quiero irme contigo a ese mundo nuevo que dices y llevarme conmigo a todos los pajarillos que tengo en mi habitación.

Se presentaron en ese momento el hermano mayor y la madre que enseguida dijo a la pequeña:

- Hija mía, si mundos maravillosos como los que tú buscas no los hay en ningún lugar de la tierra.

- Pero mi hermano tiene derecho a ser amigo de todos los pajarillos que quiera sin que nadie se lo prohíba. Y yo no quiero ser mala ni enfadarme con ninguno de vosotros.

 

               Se acercó el padre a la pequeña, la abrazó con ternura, se sentó en el suelo junto a ella, le pidió al menor de los hermanos que se sentara delante de él, entre sus piernas y también le dijo al mayor de los tres:

- Y tú siéntate aquí a mi derecha.

Le obedecieron los dos hermanos y cuando la madre también estuvo sentada en el lado de arriba y sobre una roca, el padre habló y dijo:

- En el alero de este pequeño edificio que aquí en el huerto tengo para guardar las herramientas, desde hace muchos años, una pareja de golondrina viene y hace su nido. Nunca yo las molesté ni me preocupé en ayudarles en nada. Simplemente las dejé que vivieran sus vidas mientras yo me dedicaba a mis cosas. Y este año, de nuevo ahí las estamos viendo. Van y vienen con pequeñas pellas de barro, plumas y hebras de pasto para reparar el nido y criar otra vez a sus polluelos. Y si miramos al frente, por el río y laderas a derecha y a izquierda, observaremos cientos de pájaros por ahí revoloteando. Currucas, verderones, ruiseñores, gorriones, chamarices, mirlos, oropéndolas, palomas y tórtolas. Todas, igual que estas golondrinas, se afanan con sus nidos y las crías, indiferentes a mi presencia por aquí y lo mismo yo con ellas.

 

               Hizo el padre un pequeño alto en su relato y la pequeña aprovechó para preguntarle:

- ¿Y qué es lo que deseas enseñarnos con esto que nos dices y muestras?

- Algo muy sencillo y que entenderéis con toda claridad. Que todos los pájaros que por aquí hay y otros muchos que viven a lo largo y ancho de la gran naturaleza de montañas, ríos y valles, se enfrentan a la vida y la superan o no sin que nosotros les ayudemos en nada. Y esta es la gran verdad: que la naturaleza y los seres vivos que la pueblan, cuanto más libre y en paz la dejemos, mejor sabe adaptarse, desarrollarse y vivir. Y nosotros sí que podemos coger de la naturaleza aquello que sea bueno y necesitemos, respetando por encima de todo y no intentar dirigirla y domesticarla a nuestro gusto o capricho. Y lo que quiero deciros es que la mayor ayuda que podamos prestarle a las estas avecillas que viven por aquí y a las del mundo entero, es admiraras, disfrutar de sus cantos, vuelos y verlas libres y en paz. Dios ha impreso en ellas sabiduría y conductas que nosotros desconocemos y por eso es bueno y hermoso no intervenir en sus vidas.

 

                Guardó silencio el padre y también los tres hermanos. Y fue justo en este momento cuando, las dos golondrinas que por el aire revoloteaban, de repente se posaron en el suelo. A solo unos metros de ellos y, como si buscaran la mejor hebra de pasto para el nido, emitían sus trinos y miraban a un lado y otro, sin asustarse y como si les gustara estar ahí. En silencio observó la niña, el hermano pequeño y el mayor y, cuando después de unos tres minutos, las dos golondrinas alzaron vuelo y se fueron al nido, la pequeña dijo:

- Nunca antes había visto nada igual.

 

 

 

CUMPLEAÑOS

                                                                                            Las personas no mueren nunca

                                                                                        si al correr de los años y los siglos

                                                                                               se mantiene viva su memoria.

 

               Toda la casa en si era hermosa y rezumaba esencia a cielo. Es lo que continuamente decían los vecinos y aun parece que por el lugar se palpa esto. Besada por el sol a lo largo de todo el día, en mitad de la ladera del Albaicín, por encima del Puente del Aljibillo, frente a la colina de la Alhambra y mirando al gran valle de la vega. Y aunque la vivienda no era muy grande porque tenía solo dos habitaciones, una sala con chimenea y un patio rectangular lleno de flores, resultaba de lo más confortable y silenciosa.

 

               Y ella, ahora ya con más de ochenta años, se sentía reina, refugiada en esta pequeña vivienda y feliz como pocas personas en el barrio. Porque fue aquí donde se instaló al poco de casarse, aquí tuvo su primer hijo, el segundo y el tercero y aquí, al calor del fuego de la chimenea, pasaba horas por las noches charlando con el marido, cuando volvía de las montañas de cuidar el ganado. Este había sido su trabajo desde pequeño y todo el barrio lo sabía y lo conocía. Con lo poco que le pagaban cuidado el ganado y con las cuatro cosillas que sacaba del huertecillo junto al río, crió a los tres hijos. Pero estos, en cuanto fueron mayores y se les presentó la oportunidad, se marcharon de la casa y del barrio. El varón mayor, se fue al norte de España y el varón pequeño, emigró a una ciudad cerca del mar. Solo la hija mediana se quedó en la casa y fue la encargada de cuidar a los padres según estos envejecían. Hasta que un día, el padre ya se quedó casi sin fuerzas, ciego de los dos ojos y con dolores por todo el cuerpo. Y una noche de invierno, al levantarse de la cama, se cayó al suelo y murió.

 

               Acudieron los dos hermanos al entierro y entonces, entre ellos hablaron y se dijeron:

- Ahora que nuestra madre se ha quedado viuda, podemos ponernos de acuerdo y que viva una temporada en casa de cada uno.

Y la hermana mediana, al oír estas cosas, se entristeció y comentó a los hermanos:

- Ella siempre ha vivido conmigo y hasta que muera, me gustaría que de este modo siguiera.

Y al darse cuenta los hermanos que la hermana medina necesitaba de la presencia de la madre para cuidarla sentirse útil, nada más hablaron de este tema. Volvieron otra vez cada uno a su casa, lejos de Granada y el tiempo pasando. No con mucha frecuencia pero sí de vez en cuando, algunos de los hermanos volvían al barrio para ver a la madre, ya muy anciana pero con el mismo gozo de toda la vida en su corazón y alma.

 

               Hasta que un año, al llegar la primavera, la madre ya casi sin fuerzas, dijo a la hija mediana:

- Para mi cumpleaños en esta ocasión ¿sabes lo que me gustaría?

- No puedo ni imaginarlo. ¿Qué es lo que te gustaría?

- Que nadie me haga ningún regalo ni venga a nuestra casa a verme.

- ¿Y eso?

- Desde que se fue y nos falta tu padre, no tengo ganas para nada en esta vida. Su ausencia lo ha dejado todo sin sentido. ¿Dónde lo tendrá Dios recogido? Con lo bueno que siempre fue conmigo, qué dolor tan grande que ahora para siempre falte de mi vida.

Y la hija dijo:

- Pues tú no te preocupes que la celebración de tu cumpleaños en esta ocasión será como lo deseas y sueñas.

 

               En aquel mismo instante la hija se puso y comenzó a preparar el pequeño recinto del patio de la casa. Plantó macetas con flores muy variadas, las regó y en los arriates, sembró muchos rosales y colgó macetas en las paredes del patio y en las columnas. Florecieron todas estas plantas y justo el día de su cumpleaños, todo el patio estaba decorado con mil colores, cargado de finas esencias y resplandeciente de luces limpias y azules. En el centro del patio, la hija colocó una bonita mesa de madera y un sillón de esparto que el padre había tejido hacía muchos años, sentó a la anciana y le dijo:

- Esto es para celebrar tu cumpleaños del modo que en esta ocasión deseas. Con muchas flores vivas en la que siempre ha sido tu casa y sin más regalos que la visión de la Alhambra allá sobre su colina, el azul del cielo de esta ciudad de Granada y las blancas nieves sobre las cumbres de Sierra Nevada.

En el sillón de esparto se acomodó la anciana mirando por entre la flores que de las macetas colgaba hacia las torres de la Alhambra y exclamando de vez en cuando:

- ¡Qué dolor, hija mía!

 

               Se alzaba el sol ya a medio cielo, derramándose silencioso sobre los palacios y jardines de la Alhambra, cuando la hija volvía de hacer su trabajo en algunas casas del barrio. Y al abrir la puerta y entrar al patio, se quedó sorprendida. Toda la mesa de madera que delante de la anciana había puesto, se encontraba llena de originales y bonitos regalos. Y entre estos regalos, vio algunos dulces y ramos de flores. A los lados, por el suelo y por las paredes, las flores de las macetas y arriates, regalaban vivas pincelas de colores, como alegres mariposas queriendo volar al azul del cielo. La hija se acercó a la anciana que parecía dormir un aplacible sueño en su asiento de esparto y le dijo:

- Despierta que parece que alguien que te quiere mucho, sin que tú y yo lo sepamos, ha venido por aquí a traerte originales regalos.

Pero la anciana ni abrió los ojos ni dijo nada ni despertó. Dulcemente sonreía, mirando por entre las flores hacia la Alhambra y, por el purísimo azul del cielo, parecía irse hacia el paraíso que en su corazón toda su vida había soñado y al encuentro del espeso ausente.    

                

 

 

 

CUMPLEAÑOS

                                                                                            Las personas no mueren nunca

                                                                                        si al correr de los años y los siglos

                                                                                               se mantiene viva su memoria.

 

               Toda la casa en si era hermosa y rezumaba esencia a cielo. Es lo que continuamente decían los vecinos y aun parece que por el lugar se palpa esto. Besada por el sol a lo largo de todo el día, en mitad de la ladera del Albaicín, por encima del Puente del Aljibillo, frente a la colina de la Alhambra y mirando al gran valle de la vega. Y aunque la vivienda no era muy grande porque tenía solo dos habitaciones, una sala con chimenea y un patio rectangular lleno de flores, resultaba de lo más confortable y silenciosa.

 

               Y ella, ahora ya con más de ochenta años, se sentía reina, refugiada en esta pequeña vivienda y feliz como pocas personas en el barrio. Porque fue aquí donde se instaló al poco de casarse, aquí tuvo su primer hijo, el segundo y el tercero y aquí, al calor del fuego de la chimenea, pasaba horas por las noches charlando con el marido, cuando volvía de las montañas de cuidar el ganado. Este había sido su trabajo desde pequeño y todo el barrio lo sabía y lo conocía. Con lo poco que le pagaban cuidado el ganado y con las cuatro cosillas que sacaba del huertecillo junto al río, crió a los tres hijos. Pero estos, en cuanto fueron mayores y se les presentó la oportunidad, se marcharon de la casa y del barrio. El varón mayor, se fue al norte de España y el varón pequeño, emigró a una ciudad cerca del mar. Solo la hija mediana se quedó en la casa y fue la encargada de cuidar a los padres según estos envejecían. Hasta que un día, el padre ya se quedó casi sin fuerzas, ciego de los dos ojos y con dolores por todo el cuerpo. Y una noche de invierno, al levantarse de la cama, se cayó al suelo y murió.

