Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

 El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

 río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XX

1- Lágrimas en la tarde -II Elsa

2- El taller de los libros antiguos

3- Ausencias

4- Copo de nieve l, ll, lll, lV, V

5- Regalos de Navidad

6- La casita del bosque

8- Bailarina en Plaza Nueva

9- Canción de primavera

10- Por donde nace el río Darro

11- El borracho

12- La chica de la guitarra I, II, III, IV, V

13- Sonidos de guitarra por el Darro

14- Fin de año 2016

15- El poema del río

16- La despedida de aquella tarde

17- Primeras nieves

18- Recuerdos de infancia

19- La princesa del bosque

 

 

436 LAGRIMAS EN LA TARDE

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               II- A solo unos metros del Puente Espinosa, dirección a Plaza Nueva, se encuentra el Puente Cabrera. Justo frente a la calle Cuesta de Santa Inés. Antes de llegar a este puente, el hombre de la mochila sintió cantar. Tal como iba caminando, miró y las vio. Dos chicas jóvenes, de estaturas bajas, melenas muy enredadas, sucias y de color rubio, se movían al ritmo de la melodía que entonaban. La cantaban en francés y en el suelo, junto a sus dos mochilas, habían puesto una pequeña caja de cartón. En negro había rotulado: “Por favor, una moneda”.

 

               Al pasar frente a ellas, se paró, las miró un momento, sacó de su bolsillo una moneda y la dejó dentro de la caja de cartón. Miraron ilusionadas las dos jóvenes, se vinieron hacia el hombre y cada una le regalaron un cariñoso beso. Les dio las gracias el hombre al tiempo que las animó diciendo:

- Formáis un dúo simpático y cantáis bien.

- ¡Gracias!

Expresó la más delgada de las dos chicas y la que también parecía la más joven. Les preguntó:

- ¿De dónde sois?

- De Francia.

- ¿Y qué hacéis aquí en Granada y en este puente del río Darro, cantando a los pies de la Alhambra?

- Hemos llegado a esta ciudad hace unas horas y nos gusta mucho. Vamos a quedarnos por aquí unos días.

- Pues seguí con vuestras canciones y que tengáis mucha suerte.

- De nuevo gracias.

Expresó la de cuerpo más delgado.

 

               Siguió el hombre bajando por la estrecha calle dirección a Plaza Nueva mientras se hacia una reflexión sobre la escena que acababa de ver. Pensó: “Seguro que estas muchachas, ni siquiera han comido hoy como también es seguro que no tendrán por aquí conocidos ni casa donde refugiarse”. Miró para atrás, vio que recogían sus mochilas y cargando con ellas, comenzaron a caminar en la misma dirección en que avanzaba el hombre. También él dio media vuelta, caminó como al encuentro de ellas y a solo unos metros delante, se detuvo. Les preguntó:

- ¿Queréis que os compre un bocadillo?

Sin palabras se quedaron las dos. La más joven miró a su compañera y ésta confirmó:

- Bueno, si usted quiere.

- Sí, venid para acá.     

 

               Aquí mismo, en el bar que hay al comienzo de la Cuesta de Santa Inés, las invitó a que pasaran. Como mucha timidez, franquearon la puerta y él, rápido preguntó al joven que había detrás del mostrador.

- ¿Podéis hacernos un par de bocadillos?

- Por supuesto. ¿De qué los quieren?

- Bocadillo vegetal, por favor.

- Pues en un momento están.

Aclaró el camarero. En los taburetes de madera que había pegados a la pared, las dos se sentaron. Les preguntó el hombre:

- ¿Cómo os llamáis?

- Yo me llamo Elsa.

Respondió enseguida la más joven y de cuerpo delgado. La de estatura más baja y cuerpo algo más gordito, aclaró:

- Y yo me llamo Gondolí.

- Los dos nombres vuestros son muy bellos.

 

               En una pequeña bolsa de plástico, el camarero dio a las jóvenes dos bocadillos envueltos en papel albar y acompañados de dos muy buenas naranjas. Cogieron ellas esta bolsa, sacaron los bocadillos, abrazaron al hombre dándole las gracias y éste las despidió amablemente. Salió por la puerta del bar, al tiempo que oía a la más joven decir:

- Tú eres muy bueno, gracias otra vez.

- Que tengáis suerte y las personas os den muchas monedas por las canciones tan bonitas que cantáis.

Por entre los turistas y dirección a Plaza Nueva, el hombre continuó bajando. Pensó: “Y esta noche ¿dónde dormirán y qué comerán mañana? Si en mis manos tuviera la posibilidad, seguro que ayudaría más a estas muchachas. Pero ¿y si libremente buscan esta forma de recorrer mundo y conocer personas?”

 

               A lo largo de tres días, solo un par de veces pensó en ellas. Y aunque cada tarde seguía pasando por la Carrera del Darro y Puente Cabrera, no las vio. Pero al cuarto día, caminaba él por la Gran Vía de Colón ya a la altura del Gobierno Civil y miraba de reojo a las personas que en dirección contraria se le cruzaban. A lo lejos y desde los Jardines del Triunfo, descubrió a una joven. Con una mochila a sus espaldas, una bolsa de tela colgando de su hombro y una garrafa de plástico de cinco litros media de agua. Se apartó ella un poco de la acera y en la entrada de un edificio viejo y en escalón las puertas cerradas, se sentó.

 

               Al acercarse, la observó con más atención y entonces fue cuando descubrió que era una de las jóvenes del puente en el río Darro. Se paró frente a ella y le preguntó:

- ¿Tú eres Elsa?

Muy tímidamente contestó:

- Sí.

Y se dio cuenta que lloraba. Su cara mostraba dolor, desconcierto y cansancio.

- ¿Qué te pasa?

Muy compungida y entre sollozos confesó:

- Estoy enferma. Me he pasado todo el día vomitando, me duele la barriga y estoy perdida en esta ciudad.

- ¿Y tu amiga?

- No sé dónde está. Ella y otras personas se han enfadado conmigo y ahora me encuentro sola.

- ¿Has comido hoy?

- No tengo nada que comer ni tampoco puedo.

- Ven por aquí.

 

               Se levantó la joven, caminaron Gran Vía hacia el centro, cruzaron a la otra acera, entraron a una pequeña tienda, les mostró unas botellas de Acuario y ella eligió la de sabor a naranja. Luego le dijo el hombre:

- Esta es una bebida buena que puede ayudarte a que tu estómago mejore.

- Gracias.

Comentó muy apenada.

- Y de comer ¿qué quieres?

- Nada, de verdad.

- ¿Para dónde vas ahora?

- Ni lo sé pero voy a acercarme al río, por el Paseo de los Tristes. A las cuevas donde dejé a mi amiga, no quiero ni volver. Lo que ahora mismo más deseo, es irme de esta ciudad. 

- ¿Cuántos años tienes?

- Solo dieciocho.

- ¿Y por qué has venido a Granada desde Francia?

- Busco algo que allí no tengo. Ahora quiero irme. No tengo ganas de hablar porque no puedo. Gracias por la bebida.

 

               Limpió ella las lágrimas que por las delicadas mejillas le resbalaban, se acercó al hombre, le dio un beso y comenzó a irse por la acera de la Gran Vía hacia el centro. La observó durante unos segundos y luego dio media vuelta y caminó dirección a su casa. Mientras regresaba, pensaba que podía haber hecho algo más por esta joven. Y luego le preocupó sus pocas fuerzas, el que no tuviera nada que comer ni dónde vivir y dormir por las noches.

 

               Tres días después, al caer la tarde, el hombre estaba sentado en el muro del Puente Cabrera. Miraba al río y miraba a la Alhambra. El sol caía, los turistas iban y venían y en su corazón el hombre se preguntaba: “¿Dónde estarán ahora mismo Elsa, Gondolí y Amanda? Ninguna de las tres son de esta ciudad ni país. Amanda, seguro que ya ha vuelto a sus tierras. Pero Elsa y Gondolí ¿dónde estarán ahora? Y sobre todo Elsa. ¿Qué será en estos momentos de ella y cómo habrá superado su enfermedad, sin amigos, sin alimentos, sin un lugar donde dormir y por completo perdida en esta ciudad? Tiene solo dieciocho años y sin apenas fuerzas en su cuerpo”. Sacó de su bolsillo bolígrafo y papel y, con esta joven en su pensamiento, escribió el siguiente poema:

 

                                             Como si del cielo hubieras venido,

                              apareciste en granada

                              en la tarde, junto al río

                              y a los pies de la Alhambra,

                              cantando canciones dulces

                              que al viento regalabas,

                              suplicando una moneda

                              de oro, metal o plata.

                              Princesa encantadora

                              en busca de un país de hadas,

                              siguiendo tus sueños blancos,

                              gritos ilusionados del alma.

 

                                             En el puente en la tarde,

                              al regazo de la Alhambra,

                              desgranaste melodías,

                              sueños y ocultas lágrimas

                              que nadie escuchar quería.

Por la sombra en la noche,

                              te perdiste en Granada

                              como buscando un rincón,

                              un camino al alba,

un abrazo lleno de amor

que nadie te regalaba.

 

En la tarde lloraste confusa

y después como apagada,

desapareciste de aquí.

Ahora es mi alma

la que sufre y llora por ti,

hermosa princesa y hada

¿en qué lugar del Universo

                              tienes en estos momentos tu casa?

 


437- EL TALLER DE LOS LIBROS ANTIGUOS            

 

            Su taller era muy antiguo y estaba enclavado en el Albaicín, cerca del río Darro y frente a la Alhambra. Una sola estancia tenía en forma rectangular, no muy ancha y con una gran mesa de madera en el centro. Era aquí donde él ponía los libros antiguos que le daban para que los encuadernara o restaurara. No muchos libros porque en aquellos tiempos, pocas personas los poseían pero como su taller estaba no lejos de la zona donde se alzaban grandes casas de personas con dinero y hasta pequeños palacios, las familias y dueños de estas viviendas, sí poseían pequeñas bibliotecas. Era esto como un signo especial de cultura y estatus social.  

 

               Por eso, algunas de estas familias, encargaban al dueño del taller la restauración de sus viejos libros de historia, literatura, manuales o libros de viajes. El hombre, padre de una sola niña de diez años y esposo de una gran mujer, hermosa, honesta y muy trabajadora, se prestaba con amor a estos trabajos. Pero como nunca ganaba los suficiente restaurando libros viejos, también él en su taller, modelaba pequeñas obras de madera de raíces de olivo. Una madera muy noble y con dibujos muy bellos que a él le servía para dar forma a verdaderas obras de arte que luego vendía a las familias nobles de las casas señoriales y a las personas del Albaicín.

 

               A su taller, trajo él un día un hombre mayor para que le ayudara. Le dijo:

- Te pagaré bien si cumples con el trabajo y haces las cosas como es debido.

El hombre, de muy poca cultura, con escasa inteligencia, modales toscos y palabras, a veces agrias y mal sonantes, enseguida le cogió manía a la pequeña. Especialmente cuando ésta, siguiendo los consejos del padre, se esforzaba en que todo el taller estuviera ordenado y limpio. Le decía al hombre mayor:

- Es bueno que trabajes mucho y que muestres gran empeño en lo que mi padre te encarga pero también es bueno que hagas las cosas como él te dice, que no le contestes y que seas limpio y ordenado.

Y el hombre agrio, con miradas desencajadas y en actitud de prepotencia, decía a la pequeña:

- Tú me dejas en paz que yo sé muy bien lo que tengo que hacer.

- Pero el dueño de este taller es mi padre y a él le gusta el orden y la limpieza.

- Y como yo soy más inteligente que tu padre y que tú, hago las cosas a mi manera y así quedan. Y tú, una mequetrefe, no tienes por qué decirme a mí lo que debo o no hacer y de qué manera debiera comportarme.

 

               A lo largo del día, muchos ratos dedicaba la pequeña a ordenar y limpiar el taller de su padre. Y como éste, cada vez más descubría que la niña mostraba mucho interés por la artesanía, con frecuencia le enseñaba algo en la restauración de los libros y en la madera que tallaba. Y le decía:

- Ya sabes que lo mejor en un taller como el nuestro, es tenerlo todo ordenado y limpio. Así, cuando los clientes nos visiten, se llevarán una muy buena imagen de nosotros.

Y ella le comentaba, cuando el hombre agrio no estaba presente:

- Pero padre, este hombre, aunque hace mucho trabajo, no es cuidadoso ni educado con nosotros ni tampoco le gusta el orden ni la limpieza.

- Ya me he dado cuenta de eso, hija mía.

- ¿Y no puedes hacer nada para corregirlo?

- Si lo trato yo a él como él se comporta con nosotros, me rebajo a su nivel y eso tampoco es bueno.

Y la chiquilla, no acababa de comprender lo que el padre le decía pero a su corta edad, su padre era el modelo.

 

               Un día de otoño, el dueño de este taller, salió de Granada a un viaje largo. Le dijo a la hija:

- Tú no discutas con el que trabaja en el taller pero procura que todo se mantenga ordenado y limpio. Te dejo este encargo y me voy tranquilo porque confío en ti.

Y la pequeña, aquel mismo día y al siguiente, se dedicó a limpiar el taller a fondo y a ordenar todos los libros que había en cima de la mesa. Y como el hombre agrio no respetaba nada de lo que la niña hacía, volvía a coger los libros y los colocaba donde le parecía. Y muy enfadado le decía a la pequeña:

- Que ya te he dicho mil veces que sé muy bien lo que tengo que hacer.

Algo disgustada, sentía ganas de enfrentarse a este hombre y decirle también una vez más que hacía las cosas tal como su padre le había pedido. Pero se aguantaba para no discutir con él y por no oír su voz desagradable y sus palabras crudas y mal sonantes.

 

               Por eso, al segundo día de la ausencia del padre, se le ocurrió una idea. Se fue a la noguera del jardín en la puerta de su casa y en las ramas bajas, tronco y cruces de las ramas, comenzó a colocar los libros que ya estaban restaurados. Con mucho cuidado para que no se cayeran. Al ver esto, el hombre agrio le decía:

- Desde luego, vaya cabecita la tuya con el teatro que te has inventado.

- Pues al menos aquí mando yo y hago y ordeno las cosas como a mí me gustan y como quiere mi padre.

 

               Cuando el padre volvió, al tercer día, lo primero que vio fue la vieja noguera y todos los libros muy bien colocados, tanto en el tronco como en las ramas. Se quedó mirando, miró luego a la niña que en ese momento estaba allí a su lado esperando la aprobación del padre y al poco, se dirigió a ella y le dijo:

- Ni en sueño hubiera yo imaginado que a ti se te ocurriera esto.

- ¿Te gusta?

- No solo me gusta sino que estoy admirado. De esta manera compruebo que tienes tus ideas propias y quieres hacer las cosas bien y con inteligencia. Porque es verdad que no solo se trata de trabajar y hacer las cosas bien como el hombre que aquí tenemos con nosotros sino que hay que ser críticos y abiertos a lo nuevo y al futuro. Me gusta que seas así, hija mía y me alegro que hayas descubierto la tacañería del alma del que trabaja con nosotros.



               

 438- AUSENCIAS

Del gran relato, la muchacha de la cruz de oro

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               Nunca hasta que un día, al comienzo del curso universitario, ante sus ojos apareció una muy hermosa joven. Justo en la calle Zafra que está casi en la misma puerta de la iglesia de San Pedro. Caminaba solitario y, conforme se iba acercando a esta calle, comenzó a oír sonidos de guitarra. Sonidos muy bellos de música clásica delicadamente interpretados. Prestó mucha atención y miraba con gran interés. Se encajó al comienzo de la calle y, de pronto, la vio. Una joven muchacha, de cara muy dulce, envuelta en un abrigo rojo y con el pelo recogido, sujetaba en sus manos la guitarra y tocaba con sentimiento y destreza. Se acercó a ella, la saludó y al preguntarle, muy amablemente la joven le dijo que era estudiante de Erasmus venida de Rusia.

- El año pasado estuve en Roma y este año, tengo una pequeña beca que me permite estudiar en la universidad de esta ciudad a lo largo de todo el curso.

 

               Se alegró el hombre de haber visto a esta muchacha y se sintió animado porque percibía que parecía mostrar interés en ofrecer amistad. Por eso enseguida le confesó:

- Hace unos años, conocí yo a varias jóvenes universitarias del país de Rusia. Fueron personas muy amables conmigo y me dejaron un grato recuerdo cuando se marcharon. Desde aquellos días, tu país, ha pasado a ser importante en las cosas que me interesan.

- ¡Cuánto me alegro!

Dijo amablemente la joven.

 

               Le regaló el hombre unas pequeñas monedas y un breve trabajo escrito por él y antes de despedirse, también le ofreció su correo electrónico y el número del móvil. Y con satisfacción, a la mañana siguiente, comprobó que esta joven le había escrito unas muy amables palabras. Le contestó y a partir de aquel día, compartió con esta muchacha paseos por Granada, frutos de su huerto, fotos por la Alhambra y otros lugares cercanos. Y de todos estos encuentros, fue naciendo una muy bonita y honesta amistad. Al terminar el curso, la joven se marchó a su país. Sintió él mucho su ausencia y dio gracias al cielo, una y otra vez, por haberle permitido conocer a tan amable y bella joven. A partir del día en que ella se fue de esta ciudad, cada vez que el hombre de la mochila pasa por la Carrera del Darro y se encuentra con la calle Zafra cerca de la iglesia de San Pedro, la recuerda y mira ilusionado con el deseo de verla en el mismo sitio que aquella primera tarde. No se le hace real este sueño pero nota que es emocionante para él seguir soñando para mantenerla viva en su corazón.

 

               Tanto es emocionante y valioso para él el recuerdo de esta joven y este punto concreto de la calle Zafra, que una de las tardes que por este lugar ha pasado, no pudo reprimir sus sentimientos. Donde la vio sentada aquella primera tarde tocando la guitarra, justo sobre el frío pavimento, se sentó. De su bolsillo saca papel y bolígrafo y escribe el siguiente poema:

 

               Ausencia:

               Cada vez que ahora por el rincón paso,

resuenan en mis oídos las melodías

que arrancabas de la guitarra en aquel momento mágico.