 

               Acudieron los dos hermanos al entierro y entonces, entre ellos hablaron y se dijeron:

- Ahora que nuestra madre se ha quedado viuda, podemos ponernos de acuerdo y que viva una temporada en casa de cada uno.

Y la hermana mediana, al oír estas cosas, se entristeció y comentó a los hermanos:

- Ella siempre ha vivido conmigo y hasta que muera, me gustaría que de este modo siguiera.

Y al darse cuenta los hermanos que la hermana medina necesitaba de la presencia de la madre para cuidarla sentirse útil, nada más hablaron de este tema. Volvieron otra vez cada uno a su casa, lejos de Granada y el tiempo pasando. No con mucha frecuencia pero sí de vez en cuando, algunos de los hermanos volvían al barrio para ver a la madre, ya muy anciana pero con el mismo gozo de toda la vida en su corazón y alma.

 

               Hasta que un año, al llegar la primavera, la madre ya casi sin fuerzas, dijo a la hija mediana:

- Para mi cumpleaños en esta ocasión ¿sabes lo que me gustaría?

- No puedo ni imaginarlo. ¿Qué es lo que te gustaría?

- Que nadie me haga ningún regalo ni venga a nuestra casa a verme.

- ¿Y eso?

- Desde que se fue y nos falta tu padre, no tengo ganas para nada en esta vida. Su ausencia lo ha dejado todo sin sentido. ¿Dónde lo tendrá Dios recogido? Con lo bueno que siempre fue conmigo, qué dolor tan grande que ahora para siempre falte de mi vida.

Y la hija dijo:

- Pues tú no te preocupes que la celebración de tu cumpleaños en esta ocasión será como lo deseas y sueñas.

 

               En aquel mismo instante la hija se puso y comenzó a preparar el pequeño recinto del patio de la casa. Plantó macetas con flores muy variadas, las regó y en los arriates, sembró muchos rosales y colgó macetas en las paredes del patio y en las columnas. Florecieron todas estas plantas y justo el día de su cumpleaños, todo el patio estaba decorado con mil colores, cargado de finas esencias y resplandeciente de luces limpias y azules. En el centro del patio, la hija colocó una bonita mesa de madera y un sillón de esparto que el padre había tejido hacía muchos años, sentó a la anciana y le dijo:

- Esto es para celebrar tu cumpleaños del modo que en esta ocasión deseas. Con muchas flores vivas en la que siempre ha sido tu casa y sin más regalos que la visión de la Alhambra allá sobre su colina, el azul del cielo de esta ciudad de Granada y las blancas nieves sobre las cumbres de Sierra Nevada.

En el sillón de esparto se acomodó la anciana mirando por entre la flores que de las macetas colgaba hacia las torres de la Alhambra y exclamando de vez en cuando:

- ¡Qué dolor, hija mía!

 

               Se alzaba el sol ya a medio cielo, derramándose silencioso sobre los palacios y jardines de la Alhambra, cuando la hija volvía de hacer su trabajo en algunas casas del barrio. Y al abrir la puerta y entrar al patio, se quedó sorprendida. Toda la mesa de madera que delante de la anciana había puesto, se encontraba llena de originales y bonitos regalos. Y entre estos regalos, vio algunos dulces y ramos de flores. A los lados, por el suelo y por las paredes, las flores de las macetas y arriates, regalaban vivas pincelas de colores, como alegres mariposas queriendo volar al azul del cielo. La hija se acercó a la anciana que parecía dormir un aplacible sueño en su asiento de esparto y le dijo:

- Despierta que parece que alguien que te quiere mucho, sin que tú y yo lo sepamos, ha venido por aquí a traerte originales regalos.

Pero la anciana ni abrió los ojos ni dijo nada ni despertó. Dulcemente sonreía, mirando por entre las flores hacia la Alhambra y, por el purísimo azul del cielo, parecía irse hacia el paraíso que en su corazón toda su vida había soñado y al encuentro del espeso ausente.    

                

 

 

 

CUMPLEAÑOS

                                                                                            Las personas no mueren nunca

                                                                                        si al correr de los años y los siglos

                                                                                               se mantiene viva su memoria.

 

               Toda la casa en si era hermosa y rezumaba esencia a cielo. Es lo que continuamente decían los vecinos y aun parece que por el lugar se palpa esto. Besada por el sol a lo largo de todo el día, en mitad de la ladera del Albaicín, por encima del Puente del Aljibillo, frente a la colina de la Alhambra y mirando al gran valle de la vega. Y aunque la vivienda no era muy grande porque tenía solo dos habitaciones, una sala con chimenea y un patio rectangular lleno de flores, resultaba de lo más confortable y silenciosa.

 

               Y ella, ahora ya con más de ochenta años, se sentía reina, refugiada en esta pequeña vivienda y feliz como pocas personas en el barrio. Porque fue aquí donde se instaló al poco de casarse, aquí tuvo su primer hijo, el segundo y el tercero y aquí, al calor del fuego de la chimenea, pasaba horas por las noches charlando con el marido, cuando volvía de las montañas de cuidar el ganado. Este había sido su trabajo desde pequeño y todo el barrio lo sabía y lo conocía. Con lo poco que le pagaban cuidado el ganado y con las cuatro cosillas que sacaba del huertecillo junto al río, crió a los tres hijos. Pero estos, en cuanto fueron mayores y se les presentó la oportunidad, se marcharon de la casa y del barrio. El varón mayor, se fue al norte de España y el varón pequeño, emigró a una ciudad cerca del mar. Solo la hija mediana se quedó en la casa y fue la encargada de cuidar a los padres según estos envejecían. Hasta que un día, el padre ya se quedó casi sin fuerzas, ciego de los dos ojos y con dolores por todo el cuerpo. Y una noche de invierno, al levantarse de la cama, se cayó al suelo y murió.

 

               Acudieron los dos hermanos al entierro y entonces, entre ellos hablaron y se dijeron:

- Ahora que nuestra madre se ha quedado viuda, podemos ponernos de acuerdo y que viva una temporada en casa de cada uno.

Y la hermana mediana, al oír estas cosas, se entristeció y comentó a los hermanos:

- Ella siempre ha vivido conmigo y hasta que muera, me gustaría que de este modo siguiera.

Y al darse cuenta los hermanos que la hermana medina necesitaba de la presencia de la madre para cuidarla sentirse útil, nada más hablaron de este tema. Volvieron otra vez cada uno a su casa, lejos de Granada y el tiempo pasando. No con mucha frecuencia pero sí de vez en cuando, algunos de los hermanos volvían al barrio para ver a la madre, ya muy anciana pero con el mismo gozo de toda la vida en su corazón y alma.

 

               Hasta que un año, al llegar la primavera, la madre ya casi sin fuerzas, dijo a la hija mediana:

- Para mi cumpleaños en esta ocasión ¿sabes lo que me gustaría?

- No puedo ni imaginarlo. ¿Qué es lo que te gustaría?

- Que nadie me haga ningún regalo ni venga a nuestra casa a verme.

- ¿Y eso?

- Desde que se fue y nos falta tu padre, no tengo ganas para nada en esta vida. Su ausencia lo ha dejado todo sin sentido. ¿Dónde lo tendrá Dios recogido? Con lo bueno que siempre fue conmigo, qué dolor tan grande que ahora para siempre falte de mi vida.

Y la hija dijo:

- Pues tú no te preocupes que la celebración de tu cumpleaños en esta ocasión será como lo deseas y sueñas.

 

               En aquel mismo instante la hija se puso y comenzó a preparar el pequeño recinto del patio de la casa. Plantó macetas con flores muy variadas, las regó y en los arriates, sembró muchos rosales y colgó macetas en las paredes del patio y en las columnas. Florecieron todas estas plantas y justo el día de su cumpleaños, todo el patio estaba decorado con mil colores, cargado de finas esencias y resplandeciente de luces limpias y azules. En el centro del patio, la hija colocó una bonita mesa de madera y un sillón de esparto que el padre había tejido hacía muchos años, sentó a la anciana y le dijo:

- Esto es para celebrar tu cumpleaños del modo que en esta ocasión deseas. Con muchas flores vivas en la que siempre ha sido tu casa y sin más regalos que la visión de la Alhambra allá sobre su colina, el azul del cielo de esta ciudad de Granada y las blancas nieves sobre las cumbres de Sierra Nevada.

En el sillón de esparto se acomodó la anciana mirando por entre la flores que de las macetas colgaba hacia las torres de la Alhambra y exclamando de vez en cuando:

- ¡Qué dolor, hija mía!

 

               Se alzaba el sol ya a medio cielo, derramándose silencioso sobre los palacios y jardines de la Alhambra, cuando la hija volvía de hacer su trabajo en algunas casas del barrio. Y al abrir la puerta y entrar al patio, se quedó sorprendida. Toda la mesa de madera que delante de la anciana había puesto, se encontraba llena de originales y bonitos regalos. Y entre estos regalos, vio algunos dulces y ramos de flores. A los lados, por el suelo y por las paredes, las flores de las macetas y arriates, regalaban vivas pincelas de colores, como alegres mariposas queriendo volar al azul del cielo. La hija se acercó a la anciana que parecía dormir un aplacible sueño en su asiento de esparto y le dijo:

- Despierta que parece que alguien que te quiere mucho, sin que tú y yo lo sepamos, ha venido por aquí a traerte originales regalos.

Pero la anciana ni abrió los ojos ni dijo nada ni despertó. Dulcemente sonreía, mirando por entre las flores hacia la Alhambra y, por el purísimo azul del cielo, parecía irse hacia el paraíso que en su corazón toda su vida había soñado y al encuentro del espeso ausente.    

                

 

LA PIRÁMIDE DE ORO

 

                                                                                   Hoy el mundo no necesita de profetas

                                                                          ni de poderosos ni de personas con dinero,

                                                                          de lo que el mundo está falto hoy

                                                                          es de personas sabias, libres y creativas.

 

               I- Los dos eran muy amigos. Decían en el barrio que los niños más amigos que en aquellos tiempos había en Granada. Él tendría unos doce años y ella nueve y medio. Y a los dos, lo que más le gustaba era juntarse y organizar algunas aventuras por las partes altas del barrio del Albaicín. Por los barrancos y colina que hay frente al Generalife y el Cerro del Sol. Nadie se lo había dicho pero ellos, decían que soñaban con frecuencia, con un tesoro original en las laderas y barrancos de esta colina.