Mi corazón te recuerda y se pone triste

y me restriego los ojos intentando

verte sentada en esta calle estrecha

jugando con las cuerdas de tu guitarra entre las manos.

Fuiste un sueño tan dulce

que hasta el aire por aquí se quedó impregnado

no solo de tu sonrisa y melodías

sino también del dolor que ahora en mi corazón tengo clavado.

Triste me pongo cada tarde frente a la Alhambra

cuando por aquí de nuevo camino despacio

y oigo los sonidos que interpretabas

y tú, como si mil siglos ya te hubieran sepultado.                   

 


439- COPO DE NIEVE - I

Relato corto en cinco pequeños

capítulos para leer en Navidad  

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1- El copo de nieve

2- El copo de nieve a punto de salir de viaje

3- El viaje de Copodenieve 

4- El relato de Copodebil

5- Morir en Granada

 

 

1- El copo de nieve

               En la región más fría del mundo y también la más hermosa de la tierra, el copo de nieve dijo a sus compañeros:

- Ha llegado el momento. Por fin me marcho con vosotros a recorrer mundo. ¿A dónde tenéis pensado ir?

Uno de los mil copos, ya revoloteando y preparado para el viaje entre las nubes grises colgadas del cielo, le contestó:

- No hemos fijado un destino concreto. Nosotros solo queremos recorrer mundo en busca de aventuras. Tenemos necesidad de escapar del hogar e irnos al encuentro de otras realidades.

- ¿Visitaréis ciudades?

- Ciudades, pueblos, aldeas, valles, montañas…

- ¿Y en qué lugar concreto os quedaréis?

- Ya te he dicho que nuestro íntimo deseo es recorrer y conocer sitios, lugares, personas, animales, plantas…

 

               Y el copo de nieve se sintió muy identificado y, por eso,  confortado. Era lo que él, desde hacía mucho tiempo, desde que era diminuta gota de agua saltando por los arroyuelos, estaba soñando. Millones de veces lo había hablado con sus hermanos, sus padres,  sus amigos. Y siempre les decía:

- Un día de estos, me iré de casa para siempre. Siento, cada vez más, una irresistible necesidad de irme de casa y viajar, conocer mundos, ciudades, pueblos, personas… Es como si una extraña ansia de búsqueda y libertad me empujara desde dentro. Por eso no me importa ni abandonar la seguridad del hogar ni a los conocidos y amigos que aquí tengo.

Y sus hermanos y padres callaban. En el fondo lo comprendían pero también en el fondo tenían miedo.

 

Seguía hablando con algunos de los que consideraba amigos suyos y les decía:

 - Si no salimos del sitio donde hemos nacido, si no viajamos y recorremos mundo, si no vamos en busca de amigos y lugares  nuevos, es como si nuestras vidas no tuvieran sentido.

Y algunos amigos y compañeros siempre le argumentaban:

- Te en cuenta que no todo será tan bonito y fácil a como ahora lo sueñas. La tranquilidad y seguridad del hogar,  quizá no la encuentres nunca en ninguno de los sitios que visites. Tendrás problemas y sufrirás y seguro que desearás volver de nuevo a tu tierra.

Y el copo de nieve le respondía:

- Aunque las cosas sean como dices, siempre tendré la satisfacción de haber conocido lugares y personas diferentes. Necesito vivir mi vida para aprender por mí mismo. Necesito hacerme a base de experiencias propias. Ni el consejo más sabio podrá ayudarme tanto como aquello que experimente por mí mismo. Tengo que vivir experiencias.

 

               Y otro de los compañeros le decía:

- Tú lo que eres es un aventurero. Un inadaptado que solo luchas para realizar tu sueño. Y, aunque es bonito lo que sueñas, seguro que al final vuelves con las manos vacías y derrotado. Es lo que le ha pasado a muchos. Se marcharon del hogar, de esta región del frío, y en cuanto se encontraron en los lugares cálidos, en cuanto los acarició el sol, murieron derretidos. Nosotros somos frágiles, pequeños, vulnerables… No estamos hechos para muchas de las cosas en este suelo. 

- Aunque sea así, quiero irme a recorrer mundo. Cada día que pasa ardo más en deseos de salir volando.

- Pues ya nos contarás cuando vuelvas.

- ¡Eso! Si es que vuelves.

Y él les seguía diciendo:

-  Y si no vuelvo tampoco será nada malo. Quizá ese sea mi destino. Morir por el sueño que uno lleva dentro, es lo único que importa. ¿De qué sirve la vida si uno no la gasta luchando por aquello que cree? Una vida sin sueño no tiene sentido. Así que no estoy equivocado.

 

2- El copo de nieve a punto de salir de viaje

               En la región de la nieve, en el lugar más frío del mundo y también el más hermoso de la Tierra, Copodenieve ya se encontraba entre sus compañeros de viaje. Y, de alguna manera y a su modo, celebraba su partida. Jubiloso como cuando los jóvenes por primera vez se marchan de sus casas. Les decía a los que tenía más cerca:

- Encontraré, por fin,  a la amada de mis sueños y compartiré con ella un mundo nuevo y todas las fantasías que, desde niño, llevo en mi corazón. Seré el más libre de todos y, por eso, repartiré amor y respeto en todo momento.

 

               Iba cayendo la noche. Desde las grises nubes, colgadas como del cielo, Copodenieve miraba. Con las últimas luces del día, todavía se veía con claridad las llanuras de los campos. Las tierras blancas, surcadas por grandes ríos y cubiertas por extensos bosques, único mundo que Copo siempre había conocido. Un mundo frío, hermoso como el sueño más bello, pero al mismo tiempo triste y como vacío. Por eso, según se dejaba mecer por el helado vientecillo que entre las nubes lo acurrucaba, miraba para despedirse. Y no sentía tristeza sino más bien pena. La hermosa región del frío, casi siempre cubierta por una densa capa blanca, parecía como sin vida. Como apagada o dormida en una quietud perfecta.

 

               De aquí que Copodenieve le dijera al compañero que tenía al lado:

- Mira conmigo y verás qué desolado. Todo es llano y todo tiene el mismo color. Y parece como si no hubiera más vida que los ríos y los bosques.

- Pero los pueblos y las ciudades están ahí. Y dentro de las casas las personas se acurrucan calentitas.

- Sin embargo, fíjate en las calles de la ciudad. Todo parece solitario. Vacío, sin vida. Tres luces solo brillan al final de aquella avenida. ¿Dónde están los niños, los jóvenes, las muchachas, las personas mayores?

- Dentro de sus casas acurrucados al calorcillo.

- Es un mundo aburrido. Bello pero feo. Entre los niños, jóvenes y mayores, no tengo ni un solo amigo. Por eso ahora no siento pena irme. Nadie por aquí me dio nunca calor ni cariño. Y, además, cada vez que miro y solo veo llanuras y llanuras y todo helado, el alma se me cae a los pies. ¡Qué poco me gusta este país mío aunque para otros sea tan bello!

 

3- El viaje de Copodenieve 

               Cuando ya, Copodenieve, rodeado de sus compañeros, ilusionado volaba por el espacio, sin parar miraba y preguntaba. Para él era todo nuevo. Los valles, los ríos, las montañas, los bosques, las nubes y las nieblas. Y lo mismo las hileras de coches surcando las carreteras y el resplandor de las ciudades.

 

               Decía a sus compañeros:

- Es fantástico un viaje como éste.

 Y ellos le respondían:

- Pero todavía no has visto nada. El mundo es más grande de lo que tú piensas. Espera un poco y ya verás cuando atravesemos las altas cumbres de las cordilleras y, la luz del nuevo día, nos deje ver.

 

               El aire de la ventisca los empujaba con fuerza y, por eso, a veces bajaba y otras veces subía. Como en un columpio de feria. Y, en algunos de estos momentos, seguía charlando con los copos de nieve que tenía más cerca. Chocaba con ellos y, entonces, aprovechaba para preguntar:

- Y tú ¿a dónde quieres que el viento te lleve?

Y este nuevo compañero le decía:

- Yo quiero aterrizar en lo más alto de la montaña. Allá donde haga mucho frío y los rayos del sol no me hieran.

- ¿Y por qué si vienes de una montaña quieres ir a otra montaña?

- Para vivir más lejos del lugar donde nací y así conocer mundo y personas. Lo importante es ir a muchos sitios y conocer siempre lugares nuevos. Si aterrizo sobre la cumbre de una alta montaña viviré más tiempo y, de este modo, alegraré con mi color blanco los paisajes de esta tierra. 

 

               Otra ráfaga de viento empujó fuerte y zarandeó a Copodenieve. Subió rápido por entre un remolino de pequeños  y blandos copos. Con uno y otro fue tropezando y, al hacerlo, siempre exclamaba:

- Esto es lo más divertido que nunca había imaginado.

Un copo rechoncho, de pronto se puso a su lado. Sin dejar de mecerse en el viento, miró a Copodenieve y le preguntó:

- ¿Con qué destino sueñas tú?

- No tengo preferencias por ningún rincón del mundo pero me han dicho que al sur de la Tierra, todo es muy bonito.

- En el sur no hace mucho frío y eso es malo para nosotros. Aunque el sol es la fuente de la vida y lo más hermoso del mundo, para nosotros no es bueno.

- ¿Conoces tú por ese lado del sur, algún sitio especialmente bello?

- Hace unos años estuve en Sierra Nevada.

- ¿Dónde se encuentra eso?

- Al sur de España, en una ciudad muy hermosa que se llama Granada.

 

               Al oír este nombre, Copodenieve  se quedó pensativo. Para sí se preguntó: “¿De qué me suena a mí el nombre de Granada? Ahora no lo recuerdo bien pero, de Granada en alguna ocasión, alguien me ha hablado mucho. Y recuerdo que también me gustaba a mí mucho todas las cosas que me contaban. ¿Cuándo sucedió esto, cómo y en qué lugar?”

 

               Y, Copodenieve, otra vez fue empujado por el viento. Un viento fuerte y muy frío que soplaba desde el norte, llevando la borrasca hacia el centro de Europa. Copodenieve tampoco sabía mucho de esto. Era tanta la alegría por su viaje, hacia la libertad y en busca de su sueño, que solo tenía tiempo para preguntar y mecerse en el viento.

 

               Por eso se acercó otra vez al copo rechoncho y le dijo:

- Cuando tengas un rato quiero que me hables de Granada. ¿Cómo fue tu primer viaje a España y cómo te fueron las cosas por la ciudad de Granada?

- ¿Por qué tienes tú tanto interés en saber cosas de esta ciudad y no de cualquier otra de las muchas que hay en el mundo?

- No recuerdo ahora quién ni cuándo ni dónde pero de Granada me han hablado mucho y todo muy bueno. Me dijeron que en ella todo es tan bello como el más hermoso de los cielos. Y me dijeron que en su corazón y en su alma hay una magia que no existe en ningún otro lugar del mundo. Y también me dijeron que en Granada, todo es como el más dulce de los sueños.  ¡Háblame de Granada!

 

               Y el copo rechoncho y blanco blando como la seda, dijo a Copodenieve:

- Una cosa importante que no debe faltar nunca en tu vida es un ideal, un sueño, una meta. Debes luchar hasta dar la vida por algo hermoso y elevado. Por eso, tener un sueño, siempre te dará la fuerza necesaria para llegar hasta el final. Solo de este modo podrás conseguir aquello que tanto apeteces.

- ¿Y tú tienes en ti este sueño?

- Lo tengo desde el primer día que fui agua y, más aun, cuando el frío me convirtió en nieve. Siempre deseé ser el copo más perfecto y blanco. Mucho más que lo eres tú en este momento.

 

Copo reflexionó un momento y luego preguntó:

- ¿Cuándo terminaremos de llegar a Granada?

- Esta ciudad aun queda lejos. ¿Es que tienes prisa por llegar?

- Estoy pensando algo.

- ¿Qué es lo que estás pensando?

- Como ya te he dicho hace un rato, quiero que me hables de Granada. Y también quiero que me hables de Sierra Nevada y de tu sueño. Tu experiencia me puede servir de mucho, aparte de que también me gusta el modo en que me hablas. Me gusta aprender de ti. Por eso quiero que me cuentes todo lo que sepas de las tres cosas que ya te he dicho. De aquí mi pregunta de si tardaremos mucho en llegar. ¿Nos dará tiempo hablar de lo que te estoy pidiendo?

Estamos ahora mismo atravesando Europa. Y España se encuentra casi al final de este gran continente.

- ¿Entonces tardaremos dos día en llegar?

- Depende de la fuerza con que nos empuje el viento.

 

               Y, en este justo momento, una ráfaga de viento helado, aguijoneó desde abajo. Copodenieve y su compañero, salieron lanzados hacia donde la nube era más densa. Y Coporrechoncho gritó a su amigo:

- Acércate a mí y pega tu cuerpo con el mío para que no nos perdamos. Quiero hablarte de lo que deseas antes de que lleguemos o nos estrellemos en una montaña cualquiera.

Y, Copodenieve, aprovechando uno de los muchos empujones que le daba el fuerte viento, se apretujó con su compañero.

- Así estamos seguros. Cada uno seguimos siendo cada uno pero unidos como en un solo cuerpo. Es bonito esto y bueno aunque debemos tener mucho cuidado. En cuanto el viento deje de sostenernos, porque pierda fuerza, como los dos unidos pesamos mucho, podemos precipitarnos y caer a la tierra. En cualquier lugar del mundo. Y esto no será bueno para el sueño que estamos comentando.

 

               Por momentos, cada vez más emocionado, Copo seguía diciendo:

- Es la primera vez que esto ocurre en mi vida y me está gustando. En ti, sin quererlo ni buscarlo, ya tengo un buen amigo, que me apoya y me enseña. ¡Eres fantástico!

El viento los seguía empujando cada vez con más fuerza y frío.

- Tenemos que procurar subir, cuanto más alto, mejor. Si queremos llegar lejos, yo a Sierra Nevada y tú a Granada, tenemos que subir a la parte más alta de la nube. Así tendremos más oportunidades de sobrevivir y vivir experiencias. La vida de un copo de nieve, de cualquiera de los millones de copos de nieve que cada año caen sobre la Tierra, siempre es frágil y breve. Y, en cada momento, está condicionada por la altura. Cuanto más subamos más oportunidades tendremos. Procura no ser como todos. La mayoría de los copos blancos que ahora mismo viajan con nosotros, ni siquiera tienen sueños. Les da igual ir lejos o cerca o caer en una montaña o en un valle. No serán nada en sus vidas. Solo copos de nieve, ahora, y luego agua que quizá, enseguida se contamine, con las suciedades de los millones de humanos. Subamos a lo más alto de la nube para que podamos realizar los sueños que soñamos.

 

Y preguntó Copo:

- Yo hago este viaje porque deseo vivir aventuras. Y también porque, en el fondo de mi ser, quiero sentir emociones y encontrarme con las cosas más bellas. Y tú ¿por qué realizas este viaje?

- Por el sueño que ya te he dicho antes.

- Para mí sería muy interesante si me contaras algo de ese sueño tuyo.

 

               Una densa bandada de copos, de pronto llegaron desde la derecha. Empujados por la fuerza del viento y, por eso, dando volteretas y achuchándose unos contra otros. Como si vinieran huyendo del más feo de los fantasmas o como si tuvieran prisa para alcanzar una meta muy concreta.

 

               Rechoncho y Copo, se sintieron acorralados. Empujados, por el lado de la izquierda y envueltos por una densa niebla. Aunque en realidad, como era noche cerrada, nadie veía nada de lo que pasaba en el corazón de la borrasca. Nadie veía según el modo en que vemos los humanos pero los copos de nieve ven de otro modo. Desde su interior de hielo y por eso son amigos de los vientos y vuelan sin tener alas y se visten con el color más puro y blanco. 

 

440- COPO DE NIEVE - Il
Relato corto en cinco pequeños capítulos para leer en Navidad
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4- El relato de Copodebil

               Rechoncho dijo a Copo:

- No te pierdas. Agárrate fuerte a mí para que nada ni nadie nos separe en este viaje.

- Yo me aprieto contigo todo lo que puedo y también, con lo que me empuja el viento, me agarro más fuerte a tu mano.

Y, en este momento, un copo muy débil, en forma de estrella pequeña con tres puntas, se rozó con Rechoncho.

- ¡Perdona! Pero es que no hay manera de tener el más mínimo control de uno mismo.

- No pasa nada. Estás perdonado.

- ¿Adónde quieres ir tú?

Alzando la voz mucho para que sobresaliera por encima del ruido que emitía el viento, Copodebil dijo:

- Una de las veces que fui nieve las nubes me dejaron en las montañas de Cazorla.

 

               Quiso seguir hablando pero otra vez el viento los empujó con mucha fuerza. Con tanta fiereza que estuvo a punto de irse al otro extremo de la tormenta. Pero Copo lo rozó con su blando cuerpo, hizo un hueco y lo sujetó junto a ellos. Interesado le preguntó:

- ¿Dónde están las Sierras de Cazorla? Creo, también, que en alguna ocasión alguien me dijo algo de estas montañas.

- No se encuentran lejos de Sierra Nevada. Un poco al norte de Granada y justo donde nace el río Guadalquivir.

- Y cuando estuviste en ese lugar ¿Te gustó a ti eso?

- ¡Mucho! Son unas sierras tan bonitas que da gusto mecerse sobre ellas y luego caer por entre los pinares, las rocas, los hermosos valles y las laderas.

- ¿Hay muchos arroyos por allí?

- Tantos que nombrarlos todos llevaría una vida entera.

- ¿Te acuerdas tú dónde fuiste a caer la última vez que estuviste en esas sierras?

- Me acuerdo como si estuviera sucediendo ahora mismo.

- ¿Dónde fue y cómo?

- En las laderas de un gran monte que se llama Banderillas. No al sur, que es donde están los Campos de Hernán Pelea ni tampoco al norte, que es por donde nacen los ríos Borosa y Aguasmulas, sino un poco al este. Por donde se llega cuando se va desde el nacimiento del río Segura.

 

               Sin saber por qué, Copo sintió un poco de envidia. Por eso, otra vez preguntó:

- ¿Y te gustó a ti mucho ese sitio?

- Ya te he dicho que tanto me gustó que ahora quisiera que esta nube y el viento me dejaran caer sobre ese mismo lugar.

- Pero, aunque sea tan bonito como dices, yo creo que Granada le supera. Y, Sierra Nevada, quizá mucho más.

- De Granada no puedo decirte mucho pero sí de las laderas del Banderillas. Aunque, de este lugar tan bello, también tengo una queja.

 

               Copo, que en este momento viajaba pegado por completo a Rechoncho y rozándose, de vez en cuando, con Débil, trazó una divertida pirueta. Desde el lado de abajo saltó para arriba, impulsado por el viento de la nube. Y, desde arriba, buscó un hueco y se colocó en el centro. Entre Rechoncho y Débil. Aclaró, entusiasmado y muy seguro de sí:

- Unidos los tres hasta el momento en que esta nube nos deje caer al suelo. Porque me estáis demostrando que sois los mejores amigos. Estáis compartiendo conmigo todas vuestras cosas y os lo agradezco. Ya sabéis que soy nuevo en esta aventura. Es mi primera vez en un viaje como éste y, por eso, a penas sé nada de la vida de un copo de nieve. Pero, con amigos como vosotros, se me está quitando todo el miedo.

 

               Y, al pronunciar estas palabras, se acurrucó más contra Rechoncho y Débil. Como si, de este modo, quisiera demostrar su sincero agradecimiento por tan bonita amistad.  Le dijo, a Copodebil:

- Te defenderé hasta dar la vida por ti, si hiciera falta. Por eso, siéntete seguro y sigue hablando de tu experiencia en la Sierra de Cazorla. ¿Por qué me has dicho que tienes tus quejas de ese sitio? ¿Qué fue lo que te pasó la última vez que estuviste en estas montañas?

 

               Copodebil, sintiéndose apoyado por la buena amistad de Copodenieve, habló y dijo:

- Es una historia muy larga que no me dará tiempo contarte en este momento. Porque quizá dentro de poco amanezca y quizá la nube y el viento nos deje caer sobre la tierra.

- Pero, mientras tanto ¿dime de qué o por qué estás molesto?

 

               Y, despacio, Débil relató a Copo:

- Sabes, como ya te decía, las laderas de las Banderillas, son muy bellas. Y, el sitio donde yo me posé, es más bonito todavía. Alzado, casi en la cumbre pero mirando al este y frente a los Campos de Hernán Pelea. Es un lugar donde solo hay unos cuantos pinos, algunas rocas y un poco más abajo, un pequeño valle. También un collado y, por este punto, un viejo camino que sube desde el barranco del río Aguasmulas. Un paraje precioso, donde hace mucho frío y hay abundante luz porque el sol da de frente nada más levantarse. Y también porque todo aquello es tierra de pastores, sinónimo de hombres buenos. Los pastores de los Campos de Hernán Pelea, son las personas más nobles del mundo. Luego te digo por qué pienso de esta manera.

              

               Después de un breve silencio, motivado por el vaivén del traqueteo del viento,  Copodebil, prosiguió:

- Era un día de invierno. Amanecía y hacía mucho frío. El viento no soplaba tan fuerte como éste que ahora nos zarandea. Pero sí corría en cantidad y empujaba con cierta potencia. Por eso, al llegar a las cumbres de las Banderillas, se quejaba al romperse contra las duras peñas. Y también se lamentaba al chocar con las ramas de los pinos y los pequeños escaramujos que, por todo ese territorio, crecen. Daba miedo oírlo pero era un bello espectáculo que también debes conocer. Ya sabes: un copo de nieve, por insignificante que sea, también debe tener cierta sensibilidad por las cosas que les rodea. Un día, ya te darás cuenta, que somos mucho más que nieve blanda. 

 

               Pero vamos al caso de lo que vengo diciendo: amanecía y la nube que nos llevaba, en compañía del viento, por toda aquella ladera, comenzó a soltar copos blancos. Hermosos copos de nieve que, como en un juego de mariposas, caían desde todos los lados. Y, después de realizar prodigiosas danzas mientras por el espacio descendían, se iban posando por todos los sitios de aquella ladera. También por las cumbres de las Banderillas, por las recogidas hondonadas y por el collado del camino viejo.

 

               Y claro que todo aquel terreno se fue llenando de tiernos y bellísimos copos de nieve. Y, según yo iba viendo, aquel espectáculo me gustaba mucho. Porque no solo me parecía hermoso y mágico si no trascendente, muy trascendente. Algo así como si fuera una de las experiencias más importantes en la vida de un copo de nieve. Como si fuera la materialización del sueño que, en el fondo, todos llevamos dentro. Mejor aún: aquel momento maravilloso de las nubes derramándonos sobre las laderas de las Banderillas, yo tenía claro que era parte de la gran misión que el destino me había encomendado. Por eso me sentía plenamente feliz y todo mi ser vibraba de emoción.

 

               Feliz y enamorado como nunca yo he estado a lo largo de mi vida. Porque, y también ahora quiero decírtelo, lo primero y más importante que un copo de nieve debe hacer en su vida, es quererse a sí mismo. Enamorarse de su blancura y de la fragilidad de su cuerpo.  Y también debes practicar esto con todos aquellos compañeros que compartan aventura contigo.

 

               Sí, un buen copo de nieve, debe siempre quererse mucho a sí mismo y ser el mejor compañero mientras va de vuelo por las nubes y cuando luego se posa en el suelo. Solo de esta manera serás digno de la blancura que a la nieve corresponde. Y también solo de esta manera llenarás de belleza los paisajes donde te poses. Porque hay que ser feliz y quererse mucho para poder transmitir a los demás el gusto y amor a la vida. Nada ni nadie podrá transmitir lo que no se lleva dentro. Esto es así de sencillo y así de concreto.

 

               Por eso, aquel paisaje de las laderas de las Banderillas, por momentos, se iba vistiendo con la belleza más pura. Al amanecer de aquel día frío de invierno, los copos de nieve que desde las nubes descendían, lo iban cubriendo todo. Mientras me mecía delicadamente entre los dedos del viento, esperaba mi turno para caer al suelo. Por mi lado, por la derecha, por la izquierda, por arriba y por abajo, me iban pasando pequeñas bandadas de copos. Y, al rozarme mientras caían, me saludaban ilusionados. Todos, todos, me decían:

- Nos vemos dentro de un rato en la alfombra blanca que, sobre estas tierras, estamos dibujando. No tengas miedo que todo será dulce y divertido. Fíjate qué contento voy yo bajando.

 

Y era cierto: todos los copos de nieve, según caían para el suelo, iban dejando estelas de luz y alegría. Contentos de sí mismos y contentos de dar sus vidas por la misión que a cada uno el destino le tenía asignado. Por eso, allí descubrí yo, en ese mismo momento, que nada hay más hermoso en la vida de un copo de nieve,  que enamorarse de su blancura y, vestir con esta blancura, la tierra sobre la que el viento nos deja.

 

               Estuvo nevando toda la mañana. Lentamente pero sin parar y, por eso, el terreno se fue cubriendo poco a poco. Con una alfombra tan blanda que parecía de nata. La nube que nos llevaba, a veces, se acercaba tanto a la tierra que parecía fundirse con ella. Por esas zonas altas de las Banderillas y los Campos de Hernán Pelea, cuando llueve o nieva, se alza mucha niebla. Un espectáculo que también hay que verlo para descubrir la hondura de su belleza.

 

               Y, conforme los copos iban cayendo desde la nube al suelo, me empujaban. Casi siempre sin quererlo. Pero yo tenía mucho cuidado no fundirme con ellos porque me interesaba no caer ni entre los primeros ni entre los últimos. Era la primera vez en mi vida que había venido en forma de copo a estas montañas. Por eso me interesaba seguir dando vueltas por entre la nube hasta el último momento. Quería descubrí y aprender cómo es y cómo se ve una gran nevada, desde arriba. Y también me interesaba quedar, en la alfombra blanca que la nieve estaba tejiendo, arriba del todo. Para seguir viendo la transformación de todos esos campos y, para así, continuar aprendiendo.

 

               Por eso, cada vez que algún copo, al pasar junto a mí, me rozaba, yo me apartaba. Para no fundirme con él y, con el peso de los dos, precipitarnos para el suelo. Y lo fui logrando. Y, como el viento no paraba de soplar, también fui cumpliendo otro de mis deseos: ir de un lado a otro y desde las cumbres a la llanura y observar despacio todos los paisajes que por ahí tienen esas montañas. Y, según los iba descubriendo, más y más me gustaban. Por eso ahora puedo decirte que son fantásticos esos sitios. Hermosos como el sueño más bello y misteriosos como la fantasía más extraña.

 

               Pasó el tiempo. El sol, aunque nos se veía porque la densidad de la borrasca lo ocultaba, sí se intuía dónde estaba. Ya en la mitad entre el horizonte y la vertical. Y, por eso, todos aquellos paisajes, se veían iluminados. Como si en ellos se reflejara un gran chorro de luz pura y mágica. Y era así: la luz tamizada del sol iba reverberando sobre la inmaculada alfombra que los copos fabricaban. Porque, ya a media mañana, la nevada era tan grande que lo cubría todo. Se vía una alfombra tan ancha y espesa que parecía que medio cielo se había derramado sobre la tierra. 

 

En mitad de la ladera, a la derecha de la vieja senda, hay una gran roca. De más de un metro de alta y, por arriba, un poco plana. Varias veces, en mis idas y venidas, pasé rozando la superficie de esta roca. Y, cada vez que esto sucedía, me fijaba y descubría la capa de nieve que aquí se iba acumulando. Lo mismo que por la ladera entera, por el llano que recorre la senda, por lo alto de las cumbres y por los anchos Campos.

 

               Y, al viento que me llevaba de un lado a otro, una vez y otro le decía: “Quiero posarme sobre la pequeña llanura de esta roca”. Y ¿sabes por qué pensaba esto? Porque ya había descubierto que, desde lo alto del peñasco, se veía todo. La inmensa superficie blanca que la nieve iba fabricando y la vieja senda y el collado. Y, además, desde lo alto de esta roca yo imaginaba que podría estar un poco más conmigo mismo. ¿Que si tenía miedo? Ninguno. El destino de un Copodenieve, en cuanto cae al suelo, es morir. Pero yo deseaba vivir la mejor experiencia.

 

               Así que ya la nevada casi había terminado. La nube había derramado casi toda su carga y el sol se adivinada muy alto. Sobre la superficie de la roca, una espesa capa de nieve y el viento acariciaba muy despacio. Me empujaba como en una caricia de seda y, como en forma de beso delicado, me dejó donde yo quería. Justo en la parte de arriba de la gruesa capa de nieve acumulada sobre el peñasco. Le di las gracias y me sentí bien. Como si de pronto hubiera alcanzado la meta más importante de mi sueño. 

              

               A media tarde dejó de nevar. Se calmó por completo el viento y las nieblas se levantaron. Las montañas y los campos se iluminaron con una luz blanca y azul y las nubes se abrieron. Como si ya la borrasca hubiera vaciado toda su carga de nieve. Y, por eso, todos aquellos paisajes estaban alfombrados con la blancura más pura. Como si hubieran sido acicalados por las más expertas manos del mejor de los artistas. De aquí que la hermosura que por todos aquellas paisajes relucía, fuera fantástica.

 

               Desde lo alto de mi peña, en mi pequeño lecho blando, yo observaba y me sentía feliz, como he dicho antes. Realizado y, en una libertad y serenidad, como nunca había soñado. Y llegó la noche. Sin viento ninguno pero sí mucho frío y con el canto de algún cárabo a lo lejos. Lo demás, hondo silencio y honda serenidad. Como si el fin de los tiempos de pronto hubiera llegado. Una noche hermosa como nunca jamás había imaginado y, el amanecer, aun lo fue más.

 

               Porque amaneció con solo unas cuantas nubes por el cielo, con la misma serenidad que había reinado a lo largo de la noche y sin una chispa de viento. Y esto sí que me gustó a mí. Allá por el horizonte, el sol con sus dorados reflejos, salpicado de nubes blancas y negras el cielo, la blancura cubriendo por los llanos y las cumbres de las montañas y la serenidad de la más honda eternidad. Un momento impresionante que solo se vive una vez a lo largo de la vida. Un sueño que la naturaleza me regalaba de parte del Creador del Universo.

 

               Pero de pronto, a media mañana, se rompió este sueño. Se oyó, por el camino que llega desde el nacimiento del río Segura, el ruido de un coche. A los pocos minutos lo vimos y, unos minutos después, se quedó atascado no muy lejos de mi atalaya. Vi que de este coche salieron unos cuantos hombres con palas y un niño. Para desatascar el coche comenzaron a mover nieve y, todo lo que por allí cerca había, lo fueron llenando de barro. Como locos o como vacíos de gusto por la belleza de la blancura en todos estos campos. Me dolió mucho. Y más me dolió cuando vi los surcos que trazaron dándole la vuelta al coche para sacarlo de donde se habían metido.

 

               Quise gritarles y quise decirles que, con sus comportamientos, nos hacían mucho daño. Pero ya sabéis: los copos de nieve nunca podremos hablar con los humanos. No con su lenguaje y ellos, muy pocos, conocen el lenguaje nuestro.  Consiguieron desatascar el coche después de media hora rompiendo nieve y echando barro por todo aquel entorno.

- Ya lo hemos logrado,

Decían. Y lo habían conseguido, como ya os he dicho, a costa de romper, manchar y machacar la hermosa y pura alfombra de nieve, que por allí  la borrasca había dejado. Y no contentos con esto, dijeron:

- Ahora que ya hemos dado la vuelta al coche, pongámonos en ruta y subamos a las cumbres de las Banderillas.

 

               Y dicho y hecho: los tres o cuatro hombres con el niño se vistieron como de conquistadores y, se echaron ladera arriba. Quebrando y rompiendo nieve como desesperados sin importarles destrozar la delicada belleza que por todo aquel territorio había. Decían:

- Hagamos muchas fotos para luego ponerlas en el foro y que se mueran de envidia.

- Cuando vean esta aventura a más de uno se les pondrá los dientes largos.

- Subir a las Banderillas con una nevada como ésta es la primera vez que alguien lo realiza.

- Fíjate, por encima de la rodilla me llega la nieve.

 

- ¡Qué aventura más buena!

 

441- COPO DE NIEVE -Ill  // Feliz Navidad 2015
Relato corto en cinco pequeños capítulos para leer en Navidad
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               5- Morir en Granada

               Al medio día, se empezaron a ver las primeras nubes en los cielos de Granada. Solo unas cuantas aisladas, no muy negras, espesas y en forma de grandes montañas o girones deshilachados. Algunas de estas nubes eran blancas y parecían como si brotaran del mismo azul del cielo que le servía de telón de fondo.

 

               A media tarde, ya todo el cielo de Granada, estaba por completo como un mar sin playas y el color de estas nubes, se iba tornando plomizo. En una quietud abrumadora donde ni siquiera un poco de viento se movía. La luz del día comenzó a disminuir y todo parecía como si ya la noche estuviera llegando. Pero, un poco después de media tarde, por el horizonte las nubes se abrieron. Sobre la gran Vega de Granada y más al fondo, el denso mar de nubes grises, se quebraron como en forma de granada ya madura. Y por estas grietas y rotos, asomó el sol. Tímido pero proyectando dorados rayos muy luminosos que parecía querer iluminar rincones muy concretos por el valle del río Darro y colina de la Alhambra.

 

               Por el río Darro, desde Plaza Nueva para arriba, los paisajes se iluminaron con la fuerza de una lumbre viva. Color oro líquido, se vieron los árboles que por este valle crecen y color plata y rosa, se vieron los edificios de la Alhambra y palacios del Generalife. Por la Carrera del Darro, calles estrechas del Albaicín y mirador de San Nicolás, las personas que observaban este espectáculo, comentaban:

- Parece como si el tiempo se preparara para dejarnos esta noche por aquí una buena nevada.

- Sí que parece esto y, además, hasta se siente palpitar en el corazón el deseo de que esta noche nieve mucho.

 

               Era Navidad, veinticuatro de diciembre y por eso, en cuanto la tarde se apagó un poco más, las luces brillaron con todos los colores. Por las pequeñas y estrechas calles del Albaicín, en las recogidas plazuelas, por el centro de Granada, junto a los ríos y muchos más rincones.

 

               El sol se ocultó por entre unas nubes alargadas y los rotos de otras nubes, se cerraron. La tarde se fue tornando más y más pálida, gris y plomiza y al poco, pequeños copos de nieve comenzaron a caer. Sobre las casas del barrio del Albaicín, por entre las torres de la Alhambra y jardines del Generalife, por los bosques de la umbría, en la colina de estos palacios y por toda la ciudad de Granada. Y enseguida las calles se vieron llenas de personas. Subiendo por la Cuesta  de Alhacaba hacia el corazón del Albaicín, por Plaza Larga, por el Mirador de San Nicolás…

 

               Embelesados y con los corazones alegres, todas estas personas hacían fotos, recogían nieve de las mesas en las terrazas de los bares, se tiraban unos a otros pequeños puñados de esta nieve y además de correr, reír y gritar, muchos comentaban:

- Es como si el cielo nos estuviera premiando con esta bonita nevada en esta tan especial noche de Navidad.

- Parece eso porque desde luego que ver la Alhambra y sus torres cubiertas por la nieve que cae, justo al llegar la noche y en un día como el de hoy, es más que emocionante y bello. Ojalá sea muy larga y copiosa la nevada que ahora mismo se duerme sobre esta tan mágica ciudad nuestra.

- Sería algo único si estuviera nevando la noche entera sin parar y que mañana cuando amaneciera, toda Granada apareciera cubierta por un tan espeso manto inmaculado como nunca se haya visto antes por aquí. 