 

               Y aquella mañana de primavera, cuando el padre del joven se fue con el ganado a las montañas de la derecha, su amiga se presentó y le dijo:

- Me gustaría ir hoy al barranco donde el otro día encontramos las puntas de cuarzo.

- ¿Y eso?

- Porque tengo la intuición de que ahí vamos a encontrar algo muy original.

- ¿En qué estás pesando?

- Tendremos que ir y buscarlo para que lo veas y sepas lo que es.

- Pues vamos ahora mismo.

Y al instante salieron de su casa, pasaron por las ruinas de algunos edificios, cruzaron por entre unas higueras en los huertos y subieron por el barranco. Antes de llegar al final, se pararon en una pequeña torrentera y a la derecha de un arroyuelo. Con un trozo corto de hierro y algo aplastado, se pusieron a remover la tierra, con la intención de encontrar puntas de cuarzo.

 

               Y no llevaban diez minutos escarbando cuando, ante sus ojos, apareció un bonito trozo de cuarzo, en forma de punta, transparente por completo y con un tono azul violeta. Enseguida lo cogió ella, le quitó la tierra con sus dedos y comentó:

- Es el más bonito que hasta ahora hemos encontrado.

- Pues aquí hay otro un poco más pequeño.

Dijo de pronto el muchacho. Y fue a coger la transparente punta cuando, al remover la tierra para descubrirla totalmente cuando, ante sus ojos apareció lo que parecía una pirámide con una forma muy original. Dijo el joven a su amiga:

- Brilla como si fuera oro puro y está formada por láminas delgadas que se apilan dando lugar a una pirámide del tamaño de mi mano.

- Es maravillosa, cógela con cuidado no vaya a deshacerse.

 

               Y el joven, con delicadeza y lentamente, cogió la piedra reluciente y enseguida se dio cuenta que las delgadas láminas, se separaban una de la otra. La de la base, la más grande, fue la primera en romperse y en ese momento, al quedar por completo expuesta al sol, la delgada lámina brilló con gran intensidad y mostrando el color de un ascua incandescente.

- Es oro puro.

Comentó la niña.

- Procura que no se rompan las placas y guárdala en el bolsillo junto al pecho para que nadie vea y nos quite esta joya tan bonita y valiosa.

Y fue el joven a guardarse el pequeño tesoro cuando, la voz de un hombre a solo unos metros de ellos, resonó potente diciendo:

- ¿Qué, buscando tesoros en las tierras que no son vuestras?

 

               Rápido el muchacho escondió la piedra entre sus ropas y sin decir nada al hombre, bajaron de la torrentera, buscaron un caminillo y corrieron hacia los huertos y casas del barrio. Detrás de ellos corrió el hombre, guarda de las tierras y les decía:

- Os cogeré por mucho que corráis porque no tenéis dónde esconderos.

Desde las higueras de los huertos, los niños subieron a toda prisa por los caminillos y al llegar a las ruinas de algunas de las casas del barrio, intentaron esconderse por entre las paredes. Pero al saltar un trozo de pared caída, ante ellos apareció la figura de otro hombre que conocían muy bien. Se pararon frente a él y jadeantes le dijeron:

- Nos persigue el guarda de las montañas y nosotros no hemos robado ni hecho nada.

- No tengáis miedo porque yo os defenderé de él. Venid por aquí y me decís por qué os persigue ese guardia antipático de las montañas.

 

               Siguieron los niños al hombre que se ofrecía salvarlos y entre las paredes que formaban como un patio pequeño, se pararon. Se volvió el hombre para ellos y les dijo:

- Para defenderos con todas las garantías tenéis que confesarme lo que realmente ha pasado.

La niña temblando de miedo y el joven con su pirámide de oro escondida entre la ropa del pecho, reflexionaron unos segundos y luego el joven dijo:  

- Te lo podemos contar todo y con detalle pero antes, déjame que durante unos minutos, medite a solas algunas cosas. Tengo que pensar bien lo que vamos a decirte para que nos defiendas con todas las garantías.

- Pues escóndete detrás de aquellas paredes mientras tu amiga se queda conmigo para entretener al guardián si llega. Yo te protegeré de este hombre y lo mismo haré con esta niña.

 

               Sin pararse más a pensar las cosas, el joven se fue hacia el lado de las paredes rotas, se ocultó tras ellas y en esos momentos, al mirar para la Alhambra, imaginó dentro de los palacios, a los príncipes y princesas. Se dijo: “Si escondo por aquí el oro que tengo conmigo y el guarda nos quiere quitar, luego podré venir a recogerlo y disfrutaremos de su valor construyendo castillos tan grandes y más hermosos que aquellos”. Y sin más, a toda prisa, sacó de su pecho la pequeña pirámide de oro, la escondió entre unas piedras cerca de las zarzas y enseguida regresó a presencia del hombre que se había ofrecido para salvarlos. En cuanto estuvo de nuevo frente le dijo:

- Ya tengo claro cómo contarte las cosas para que nos puedas defender del que nos persigue.

El que los perseguía, ya había atravesado el bosque de las higueras y por los caminillos se acercaba a las ruinas donde los niños se habían escondido. El hombre que se prestaba a defenderlos dijo al joven:

- Pues venga dime ¿Por qué razón os persigue el guarda de las montañas?

- Él sabe que nosotros buscamos tesoros por los barrancos y laderas de esos lugares y como esta mañana nos ha visto ahí, quizá piense que hemos encontrado algo valioso y quiere quitárnoslo.

- ¿Y habéis encontrado alguno de sus tesoros?

- Es lo que a nosotros nos hubiera gustado. Pero solo hemos removido un poco de tierra.

- Pues entonces, no tengáis miedo alguno que yo sabré qué decirle a este guarda malo.

 

               Llegó el guarda a ellos en esos momentos y antes de que dijera nada, el que se había prestado para salvar a los niños, le advirtió:                       

- Tranquilo y ni grites ni te sofoques que estos amigos míos no te han hecho nada.

- Con mis propios ojos he visto que han encontrado un tesoro en las tierras que pertenecen a mi amo. Quiero que ahora mismo me entreguen ese tesoro porque no es como si me lo hubieran robado.

Y muy valiente y seguro de sí, el hombre que defendía a los niños se enfrentó al guarda diciendo:

- ¿De qué tesoro estás hablando? Míralos bien y verás como ellos no tienen nada en sus manos ni guardado en los bolsillos de sus ropas. Y te digo una cosa: desde hace mucho tiempo yo conozco a estos dos niños y por eso sé que son buenos y mis mejores amigos. Así que te pido que los dejes en paz y no los asuste más ni les haga daño.

- Pero el dueño de las tierras de esa colina, dejará de confiar en mí y me despedirá si yo no hago bien mi trabajo y dejo que estos niños y otros, entre por ahí como si fueran sus campos.

- Ese no es problema de estos jóvenes. Así que déjanos en paz y aléjate de aquí.

 

               Bastante enfadado, el guarda agachó su cabeza, miró de reojo a los niños, dio media vuelta y comenzó a caminar hacia las aguas del río. Antes de alejarse mucho, volvió su cabeza para los niños y les dijo:

- Os cogeré y os quitaré el tesoro el día menos pensado.

Y el hombre que los defendía de nuevo advirtió al guarda:

- Pues cuídate mucho de hacerle daño alguno que ya sabes que son como mis pequeños hermanos.

Siguió caminando el guarda mientras ellos tres, desde las ruinas de las casas, lo observaban en silencio.  

 

               II- Por donde el padre del joven de la pirámide guardaba el rebaño de cabras, había parajes muy hermosos. Una alta montaña cubierta de monte y muchos árboles hasta la misma cumbre, un arroyo bastante gran por el que corrían aguas muy claras a lo largo de todo el año, un copioso manantial en las partes bajas de la montaña y una muy buena extensión de terreno donde crecían encinas centenarias que daban abundantes bellotas en otoño. Y era en el lado de abajo de estos bosques de encinas donde, sobre un cerrillo y tiempos atrás, habían construido un bonito edificio. En todo lo alto de este montículo donde también construyeron una gran alberca que llenaban de agua con una acequia que venía desde el arroyo. Y era por esto, por la abundancia de agua pura y fresca, por lo que todo el edificio sobre el montículo, estaba rodeado de jardines y buenas tierras de cultivo. De aquí que el lugar, en tiempos muy lejanos, había sido un espacio muy hermoso, solitario y lleno de paz y silencios.

 

               Pero pasado el tiempo, la bonita construcción, decían algunos que propiedad de señores de la Alhambra, fue abandonada. Porque sus dueños perdieron batallas en las guerras, fueron apresados, algunos, otros heridos y varios muertos. Pero a pesar del abandono de la bonita casa sobre el cerrillo, de los campos y tierras de cultivo, por el lugar el agua de los manantiales seguía brotando y los arroyos corriendo. Precisamente lo que más le gustaba al joven de la pirámide, cada vez que recorría estos parajes cuidando a los animales. Desde la distancia, observaba el edificio sobre el montículo y al descubrirlo solitario y oculto entre la vegetación y sumido en silencio, se decía: “Nunca veo a nadie por ahí y siempre me parece que en esta casa y tierras que le rodean, hay grandes misterios que todos desconocemos. Un día, sin que lo sepa mi padre para que no me lo prohíba, tengo que acercarme ahí para descubrir y ver con mis propios ojos, lo que este edificio es y lo que encierra”.

 

               Y unos días después del hallazgo de la pirámide de oro y el enfado del guarda de las montañas de los tesoros, cuando con su amiga jugaba por la orilla del río Darro, le dijo mientras miraba para las torres de la Alhambra:

- La solitaria casa del cerrillo entre encinas, granados y almendros, me tiene cada vez más intrigado.

Y la niña le dijo:

- Tú me has hablado tanto de ese lugar que también cada día tengo más ganas de ir a verla.

Y tres dos más tarde, una bonita mañana de primavera, el joven se fue por los campos cuidando los animales que el padre tenía a su cargo. Invitó a su pequeña amiga con la ilusión de llevarla y enseñarle el misterioso edificio del cerrillo. Siguiendo el rebaño de cabras, los dos y un pequeño perro, cruzaron los campos, atravesaron la llanura de las encinas y se acercaron al arroyo que descendía del gran cerro del monte espeso. Buscaron el manantial que brotaba frente al cerrillo del edificio y entre unos acebuches y juncos, se pararon a beber un trago de agua fresca y pura.

 

               Brotaba el manantial justo por debajo de una roca, corría un poco y enseguida se remansaba en un pequeño charco redondo con playas de arena fina y dorada. Y como a ella le pareció tan bonito, sereno, transparente y luminoso el pequeño charco de la arena, preguntó a su amigo:

- ¿Y si por aquí nos quedáramos para siempre, junto a estas aguas, estos árboles y el silencio de los paisajes?

Y el joven confesó a su amiga:

- Lo que yo quisiera es tener un día el dinero suficiente para comprarte joyas y perlas preciosas, la casa misteriosa del cerrillo, sus jardines y huertas.  