 

               Y nevó sin parar a lo largo de toda la noche. Lentamente, sin chispa de viento y también con poco frío. Como si el cielo, de una manera especial, no quisiera perturbar la paz en los corazones de las personas en esta singular noche de Navidad. Y al amanecer y en cuanto la luz del nuevo día se abrió, se vio la gran nevada. Cubriendo por completo a toda la ciudad, barrio del Albaicín, valles del río Darro, bosques y colina de la Alhambra. 

 

               Un fino y denso manto de niebla, arropaba todos estos lugares. Dando lugar así a un espectáculo nunca antes visto en esta ciudad. Porque la niebla era tan espesa y cubría tanto que hasta parecía emerger de la misma alfombra de nieve que por todas partes se extendía. Por eso la ciudad entera, la colina de la Alhambra y barrio del Albaicín, con los bosques a un lado y otro y todo el gran valle del río Darro y del Genil, parecían como si formaran una amplia sábana blanca que amablemente cubría por todas partes al tiempo que se elevaba hacia el cielo. Como si todo y en todas las direcciones, fuera la misma capa inmaculada que la nevada de la noche había tejido.

 

               Del barrio del Albaicín y del corazón de Granada, muchos niños se fueron juntando por el Paseo de los Tristes. También por la explanada del Rey Chico y el camino que lleva a la Fuente del Avellano. Por todos estos sitios, la nieve era tanta, que animaba a correr por encima de ella. Por eso los niños que por aquí se fueron reuniendo, ilusionados y como si se tratara de un maravilloso juego, corrían alborozados de acá para allá, amontonando en sus manos puñados de nieve con la que hacían bolas y pequeños muñecos. Se tiraban estas bolas entre sí y hasta se animaban lanzando esta nieve a grandes alturas al tiempo que exclamaban:

- Para enterrar un poco más con nieve las altas torres de la Alhambra. Sí, a ver quien lanza bolas de nieve con más fuerza y consigue llegar hasta esas torres.

 

               A media mañana de este blanco y original día de Navidad, las nieblas se alzaron. Se abrieron las nubes en el cielo y los primeros rayos de sol, incidieron  sobre la densa capa de nieve. Dos niños y una niña casi de la misma edad y amigos los tres, desde el Paseo de los Tristes, se fueron por la corta cuesta del Camino del Avellano. Con la intención de pisar y correr por la blanda capa de nieve que por aquí todavía nadie había estropeado. Dijo el mayor de los tres:

- Subamos hasta la misma Fuente del Avellano y descubramos cómo están los paisajes por ahí.

- Sí, vayamos hasta ese lugar desde donde se ve la Abadía del Sacromonte, todo ese barrio de las cuevas y el ancho valle del río Darro hacia Jesús del Monte.

Expresó también muy entusiasmada la niña del grupo.

 

               Corriendo por el espacioso camino que desde el Puente del Aljibillo remonta y avanza hasta la reducida explanada de la famosa fuente, subieron los tres. Con sus manos ya casi entumecidas por el frío de tanta nieve como habían cogido y con los pies también muy helados y lo mismo sus caras y orejas. Pero como la ilusión de recorrer, pisar y explorar el bonito espectáculo que el día les regalaba, era mucha, ni siquiera sentían ellos el frío en ninguna parte de sus cuerpos. Y también, como la mañana se iba alzando y el sol se asomaba por entre las nieblas calentando un poco y cada vez más, se paraban de vez en cuando, se ponían al sol con la intención de calentarse algo y miraban para la Alhambra, toda la umbría del Generalife y este blanco edificio en lo más alto.

 

               El panorama era tan fantástico y nuevo para ellos, que por momentos quedaban más y más asombrados. Comentó otra vez la pequeña:

- Y si cuando lleguemos a la Fuente del Avellano, buscamos las veredillas y remontamos por esta ladera hasta lo más alto ¿os imagináis lo que por ahí podremos encontrar y lo divertido que será vivir esta ventura?

- Pues si encontramos estas veredillas y nos animamos, sí que podríamos hacer lo que estamos comentando.

Confirmó el más pequeño de los tres niños. Y de pronto, el mayor del grupo, preguntó:

- ¿No sentís vosotros lo que yo, calor en las manos?

- Sí que es verdad. De pronto y por momentos cada vez más, estoy sintiendo que el frío que hasta hace un momento tenía en mis manos, desaparece.

Confirmó la pequeña. Y el menor de los tres, también preguntó:

- ¿Por qué será eso?

- No lo sabemos pero a lo mejor es el sol que por momentos, cada vez calienta más.

 

               Era así porque, según ya caminaban por el punto donde en este recorrido es camino llano y al frente se ven las laderas del Sacromonte y Abadía, veían la redonda figura del sol asomándose por todo lo alto de la colina del Generalife. Pero aunque las nieblas y nubes se iban yendo y el sol aparecía y se quedaba durante mucho rato por completo reluciente en el cielo, el frío era intenso. Y la nieve que iban pisando, por algunos sitios ya estaba dura. Se había convertido en hielo. Y lo confirmaban claramente los pequeños grupos de carámbanos que por su derecha y por donde la ladera mostraba mucha pendiente, se veían. Colgando algunos de las piedras y otros, de las ramas de cornicabras y retamas.

 

               Al dar una curva con el camino y poco antes del arroyo que cae desde el Cerro del Sol, por las ruinas del palacio Dar al-Arusa, se pararon un momento. Comentó la pequeña:

- Yo, desde hace un rato, estoy oyendo como notas musicales. ¿No las habéis escuchado vosotros?

Y agudizaron sus oídos, dejando incluso de respirar un momento con la intención de oír lo que la pequeña anunciaba. Del arroyo que ya tenían cerca, sí que salía un leve rumor de agua saltando por el cauce. Por eso el niño mayor comentó:

- Puede ser el agua que por aquí corre. El sol comienza a derretir la nieve que hay por toda la ladera y al convertirse en agua, ésta cae por el arroyo que tenemos a nuestra derecha.

- Puede ser eso pero yo oigo otra música.

Siguió comentando la niña.

 

               Al llegar al arroyo, se pararon. Por el lado derecho vieron como una sendilla que conocía el mayor de los tres niños y por eso se pusieron a remontar por la ladera. Aclaró a sus compañeros:

- Conozco yo una pequeña llanura en esta ladera umbría del Generalife, que ahí, un poco más arriba, se abre como balcón hacia todo este valle del río Darro. Subamos a ella y descubramos lo que desde ese punto se ve.

 

               Solo unos metros habían recorrido por esta sendilla cuando, por su izquierda y hacia el cauce del arroyo, vieron unos hilillos de agua. Muy clara que saltaba por la pendiente en busca del arroyo y surgía de entre las raíces de una gran mata de cornicabra que cubría un gran espacio en el terreno. Al ver estos chorrillos tan cristalinos y con bordes de hielo a los lados, la niña comentó:

- Escuchad y veréis como la música que os vengo anunciando, parece proceder de aquí.

Se pararon y miraban para donde estos arroyuelos, cuando de pronto, hasta sus oídos llegó los sonidos de una débil voz que decía:

- ¡Por favor, ayudadme!

Al percibir esta llamada como saliendo de ahí mismo, de muy cerca de unos de los chorrillos de agua, los tres se sorprendieron. Se miraron entre sí y el más pequeño de los niños, preguntó:

- ¿Quién por aquí puede pedir ayuda?

- Soy yo.

Oyeron de nuevo y ahora fue la pequeña la que preguntó:

- ¿Y quién eres tú?

- Un copo de nieve que se encuentra en apuros. Aquí me tenéis en esta ancha hoja de cornicabra. Me está dando el sol y si alguien no me ayuda, dentro de un rato, me convertiré en agua y no quiero.

 

               En una no muy grande hoja de cornicabra, verde aun pero teñida por completo con tonos ocres oro, vieron al copo de nieve que pedía ayuda. Se acercaron y antes de cogerlo, otra vez la pequeña preguntó:

- ¿Y qué es lo que deseas que hagamos nosotros?

- Como estáis viendo, he venido a caer en esta ladera de las montañas de Granada, no lejos de lo que creo es la Alhambra, esas torres que se ven allá en lo alto. El viento de la ventisca, me empujó y por fin pude posarme aquí y no era este el lugar que yo siempre he soñado. Yo y unos amigos míos compañeros de viaje en una gran tormenta que ha llegado a Granada desde un país muy lejano. Ellos también han caído por aquí cerca. En los tallos de una retama, uno y en esas ramas de romero en flor, el otro. Tampoco ninguno de mis amigos quieren morir aquí porque lo que habíamos soñado, no era esto.

 

               Los tres niños se miraban entre sí y no salían de su asombro. Porque nunca ellos habían oído que los copos de nieve hablaran ni tampoco nadie les había comentado nunca que los copos de nieve no quisieran morir una vez ya en el suelo, sobre hierba o matas de retamas. Pero la pequeña, sí cayó en ese momento en la cuenta que los copos de nieve algunas veces pueden hablar. Lo había leído en algunos cuentos y hasta se lo habían dicho en el colegio. Por eso pensó que era algo natural lo que les estaba sucediendo. Creía también que hasta los sueños más extraños, pueden hacerse realidad en algunos momentos. Dijo a sus dos compañeros:

- Lo que este copo de nieve nos está diciendo, ocurre de verdad. Tenemos que ayudarle. Vamos a preguntarle qué es lo que ahora podemos hacer por ellos.

- De acuerdo. Pregúntale tú que parece que ya eres su amiga.

 

               Y sin pensarlo más, la niña se acercó otro poco a la hoja de cornicabra, procurando no tocarla ni rozarla para que el copo de nieve se mantuviera ahí y le preguntó:

- Pues dinos entonces qué es lo que nosotros podemos hacer por ti y por tus compañeros.

Y el copo, muy claramente confesó:

- Mis dos compañeros y yo, lo que más queríamos era venir a Granada para morir aquí pero cerca de la Alhambra y del río que nos han dicho se llama Darro. Todavía somos copos de nieve pero como sabemos que vamos a convertirnos en agua, lo que nos gustaría es deshacernos junto al tronco de algún árbol. A ser posible, grande y bonito, que clave sus raíces cerca de las aguas del río y desde donde se vea claramente la Alhambra y el Generalife. ¿Conocéis vosotros algún sitio y árbol como este que os digo?

 

               Al oír esta pregunta, los tres niños, pensaron un momento mientras entre sí se miraban. Y pasado unos segundos, el más pequeño dijo:

- Yo sí conozco algo de esto que nos preguntas.

- ¿Qué es lo que conoces?

Preguntó la niña.

Y acercándose a la pequeña y al copo de nieve que pedía ayuda, aclaró:

- En el río Darro, ahí por donde el Puente del Aljibillo y antes del Puente de las Chirimías, crecen varios árboles como los que este copo de nieve nos describe.

Y rápido el niño mayor confirmó:

- Es cierto. Yo he visto muchas veces a estos árboles que dices. Junto al mismo Puente del Aljibillo y a un lado y otro del río, crecen tres almeces. Dos en el lado de la plaza del Rey Chico y uno, en el mismo muro del puente.

 

               Justo cuando una pequeña senda que bajada desde la plaza del Rey Chico, llega al río, clava sus raíces un viejo y grueso almez. Y un poco más abajo y donde con el río se funde el arroyuelo que desciende desde la Alhambra por el Barranco del Rey Chico, crece un sauce muy grueso y viejo. Al otro lado de este arroyuelo y casi pegado al muro de las tierras del Carmen de Granadillo, también clava sus raíces otro aun más grueso almez. Luego, y también junto al muro del Carmen del Granadillo, hay dos álamos. Casi compañero del bonito almendro que clava sus raíces al otro lado del río, no lejos del muro del Paseo de los Tristes y cerca ya del Puente de las Chirimías.

 

               Y al oír la palabra “almendro”, el copo de nieve interrumpió el relato del niño y preguntó:

- ¿Y desde donde este almendro vive, según dices cerca de la corriente del río, se ve la Alhambra?

- Claro que sí.

Confirmó enseguida el niño mayor.

- Se ve con toda claridad y, además, muy bonita porque al estar ya en lo más bajo de la colina, al mirar desde aquí, las murallas, las torres y toda la Alhambra en general, se ve como elevándose hacia el cielo, grandiosa y robusta.

- Pues llevadme a ese lugar y dejadme en el mismo tronco del almendro para que muera ahí. Nunca he visto a un almendro en flor pero mis compañeros, que son más viejos que yo, me han dicho que florecen en enero y que las flores de estos árboles, a veces son tan blancas como los copos de nieve.

- Eso sí que es cierto.

Confirmó la niña.

- Ahora mismo nos ponemos y realizamos el deseo que nos pides.

 

               Y enseguida los tres, se pusieron a buscar algo grande y frío para poner encima el copo de nieve, para que no se rompiera ni se fundiera mientras lo llevaban al lugar que habían hablado. Encontraron una hoja de higuera muy amarillenta sobre las púas de una aulaga. La cogieron, la observaron un poco y con cuidado y doblando suavemente la hoja de cornicabra donde el copo estaba trabado, lo dejaron caer en la superficie de la ancha hoja de higuera. Decía el copo:

- Tened cuidado para que no se me rompa ningún cristal y colocadme en un lado de esta hoja. En el espacio que queda libre en esta hoja, colocad, separados uno del otro, a mis dos amigos. Ese copo temblón que veis ahí enganchado en el tallo de retama y al que parece dormir sobre las hojas de romero. Quiero que también ellos se vengan conmigo a ese lugar del río que me habéis dicho. Son mis mejores amigos. 

- Eso está hecho ahora mismo.

Volvió a confirmar la pequeña.

 

               En un lado de la amarillenta hoja de higuera, delicadamente también colocaron al copo del tallo de retama y, no lejos de él, pusieron al que dormía en las ramas de romero. El niño mayor dijo:

- Ya los tenemos preparados y ninguno de los tres ha sufrido daño. Bajemos ahora rápidos de esta ladera, con mucho cuidado para que no se nos caigan y rompan y llevémoslos al sitio que hemos acordado.

Dijo el copo de nieve primero:

- A este amigo mío que tengo a mi derecha, quiero que lo dejéis sobre el tronco del almez que hay en el mismo Puente del Aljibillo. Y el amigo que ahora tengo a mi izquierda, por favor colocarlo cerca de las raíces del almez que hay frente al almendro donde yo voy a quedarme. Así los tres nos quedamos cerca el uno del otro para no perder nunca la amistad entre nosotros.

 

               Por la sendilla, a toda prisa, bajaron los tres niños con la bonita hoja de higuera y los tres blancos copos de nieve. Descendieron también rápido por el camino de la Fuente del Avellano, llegaron a la explanada del edificio del Rey Chico, por la senda que desde ahí cae, bajaron al río y buscaron primero el tronco del almez que clava sus raíces a solo unos metros del Puente del Aljibillo. Aquí, ayudados ahora con la hoja seca de este mismo árbol, empujaron un poco y dejaron caer, junto al tronco y cerca de las raíces, al tercer copo. Al ver el buen trabajo y el cariño con que los niños lo trataban, copo de nieve primero dijo:

- Sois los más amables que hay en el mundo. Nunca yo tampoco había imaginado que aquí en Granada, hubiera niños tan dulces como vosotros. Ha sido para mí una gran suerte haberos conocido.

- Pues gracias por ser tan cortés pero para nosotros, esto que hacemos, es un divertido juego. Contaremos luego esta aventura a nuestros amigos y ellos se alegrarán también, seguro.

 

               No hablaron más en ese momento porque el sol que ahora caía como desde las torres de la Alhambra, calentaba un poco más. Taparon ellos con la sombra de sus manos a los dos copos que aun tenían sobre la hoja de higuera y con el mismo cuidado y prisa, cruzaron las aguas del arroyuelo que baja por el Barranco del Rey Chico. Buscaron el tronco del segundo viejo almez y en la tierrecilla que ahí se veía, dejaron caer al segundo copo. Al tocar el suelo este copo helado, rápido se derritió y al verlo el primer copo que todavía descansaba sobre la ancha hoja que los niños portaban, aclaró:

- Esto es lo que también este amigo mío quería. Morir aquí en Granada y quedarse en este lugar para siempre. Las raíces de este árbol, igual que las del almendro donde vais a dejarme a mí, absorberá el agua en la que se ha convertido mi amigo. Y cuando en primavera este almez brote, sus hojas lucirán verdes y lustrosas y ahí estará mi amigo meciéndose al viento, reflejándose en las aguas de este río y con la Alhambra observándolo desde lo alto de la colina. El sitio al que nos habéis traído, es el mejor de todos. Me gusta mucho y por eso os lo agradezco de corazón. Un día y en su momento, tengo que pagároslo.

 

               Escuchaban los niños emocionados las gratas palabras de copo de nieve primero y como tenían prisa, no comentaron nada. Después de soltar junto al almez a copo de nieve segundo, enseguida se dispusieron para cruzar al otro lado de la corriente, que era donde crecía el almendro. Clavado en la reducida franja de tierra que por ahí hay, entre el muro del Paseo de los Tristes y las aguas del río. Y aquí mismo, como perfectamente colocadas, encontraron una hilera de piedras que iban de un lado a otro de las aguas. Sabían ellos que eran obra ésta de los jóvenes que por estos lugares se juntan en verano para jugar y refrescarse, mientras pasan el rato.

- Con cuidado para no caer a la corriente y que tampoco se nos caiga nuestro amigo el copo, por aquí pasamos.

Comentó el niño mayor.

 

                  Con todo cuidado pasó primero él, le dio la mano a la pequeña y, el menor de los tres, la seguía también sujetándola porque era ella la que, en sus heladas manos, portaba la hoja con el copo amigo. Llevándolo con todo mimo como si se tratara del más débil de los humanos. Los tres atravesaron las aguas del río y al pisar el tapizado césped de hierba que en este lado crecía, la niña comentó:

- Ya estás por completo a salvo. Y aquí mismo, lo puedes ver, el almendro que te hemos dicho, parece estar como esperando.