- ¡Qué bonito seria eso!

Exclamó la niña. Y en esos momentos, al mirar para la corriente del arroyo y ver la arena lavada por las aguas, a su mente acudió un pensamiento. Dijo enseguida a su amiga:

- Mis padre me han dicho muchas veces que por estos arroyos no lejos de la Alhambra, hay oro. Podemos buscar nosotros y si encontramos mucho, lo juntamos con la pirámide que tengo escondida en unas zarzas en las viejas ruinas de las zarzas, luego lo vendemos todo y con el dinero que nos den, compramos la casa que tanto te gusta y a mí me intriga sobre el cerrillo.

- Sí que podríamos hacer eso.

Contestó la joven.

 

               Y sin pensarlo mucho, se pusieron y en la corriente del arroyo y arena que al agua lavaba, comenzaron a buscar pepitas de oro. Lo primero que hicieron fue coger algunos puñados de arena, lavarla con cuidado mientras miraban para ver si aparecía alguna piedrecita de oro. No encontraron nada durante un buen rato y como el día avanzaba y el sol calentaba, como una hora después de nuevo la pequeña dijo a su amigo:

- Hoy no hemos encontrado nada pero a trazar unos canalillos por entre estas playas de arena y dejamos que el agua pase por ahí. Volvemos otro día y a lo mejor el agua ha lavado y dejado al descubierto el oro que estamos buscando.

Le hizo caso su amigo y en la arena de las pequeñas playas, hicieron varios canalillos y encauzaron por ellos chorrillos de agua. Luego se dispusieron seguir la acequia que desde el arroyo llevaba el agua al edificio del cerrillo para ir a este lugar cuando, al mirar para el lado de la montaña, por entre una gran zarza, vieron un agujero.

- Parece la puerta de una cueva. ¿Entramos y la descubrimos?

Comentó la niña.

- ¿Y si dentro hay alimañas o algún río oculto y caudaloso?

- Puede ser peligroso pero también sería un gran descubrimiento.

- En eso tienes razón. Vamos a entrar con cuidado y descubrimos qué es lo que encierra esta cueva.

 

               Cruzaron la corriente saltando por unas piedras, se aproximaron a las zarzas y se disponían a entrar por el agujero que en forma de puerta de cueva ofrecía el terreno, cuando oyeron las voces del padre que los llamaba.

 

               III- Dos días después, por la mañana el joven salió de su casa, recorrió las calles del barrio dirección a la casa de su amiga y preguntó por ella. La madre le dijo:

- Se fue con unas amigas y me dijo que a las aguas del río. ¿La necesitas para algo?

- Solo quería hablar con ella un secreto.

- Pues cuando regrese se lo digo.

Pero el joven, siguió por las calles del barrio, bajó poco a poco hasta las aguas del río con el deseo de encontrarla. La vio un poco antes de llegar al río. Las amigas jugaban en las arenas de la orilla y ella, sentada en una piedra, observaba las torres de la Alhambra y parecía meditar algo. Al llegar, el joven la saludó y le dijo:

- Te estoy buscando porque hoy es un día muy bueno para realizar un plan que se me ha ocurrido.

Y algo sorprendida enseguida preguntó ella:

- ¿Qué es lo que se te ha ocurrido?

- Como hoy mi padre no me ha pedido que me vaya con los animales por los campos, he pensado que podríamos regresar a las ruinas donde el otro día escondí el tesoro que el guarda de las montañas quería quitarnos.

- ¿Es que vamos a sacar esa joya de oro del lugar donde la escondiste para traérnosla a nuestras casas?

- Si nos traemos esa joya a nuestras casas pueden descubrirnos y en cuanto nuestro amigo, el que nos defendió del guarda, se entere seguro que se enfada con nosotros al darse cuenta que lo hemos engañado.

- Entonces ¿qué piensas hacer?

- Podemos ir a las ruinas de las viejas casas, sacar la joya de oro del lugar donde la escondí y luego nos vamos a los campos de la casa sobre el cerrillo y en la cueva que, en el arroyo descubrimos aquel día, escondemos este oro nuestro para que nadie nos lo robe. Y de paso miramos a ver si en los canalillos que trazamos por entre las playitas de arena, hay alguna pepita de oro. Sería estupendo porque de este modo, lo escondemos todo en el mismo lugar y junto. ¿Qué te parece mi plan?

Y después de unos segundos en silencio, la amiga contestó:

- Que es una idea estupenda.

 

               Al salir el sol, al día siguiente, por entre las ruinas de los edificios, iban avanzando los dos. Al frente se veía la colina de la Alhambra, con las altas torres y la gran muralla rodeando y la ladera cayendo para el río. Un poco al norte, se veían las blancas casas del Albaicín y, por entre ellas, emergiendo cipreses, higueras, pinceladas verdes de huertos y jardines y, por el azul intenso del cielo, algunas nubes blancas. Un poco al norte de ellos, entre la colina de la Alhambra y en lo hondo, se veía el bonito valle del río Darro. Se adivinaban sus aguas saltando limpias y hasta se percibía el rumor de algunas cascadas. Porque esto fue lo que ellos oyeron al aproximarse a la zarza donde el joven tenía escondida su joya de oro.

 

               Habían saltado varios trozos de tapias derruidas y al ver la espesa zarza, el joven dijo a su compañera:

- Es como si de la espesura de esta zarza brotara el rumor de las cascadas que oímos.

Y la pequeña contestó:

- Vamos a mirar a ver qué encontramos y de paso me dices el punto exacto donde se encuentra el tesoro que por aquí dejaste.

Se aproximaron un poco más a la espesura de la zarza y, por entre los verdes tallos, descubrieron como la entrada de una cueva.

- ¿Qué será esto?

Preguntó la niña a su compañero.

- Déjame que yo entre el primero y con cuidado para ver qué hay aquí dentro.

Pasó el joven por el estrecho agujero en forma de puerta de una cueva y le dio su mano a la niña al tiempo que le decía:

- Ve con cuidado y escucha por si oímos algo extraño.

Y en cuanto recorrieron unos diez metros, al fondo y no muy lejos, vieron un brillante resplandor. Más al fondo pero también cerca, se oía el rumor de las cascadas.

 

               Comentó el joven:

- Será que por aquí corre un río nuevo que nadie conoce.

- Puede ser eso. Avancemos un poco más y lo vemos.

Avanzaron cogidos de la mano y enseguida, ante ellos, apareció una gran cavidad toda tallada en roca caliza. La luz entraba como por una gran abertura que el río había horadado y el agua de este cauce, saltaba de poza en poza desde el lado de arriba hacia el corazón de la cueva. Asombrada dijo ella:

- Es una maravilla como nunca se ha visto por estos lugares.

- Y donde el agua se remansa cuando termina de caer desde estas pozas, fíjate qué charco más claro y azul verde. Cógete firme a mí y vamos a bajar por estas rocas en forma de escaleras hasta el borde de ese pequeño lago.

 

               Apoyándose el uno al otro y dándose ánimo, fueron saltando las escaleras talladas en la roca, se aproximaron al charco y en la misma orilla se pararon. Cogidos de la mano miraban los reflejos del agua y los remolinos que dibujaba la corriente cuando, del lado de la luz, apareció la silueta de una pequeña ave. Volando como herida y confiada y fue a posarse sobre un trozo de roca bañada por las pequeñas olas del charco. Y justo al posarse, en las aguas se reflejó su color dorado, el negro de sus alas y cola y los destellos blancos de algunas de sus plumas. Con la boca abierta y el aliento contenido, miraban ellos y pasado unos segundos el joven comentó:

- Parece una golondrina pero no solo es blanca y negra sino también dorada. Y también parece como si estuviera herida o quisiera algo de nosotros.

- Acerquémonos con cuidado para verla mejor y tocarla, si se deja.

Comentó la niña.

 

               Caminaron muy lentamente y en silencio e iban a rozar con sus dedos las doradas plumas del ave cuando descubrieron que, como en un espejo, su color oro se reflejaba en las aguas del remansado charco, mezclados con los reflejos de las torres de la Alhambra. Al ver esta maravilla, los dos se quedaron quietos observando al ave y los reflejos dorados en las aguas mientras buscaban alguna explicación. Y no solo no entendían nada sino que de pronto, la pequeña ave, alzó vuelo y río abajo se perdió dirección hacia la alta colina de la Alhambra. La observaron inmóviles hasta que se le perdió a lo lejos y fue cuando el joven comentó a la niña:

- Puede que sea el alma de alguna de las personas que viven en esos palacios. Volvamos al barrio y les decimos a nuestros padres lo que por aquí hemos descubierto a ver si ellos nos aclaran algo.

 

               Pero en ese momento, junto a las aguas del río y recortándose sobre la imagen de la Alhambra muy al fondo, apareció la figura de un hombre. De pie, mirándolos fijo y muy sereno. Al reconocerlo los niños, enseguida la pequeña le preguntó:

- ¿Qué haces tú aquí?

Y el hombre, con mucha calma, habló y dijo:

- Como soy vuestro amigo y hace unos días os defendí del guarda de las montañas, me gusta cuidar de vosotros y saber cómo os van las cosas. ¿Ocurre ahora algo en lo que pueda ayudaros?

Y enseguida el joven preguntó:

- ¿Por qué esa golondrina tan bonita que por aquí ha aparecido se ha marchado antes de que podamos tocarla?

- No se fía de vosotros plenamente.

- ¿De qué nos conoce y qué es lo que nosotros le hemos hecho?

- Os conoce desde hace mucho tiempo y habéis hecho algo que no es bueno.  

Un poco extrañados, los niños miraban a la persona que tenían frente a ellos y ahora sintieron algo de miedo.

 

               El hombre, de nuevo habló y dijo:

- Por mi parte, voy a explicaros las cosas para que tengáis claro que en la vida no se debe engañar a los amigos: cuando el otro día me pedisteis os defendiera del guarda que os perseguía, lo primero que os die fue que fuerais sinceros conmigo. Que me contarais toda la verdad para poder defenderos del guarda con todos los derechos.

Hizo una pausa el hombre en su exposición y luego, miró fijo al joven, lo señaló con la mano y le dijo:

- y tú, cuando te escondiste detrás de las viejas tapias, entre las zarzas, escondiste algo que no me dijiste. Yo lo supe en ese momento pero preferí callarme y defenderos del guarda que os perseguía. Sin embargo ahora, cuando habéis vuelto a por lo que escondiste entre las zarzas, sé que era un pequeño tesoro que encontrasteis en las laderas de las montañas, las cosas no son como esperabas. Vuestro tesoro oculto, vuestro fantástico sueño y que dio lugar al engaño que ya os he dicho, ha volado. Se ha convertido en una pequeña avecilla que, como una fantasía mágica, aparece ante vosotros y ni siquiera deja que la toquéis.