- ¡Gracias, amigos buenos, otra vez por lo que hacéis por mí! Y tened en cuenta lo que ahora mismo os digo: estáis haciendo real mi más íntimo y bonito sueño y esto es algo, no solo maravilloso sino muy grande. Ayudar a que los más débiles realicen sus sueños, creo yo que es algo fantástico y muy bello.

Comentaba emocionado el débil copo blanco.

 

               Al oír estas palabras, la niña aproximó la hoja que portaba, a la parte baja del tronco del almendro, al tiempo que decía:

- Pues tú ahora, pequeño y blanco copo amigo nuestro, ya te encuentras donde querías. Éste es el árbol que te hemos dicho. Dentro de un momento, vamos a dejarte junto al tronco de este almendro, muy cerca de sus raíces pero antes de ponerte aquí y que te conviertas en gota de agua, observa el bonito panorama que desde este lugar se ve. Allá en todo lo alto, asoma por la colina, gran parte de la Alhambra: la Torre del Homenaje, la de las Gallinas, parte de los palacios y la hermosa Torre de Comares. También se ve un buen trozo de la muralla y el bosque que cubre la umbría que cae para el río.

 

               Por allí tienes el Tajo de San Pedro, la iglesia con este nombre y su torre con campanas. Un poco más acá y casi aquí mismo puedes ver el Puente de las Chirimías, el viejo Hotel Reuma, con sus jardines rotos y aquí mismo, casi rozando las raíces del almendro que sueñas, puedes ver el muro del Paseo de los Tristes. Las aguas del río, ya ves que pasan casi rozando las ramas de este pequeño árbol y a tu izquierda según miras para la Alhambra, tienes el Puente del Aljibillo donde en el almez, ya vive uno de tus compañeros. Tu otro amigo, desde su árbol particular, te mira desde ahí enfrente. Así de este modo, los tres estáis juntos, recogidos en este rincón del río de la Alhambra, lugar que muchos dicen es el más bello de Granada y también del mundo. Un privilegio para los tres y, en especial, para ti que vas a formar parte, desde ahora y puede que para mucho tiempo, de este bonito almendro.

 

               Muy emocionado y por completo inmóvil sobre la hoja de higuera, copo blanco escuchaba el discurso que la niña le regalaba. Observa, a su manera y del modo en que puede hacerlo un copo de nieve, la original realidad que la pequeña le describía. Y ahora vio como ésta y sus dos amigos, se acercaban más al tronco del almendro, aproximando también la hoja donde descansaba el copo y con su dedo pequeño, empujó al frágil cuerpo blando. Resbaló éste desde la superficie de la hoja y, muy suavemente parecía acariciar al tronco del árbol ya por donde algunas raíces se hundían en el suelo.

- ¡Adiós, pequeño amigo blanco!

Comentó de pronto el niño más pequeño. Y el mayor añadió:

- A partir de ahora ya pasas a ser savia de este almendro, que es lo que tanto has soñado.

 

               Y según los tres niños veían como el copo de nieve se iba durmiendo, a sus oídos llega el sonido de una música muy dulce y una débil voz que dice: “Morir en Granada, a los pies de la Alhambra y junto a este río de aguas limpias, sí que era mi sueño y vosotros me habéis ayudado a ello. Gracias de corazón y un abrazo sincero”.

La gota de agua, pura y transparente en que poco a poco se fue convirtiendo el copo, resbaló por la superficie del tronco del árbol. Vieron los niños como se ocultaba en la tierra y muy pegado a la raíz y entonces la niña comentó:

- Ahora siento pena que haya muerto.

 

               El sol brillaba en estos momentos situado en todo lo alto de la Alhambra. Oyeron los niños que por el Paseo de los Tristes, los padres los llamaban. Desde el río subieron ellos a toda prisa y en la misma plaza, se encontraron con sus padres a los que enseguida contaron la aventura que acababan de vivir. La madre de la niña comentó:

- Pues seguro que estáis tan helados como toda la nieve que habéis pisado.

Pero al tocar sus manos, los padres de los niños, notaron que no las tenían frías. Tampoco tenían frías ni sus caras ni cuerpos. Nada comentaron los padres pero sí se encontraban extrañados.

 

               Y la niña, cuando ya caminaba junto a su madre por el Paseo de los Tristes hacia la Carrera del Darro, le preguntó a ésta:

- ¿Tú crees, mamá, que ayudar a un copo de nieve a que realice su sueño, sirve para algo?

Y la madre, muy segura de sí, dijo a su niña:

- Si tres niños como vosotros ayudan a tres copos de nieve a que sus sueños se hagan realidad, sirve para que los corazones de las personas y en un día como el de hoy, haya un poco más de gozo revestido de ilusión azul. Y también sirve para que el sol brille cada día un poco más puro, que la Alhambra sea algo más que esas torres que vemos allá arriba y para que las aguas de este río Darro no pierdan nunca su color añil diamante. El mundo es cada día un poco mejor y más bello si tres niños como vosotros, ayudan a tres copos de nieve a realizar su sueño.

 

               Y al insistir la niña sobre las cosas que había hablado con el copo de nieve, la madre ahora comentó:

- Aunque tengo que decirte que yo nunca oí que un copo de nieve hable con las personas.

- Pues mamá, lo que te estoy contando es cierto. Ese copo de nieve no solo ha hablado con nosotros sino que hasta nos ha agradecido que lo hayamos hecho amigo de nuestro. Es un copo de nieve especial.

Y la madre ya no hizo más comentarios sobre el tema. 

 

               La gran nevada que al amanecer del día veinticinco de diciembre, cubría todo este rincón de Granada, poco a poco desaparecía. Las nubes se habían levantado, el sol seguía calentando y las temperaturas ahora eran más altas. La niña comentó con sus dos amigos y con sus padres:

- Cuando la primavera llegue, un día tenemos que volver por aquí a comprobar si este almendro florece.

 

               Volvieron por el lugar en los primeros días del mes de febrero y, tanto ellos como otras muchas personas, vieron entusiasmados las bonitas y abundantes flores en las ramas del almendro. Todas blancas como la nieve, meciéndose al viento y como queriendo escaparse hacia las torres de la Alhambra. Se alegró de este espectáculo la niña y de nuevo comentó con los amigos:

- Se ha realizado el milagro. Su sueño lo ha convertido en flores de almendro, blancas y tiernas como era él cuando nos lo encontramos en forma de copo de nieve. Ojalá que aquí permanezca muchos años y que las ramas de este árbol, una vez y otra, se cubran con cientos de florecillas como las que estamos viendo.

 

               Y este deseo de la niña y copo de nieve, se cumple cada año. Antes de la primavera y cuando ya el invierno va un poco avanzado, el pequeño almendro del río Darro y a los pies de la Alhambra, florece vigoroso cada año. Con tantas flores y todas tan blancas y finas, que muchas personas, se asoman al muro del río para verlo. Y algunos comentan:

- Es emocionante y romántico ver este pequeño árbol tan cargado de flores blancas                                en un lugar tan singular como este.   

 

 

 

Regalos de Navidad

                    Relato, Navidad 2015

 

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               - Si la Navidad no se escribe, es por completo diferente.

- ¿Por qué opinas que es diferente?

- Porque si la Navidad se escribe, los mil sueños y sensaciones que cada  persona llevamos en el corazón y alma, se transmiten. De esta forma, el corazón se queda limpio, el alma se llena de paz y, el  gusto por la vida y el mundo, cambia de color, olor y sabor. Si la Navidad se escribe, algo muy bueno y bello, ocurre en el interior de las personas.

 

            Con mucho interés y respeto el hombre escuchó estas palabras de boca de la joven. Ella y su amiga, las dos estaban sentadas sobre el frío gris de los adoquines de la calle. El río Darro corría a sus espaldas, a su izquierda quedaba el puente Espinosa y arribas, en todo lo alto de la colina, majestuosa se alzaba la Alhambra. También sobre los fríos adoquines y a su derecha, se extendía el vistoso paño de tela, limpio y de colores finos. Sobre este lienzo, las dos muchachas habían colocado con esmero, sus pequeños escritos. Y más hacia el centro de la calle, en un vistoso cartel rotulado por ellas y en letras grandes y de colores, podía leerse: “Regalamos poemas y relatos”.

 

            Era final de otoño, justo ya en el pórtico de la Navidad y por eso la tarde se apagaba fría. En la umbría que desde la Alhambra cae para el río Darro, el bosque se veía amarillento. Muchos árboles ya se habían quedado sin hojas y el olor a humedad y musgo, se extendía por todo el frío airecillo. De la gruesa rama de un álamo en el río y ya desnudo de hojas, se veían colgando tres redondos panales de abejas. A solo unos metros de las dos jóvenes, clavado el tronco de este álamo casi en la misma corriente del agua y como sosteniendo a la hermosa figura de la Alhambra.

 

            Ellas no lo sabían pero él, sí. Uno de los días de la primavera pasada, apareció por aquí un pequeño remolino de abejas. Era un enjambre que buscada donde instalarse. Después de varias vueltas por entre los árboles que por este lugar crecen en el río y cerca, el ejército de abejas se posó en la rama de este viejo y recio álamo. Nadia le dio importancia a este curioso fenómeno pero las abejas enseguida comenzaron su labor. A los pocos días, ya tenían diseñado un precioso y redondo panal de cera. Unos días más tarde, desde la misma calle, comenzaron a verse dos pequeños panales más y, al final del verano, las celdillas de estos panales, se notaban repletas de miel. Llegó el otoño y, con las lluvias de las tormentas, muchas de las abejas de este singular enjambre, acabaron muertas. Pocos días después, las noches se tornaron frías y más abejas fueron desapareciendo poco a poco de los relucientes panales de cera. Cuando ahora llegan los días de la Navidad, en las desnudas ramas de este álamo, se ven colgando los delicados panales de cera y miel, todavía casi perfectos, con algunas de sus celdillas colmadas de miel fresca, pero también algo rotos y sin ninguna abeja laborando en estos panales ni cuidándolos. Algo así como si las abejas que las tormentas y el frio han aniquilado, hubieran querido dejar por aquí unas cucharadas de miel pura para elaborar el turrón con el que se celebra la Navidad. Regalo hermoso de la naturaleza, junto a las aguas del río Darro y a los pies de la Alhambra.   

 

 

            Por la estrecha calle, la famosa y original Carrera del Darro, los turistas pasaban como en busca de algo hermoso y de gran valor. Indiferentes por completo a las jóvenes de los poemas y a los panales de cera y miel que cuelgan en las ramas. Cerca de la iglesia de San Pedro, los hippies vendían sus pulseras y colgantes y más arriba, en la calle Gloria, una joven rusa, estudiante con beca Erasmus, arrancaba hermosas melodías a las cuerdas de la guitarra que sujetaba entre sus manos. Algún turista al pasar, se fijaba en ella y le dejaba una moneda y ella sonreía envuelta en su abrigo rojo y blanco. Como diciendo: “Esta música que lanzo al viento, es mi regalo de Navidad para ti. La moneda que me regalas tú, la necesito y por eso lo aprecio mucho”. 

 

            Era hermosa la tarde por el frío que regalaba, los tonos naranja del último sol, el palpitar invisible de la Navidad ya muy cerca, las luces de colores que decoraban la calle y el pequeño cartel que en la calle Gloria, indicaba el lugar del belén napolitano, agraciado con el primer premio de concursos de belenes en Granada.

 

            Parado frente a las dos jóvenes que parecían acurrucarse sentadas sobre los fríos adoquines, les preguntaba:

- ¿Regaláis relatos y poemas a cambio de unas monedas?

- No de verdad. No pedimos nada a cambio. Son pequeños escritos nuestros de puño y letra y lo mismo los dibujos. Los regalamos de verdad. Coja usted y llévese los que les gusten, que disfrute leyendo y feliz Navidad.

- Es que no me creo lo que estoy viendo.

- Pues es cierto.

 

            Después de observar despacio para comprender mejor lo que tenía ante sí, el hombre cogió uno de los folios que sobre el paño las jóvenes habían colocado. El folio que mostraba un dibujo hecho a lápiz de la cara de una muchacha. Leyó algo muy por encima y luego le pidió que se lo firmara. La primera de las jóvenes escribió en una esquina del papel: “A… por ser el primer hombre que se ha pasado a llevarse un trocito de mi piel”. Y la segunda muchacha, en el mismo extremo del papel, reseñó: “Gracias por escuchar las voces dormidas del mundo”.

 

            Les dio él también las gracias, les deseó suerte y las despidió. Pensando en su corazón que era hermoso lo que acababa de ver y oír en este rincón de Granada y justo en el pórtico de la Navidad. Ya en su casa, leyó despacio una y otra vez el poema que la joven le había regalado y sintió cada vez más un cierto sabor a ausencia. Porque sabía que al día siguiente, las dos jóvenes estudiantes universitarias, ya no estarían ni en el río Darro ni en Granada. Tampoco estaría la joven rusa que, con su guitarra, regalaba melodías dulces y muy románticas en la calle Gloria, frente a la Alhambra. Y entonces pensó: “Desde luego que es bonito escribir la Navidad para contar a los demás, los sueños e ilusiones que nos arden en el corazón. Y también para que el dolor de la ausencia, sea más llevadero”.

 

            Y continuación también pensó que este año y en estos días de la Navidad, al pasar por la Carrera del Darro, las iba a echar de menos. Presentía que le  dolería mucho su ausencia y hasta, bien lo sabía él, lloraría en algún momento junto al río Darro y frente a la Alhambra. Por eso, en forma de oración, como si imaginará hablar con ellas, de nuevo muy quedamente susurró: “Habéis regalado dibujos, poemas y delicadas notas de guitarra para anunciar la llegada de la Navidad y ahora ya no estáis aquí ni en Granada. Todo como si hubierais venido envidadas desde el cielo solo para animar y decorar por un rato este lugar a los pies de la Alhambra y ahora ya no estáis. Algo así como si me hubierais dicho:

- Para que vivas una Navidad bella y muy original pero con su honda y dolorosa pincelada de nostalgia. La Navidad siempre tiene ausencias y por eso es tan misteriosa y sabe a eternidad.

Pues escribiré todo esto para ver si se me esponja el corazón y en mi alma se establece la paz”. 

 

 

 

 

 

443- LA CASITA DEL BOSQUE        

 

Desde el rincón en el seno del viento, suspendido en el vacío entre el cielo y la tierra, vieron la escena. En toda su plenitud, a lo ancho y largo y captando el perfume de los paisajes y la música que regalaban las aguas del río. Una escena rotundamente hermosa, limpia por completo como salida del sueño más dulce y fresca como la más esplendorosa primavera recién brotada y hondamente espiritual. Y dicen que la escena fue así:

 

La primera casa, un blanco cortijo arropado por grandes eucaliptos, álamos, almeces e higueras, se veía clavado en la ladera. Al lado norte de una umbría tupida de jaras, romeros, cornicabras, encinas y robles. Donde por las mañanas, a unas horas de la salida del sol, la luz se ve muy misteriosa y los rayos de este primer el sol, se filtran por entre las ramas de los densos árboles y bosques. También por aquí y a primeras horas de la mañana, se concentran pequeñas montañas de finas nieblas y avecillas: tórtolas, petirrubios, carboneros y collalbas.

 

Justo en este lugar, al lado de arriba del blanco cortijo y donde el bosque de eucaliptos es más espeso, quedaron en encontrarse. Al caer la tarde del día veinticuatro de diciembre. El mayor de los tres, de unos doce años, les había dicho a sus dos amigos, ella y él:

- Dos horas antes de que se ponga el sol, nos vemos en el rincón de los eucaliptos. Tendremos tiempo suficiente para recorrer la senda que os dije, cruzar el río, subir por la cañada y encontrarnos con la casa justo en el momento exacto.

Y los dos amigos, ella de once años y él de diez, solo dijeron:

- En ti siempre hemos confiado porque nunca nos engañaste ni nos enseñaste cosas extrañas. A la hora que dices, estaremos en el rincón y bosque de los eucaliptos.

 

Quedaban todavía dos horas de sol y el primero en llegar, fue el mayor de los tres. En una gran piedra bajo las ramas de los eucaliptos, se sentó a esperar a sus dos amigos. Sólo unos minutos después, por el lado del levante y entre las encinas del bosque, aparecieron los dos más pequeños. Al llegar, ella dijo:

- Se ve todo por aquí tan solitario, delicadamente misterioso, húmedo y silencioso que pareciera como si este lugar no perteneciera a ninguna persona de este suelo.

- Sí que parece eso.

Dijo simplemente el mayor. Preguntó el mediano:

- ¿Sabes tú en qué año y por qué se fueron de este cortijo las últimas personas?

- Exactamente no lo sé pero tengo entendido que sucedió hace mucho, mucho tiempo. Por eso el bosque y toda la vegetación, es tan densa y el silencio tan profundo y misterioso.

Y la pequeña preguntó:

- ¿Y quién es ahora el dueño de este cortijo, cerros, bosques y ríos?

- Por lo que también tengo entendido ningún dueño tienen estos lugares, cosa que me gusta mucho. ¿A que parece que por aquí, nunca más habrá persona alguna ni nadie en ningún momento pisará ni estropear estos paisajes?

- Claro que también pienso eso y de aquí que se vea todo tan especial y delicadamente bello.

 

El mayor anunció:

- Pongámonos en camino. Siguiendo la senda que conozco, saldremos de este monte, bajaremos al río, cruzaremos el cauce por el vado de las adelfas y despacio, subiremos por la cañada de las fuentes. Antes de que la noche se nos eche encima, estaremos frente a la casita del collado de las encinas.

- Como siempre, cuando tú quieras.

Plenamente confiado en su amigo mayor, los tres se pusieron en camino. No siguiendo el ancho carril de tierra que desde el cortijo remontaba a lo más alto del monte. El mayor, se vino un poco para la derecha, Buscó la estrecha senda que se extendía entre los jarales y al poco, ya habían rodeado el cerro por el lado de levante.

 

Según avanzaban, se les fue desdibujando la senda y por eso la pequeña preguntó:

- ¿Nos vamos a perder por estos bosques y barranco?