 

               Muy en silencio, sorprendidos e intrigados, los dos niños se miraban y escuchaban al amigo que tenían delante y no sabía qué hacer ni qué decir. Pasado unos segundos, el joven se animó a preguntar:

- ¿Pero por qué sucede esto?

- Ya os lo he dicho y otra vez os lo repito: no procedisteis con honestidad con migo que soy vuestro amigo y me preste a ayudaros solo para ser bueno con vosotros.

- ¿Y estás enfadado ahora?

- Desde luego que no pero es bueno que, de vuestro no correcto proceder, aprendierais una lección. Vuestro tesoro y todo lo que con él soñabais hacer, en esta ocasión se ha desvanecido. Pero seguid soñando y buscando tesoros en la vida porque eso es bueno. Y desde ahora y para siempre, tened continuamente claro que a los amigos nunca hay que engañarlos.      

 

               Poco después, los dos niños, caminaron de regreso, salieron fuera de la gruta y luego por el agujero en la zarza entre las ruinas y regresaron enseguida al barrio. Comentaron a sus padres y amigos lo que habían descubierto y estos, ninguno los creyeron. Pero para convencerlos, los dos jóvenes les pidieron que los acompañara a las ruinas de las casas y a la zarza de la cueva. Algunos les hicieron caso pero cuando llegaron a las ruinas, aunque sí vieron la zarza, no encontraron la puerta de la cueva que ellos habían atravesado para llegar al corazón de la gruta, al claro río y azul charco con los reflejos de la Alhambra y la golondrina dorada. Algunos dijeron:

- Lo que nos habéis contado es pura fantasía vuestra.

Y los niños se defendieron confirmando:

- Pues nosotros lo hemos visto y oído y por eso estamos seguros de lo que contamos. Y hasta estamos convencidos de que esta tan hermosa visión, es parte de una verdad para todos desconocida en la Alhambra. 

 

 

NOCHE DE LUNA CLARA

 

En su sueño, el joven se vio por el río Darro, al otro lado de la colina del Generalife y algo más debajo de Jesús del Valle. Dos ríos se juntaban por este espacio y el del centro, el que parecía principal, bajaba lleno de aguas claras y serenas. Se vio subiendo por una de las sendas, cruzó la corriente del río más ancho y luego atravesó el valle. Por donde el río principal ofrecía un pequeño vado, cruzó también este valle y buscó la sendilla que subía a lo más alto del montículo.

 

Estaba oscureciendo pero no sentía miedo. Quería llegar a los más alto del monte para desde ahí, es más fantástico mirador que hay sobre el río Darro, colina de Generalife y torres y murallas de la Alhambra, observar este espectáculo. Iba solo y no temía que la noche se le echara encima. Pero aligeró sus pasos y, cuando oscurecía, llegaba a los más altos del montículo. Durante un rato estuvo buscando el sitio desde donde dominar más panorama hacia toda la cuenca del río, colina de la Alhambra y Vega al fondo de Granada. Cuando la luna asomaba por lo más alto de Sierra Nevada, encontró el punto exacto en el fantástico mirador en lo más elevado de cerrillo. Se dijo: “Aquí me voy a quedar toda la noche para gozar de estos rincones y iluminados por la luz de la luna. Y si tenga suerte, porque el cielo lo quiera, a lo mejor encuentro y veo lo que estoy buscando”.

 

               Era final de primavera, no hacía frío ninguno y sí el airecillo que subida del río, pasaba cargado de aromas a flores de naranjos, jazmines y melias. Y estaba él sentado casi al borde del mirador natural en lo más alto del cerrillo, cuando sintió algunos ruidos. Miró para su derecha, un poco al lado del gran valle en el río principal y los vio. Primero como un rebaño de cabras que, iluminado por la luz de la luna parecían figuras de viento y por eso casi transparente. Avanzaron los animales hacia el otro lado del río chico y enseguida vio la figura de un gran caballo. También transparente y como alejándose hacia el Generalife. Miró para las aguas del río y como manando del viento al tiempo que se fundía con las aguas azules verdes, vio la figura de una joven. Llevaba en sus brazos a un niño que acariciaba dulcemente decía:

- Voy al encuentro del hombre que sueño para que me dé su mano y me salve. Tú acurrúcate en mí y no tengas miedo.

 

               Quiso bajar del cerrillo y salirle al paso para ayudarle porque creía que lo necesitaba pero en ese momento despertó. Durante unos segundos continuó en la cama recordando el sueño y luego se levantó. Caminó por las calles del barrio y cuando se encontró con el anciano sabio, le contó el sueño que acababa de tener. Y el sabio, después de escucharlo le dijo:

- Lo que has soñado es cierto aunque por aquí nunca lo haya visto nadie.

- Pero mis amigos siempre dicen que los sueños son fantasías irracionales.           

- Los sueños siempre son pequeños adelantos de un mundo nuevo que por ahora desconocemos pero que existe realmente. Un día todos los humanos y desde todos los tiempos, nos encontraremos vivos y caminando por estos fantásticos mundos de los sueños. La Alhambra, Sierra Nevada como coronando, la luz que sobre Granada cada día se derrama, las aguas de este río Darro y el azul de los cielos que por aquí muchos días vemos, son pequeños reflejos de este mundo de sueños que te digo. 

 

 

 LOS GRANDES MISTERIOS DE LA ALHAMBRA

 

               Los había guiado por veredas únicas, tapizadas de hierba y escoltadas de vegetación. A lo largo de varias horas y por eso, al llegar a la llanura del pequeño lago verde azul, les dijo:

- Es este el lugar ideal para un descanso. Soltad vuestras mochilas, acercaros a las aguas y lavaros las manos y la cara, bebed del manantial y tomad el sol recostados en la hierba.

Y uno de ellos le preguntó:

- ¿Vamos a montar las tiendas para quedarnos a dormir aquí esta noche?

- Yo voy a seguir caminando para explorar la ruta mientras vosotros recuperáis fuerzas y me esperáis. Cuando regrese, lo hablamos.

 

               El grupo estaba formado por doce “niños mágicos”, como él decía. Y decía esto porque todos ellos eran alegres, de caras sonrosadas, sonrisas limpias y miradas claras como los cielos de las montañas. Y entre todos, dos de las pequeñas, eran “hadas de luz”, según él, porque siempre estaban jugando con los demás, sonreían y compartían sus emociones llenas de gracia y nunca, nunca se enfadaban ni dejaban a nadie sin su ayuda. Pero la luz más hermosa que ellas irradiaban era la belleza que del corazón a todas horas les brotaba. Por eso, él los valoraba mucho y se sentía orgulloso de los silencios, colores, perfume y música de las montañas. Según pensaba, no existía en el mundo belleza más fina ni cielos más perfectos que el pequeño grupo de niños que esta mañana guiaba a las cumbres de las nieves y de las aguas claras.

 

               Les volvió a decir:

- No estéis inquietos ni temáis nada, volveré dentro de unas horas y compartiré con vosotros lo que encuentre al otro lado de esta montaña.

- Y tú vete tranquilo que nosotros confiamos en ti y aquí te esperamos.

Los despidió de nuevo, buscó el caminillo, subió despacio pero sin perder el ritmo, parando de vez en cuando para observar el valle donde los niños se habían quedado y para descubrir la Alhambra y Granada, al fondo y a lo lejos. Llegó a la cumbre hora y media más tarde. Poco a poco fue coronando y descubriendo el paisaje por entre las ramas de unos árboles, al tiempo que hasta sus oídos llegaba el rumor de las aguas.

 

               Superó los últimos árboles y ante él apareció el gran escenario. Al fondo, una cuerda de montañas nevadas y desde ellas, cayendo por las laderas chorros de agua blanca. A los pies de estas montañas, un ancho y largo valle salpicado de lagos azules y mucha hierba y en los bordes de estos lagos, los manantiales brotando como del corazón de la tierra. Y más cerca de él, los verdes y azules lagos, derramándose por entre florecillas, alfombras esmeraldas y hermosos encajes de espumas de cascadas. Miró sin pestañear durante un buen rato, luego sacó su cámara y comenzó a tomar fotos mientras se decía: “En cuanto regrese, se las enseñaré a ellos para que con sus ojos vean esta maravilla única”.

 

               Pasado un rato, volvió su cabeza y miró muy atento para el horizonte lejano. Sobre la colina y por entre algunas nieblas, descubrió la robusta figura de la Alhambra y absorto por la gran belleza que al norte le regalaban las montañas, en su corazón reflexionó: “La fina belleza de la Alhambra y los grandes misterios que todavía nadie conoce, están fundamentados sobre la belleza y misterio de estas montañas y estas aguas. Lo que sobre aquella colina se ve y muchos recorren y observan cada día, son muros, torres y unos trozos de historia pero la esencia, el paraíso, el alma de la Alhambra, está condesado en esto que a mis pies tengo”.

 

               Poco después, con su mochila en las espaldas, la cámara de fotos en la mano y el corazón henchido de gozo, descendía por la senda al encuentro de los niños que en el valle se habían quedado. Y mientras se iba acercando a ellos, también se susurraba: “Quiero compartir con todos ellos esto que acabo de ver para que un día conozcan la gran belleza del más hermoso de los sueños”.

 

              

 

LA GOLONDRINA DORADA

 

               Por entre las ruinas del edificio, jugaban los dos. Al frente se veía la colina de la Alhambra, con las altas torres y la gran muralla rodeando y la ladera cayendo para el río. Un poco al norte, se veían las blancas casas del Albaicín y, por entre ellas, emergiendo cipreses, higueras, pinceladas verdes de huertos y jardines y, por el azul intenso del cielo, algunas nubes blancas. Un poco al norte de ellos, entre la colina de la Alhambra y en lo hondo, se veía el bonito valle del río Darro. Se adivinaban sus aguas saltando limpias y hasta se percibía el rumor de algunas cascadas. Porque esto fue lo que ellos oyeron al aproximarse a la zarza.

 

               Habían saltado varios trozos de tapias derruidas y al ver la espesa zarza, el joven dijo a su compañera:

- Es como si de la espesura de esta zarza brotara el rumor de las cascadas que oímos.

Y la pequeña contestó:

- Vamos a mirar a ver qué encontramos.

Se aproximaron un poco más a la espesura de la zarza y, por entre los verdes tallos, descubrieron como la entrada de una cueva.

- ¿Qué será esto?

Preguntó la niña a su compañero.

- Déjame que yo entre el primero y con cuidado para ver qué hay aquí dentro.

Pasó el joven por el estrecho agujero en forma de puerta de una cueva y le dio su mano a la niña al tiempo que le decía:

- Ve con cuidado y escucha por si oímos algo extraño.

Y en cuanto recorrieron unos diez metros, al fondo y no muy lejos, vieron un brillante resplandor. Más al fondo pero también cerca, se oía el rumor de las cascadas.

 

               Comentó el joven:

- Será que por aquí corre un río nuevo que nadie conoce.

- Puede ser eso. Avancemos un poco más y lo vemos.

Avanzaron cogidos de la mano y enseguida, ante ellos, apareció una gran cavidad toda tallada en roca caliza. La luz entraba como por una gran abertura que el río había horadado y el agua de este cauce, saltaba de poza en poza desde el lado de arriba hacia el corazón de la cueva. Asombrada dijo ella:

- Es una maravilla como nunca se ha visto por estos lugares.

- Y donde el agua se remansa cuando termina de caer desde estas pozas, fíjate qué charco más claro y azul verde. Cógete firme a mí y vamos a bajar por estas rocas en forma de escaleras hasta el borde de ese pequeño lago.

 

               Apoyándose el uno al otro y dándose ánimo, fueron saltando las escaleras talladas en la roca, se aproximaron al charco y en la misma orilla se pararon. Cogidos de la mano miraban los reflejos del agua y los remolinos que dibujaba la corriente cuando, del lado de la luz, apareció la silueta de una pequeña ave. Volando como herida y confiada y fue a posarse sobre un trozo de roca bañada por las pequeñas olas del charco. Y justo al posarse, en las aguas se reflejó su color dorado, el negro de sus alas y cola y los destellos blancos de algunas de sus plumas. Con la boca abierta y el aliento contenido, miraban ellos y pasado unos segundos el joven comentó:

- Parece una golondrina pero no solo es blanca y negra sino también dorada. Y también parece como si estuviera herida o quisiera algo de nosotros.

- Acerquémonos con cuidado para verla mejor y tocarla, si se deja.

Comentó la niña.

 

               Caminaron muy lentamente y en silencio e iban a rozar con sus dedos las doradas plumas del ave cuando descubrieron que, como en un espejo, su color oro se reflejaba en las aguas del remansado charco, mezclados con los reflejos de las torres de la Alhambra. Al ver esta maravilla, los dos se quedaron quietos observando al ave y los reflejos dorados en las aguas mientras buscaban alguna explicación. Y no solo no entendían nada sino que de pronto, la pequeña ave, alzó vuelo y río abajo se perdió dirección hacia la alta colina de la Alhambra. La observaron inmóviles hasta que se le perdió a lo lejos y fue cuando el joven comentó a la niña:

- Puede que sea el alma de alguna de las personas que viven en esos palacios. Volvamos al barrio y les decimos a nuestros padres lo que por aquí hemos descubierto a ver si ellos nos aclaran algo.

 

               Caminaron de regreso, salieron fuera de la gruta y luego por el agujero en la zarza entre las ruinas y regresaron enseguida al barrio. Comentaron a sus padres y amigos lo que habían descubierto y estos, ninguno los creyeron. Pero para convencerlos, los dos jóvenes les pidieron que los acompañara a las ruinas de las casas y a la zarza de la cueva. Algunos les hicieron caso pero cuando llegaron a las ruinas, aunque sí vieron la zarza, no encontraron la puerta de la cueva que ellos habían atravesado para llegar al corazón de la gruta, al claro río y azul charco con los reflejos de la Alhambra y la golondrina dorada. Algunos dijeron:

- Lo que nos habéis contado es pura fantasía vuestra.

Y los niños se defendieron confirmando:

- Pues nosotros lo hemos visto y oído y por eso estamos seguros de lo que contamos. Y hasta estamos convencidos de que esta tan hermosa visión, es parte de una verdad para todos desconocida en la Alhambra.  

 

 

EL HUERTO MARAVILLOSO

 

               Desde la puerta de la casa, se veía muy bien todo el surco del río Darro, la clara corriente que por ahí se deslizaba, los remansados charcos y las pequeñas playas de arena. Al otro lado del río, casi por completo frente a la casa, se veía la umbría que remontaba hacia lo más alto, las murallas de la Alhambra recorriendo toda la colina y las altas torres y ventanas. Con tantos detalles y tan vivos se veían los ventanales de las torres desde la puerta de su casa que, cuando la joven se asomaba al rellano y miraba, con frecuencia exclamaba:

- Es como si desde cada una de aquellas ventanas a todas horas nos estuvieran vigilando. ¿Les interesará a ellos tanto nuestro huerto, los árboles que crecen en estos terrenos y, en especial, la vieja higuera y los cerezos?

Y la madre siempre le decía:

- Los que se mueven dentro de aquellas torres y los que viven en las estancias de los palacios de la Alhambra, pasan de nosotros, de nuestras cosas y huerto.

- Pero entonces ¿por qué yo siempre pienso que desde allí nos observan incluso hasta en las noches de luna llena?

Y la madre callaba aunque en el fondo, le inquietaba bastante este oculto miedo en el corazón de su hija. Se decía: “¿Pensará ella que aquellas personas son malas y que un día vendrán por aquí y le robarán algunas de los árboles del huerto o las cosas que sueña?”

 

               La casa, de paredes muy viejas y techo de chapa, monte y madera, se alzaba sobre un pequeño bancal o terraza a unos trescientos metros del río Darro. Justo a media ladera entre lo más alto de la colina del Albaicín y la corriente de las aguas. Por eso, entre la casa y el río, quedaba una muy buena porción de terreno que ellos cultivaban. No porque fueran dueños de las tierras y de la casa sino porque después de las últimas guerras y revueltas, todo por el lugar se había quedado destrozado y como para siempre perdido. Desde las montañas al norte de Granada, llegaron una mañana montados en su enclenque borriquillo gris y al ver las ruinas de la casa, se refugiaron en ella y se pusieron a reconstruirla. Y como no tenían dinero y carecían hasta de ropa y alimentos básicos, la casa la techaron con trozos de chapas, algunos troncos de árboles, retamas, lentiscos y juncos. Los pocos vecinos que había cerca, enseguida dijeron al padre:

- Ni se te ocurra cortar algún día la vieja higuera que hay junto al pozo, antes del río y no lejos de la parra.

- ¿Y eso?

- Porque esa higuera crece ahí desde tiempos inmemoriales. Ni los más antiguos de este barrio, saben cuándo la plantaron. Por eso nosotros la consideramos un monumento mucho más importante que todos los palacios que hay en la colina de la Alhambra. Puede que tenga más de trescientos años y, si la cuidamos, quizá dure un siglo entero.

 

               Y desde aquel momento, tanto el padre como la madre y la hija, cada vez que se asomaban a la puerta de su vieja casa, palacio fantástico para ellos, miraban embelesados para las tierras de su huerto. A solo unos metros de la vivienda, crecían varios granados, algunos cipreses, dos o tres gruesas moreras, un par de almendros y al final, en el punto más estratégico del terreno, se veía la grandiosa higuera. Achaparrada, abierta como un paraguas gigante y con el tronco gris negro y retorcido. De verla tan hermosa, fresca y frondosa, la joven se fue enamorando de ella y por eso la visitaba todos los días. Sobre todo, en los días de primavera y verano, que era cuando se llenaba de hojas, maduraban las brevas y la cosecha de higos. Le decía a su padre:

- Los vecinos tienen razón. Esta higuera, solo su tronco y retorcidas ramas, tienen mucho más valor que todas aquellas torres de la Alhambra.

 

               Y también comenzó a compartir esta emoción con las demás muchachas del barrio. A las más amigas les decía:

- Si un día yo tuviera dinero ¿sabéis lo que haría?

- Irte lejos de este barrio a recorrer mundo y acrecentar aun más tu fortuna.

- Puede que hiciera eso pero antes, en las tierras del huerto que hay por debajo de mi casa, ahí donde se encuentra el pozo y por donde también crece la parra, me construiría un gran palacio.

- Si ya sobre la colina de la Alhambra, tienes el más bello palacio del mundo ¿para qué quieres construirte aquí y solo para ti otro palacio nuevo?

- Es que este palacio mío no tendrá murallas ni torres pero sí jardines, acequias con claras aguas y, sobre todo, multitud de árboles frutales.

 

               Pero fue pasando el tiempo y ni la joven reunía el dinero que soñaba para la construcción de su palacio en las tierras donde crecía la higuera ni tampoco los padres remontaban su pobreza. Más bien sucedía todo lo contrario, que cada día tenían menos medios para vivir y las tierras del huerto, se las iban quitando poco a poco. Porque de la Alhambra, personas importantes y con dinero, comenzaron a construirse pequeños palacios y casas lujosas cerca de las aguas del río Darro. Hasta que un día, cuando la joven miraba desde la puerta de su casa para el terreno donde crecía la hermosa higuera, los granados, la parra y se abría el pozo de las frescas aguas, vio como un grupo de hombre iban y venían por el espacio. Enseguida bajó por la sendilla, llegó al pozo, se acercó al grupo de hombre que tanto le estaban intrigando y al que parecía el jefe, le preguntó:

- ¿Qué están haciendo ustedes?

- Damos forma a un proyecto.

- ¿De qué proyecto se trata?

- Yo soy el gran administrador del grupo de señores más ricos y poderosos de la Alhambra y aunque puedo explicarte las cosas, no lo haré. ¿Qué razón tengo para hablar contigo contarte mis planes y proyectos?

- Mis padres cultivan estas tierras y yo soy la dueña de estos maravillosos árboles y de la grandiosa higuera que hay por debajo del pozo.

- Sueños tuyos que ni siquiera merecen dos palabras.

 

               Tres días después, el mismo grupo de hombres a las órdenes de señores de la Alhambra y comandados por el administrador, cortaron la vieja higuera, cortaron luego los granados, la parra y los cipreses y en los terrenos, comenzaron a levantar un palacio. Desde la puerta de su casa de chapas, la joven observaba todo el movimiento y lloraba de pena y desesperación. Unos meses más tarde, sus padres y ella, tuvieron que irse a una cueva río arriba porque la casa de chapas también fue derribada. En las tierras donde la joven había soñado su huerto maravilloso, se alzaron no uno sino varios palacios que se mantuvieron en pie durante muchos años. Hoy por el lugar, aun se ven algunos de estos lujosos edificios con paredes de piedra y escudos tallados sobre las puertas. Los turistas, cuando pasan, miran y hacen fotos, con la Alhambra de fondo pero nadie sabe nada ni de aquella joven ni de las tierras que un día fue un gran huerto ni de la vieja higuera. Sin embargo, y de alguna forma misteriosa, parece que aquel árbol aun clava sus raíces por aquí y bajo la higuera, sueña la joven. Como esperando el momento de tener suficiente dinero en sus manos para construirse un palacio, junto a la parra, cerca del pozo y del río Darro y al lado de la higuera.