- De ningún modo.

Y sin más, el mayor, dejó la vereda, caminó monte a través hacia la curva del río seguido de sus dos amigos y, sólo unos minutos después, ya estaban junto a las aguas. El río por aquí, se deslizaba rumoroso por entre las adelfas, fresnos, sauces y algodonosas nubecillas de niebla. Sin temor, el mayor cruzó las aguas, animó y ayudó a sus dos amigos y enseguida comenzaron a subir por la cañada de las fuentes.

 

A un lado y otro, comenzaron a aparecer las encinas cargadas de bellotas y esto hizo que el mediano, preguntara al mayor:

- ¿Por qué cerros dices tú, iba él cuando pequeño cuidando su rebaño de cabras?

- Por el que se alza a nuestra izquierda, al levante según vamos subiendo.

- ¿Y llegó a ser el dueño de todo esto?

Preguntó ella, a lo que el mayor le aclaró:

- Él fue por aquí mucho más que el dueño de todos estos montes, ríos, cielos azules y hondos silencios. Amaba a estos paisajes, el misterio que de ellos mana  y el canto de los pajarillos. Es por eso que por aquí se haya quedado para toda la eternidad.

 

Comenzaba ya la noche a extender su manto oscuro, cuando ellos, siguiendo la sendilla de la cañada, se encontraron con la figura de la pequeña casa al frente. Algo así como un cortijo en miniatura, blanco y con tejas rojas, alzado en lo más elevado del collado y justo donde a su derecha, parecía arropar un denso bosque de encinas. El silencio era total, se oía el canto de un mochuelo y en el firmamento, comenzaron a brillar las estrellas.

 

Junto al manantial de la fuente de la roca, se paró el mayor. Observó despacio durante un rato la imagen de la casa mientras parecía contener el aliento. Por las dos ventanas y por la puerta, surgía el resplandor de la luz que había dentro y a su alrededor, ni siquiera una hoja de encina, movía el viento. Preguntó la pequeña:

- ¿Y por qué cada veinticuatro de diciembre, en Navidad, sucede esto?

- Era su casa y ahí se refugió aquel día veinticuatro de diciembre de hace mucho, mucho tiempo. Desde entonces, cada año al llegar estas fechas ocurre el milagro.

 

Desde el rincón en el seno del viento, suspendido en el vacío entre el cielo y la tierra, vieron la escena. En toda su plenitud, a lo ancho y largo y captando el perfume de los paisajes y la música que regalaban las aguas del río. Una escena rotundamente hermosa, limpia por completo como salida del sueño más dulce. Fresca como la más esplendorosa primavera recién brotada y hondamente espiritual.

 

 

Granada al fondo, Sierra Nevada al levante y la Alhambra en su colina, eran y son otra realidad no lejos de estos lugares, por completo material y ni por asomo, tan espiritual, hermosamente fina y eterna, como la escena y los paisajes de esta historia.

 

444- BAILARINA EN PLAZA NUEVA

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Era dos de enero. Caía a la tarde y el airecillo, por la Carrera del Darro, corría frío. Como amenazando nieve porque el cielo también se veía todo cubierto de nubes densas y negras. Sin embargo, los turistas llenaban este singular paseo junto al río y arriba, en la Torre de la Vela, resonaban los tañidos de la campana. Era dos de enero y por eso hoy, según una antigua tradición aquí en Granada, muchas jóvenes acuden a tirar de la cuerda para hacer sonar la campana de esta torre. Porque, según también la tradición, de este modo encontrarán novio o se casarán en este año.

 

Por entre los turistas que en tromba bajaban desde el Paseo de los Tristes hacia Plaza Nueva, caminaba él. Mudo, solitario como cada tarde, observando a las personas y pendiente de detalles carentes de interés para los turistas entre los que caminaba. Se acercaba a Plaza Nueva y observó por un momento la torre de la iglesia de Santa Ana. Recortada sobre las casas y laderas de la colina donde se sostiene la Alhambra, emergía muda. Elevó su vista por encima de esta torre y se fijó, durante unos segundos, en un punto concreto en el bosque de esta ladera.

 

Le pareció intuir donde exactamente estuvo la cueva del escritor y por donde discurría el caminillo por el cual se alejó el poeta. Sólo él sabía este secreto y de aquí que ello le sirviera para sentirse distinto a los que por la calle se movían justo a su lado. Miró también por un momento las aguas del río y las vio más transparentes que otros días. Se dijo: "¡La de secretos, bellas y tristes historias que por aquí se han dado y ahora son desconocidas para tantos!"

 

Se acercaba a Plaza Nueva y vio la concentración. En la misma puerta del gran edificio de justicia. Muchas personas formaban un amplio corro y al fondo, por delante de la puerta de madera, el joven tocaba su guitarra. Ella, a su lado derecho, cimbreaba su cuerpo, joven y alta, al ritmo de la música. En el pavimento por delante de los dos, descansaba un gran aro blanco. La bailarina parecía tener claro para qué servía este aro y por eso se contorneaba, miraba con interés y esperaba.

 

Por entre la muchedumbre, se acercó él. Con el deseo de ver qué sucedía y también, como si de alguna manera intuyera lo que la joven iba a realizar. En esto sí se igualó a todos los allí concentrados. La joven fue alzando sus brazos al ritmo de la música, semejante a una delicada bailarina y, con amabilidad, pidió a los concentrados que se acercara un poco más. Algunos le obedecieron y, los que más, los niños. La joven de pelo negro recogida en una gran trenza, tez del rostro muy blanca, mostraba una limpia sonrisa no muy auténtica. Notó él, de alguna manera, que ella deseaba  agradar pero no conseguía ocultar el disgusto o dolor que abrigaba en su corazón.

 

Sus largas piernas, recubiertas con medias negras de mallas grandes, se movían con agilidad. Como lo hiciera la bailarina más experta, dando la sensación, en algún momento, de ingravidez. Como si pretendiera fundirse con el aire y volar al modo en que lo hacen las plumas de aves. A cada movimiento de estos, sincronizados perfectamente con el ritmo de la música, los congregados aplaudían algo. Pero todos, igual que él, fijaban una vez y otra sus miradas en el aro de plástico blanco que permanecía como en el centro del escenario. Algo, de alguna forma invisible y un poco misteriosa, parecía transmitir que en este aro se concentraba lo importante. Pasado un buen rato, todos habían intuido que era el preámbulo de la escena central, la ágil bailarina recogió el aro que había sobre el pavimento. Con cierto arte, sin perder el ritmo de la música y alzando una vez y otra sus piernas, comenzó a darle movimiento. Suavemente y en requiebros cortos y elegantes. Y, poco a poco, comenzó a verse lo que ciertamente todos los congregados esperaban. La desconocida y delgadas bailarina, se colocó en el centro del aro y con elegancia, comenzó a realizar volteos en forma de aspa. Giros muy hermosos, en apariencia difíciles y por eso transmitían emoción y belleza.

 

Desde el ángulo en el que estaba colocado el hombre, detrás de bastantes turistas casi todos extranjeros y jóvenes, observaba por completo concentrado en la danza de la joven. Y tan absorto estaba en sus limpias piruetas y movimientos, que de pronto, quedó por completo sorprendido. Vio, como si se tratara de algo mágico o fantasía soñada, como en una de las vueltas que la muchacha dio abierta de piernas y brazos en el centro del aro, comenzó a elevarse por el aire. Suavemente, como si todo su cuerpo y el aro con el que jugaba, se hubieran convertido en la más liviana pluma de gorrión. Y al mismo tiempo que en esta danza se elevaba y flotaba en el aire, muy lentamente si va como hacia la umbría de los bosques de la Alhambra. Como hacia la Torre de la Vela y hacía un punto concreto que por debajo de esta torre, se ocultaba por entre los árboles del bosque.

 

Por aquí se fue como difuminando en el vacío, ahora reverberando cada vez más destellos de colores y reflejos de dorados atardeceres. Siguió el hombre, por momentos más y más asombrado, esta fantasía extraordinariamente hermosa y cargada de misterio y, en un momento dado, restregó sus ojos pensando en que lo que veía no era cierto. Y no lo era según enseguida pudo comprobar. Porque la joven, acompañada del músico, proseguía con su delicada danza en el mismo punto en que lo había comenzado: por delante de la vieja puerta de madera del antiguo edificio de Plaza Nueva.

 

Los presentes aplaudían y la joven parecía no poner fin a estos giros dentro del aro blanco. Pero la música lo anunció y ella, perfectamente sincronizada, detuvo su original danza. Dio un salto, se colocó frente al público, saludó con una elegante reverencia y a continuación aclaró:

- ¡Muchas gracias! Somos artistas callejeros y vivimos de esto. Ahora vamos a pasar un sombrero para que nos dejen la gratificación que deseen o puedan.

El joven de la música, soltó la guitarra, cogió un sombrero color azul y se colocó delante de la batería. Bastantes personas se acercaron y dejaron sus monedas. Otros, simplemente siguieron su paseo Carrera del Darro arriba.

 

Solo cinco minutos después, los dos jóvenes artistas, se quedaron solos  frente a la amplia plaza y a la esbelta Torre de la Vela sobre la colina. Desde cierta distancia, él permanecía observando y vio como la bailarina, ahora ya sin música, sin público y sin danza, se sentó en el umbral de la gran puerta del majestuoso edificio. Con sus manos, recogió su cara y cabeza como intentando abstraerse de todo cuanto a su alrededor existía. Sintió él cierta compasión por la muchacha y deseó acercarse para saludarla y preguntarle algo. No lo hizo.

 

La noche caía, el frío aumentaba, se alejó él de la plaza dejando a la bailarina donde la había encontrado. Y según regresaba a su casa, del cielo comenzó a caer, primero pequeñas gotitas muy fría y luego delicados copos de nieve. Arreció la nevada y sin parar estuvo toda la noche. Ya en su cama, soñó con la joven bailarina la vio en la misma plaza donde horas antes, al caer la tarde, danzada. Y al terminar de trazar piruetas con el gran aro de plástico y después de recibir unas cuantas monedas y aplausos de los turistas, se acurrucó en el umbral de la vieja puerta del viejo edificio en esta plaza. Y aunque el hombre veía esta escena desde la dimensión del sueño, sintió un afecto especial hacia la joven. Se dijo: “Con la gran nevada que esta noche está cayendo, en este umbral acurrucada, esta joven se congelará. Pero ¿por qué, después de realizar tan hermoso baile, ahora se acurruca aquí tan sola y con la tristeza saliendo a chorros por sus ojos y cara?”

 

Y en cuanto al amanecer la luz del nuevo día iluminó a los paisajes, el hombre se acercó a la ventana de su habitación. Absorto comprobó que todo se había cubierto por un amplio y grueso manto de nieve. Pensó en ella y enseguida decidió ir hasta Plaza Nueva para comprobar si estaba allí. Necesitaba saber si aún seguía con vida o la fría nieve de la noche la había congelado para siempre.

 

 

Desde su ventana, contempló el acebo repleto de semillas rojas y recubierto de nieve. Miró al cielo y en su corazón se dijo: “Ya esta misma mañana, la haya congelado no el frío de la noche, está por completo de muchos olvidada. Y más olvidada va a estar dentro de unos días, meses, años, siglos. Y cuando pase el tiempo y se desmorone el edificio por delante del cual ha danzado y desaparezca la plaza, la ciudad y la Alhambra, de esta bailarina no quedará por aquí ni el más endeble recuerdo. Por todo esto, pienso que en la dimensión de la eternidad, es donde únicamente permanecerán los latidos de su corazón, sus sueños y danza. Lo demás, lo sepultará el tiempo del mismo modo en que ella ha sido olvidada por las cuatro personas que en la tarde le han regalado unos aplausos y cuatro monedas de metal. ¡Pobre, hermosa y muy afortunada bailarina desconocida y en la tarde por Plaza Nueva, a los pies de la Alhambra!”

 

445- CANCIÓN DE PRIMAVERA

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A primera hora de la tarde, se encontraron en el puente del Aljibillo. El hermoso y pequeño puente en el río Darro, donde comienza la cuesta de Chapiz y la del Rey Chico y que se encuentra al final del Paseo de los Tristes. En el muro de este bonito puente, bajo el viejo almez y mirando a la Alhambra, estaba sentado el hombre mayor. El más joven, que llegó solo unos minutos después, al encontrarse con el enemigo, se paró frente a él y lo saludó. Bajaba desde el centro del Albaicín, ladera sur que mira a la Alhambra y cae hacia el río en calles estrechas y largas. Por eso, según había venido avanzando por una de estas calles empedradas, se fue encontrando no con una sino hasta con tres chicas jóvenes que jugaban y tocaban tranquilamente la pequeña y original guitarra. A la primera le preguntó:

- ¡Perdona! ¿Puedes decirme cómo se llama este instrumento?

La joven, sentada en el escalón de la antigua casa, lo miró. Siguió rascando con sus dedos las cuatro cuerdas del instrumento y le dijo:

- Es un ukelele.

- ¡Qué novedoso!

Susurró y siguió caminando.

 

Justo cuando llegó a la calle conocida como Carrera del Darro, sobre la pared de un histórico edificio, frente al sol y frente a la Alhambra, de pronto vio a dos jóvenes. No muy bien vestida y con relucientes aretes en la nariz y orejas. Una de estas jóvenes, tenía en sus manos un instrumento musical exactamente igual al que había visto hacía unos minutos a la otra muchacha. Rasgaba tranquilamente sus cuatro cuerdas y chapurreaba una canción que  de nada conocía. Y como la curiosidad seguía despierta en su mente, se acercó a esta muchacha y le hizo la misma pregunta. La del instrumento en la mano, le respondió:

- Es un ukelele que me ha regalado mi amiga.

- ¿Y la canción que cantas?

- Me la he inventado yo y la titulo “canto a la primavera”.

- ¿Por qué este título?

- Porque la primavera, hoy mismo ha llegado y no sólo en el calendario. Si miras al frente, por la ladera esa que cae desde las torres de la Alhambra para el río y por aquí frente a las aguas y la umbría río arriba, puedes ver que lo que te digo es cierto. La primavera ha llegado y por eso los almendros muestran sus últimas flores mientras ya se ven los brotes en las ramas de los almeces, en la de los sauces y álamos y abren sus flores blancas los durillos y algunas plantas herbáceas.

 

Instintivamente miró para donde la joven le indicaba y descubrió que era cierto lo que le decía. Le dio las gracias y por la estrecha calle de la Carrera del Darro, siguió avanzando hacia la recogida plaza al final. Por donde la iglesia de San Pedro, al lado de arriba de la casa de Castril, Museo Arqueológico ahora cerrado, los vio. Un joven alto, de cabellera rubia, ojos azules y cuerpo recio, venía caminando junto a una muchacha también de melena dorada, ojos algo verdes claros y con la tez de la cara muy blanca. Traían en sus manos el mismo pequeño instrumento de cuatro cuerdas que había visto unos minutos antes en dos personas y lugares distintos. Y en esta ocasión sí prestó mucha atención al tiempo que para sí se decía: “¿Qué pasa hoy en Granada para que tantos jóvenes lleven y toquen este original instrumento de cuerda? Es la primera vez que me ocurre esto y por eso me sorprende. ¿Qué razón hay para ello?”

 

Sin más, tal como subía despacio yo bajaban charlando, se fue hacia los dos jóvenes, se puso delante, los paró y les dijo:

- ¡Perdonad pero es que tengo necesidad de una pregunta!

Ella, muy hermosa y por supuesto con mucho aspecto de estudiante universitaria extranjera, lo miró de frente y expectante. Sin más él le pregunto:

- ¿Es que se celebra hoy en Granada algún concierto con estos instrumentos?

Rápida la joven respondió:

- Que nosotros sepamos, no.

- Pues explícame a dónde vais con este ukelele.

- Has dicho bien, esto que llevo en las manos y parece una guitarrilla, tiene el nombre que has pronunciado. No vamos a ningún lado. Solo paseamos y como esto es pequeño y no pesa nada, lo llevamos como previsión por si nos apetece cantar algo. ¿Sabes tú que hoy es el primer día de la primavera?

 

Miró en ese momento para los bosques de la Alhambra en la ladera que cae para arriba y dio de nuevo las señales de la primavera. Se dijo en su corazón: “Primavera otra vez aquí en Granada y ésta me ha cogido con la ilusión marchita en mi corazón. Ni siquiera sé qué número representa y ni tampoco me resultan hermosos los cantos de los pajarillos por este rincón junto a la Alhambra. Ya soy viejo, de mis recuerdos se están borrando aquellas personas que un día me llenaron el alma de ilusión y hasta este paseo junto al río claro, me sabe a rancio. No es cierto que en mi mundo interior esté de nuevo brotando la primavera”. Y, mientras en silencio rumiaba estos sentimientos a dos pasos de los jóvenes universitarios con su guitarrilla mágica, por su mente pasaron muchos momentos bellos, ahora como en un infinito lejano.

 

Joven que tenía delante de nuevo comento:

- Sé que la mayoría de las flores y árboles en esta ladera que tenemos al frente, brotarán dentro de una semana pero fíjate como ya por ahí hay muchas florecillas amarillas.

Al mirar el descubrió que era cierto pero como conocía esta especie de florecillas, aclaro:

- Son jaramagos. Por esta ladera y en muchos otros lugares de Granada, crecen en abundancia estas plantas y florecen antes que otras. No tienen mucho valor botánico ni para decorar, estas plantas.

- Sin embargo, el color oro claro de sus florecillas, a mí me gustan mucho. Alegra verlas y ponen en marcha la imaginación. ¿Sabes lo que a mí un día me gustaría?

 

- ¿Qué es lo que te gustaría?

- Cruzar las aguas de este río, un día de estos, subir por esa ladera y caminar despacio por entre ese tupido sembrado de florecillas amarillas. Deseo tocar con mis manos todo ese espeso manto dorado y correr como niña feliz tras las mariposas. Quizá pienses que estoy loca pero mi corazón me pide a gritos esto que te he dicho. Porque también pienso que vivir esta experiencia aquí en Granada y justo a dos metros de la muralla de la Alhambra, es una oportunidad única y muy hermosa.