 

               Y hasta parece que en las noches de luna clara y cuando las torres de la Alhambra se recortan sobre las estrellas, la joven se asoma a la puerta de su cueva y mira triste para lo que fueron tierras de su huerto. La madre se le acerca y le dice:

- Hija mía, las personas pobres, siempre tendremos que conformarnos con las migajas que caiga de la mesa de los ricos. Y aun así, debemos de estar agradecidos porque nos dejen vivir en esta cueva.

- Pero yo tengo derecho a soñar y ver convertido en realidad un día mi sueño igual que esas personas ricas que nos han quitado nuestras tierras.

 

- Es lo que a los pobres no podrán quitarnos nunca: nuestros sueños y la convicción de que un día, en algún lugar, Dios nos regalará un cielo completo y todo para nosotros. Este sueño tampoco nadie puede arrebatárnoslo sobre la tierra.   

 

El último sorbo de agua

           

            El sol se reflejaba sobre las torres de la Alhambra y, por entre los jardines, el fresco airecillo, lento se movía. Sobre las aguas del río Darro, al lado de abajo del Puente del Aljibillo, también el sol reverberaba. Los dos niños jugaban con su amiga y ésta les dio una pequeña bolsa de esparto con algunas piedras de cuarzo al tiempo que les decía:

- Como es el último juego de nuestras vidas, quiero que os llevéis esto con vosotros para que tengáis de mí siempre un buen recuerdo.

El mayor de los dos niños cogió la bolsa de esparto y al abrirla, la pequeña alargó su mano y de nuevo dijo:

- Y estas dos piedrecitas de mica y pizarra negra, también para vosotros de recuerdo. Ponedlas siempre junto a esta otra de cuarzo transparente y blanca para que en todo momentos estemos juntos en cualquier parte del mundo y a cualquier hora del día. Yo en el centro y vosotros dos dándome compañía y protegiéndome para que no me pase nada.

 

               Y en ese momento, la madre de los niños, llegó al río, saludó a la pequeña y a los dos muchachos les dijo:

- Ha llegado el momento de macharnos de aquí cuanto antes.

Triste besó a la pequeña y ellos, también apenados, le regalaron otro beso y la despidieron. Se alejaron de las aguas del río, subieron despacio por la sendilla en el barranco del Rey Chico, cruzaron los jardines y huertas de la Alhambra por el collado de los Alixajeres y continuaron caminando. Cuando ya remontaron a lo más alto del cerro de la izquierda, se pararon, echaron una última mirada para el barrio del Albaicín, para la Alhambra y para Granada y siguieron caminando. El sol calentaba y como ya era casi verano, el bochorno también asfixiaba. De la barja de esparto que la madre llevaba colgada en su hombro, sacó un puñado de cerezas y se las dio a los niños diciendo:

- Tomad y comed algo y luego, cuando lleguemos al manantial de los álamos, bebemos y llenamos de agua esta vasija de barro.

Cogieron los niños las cerezas y mientras caminaban en silencio junto a la madre, se las iban comiendo.

 

               Cuando llegaron al manantial, se pararon, bebieron un buen trago de agua fresca, llenó la madre la vasija de barro y después de unos minutos de descanso, siguieron subiendo. Ya con el sol a sus espaldas y lejos, muy lejos de la Alhambra y de Granada. Preguntó el más pequeño:

- Y cuando se nos acabe el agua que hemos cogido en el manantial ¿de dónde vamos a coger más?

- Cuando se nos termine el último sorbo de agua, Dios proveerá.

Ninguno de los tres dijo nada más. Siguieron remontando por las sendas llenas de polvo y, cuando se ponía el sol por la ancha Vega de Granada, ellos también se perdían en el horizonte lejano. Nadie supo nunca hacia qué lugar del mundo. Sí aquella noche y al día siguiente, en el barrio del Albaicín y en Granada, algunas personas comentaron:

- Quizá el cielo esté con ellos y antes de que se le agote último sorbo de agua, encuentren el paraíso que tanto están necesitando.   

 

 

 

AL CRUZAR EL RÍO

           

            Al llegar a la casa, dijo a la madre:

- A partir de mañana ya no tengo que ir al trabajo.

- ¿Y eso por qué, hijo mío?

- Otra vez me han despedido y ahora creo que es para siempre.

- ¿Y qué harás entonces a partir de mañana?

- Desde la salida del sol, sentarme en la puerta de nuestra casa para dejar pasar el tiempo mientras medito mi destino. Siento madre mía, ser para vosotros tan pesada carga y lamento mantenerme tan inútil y empobrecido.

- Mientras tu padre y yo tengamos fuerzas, ni te faltará nuestro cariño ni un trozo de pan para llevarte a la boca, hijo mío.  

- Lo sé bien pero yo me siento desgraciado y por completo hundido. Esta vida que estoy viviendo, madre mía, no tiene para mí ningún sentido.

 

               No durmió casi nada a lo largo de toda la noche pero ya de madrugada, se quedó traspuesto y tuvo un sueño. Se vio como huyendo de su casa, triste y abatido, se acercó a las aguas del río Darro y, por debajo del Puente del Aljibillo, cruzó la corriente. Se decía: “En cuanto llegue al otro lado, me iré por todas las casas y talleres del barrio y le pediré, a unos y a otros, que me den trabajo. Sintiéndome tan despreciado y una carga tan grande para mis padres, nunca tendré paz en mi corazón ni seré feliz como tantas veces he soñado desde que vivo”.

 

               Cruzó las aguas del río y se disponía adentrarse por las calles de las viejas y casi abandonadas casas cerca del río y frente a la Alhambra, cuando de pronto, dos desconocidos le cortaron el paso. A unos metros de ellos, los miró asustado y enseguida intuyó que venían a robarle. Sin pronunciar palabra, saltó para el lado izquierdo por encima de unas tapias y avanzó rápido hacia el corazón del barrio. E iba todo jadeante remontando la estrecha calle que desembocaba en la plazuela cuando de nuevo los vio al frente, quietos y mirándolo impávidos. Uno de ellos dijo:

- Corre y huye todo lo que puedas que aquí te estamos esperando.

Y a unos diez metros de ellos se paró y les preguntó:

- ¿Queréis robarme?

- Eso es lo que pretendemos. Dadnos todo lo que tengas ahora mismo y por las buenas y si no, te atacaremos como al peor de los enemigos.

- Si ahora mismo no tengo conmigo nada más que una angustia de muerte y mucha hambre. ¿Qué puedo daros o vosotros podréis robarme?

 

               Y los dos desconocidos, jóvenes pero mayores que él, sin pronunciar más palabras, se le echaron encima, lo sujetaron por detrás, apretaron con sus manos su garganta y por las espaldas, le clavaron un cuchillo. Se oyó un grito tan grande que retumbó por todo el barrio bajo del Albaicín, por el surco del río Darro y hasta en lo más alto de las torres de la Alhambra. La sangre brotó violenta y comenzó a correr calle abajo. Se asomó en esos momentos la madre a la puerta de la casa y al ver la escena, exclamó desencajada:

- ¡Hijo mío, no te mueras!

 

               Despertó sobresaltado y miró por la ventana. Frente a él, vio la gran figura de la Alhambra, besada por los primeros rayos de sol y de fondo se oía el rumor del agua deslizándose por el río. Se acercó la madre y le dijo:

- En la vida, hijo mío, todo es pura lucha y dificultades pero nunca hay que perder las esperanzas ni abandonar el buen camino.

Y él, melancólico y desorientado, le preguntó:

- Madre, ¿y qué hay que hacer con aquellos que de la vida nos arrancan y nos llevan al borde del abismo?

 

 

 

 

CUMPLEAÑOS

              

               Vivía en una casa muy humilde que tenía dos ventanas a la Alhambra y al río Darro, un rosal y un limonero en la puerta y un pequeño pilar con agua clara. No estaba casada pero sí tenía una niña hermosa como un sol, con ojos y pelo negro y cara sonrosada. Para ella, la madre solitaria pero según algunos vecinos muy afortunada, no existía en el mundo más belleza, gozo y luz que la ingenuidad de su niña, la gracia con que jugaba y la sonrisa limpia y clara que dibujaba en sus labios. Por eso, a los conocidos, siempre les decía:

- Dios no me ha querido dar familia ni grandes amigos que me quieran pero sí me ha premiado con la niña más hermosa que nunca hubo en este suelo.

- Y eso es cierto.

Casi siempre le decían los conocidos.

 

               Y un día, cuando la primavera llegaba a su fin y el verano se acercaba, varias amigas de la niña, entre sí comentaron:

- Todas sabemos que dentro de unos días, justo el primero del verano, nuestra amiga cumple años. ¿Qué se os ocurre a vosotras que podríamos regalarle?

Las amigas pensaron durante un rato y luego una, la que tenía la misma edad que la niña de la mujer pobre, dijo:

- A mí se me ocurre algo que a lo mejor puede gustarle mucho.

- ¿Qué es?

- Todas nosotras y nuestras familias, somos muy pobres pero todas sabemos que a nuestra amiga le gusta mucho la naturaleza, las plantas olorosas, las flores y especialmente algunas cosas muy concretas.

- Sabemos eso pero ¿qué es lo que se te ha ocurrido a ti?

 

               La niña decidida pidió a las demás que la rodearan y que la escucharan despacio. Le hicieron caso y durante un buen rato, habló y explicó despacio lo que había pensado como regalo especial para el cumpleaños de la buena amiga. Escucharon muy interesadas todas las reunidas y al final dijeron:

- Pues nos gusta mucho tu idea. Creemos que es fantástica. ¿Cuándo empezamos a prepararla?

- Mañana mismo. Esta noche hablo con mi padre para que nos preste el borriquillo y vosotras, les pedí permiso a vuestros padres para que el día primero del verano, nos dejan ir a las montañas.

- ¡Qué divertido y qué original regalo vamos a prepararle a nuestra amiga!

 

               Y el día primero del verano, por la mañana temprano, salieron de sus casas camino de las montañas. Montadas en el borriquillo, algunas y otras andando. Por las montañas, cerca del río Darro en sus partes altas y por algunos valles, buscaron lo que necesitaban y lo fueron cargando en el borriquillo. Cuando ya tuvieron las aguaderas llenas, regresaron al barrio, recorrieron las calles y fueron directamente a casa de la amiga. Llamaron a la puerta y al salir la madre, la niña de la gran idea, dijo:

- Venimos a felicitar a nuestra amiga y a entregarle un original regalo de cumpleaños.

- Pues pasad que en la sala está esperando.

Pasaron las amigas a la vez que empujaron un poco al borriquillo para que se acercara todo lo que pudiera y al ver a la niña que cumplía años, todas la felicitaron cantando una sencilla canción. Luego le dieron besos y al final le dijeron:

- Y aquí está nuestro regalo.