 

Miró a él una vez más para este lado de las florecillas de jaramago y percibió ahora que había muchas. Desde el mismo río Darro, por entre las zarzas y los trozos del puente del Cadí, se veían muy tupido el amplio sembrado de jaramagos, todos florecidos y por eso regalando un paisaje realmente hermoso. Le preguntó a la joven:

- Con esta guitarrilla tuya, mientras corres, tomas el sol, tocas con tus manos y te bañas en el polen de esas mil florecillas ¿Cantarías canciones con sabor a primavera?

- Claro que lo haría pero en el fondo, lo que me gustaría, mientras me fundo con este sembrado de color, es sentirme abrazada por esa persona que en mi corazón añoro. ¿Te imaginas lo dulce, hermoso, misterioso y hondamente espiritual que sería eso?

- Me lo imagino y por eso deseo que algún día, antes de que estas florecillas se marchiten, puedas  realizar tu sueño. Y ojalá de tu corazón salgan tan hermosas canciones que algún poeta o pintor te inmortalice en estos rincones.

 

Y por su mente en este mismo momento pasó la imagen del relato que solo unos días atrás, el que le esperaba en el puente del Aljibillo, le había contado. De nuevo pidió perdón y agradeció a los dos jóvenes su amabilidad. Al despedirlos les dijo:

- Pues que tengáis buenas tardes y de vuestros corazones salgan canciones bonitas que proclamen y celebren la llegada de esta nueva primavera.

 

Los despidió, continuó avanzando lentamente por la calle y al llegar a la plaza ahora conocida con el nombre del Padre Manjón, se fue para la orilla del río. Siguiendo el Murillo que por aquí se pega la parte del cauce. En los sencillos bancos que junto a este muro hay, se fue encontrando jóvenes y turistas sentados. Unos mirando mapas, otros haciendo fotos, comiéndose un bocadillo, tocando la guitarra los más aventureros, muchachas vendiendo abalorios y algunos más asomados al río donde por la orilla de las aguas, ladraban y corrían perros. A unos y a otros los fue observando según avanzaba despacio y a todos los borraba de su mente según quedaban atrás. Otra vez se dijo: “Ya cada día, a pesar de que estos lugares y personas me son familiares, me interesan menos. Siempre todo es igual por aquí y representa y muestra la misma apariencia e imagen una tarde y otra. Es como si mi corazón ya estuviera más que cansado de la vida y de esto los lugares por donde continuamente busco lo mismo sin encontrarlo”.

 

Según se acercaba al puente del Aljibillo, iba mirando y de pronto lo vio. Sentado en el muro del puente que por aquí cruza el río y queda por completo arropado por las ramas de un viejo almez. Miraba en silencio y con mucho interés para las aguas y la pared de enfrente que desde el puente cae para el charco que aquí mismo se remansa. Estaba solo, vestido con un jersey de lana gruesa y algo viejo, pantalones grises y zapatos del mismo color que las murallas de la Alhambra. De estatura baja, cuerpo delgado y muy calvo. Parecía prescindir de todo lo que por aquí sucedía menos de algo que ocurría en alguna de las piedras del muro que desde el puente caen para las aguas del río.

 

Junto a él se paró y en el mismo muro, se sentó. Lo saludó y sin más le preguntó:

- ¿Ocurre algo ahí?

Y el hombre calvo, sin apartar su vista de las piedras en el muro, dijo:

- Celebra la primavera.

- ¿Quién o qué celebran la primavera?

- En ese pequeño agujero, entre las piedras del muro, tiene el nido el carbonerillo. Estoy viendo que va y viene constantemente trayendo insectos en su pico. Seguro que tiene pajarillos y por eso no para un momento.

El que había llegado, miró con interés y no tardó en ver al pequeño pajarillo. Preguntó al que estaba sentado bajo el almez:

- ¿Y de este modo crees tú que celebra la primavera?

- No es que lo crea, es que es cierto. Aquí, a solo unos metros de las aguas claras de este río, bajo la figura de las torres y murallas de la Alhambra, donde el airecillo es puro y fresco y ajeno por completo a las personas que por el lugar pasan, nace la vida desde lo más diminuto pero con un volcán de belleza que asombra.

 

Algo más abajo, hacia la destartalada figura de lo que fue el Hotel Reuma y también sentadas en el muro del río, dos muchachas bebían cerveza de una botella de litro. En el río, por la orilla donde se juntan las aguas que bajan por el barranco del Rey Chico con las de este cauce, un joven y una muchacha se abrazan ajenos por completo a los que se paraban a mirar. Dos perros saltaban y buscaban las piedras que otro joven le echaba a las aguas del río y por el Paseo de los Tristes, iba y venían muchos turistas. El que había llegado, advertía con mucha claridad todo este panorama y a punto estuvo de preguntar. Pero el que observaba al pajarillo entrando y saliendo del agujero en las piedras, dijo:

 

- La naturaleza entera, cada ser vivo y cada persona, celebramos la llegada de la primavera de formas distintas y a nuestra manera. Pero yo no puedo olvidar la historia del hombre que un día vivió cerca de este río y celebraba esta estación del año también a su manera aunque de una forma muy bella.

- ¿Quién era ese hombre y de qué manera celebraba la llegada de la primavera?

- Su nombre no lo sé ni tampoco quién era pero la historia dice que en su pequeña casa con jardín, tenía un rincón donde a lo largo del día se refugiaba solitario. Dentro de este recinto él poseía un instrumento musical que tocaba de una forma primorosa. Escribía versos y, mientras iban pasando las tardes llenas de silencio y perfume por este lugar de Granada, desde su recinto pequeño tocaba y tocaba. Por la ventana miraba para la Alhambra y a ratos se fijaba en las golondrinas que en un rincón de la pared de enfrente, se afanaban en construir su nido. 

 

Y dicen que todo el que pasaba por allí, al oír la música de su instrumento y las canciones que cantaban, en muchas ocasiones se paraban para deleitarse en las originales, dulce y también tristes melodías. Entre sí algunos comentaban:

- Sin duda que este hombre, con sus melodías, música y versos, querrá decir algo.

- ¿Y qué es lo que tú crees que quiere decir?

- No sé expresarlo con palabras pero solo hay que pararse un momento y escucha despacio la música que de ahí sale para asombrarse y descubrir que cada nota de sus canciones encierran universos.

- ¿Pero qué universos?

- No tienen nombre pero el espíritu los se intuye.

 

Y una de aquellas tardes de primavera, este hombre tocó y cantó canciones mucho más hermosas que otras veces. Bastantes personas de este barrio al oírlas, se asombraron mientras miraban a la tarde cayendo y los colores del cielo. De pronto, de su pequeño refugio, dejó de salir música y todos se quedaron esperando a la siguiente melodía. Pero la siguiente melodía no sonó ni en aquel momento ni más tarde ni nunca más. En ningún momento ni días siguientes se volvió a oír la música que aquel hombre hacía.

 

Sí, una tarde de primavera y un poco antes de ponerse el sol, algunas personas oyeron una canción muy bonita. Salía como de las aguas de este río, justo por donde el puente en que ahora estamos sentados. Los que pasaban, al oír esta música, se paraban y se asomaban a este lugar con el deseo de ver quién cantaba. Descubrieron que por todo este sitio, orillas del río, por la calle y aquella explanada a los lados, para arriba y para abajo, como una alfombra de terciopelo color granate tapizaba a lo ancho y largo.

- ¿Qué fenómeno es este?

Preguntaban algunos.

- Nadie lo sabemos.

Respondían muchos.

- ¿Y quién canta una canción tan bella?

- Tampoco lo sabemos porque es la primera vez que esta melodía se oye por aquí.

 

Y como con mucho interés, unos y otros seguían buscando, vieron a un hombre sentado aquí mismo, donde yo estoy ahora. Algunos creyeron que era él y por eso se acercaron para preguntarle. Su silueta se recortaba sobre las torres de la Alhambra y al darle los últimos rayos del sol de la tarde, parecía como transparente en la luz dorada y fuego. Sin embargo, las aguas del río, bajaban muy serenas, diáfanas como diamantes puros y en pequeñas olas que parecían transformarse en algunas de las notas de la canción que se oía.

 

Los más atrevidos, se aproximaron más a la figura del hombre que aquí estaba sentado y desde donde parecía brotar la canción que por el aire resonaba y, de pronto por completo desconcertados, vieron el fenómeno. Sobre las aguas de río y como si fuera aparte de estas mismas aguas y se durmiera en las olas, se vio a una joven muy hermosa. Casi desnuda desde la cintura para arriba y como recostada en una de las olas que por el río bajaba. Miraba muy serena y parecía charlar con alguien que estaba a su lado. Sus ojos eran negros brillantes, tenía una gran melena y su cara relucía fresca como una flor recién abierta.

 

La canción que seguía brotando como de las aguas de este río, ahora se oía más claramente y por eso, todos los que por aquí se habían parado, de pronto quedaron como hechizados. Ninguno se atrevió a acercarse más al hombre que sobre este puente estaba sentado y mucho menos se atrevió nadie a preguntar nada.

 

Solo unos minutos después, la luz de la tarde comenzó a irse, la figura de la joven fundida con las olas de río, se desdibujó corriente abajo y la misteriosa canción, también fue apagándose poco a poco. Todo por el lugar, orilla de rio, plazas y calles, recuperó su color de tierra y piedras oscuras y lo mismo las torres de la Alhambra. Y fue ahora cuando las personas que por aquí se habían concentrado, cuando se hacían más y más preguntas:

- ¿Quién será el hombre que aquí hemos visto sentado y la mujer que dormía dulce sobre las aguas del rio?

- Y la canción que hemos oído ¿de dónde ha brotado tan fabulosamente bellas?

- ¿Tendrá esto algo que ver con la llegada de la primavera?

- Puede que sí y por eso a lo mejor se repite el fenómeno en algún otro momento.

- Pues podríamos preguntarle a las personas mayores que siempre han vivido por estos lugares a ver si ellos saben algo del misterio.

 

Y algunos, no muchos, sí durante un tiempo preguntaron a las personas mayores que iban encontrando por este barrio y en las laderas de las cuevas. Solo un hombre mayor que vivía en la parte alta del Albaicín, un día dijo:

- Lo de la canción de primavera en el río Darro y por el puente del Aljibillo, sí que tiene un mensaje de verdad. Yo oí decir que el hombre que la interpretaba y que luego parecía irse con su amada cuando ésta se dormía en las aguas del río, era precisamente por esto: porque la quería. Al parecer, el tiempo que estuvo junto a ella y pudo oír su voz y tocar sus manos, fue algo maravilloso para él. Se fue de su vida  ella un día y al recordarla y rumiar los recuerdos hermosos que sinceramente le había regalado, se le iba el aliento en estos recuerdos. Se decía: “Has sido lo más dulce y sincera de cuantas mujeres mi corazón ha amado. Noble, sencilla, sin más interés que ser amada y respetada y por eso el tiempo te mantiene viva en mi alma y momentos. Como si ninguna otra cosa, desde que te conocí ya tuviera valor para mí en este suelo. Y mientras vivo este recuerdo como si fuera el latido propio de mi alma, irme contigo es lo que más deseo ahora”.

 

Solo este hombre sabía cómo pero el hecho es que el recuerdo de su amada, lo convirtió en su vida, en música. En una canción tan única y extraña que al oírla las personas, siempre se quedaban extasiados. Y según yo he podido saber, al llegar la primavera de aquel año, su canción y recuerdo de la amada, desde este puente del Aljibillo, se hizo misterio en la hermosa figura de la joven durmiendo sobre las olas de río. Como broche final a una historia única, muy íntima y con olas de pureza y eternidad.

 

Algunas personas más preguntaron a este anciano:

- ¿Pero se sabe si en algún momento, aquel fenómeno de la música y ella durmiendo sobre el río, se repitió?

- Se repite en algún momento este fenómeno, algún daño a llegar la primavera.

- ¿Y pueden verlo muchas personas como en aquella ocasión?

- Solo algunas personas muy concretas que en su interior tengan un sueño y sentimientos elevados y nobles.

- Pero ¿qué señales se verán o escucharemos cuando se acerque el momento de esa escena del río y la canción?

El hombre mayor, dijo muy solemnemente:

- Atención, las señales que precederán a la aparición de la joven sobre el río acompañada de la música de la canción más dulce del mundo, serán estas: unos días antes de la llegada de la primavera, por las calles de Granada, se verán a jóvenes con instrumentos musicales en sus manos. Por algunos lugares en de este barrio del Albaicín y por calles y plazas de Granada. Cantarán, estos jóvenes, canciones especiales como si les salieran del centro de sus corazones e impulsados por algún sueño indescifrable oculto en sus vidas. Las personas que vean y oigan a estos jóvenes tocando sus instrumentos musicales y tatareando canciones en lenguas distintas, creerán que disfrutan de cosas maravillosas y no será así. Porque sus canciones no brotarán de la ausencia de la amada ni del fresco dolor de una pérdida. Pero estas serán algunas de las señales que precederán a la visión de la joven en el río y la canción de primavera. La otra señal, la sincera y buena, es que todo esto sucederá justo en el primer día de la llegada de la primavera.

 

               Con estas palabras, aquel hombre mayor concluyó su relato y las personas que lo escucharon, repitieron estas cosas bastantes veces entre unos y otros. Yo supe de esta noticia y como hoy es el primer día de primavera, aquí me tienes en este puente sentado. Esperando y mirando por si en algún momento veo a la joven sobre las aguas del río y escucho la hermosa música de la canción de primavera.

Y el que había llegado, preguntó al amigo:

-Y si en tu corazón, en el mío y en el de otras personas, no existe ese frío vacío de la ausencia y el agudo dolor de la perdida ¿tendremos la suerte de ver y oír lo que me cuentas?

El que estaba sentado en el puente enseguida respondió:

- Probablemente no. Porque yo creo que el frío vacío de la ausencia y el agudo dolor de la pérdida, es lo que hace que las cosas sean elevadas, resulten hermosas y profundamente llenas de misterio y luz.

 

 

 

446- POR DONDE NACE EL RÍO DARRO

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Al caer la tarde, los autobuses fueron llegando. Pequeños, de aspecto moderno y nuevos, uno de color blanco, el segundo color amarillo y el tercero, tono plata viejo. Aquí mismo, a solo unos metros del puente del Aljibillo, hacían maniobras y en la acera de enfrente, junto a la pared del colegio, fueron aparcando.

 

Ellos dos, el joven del aparato en forma de rueda y el amigo, conforme su autobús hacía maniobras para aparcar, miraban por la ventanilla. Al frente y en todo lo alto, parecían saludarles las viejas torres y murallas de la Alhambra, el bosque de la umbría, el cauce del río Darro y ya, más cerca, el pequeño puente del Aljibillo. Concentraron su atención en este puente y fue el amigo el que preguntó al joven que traía consigo el aparato:

- ¿Es por aquí por donde dices cada tarde se le ve pasar?

- Por aquí mismo. Baja por aquel camino que viene de la Fuente del Avellano y las cuevas que por esas laderas hay, cada tarde con una bolsa de cuero colgada del hombro. Y cada tarde, aquí mismo está sentado el hombre mayor como esperándola. Al llegar, ella le pregunta:

- ¿Usted tiene semillas?

- Semillas yo no tengo pero puedo acompañarte y en una tienda que conozco, compramos. ¿Para qué las quieres?

- Necesito sembrar pequeños huertos ahí por las laderas de las cuevas. Hortalizas y otras plantas comestibles para recolectarlas cuando llegue la primavera. Es algo muy importante para mí.

- Pues vamos ahora mismo y compramos estas semillas.

 

Ya el autobús y los otros que componían la flota, quedaron aparcados. Se abrió la puerta del primer autobús y en ella apareció el guía. Vestido con ropa nueva y arropado por un impermeable verde claro. Llamó la atención a los turistas, jóvenes extranjeros y varias personas mayores, aclarando:

- No disponemos de mucho tiempo, así que tenemos que movernos con agilidad.

Una muchacha de pelo rubio y algo gruesa, preguntó:

- ¿Vas a llevarnos a la Alhambra?

Aclaró el guía:

- Primero veremos el Bañuelo, Casa Zafra, el Horno del Oro y este Paseo de los Tristes. Después, subiremos al Mirador de San Nicolás, visitaremos algunas calles típicas del barrio del Albaicín y varias cuevas en el Sacromonte. Os explicaré todos estos sitios despacio para que os hagáis una idea de la grandeza de Granada y al final iremos a la Alhambra.

- ¡Qué bien!

Simplemente dijo la joven.

 

Él bajó rápido del autobús primero que era donde habían venido. Dijo a su amigo:

- Ven por aquí que enseguida voy a mostrarte lo que te he relatado.

- ¿Y prescindimos del guía?

- Por completo y también de todo el grupo.

- ¿Y eso por qué?

- Porque lo que este guía va a mostrarle y contarle a estas personas, es lo mismo de siempre: un montón de tópicos, rancios y de valor casi banal. Típico de tantos y tantos guías por estos lugares y en estos tiempos. Lo que yo quiero mostrarte, es la verdad más pura, hermosa y desconocida de este trozo del río que corre a los pies de la Alhambra.

- ¿Y este guía conoce la verdad que dices vas a mostrarme?

- Ni en sueños la ha visto y por eso la desconoce y de ningún modo puede mostrarla ni hablar de ella. Pertenece a otra dimensión, especialmente excelsa, que desconocen por completo todos los guías para turista en esta ciudad de Granada.

 

Él y el amigo, desde el autobús se movieron hacia el puente del Aljibillo. Ninguno de los que bajaban de los autobuses, se fijaban en ellos. Pendientes todos de las órdenes del guía, comenzaron a seguirlo y poco a poco se iban concentrando cerca del gran almez, muy pegado al muro de río. Frente se veía la robusta silueta de la Torre de Comares, parte de la muralla de la Alhambra, la Torre del Homenaje y la de la Vela. Por las laderas de esta umbría, ya algunos almendros mostraban sus flores y por el cauce del río, la corriente hoy muy clara, se deslizaba por completo ajena al trajín de unos y otros por la plaza de este rincón.