 

               Acercaron al borriquillo un poco más y rápidas quitaron una preciosa tela azul que cubría las aguaderas de esparto y el lomo del animal. Antes ellas, antes los ojos de la madre y de la niña del cumpleaños, aparecieron las plantas y las flores en todos los colores: tomillos verdes y muy perfumados, mejoranas frescas y olorosas, romeros llenos de tallos nuevos, ajedreas, hierba buena y mastranzos. Y al instante, todo el airecillo se quedó impregnado de las frescas y variadas esencias que las plantas desprendían. Sin palabras se quedó la niña de cumpleaños y lo mismo de asombrada y quieta se mostró la madre. Al fondo del borriquillo con su olorosa carga de plantas aromáticas, se vía el río Darro, la Alhambra sobre la colina y la ciudad de Granada. Pasados unos minutos, la niña del cumpleaños dijo:

 

- Vuestro regalo es lo más hermoso que nunca he soñado.

 

UN TESORO MÁS

 

            Por toda la colina de la Alhambra, hay muchos tesoros escondidos. Dentro de los recintos amurallados, por donde estuvieron y aun hay algunos palacios, por los espacios ajardinados, en los cimientos de las torres y en las galerías subterráneas y también en las tierras que rodean a las murallas. Por la vaguada al levante y hoy densos bosques, por las laderas que caen para el río Darro, por la umbría y cerro del Generalife y, en especial, por donde estuvieron las huertas, tierras que hoy son aparcamientos y el edificio de la biblioteca.

 

               Por aquí fue donde, en aquellos tiempos, el hombre tenía un puñado de tierra. Solo unos metros cuadrados donde sembró árboles frutales y cipreses junto a una acequia y también cultivaba un pequeño huerto. Levantó, con gran esfuerzo y poco a poco, una humilde y pequeña vivienda y alzó paredes al levante. Vivía solo y con la única persona que compartía algunos de sus secretos y los frutos que le daban las plantas, era con una joven que al lado de arriba vivía con sus padres. A ella le gustaba mucho venirse junto al hombre, sentarse al borde de la acequia y mirando para las torres de la Alhambra, comentar:

- Un día tengo que ir a esos palacios.

- ¿Qué interés tienes en ello?

- Me gustaría ver cómo son las princesas que ahí viven y comprobar de qué modo visten los reyes.

- ¿Pues sabes lo que tienes que hacer para conseguir realizar algún día tu sueño?

- Pienso mucho en ello pero aun todavía no lo sé. ¿Tú puedes ayudarme?

- Voy a intentarlo.

 

               Y al partir de aquel día, el hombre regaba y cuidaba con mucho interés todas las plantas de su huerto. A primera hora de las mañanas y al atardecer, se le veía junto al tronco de una gran morera, mirando para la Alhambra y escribiendo en un papel en blanco. Cada día en un papel nuevo y del mismo tamaño. Cuando terminaba de escribir, enrollaba este papel y lo guardaba en unos cilindros de barro cocido y huecos por dentro. Iba coleccionando estos cilindros y los ocultaba para que nadie los viera o se los robaran. Cuando veía a la joven, siempre les decía:

- Pienso cada día en ti y no me olvido de tu sueño. Ya tengo casi concluido el regalo que voy a darte para que, el día que vayas a la Alhambra, lleves a las princesas y al rey para que te abran las puertas y te enseñen sus palacios.

- ¿Qué regalo y cuándo me lo darás?

- Te lo daré dentro de poco y el regalo, ya lo verás.

 

               Corrieron los días y un año, cuando la primavera llegaba a su fin, el hombre cogió de su huerto bastantes frutos, muy buenos y maduros. Se dijo: “Mañana mismo entregaré a mi amiga estos frutos y los escritos que tengo guardados para que vaya a la Alhambra y se los ofrezca a las princesas y a los reyes”. Y aquella noche, en la puerta de su humilde casa, durmió frente a las estrellas, dando forma en su mente lo que al día siguiente iba a escribir en el papel en blanco que cada día rellenaba con las palabras más acertadas y los pensamientos más bellos. Pero antes del amanecer, se oyó un gran tropel de caballos y soldados. A todo galope y como alocados, entraron por las tierras de su huerto y los que había cerca y también por los terrenos de la familia de su amiga y sin piedad ninguna, apresaron y mataron a todas las personas que iban encontrando. El hombre quiso correr para llegar a casa de su amiga con la intención de prestarle ayuda pero en esos momentos, vio como la apresaban y entre gritos de auxilio se la llevaron. Uno de los soldados, al ver al hombre que corría en busca de la joven, le clavó su lanza y allí mismo quedó sin vida.

 

               Cuando salió el sol aquel día, por el rincón todo parecía como si nada hubiera pasado. Pero ni la joven soñaba ya por allí ni el hombre escribía sus cosas junto al tronco de la morera mirando a la Alhambra. Nadie supo ni se percataron de los cilindros de barro llenos de escritos secretos ni aquel día ni al siguiente ni mucho después. Tampoco al correr el tiempo y ni siquiera ahora. Un tesoro más que aún permanece escondido en la colina de la Alhambra y no lejos de las grandiosas torres y palacios.   

 

 

FUENTELIRIA

Capítulo 10 de este gran relato

 

               X- Al llegar el pastor a la altura de la roca donde el hombre de la fruta se ponía a regalarla, se apartó unos metros de la senda, tocó con sus manos la gran piedra clavada en mitad de la ladera y como dominando a Fuenteliria y al valle, de nuevo dijo al científico:

- Cuando todavía mi perra de agua jugaba conmigo, en cuanto podía, siguiéndola a ella, nos veníamos a esta roca para encontrarnos con aquel tan especial hombre. Y ahora recuerdo el cariño tan dulce y amable que él siempre nos daba y las palabras tan bonitas que nos regalaba. Y recuerdo aquel día caluroso del mes de julio. De sus higueras, muy temprano él había cogido bastantes brevas muy maduras. Las colocó muy bien en su cesta de esparto, cubriéndolas con algunas hojas de las mismas higueras y se vino a esta roca. Llegué yo aquel día el primero, acompañado de mi inseparable perra de agua y en cuanto me vio, me saludó con las palabras más amables. Luego me dijo:

- Estas brevas mías hoy no están muy maduras pero es que tanto los mirlos como los gorriones, arrendajos y palomas, las picotean en cuanto las ven un poco blandas. Toma tú y cómete estas cinco o seis mejores que las otras y luego te quedas aquí conmigo que tengo que hablarte de un gran asunto.

- ¿Se trata de un tesoro o de un cuento fantástico como el que me narraste el otro día?

Le pregunté enseguida. Y me respondió:

- Las dos cosas y una tercera aun más hermosa y buena.

 

               A su lado me senté en esta misma roca y mirando al valle de las higueras y para el arroyo de Fuenteliria, comencé a pelar las brevas y a comérmelas. Y recuerdo ahora que sabían a gloria por la dulcísima miel que destilaban y lo fresquitas que estaban. Mientras emocionado saboreaba estos frutos, él me miraba y vi que su cara irradiaba una felicidad limpia y hermosa como la misma luz del día que nos abrazaba. Nunca en mi vida he visto yo a una persona más feliz y con tanta paz como la que transmitía aquel hombre en aquel momento. Le pregunté:

- ¿Y qué gana usted regalándome a mí y a otras personas esta fruta tan buena cada día?

Me alargó, con mucha amabilidad y afecto, una breva ya pelada y partida en dos mitades al tiempo que respondía a mi pregunta:

- Lo gano todo, hijo mío.

- ¿Qué es todo?

- Un tesoro que no se ve con los ojos de la cara ni tampoco lo pueden robar los ladrones, ni roer la carcoma.

- ¿Qué tesoro es ese y dónde se encuentra?

- Es el tesoro del paraíso del cielo en la eternidad.

 

               Al pronunciar estas palabras, miró triste para el valle de las huertas y para el arroyo de Fuenteliria, permaneció mudo durante unos segundos y como yo no acababa de entender el significado de lo último que me había dicho, no le pregunté de nuevo. Sí él, transcurridos unos segundos otra vez me dijo:

- Como ya habrás visto en el trozo que vida que llevas recorrido, todas las personas en este mundo, luchan y se afanan para alimentarse, tener una casa donde vivir y poseer cuantas más cosas y dinero le sea posible. No es malo esto sino que Dios así nos lo tiene mandado pero la mayoría de las personas en este suelo, se comportan como si no hubiera más vida después de ésta ni otro mundo más allá de esta vida y esto no es así, hijo mío. Esta vida es solo una mala noche o una fría mañana de invierno que pasa pronto. Al final de la mala noche o la fría mañana, se encuentra y nos espera un bello momento que dura toda la eternidad en un lugar indescriptiblemente bello. Estoy yo por completo convencido de que lo que te digo es cierto y por eso me comporto con todos vosotros del modo en que estás viendo. Porque sé que, no dentro de mucho, voy a marcharme de este suelo y conmigo no puedo llevarme nada de lo que aquí acumule. Pero sí podré llevarme conmigo las buenas cosas que haga ahora a las personas que tengo a mi lado. Este es el tesoro que te decía antes y que poseo y cada día agrando un poco.

 

               Sabes, hijo mío, tú deberías procurar no enamorarte nunca ni de nadie ni de nada en este suelo. Trata siempre con mucho respeto a las personas y darle todo el amor y ternura que puedas pero no les pidas nada ni esperes nada de ellas. Acurrúcate en el cielo y lucha para ir juntando allí la mayor riqueza que puedas. Será tu gran felicidad eterna y el momento en el que te encontrarás con todas aquellas cosas y personas buenas que tu corazón hayas deseado en tus días por este suelo. No hay mayor tesoro que éste en el mundo ni más grande sabiduría en el ser humano.

 

               Terminó de pronunciar estas palabras y otra vez guardó silencio. Mi corazón ardía y mi alma se elevaba en esos momentos. Apuré el último trozo de la breva que me había dado y le pregunté:

- Pero las pequeñas cosas que a mi corta edad ya he amado en este suelo y se me han muerto ¿cómo podré recuperarlas y tenerlas conmigo para siempre?

- Las pequeñas cosas que a todos en la vida se nos van muriendo, serán siempre parte de nosotros y por eso sufrimos cuando las perdemos. Dios así lo quiere para que descubramos el valor que estas pequeñas cosas tienen. Es una forma de enseñarnos y, al mismo tiempo, prepararnos para el cielo que te vengo diciendo. Nada de lo que de verdad se ama en este suelo, se pierde nunca.

 

               Y con estas palabras, puso punto y final a su charla conmigo aquella mañana. Volví por este mismo sitio dos días más tarde y ya no lo vi en esta piedra sentado regalando sus frutas como sí otros días. Pregunté a los conocidos que vivían en las casas de la loma y ninguno supo decirme qué había sido de él. Sí, igual que yo, lo echaban de menos y sentían pena que de la noche a la mañana, se hubiera ido de por aquí y para siempre. Lo mismo me pasaba a mí pero mi dolor, solo conmigo y el silencio de estos campos, podía compartirlo.

 


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