 

Ya junto al muro del mismo puente, el amigo comentó:

- Es lo que siempre me has dicho: el agua de este río se ve tan clara que parece hielo derretido o lágrimas recién lloradas.

- Así es como yo la he visto y soñado a lo largo de mucho tiempo. Y como tanto me ha fascinado, tenía y tengo necesidad de compartirlo.

- Pues venga, muéstrame lo que con tanto interés, una vez y otra me has dicho.

 

De una bolsa de cuero en forma de zurrón, el amigo comenzó a sacar algo. Como una pieza parecida a la rueda de un coche pero pequeña. La colocó con tacto y muy despacio, sobre la piedra del muro del puente. Procurando que esta rueda quedara alineada a lo largo del muro, de tal modo que el centro del círculo estuviera frente a ellos. Algo así como si fuera un agujero en forma de ojo por el cual mirar río arriba y para todo el valle. Dijo el que manejaba esta pieza:

- Ponte aquí ahora a mi lado y, cuando yo te diga, miras sin prisa por este agujero en forma de ojo.

- ¿Acaso esto es un pequeño telescopio?

- Podría serlo y, en el fondo, se comporta parecido a lo que acabas de decirme pero es por completo otra cosa. Tú mira despacio y ya verás lo que descubres.

 

Se colocó el amigo frente al redondo ojo, algo emocionado y mostrando mucho interés y comenzó a observar. El que dirigía, se concentra en el amigo y cuando ya éste llevaba un rato largo observando, le preguntó:

- ¿Qué es lo que descubres?

Respondió pausadamente el amigo:

- A lo grande, desde aquí mismo, río arriba y a un lado y otro, veo un hermoso paisaje. Algo nuevo para mí en estos lugares y que nunca, ni por asomo, había imaginado por aquí. Por donde baja el cauce del río, se ven sendas y mucha vegetación. Encinas muy gruesas, robles, majoletos, cornicabras, acebuches, retamas, romeros y aulagas. Densa y fantástica vegetación a un lado y otro del río, pobladas por completo todas las laderas y hasta lo más alto de las dos extensas cuerdas que escoltan a este río.

 

Veo por ahí también, muchas veredillas que surcan estas laderas a un lado y otro, trazando zigzags y airosas curvas. Luego te preguntaré porque quiero que me digas a dónde llevan estas veredillas. Porque ahora y como descubro algo muy extraño y a la vez bello y curioso, quiero relatártelo. A este lado derecho según estamos nosotros mirando río arriba y en la que es ladera del Generalife, brotan muchos veneros por entre las raíces de los árboles, partes bajas de las peñas y de las pequeñas torronteras que caen para los barrancos que por esta ladera se abren.

 

Algo más abajo, donde el agua de estos manantiales se junta en cristalinos arroyos que caen al río, veo ovejas pastando. Un rebaño bastante grande que pacen muy tranquilo por entre la vegetación y comiendo las mil matas de hierba verde y fresca. A media altura, entre el río y la cumbre, veo una veredilla y por ella baja un hombre acompañado de un perro. Trae a sus espaldas un zurrón y un cayado sobre el hombro. Baja muy sereno como al encuentro de una niña que, siguiendo una veredilla que va por entre los arroyuelos de los manantiales, parece subir como al encuentro de este hombre. Es muy hermosa esta niña pero parece llorar al mismo tiempo que busca con gran necesidad al hombre que baja.

 

Me impresiona tanto esta escena por la ternura y el misterio que refleja, que siento en mi corazón, que tengo gran necesidad de preguntarte: ¿Quién es esta niña, el hombre que baja y por qué tantos manantiales, arroyuelos y bosques tan densos y verdes en esta ladera tan cerca de la Alhambra?

El hombre del aparato en forma de rueda que tenía apariencia de ojo del tiempo, tardó unos segundos en responder a la pregunta que le hacía el amigo. Pero, pasado este tiempo, se manifestó de esta manera:

- Voy a explicarte con detalle lo que acabas de ver y lo que seguirás descubriendo según continúes observando por este ojo del tiempo. El hombre que por la senda de esa impresionante y famosa ladera, baja hacia el río, es el pastor. El pastor entre los cientos de pastores que a lo largo de los tiempos hubo por este valle del río Darro. Y que es el pastor, queda claro por el rebaño de ovejas que apacientan un poco más abajo.

 

Aquel día en el que la niña lloraba por entre los manantiales de esta ladera, era ya casi comiezo del invierno. Las Nieves, las primeras del año habían caído sobre Sierra Nevada y por eso el frío, se dejaba sentir por todo el valle del río Darro, colinas a los dos lados y rincones por donde hoy se extiende la ciudad de Granada. Y por aquella época, hasta no hace muchos años, los pastores que daban careo a sus rebaños por las montañas al levante de Granada, en invierno trashumaban. Antes de que las nevadas fueran grandes por los parajes donde sus rebaños pastaban, emprendían un corto viaje con sus hatos, hacia las tierras bajas: Vega de Granada, pueblos y valles por la cuenca del río Genil hacia el corazón de Andalucía. Por estas tierras algo más calidad y con menos nieves y vientos en los meses de invierno, estos pastores con sus piaras, permanecían hasta la llegada de la primavera.

 

El día de la escena que has visto con la niña llorando, era en el que el pastor ya se preparaba para encaminarse hacia las tierras bajas con su rebaño. La noche anterior, en la humilde casa del valle, el hombre había hablado con su mujer y su niña, este asunto:

- Antes de que las nieves y los fríos se presenten en cantidad por estos lugares donde ahora pasta el rebaño, voy a llevármelo a la Vega.

- ¿Y qué día será ese?

Preguntó la pequeña, un poco por curiosidad y otro poco, por el temor que en su corazón comenzó a sentir. Le Confirmó el padre:

- Mañana mismo preparo las cosas y, a primera hora, empiezo a conducir el rebaño hacia esos lugares.

- Pero papá...

Se lamentó enseguida la niña al tiempo que la saliva se le acumulaba en la garganta impidiéndole casi respirar. Temblorosa y titubeante continió exponiendo:

- Nos quedaremos solas mamá y yo en este lugar tan lejos de ti.

- Solas no estaréis nunca, hija mía. Yo en todo momento os tendré en mi corazón y mente y cada día rezaré al cielo para que mamá se ponga pronto buena. Tú no tengas miedo nunca.

 

Y esto lo decía el padre haciendo referencia a la enfermedad que desde hacía tiempo torturaba la salud de la madre. La mujer, no muy mayor, hermosa, muy amante de los suyos y trabajadora, se moría cada día un poco de una enfermedad rara. En la segunda estancia de su pequeña vivienda cerca de donde brotan las primeras aguas del río Darro. Lugar muy hermoso y en aquellos tiempos, virgen, salvaje, solitario, húmedo y tupido de vegetación. Solo un par de familias vivían no muy lejos de la casa de este pastor, su mujer y su niña. Por eso esta noche el padre, se daba cuenta de la sincera preocupación que en el corazón de su pequeña palpitaba. Pero al mismo tiempo, también era consciente de que el invierno se había presentado y de aquí la necesidad de llevar a su rebaño de ovejas a los lugares cálidos y donde hubiera abundante y fresca hierba.

 

Dijo a su niña, al tiempo que observaba con amor y ternura a su joven y enferma esposa:

- Aunque parezca que no, el invierno pasará pronto. Las nieves se  retirarán y los fríos también se marcharán y de nuevo estos campos, se tapizarán con extensas praderas de buena y fresca hierba para nuestro rebaño de ovejas. Yo volveré de aquellos lugares, de las tierras bajas y como la primavera será muy generosa, los corderos del rebaño nuestro, serán los más lustrosos y sanos de todo el territorio de Granada. Venderemos estos corderos, como otros años y con el dinero que ganemos, yo voy a pagar para tu madre el mejor médico. Le compraremos  los más sanos y ricos alimentos, tejidos y otras cosas. La salud de esta madre nuestra, se recuperará por completo y tú jugarás con ella cuando las dos vayáis por los campos donde pastará el rebaño de nuestras ovejas.

 

Con estas palabras, en la noche del invierno oscura y fría, el padre dio por concluida su conversación con la niña y esposa. Fuera de la humilde vivienda donde ellos estaban refugiados, la noche avanzaba y la oscuridad era total. Se había nublado densamente, las temperaturas habían bajado mucho y, a ratos, llovía algo. También en algunos momentos, las menudas gotas de lluvia se convertían en pequeños granizos que más bien eran copos de nieve dura. Por lo demás, todo este pequeño valle donde brotan las primeras aguas del río Darro, permanecía en silencio y como sumido en un aislado rincón del tiempo, al margen por completo de todo cuanto en el mundo material conocemos.

 

Conforme fue llegando el nuevo día, varias veces los dos perros mastines lo anunciaron con sus ladridos, el ulular de algún cárabo y los maullidos de varios mochuelos. En cuanto comenzó a verse, el pastor se levantó, saludó a su esposa y niña y les dijo:

- Voy a prepararlo todo para ponerme en ruta cuanto antes porque parece que la nieve puede presentarse en cualquier momento y caer en cantidad.

En la cama de esparto, palos y monte, la mujer lo miró sin pronunciar palabras. En su corazón sintió el dolor de la marcha que el marido preparaba y en las carnes de su cuerpo, garganta y pecho, notaba el bocado del malestar de la enfermedad que se la estaba comiendo. Dijo el padre a su pequeña:

- Arropa bien a tu madre para que no pase frío, prepárale un poco de leche calentada en el fuego y atiéndela luego en todo lo que necesite. Dios te pagará a ti y a ella todas las cosas buenas que hacéis y el sufrimiento que estáis soportando.

 

Nada comentó la pequeña. Se dispuso para atender a la madre en lo que pudiera necesitar mientras notaba que su corazón se iba llenando de tristeza. Salió el padre de la casa, entró en el recinto donde tenía encerrado el rebaño, buscó las cuatro cabras que se mezclaban con este rebaño de ovejas y, en la vasija de barro, se puso a ordeñarlas. En poco tiempo llenó de leche esta vasija, volvió a la casa, puso encima de la mesa el recipiente al tiempo que le decía a su pequeña:

- Con esta leche, los quesos que guardamos en las orzas y los frutos secos que recogimos en otoño, puedes ir alimentando a tu madre hasta que dentro de unos días yo vuelva por aquí. Pon ahora la olla en el fuego, hierve esta leche, dale a tu madre toda la que necesite y cuídala con cariño, hija mía. En este momento yo ya tengo que irme porque el día avanza, el frío aumenta y la nieve no para de caer. Quiero salir de este valle, río y laderas, antes de que la  nieve lo cubra todo. Y quiero llegar con el rebaño a las tierras de la Vega, antes de que la noche caiga.

 

De nuevo salió el padre de la casa, llamó a su perro carea, se dirigió al corral, abrió la puerta y comenzó a pedir a las ovejas que salieran. Lentamente los animales fueron abandonando el corral y despacio, el pastor comenzó a guiarlas por los caminillos de estas laderas que tenemos a nuestra derecha. Su intención era remontar la colina por debajo de lo que hoy conocemos con el nombre de “Los Llanos de la Perdiz” para luego bajar por ese barranco donde hay algunas cuevas y que sale a la parte alta del Barranco del Abogado. Por aquí, tenía pensado descender hasta el río Genil para cruzarlo por Puente Verde y, ya desde ahí, adentrarse en las tierras de la Vega. Esta era su intención porque además creía que era lo mejor para ir superando la blanca capa de nieve que ya se había acumulado por todos estos parajes.

 

El día, aunque estaba en sus comienzos, se mostraba por completo cerrado en nubes muy densas y negras. El frío era intenso y la nieve seguía cayendo. No se arredró el hombre y empujó a su rebaño por estas tierras y laderas. La niebla comenzó a levantarse por valle del río Darro arriba y esto hizo que el pastor no se diera cuenta. Pero cuando todavía no llevaba media hora guiando a su rebaño por esos lugares, de pronto percibió algo extraño.

 

El piquete más grueso del rebaño y los animales que iban al frente, en lugar de avanzar siguiendo las sendillas que discurrían paralelas a las curvas de nivel del terreno, se desplazaba casi en línea recta ladera arriba. Como buscando directamente lo más elevado de la colina. Acurrucado en su frío, acompañado de su perro carea, pisando decididamente la nieve y con la mente puesta en la meta que emprendía y en las dos personas que dejaba atrás, el hombre se dijo: “¡Qué raro es lo que estoy descubriendo ahora mismo en los animales! Yo sé que las ovejas, cuando se mueven los rebaños por los campos, siempre al caer el día, buscan las partes alta de los cerros. Un instinto natural que les lleva a comportarse de esta manera para sentirse seguras y a salvo de su depredadores. Pero a lo que veo ahora mismo en este rebaño mío, no le encuentro explicación alguna”.

 

Aligeró el hombre su marcha, remontó a toda prisa la gran pendiente de la ladera, desde la parte de atrás del rebaño y en poco tiempo, se encajó por encima del piquete de ovejas que buscaban directamente las cumbres de la colina. Ayudado por su perro carea, sujetó al rebaño y, poco a poco, comenzó a presionarlo para que dejaran de subir y siguieran la dirección que convenía para avanzar hacia los lugares a los que iba. Y comenzaba el hombre a empujar a las ovejas ladera abajo cuando, de pronto, oyó voces. Voces lastimeras de una persona que enseguida reconoció. El perro carea dejó de recoger a las ovejas, lanzó varios ladridos y se puso a correr ladera abajo hacia el punto por donde se oían las voces.

 

Enseguida el hombre descubrió lo que pasaba. Porque, al quedarse parado y mirar para donde las voces salían, la vio. En su corazón, al instante se preguntó: “¿Qué hace aquí mi niña, en medio de este frío tan intenso y con tanta nieve por esta ladera? Solo hace un momento la he dejado en la casa junto a la madre y ahora aparece por aquí. ¿A qué vendrá y por qué me llama tan repetidamente y apenada?” Desde la distancia, el hombre pidió a la chiquilla:

- Voy enseguida a tu encuentro. No sigas subiendo ni te adentres más en la nieve de esta ladera.

 

Oyó la niña lo que el padre le decía y, en la misma veredilla por la que venía subiendo, se quedó parada. En nada de tiempo, el padre estuvo junto a ella y, está, sin dar explicación ninguna ni esperar siquiera a que el padre le preguntara, se agarró del cuello del hombre y lo abrazó fuerte. Lloraba y con palabras entrecortadas decía al padre:

- Por favor no te vayas y nos dejes solas.

- Si solas no os vais a quedar nunca.

Le decía el padre. Y a continuación, mientras dejaba que la pequeña derramara sus lágrimas en el frío rostro que abrazaba, le preguntó:

- ¿Por qué has venido a buscarme?

- Mamá se está muriendo y yo no sé qué hacer para ayudarle. Le he dado el alimento que tú me has dicho pero ella no quiere tomarlo ni pronuncia palabra alguna. Tienes que volver conmigo a nuestra casa ahora mismo.

 

Escuchó el hombre, bastante apenado, las palabras que su niña le decía con su boca casi pegada al oído. Y se dio cuenta enseguida que la pequeña, traía con ella una bolsa de cuero bastante grande. Reconoció el pastor esta bolsa y por eso le preguntó a la niña:

- ¿Para qué te la has traído y qué hay dentro?

Tiritando de frío y muy compungida, la niña aclaró:

- Es que aquí traigo las semillas. Antes de que te alejes más de nosotros, quiero que me digas dónde puedo sembrar las plantas que me habías dicho.

 

Y comentaba esto, la pequeña en estos momentos, por lo siguiente: un día, el verano anterior, al pastor, unos amigos le regalaron un buen puñado de semillas variadas. Aunque no se las regalaron sino que se las ofrecieron a cambio de un par de corderos. El padre les dijo a estos amigos:

- En este trueque yo salgo perdiendo pero lo hago con gusto porque necesito lo que me ofrecéis.

- Es que lo que te estamos ofreciendo nosotros, son las mejores semillas de berenjenas, alcachofas, melones y sandías que nunca se han visto por aquí.

- Si es así, mucho mejor pero es cierto, que necesito estas semillas.

- ¿Por qué tienes tanta necesidad de ellas?

Le preguntaban los conocidos. A lo que el padre respondió con interés y dejando claro muchos detalles.

 

Aquella misma noche compartió con su niña esto de las semillas. Al día siguiente, la pequeña se vino con el padre por estas laderas y los dos se pusieron a recorrer los paisajes de un lado para otro con gran interés y paciencia. El padre fue mostrando a su niña dónde brotaba cada manantial y por dónde se deslizaba cada arroyuelo. Miró ella y pisó cada metro de senda por esta ladera y continuamente preguntaba al padre:

- ¿Y si cuando llegue el verano estos manantiales se secan?

- Eso ya lo tengo pensado. A lo largo de toda esta ladera y por donde brota cada manantial, yo voy a excavar albercas en el terreno. Para recoger en estas albercas, el agua que brota de los manantiales y así tener reserva en los días cálidos y secos del verano.

- ¿Y tú crees que con las plantas que brotarán de estas semillas, si se alimenta con ellas mamá, va a sanar por completo de la enfermedad que padece?

- Yo creo que si se alimenta de las ricas plantas que por aquí  crezcan, ella puede curarse por completo. No hay nada mejor para la salud que plantas y frutos criados en las claras aguas de veneros y fortalecidas con los rayos del sol y el limpio viento de las montañas que nos rodean.

- Pues yo quiero sembrar cuanto antes, estas semillas por estos lugares. Las voy a regar todos los días para que crezcan y den la mejor cosecha. Quiero que mi madre sane pronto y de verdad.

 

Por todo esto ahora, esta fría mañana gris, con viento, escarcha y nieve, a la pregunta que el padre le hacía sobre la bolsa de cuero que traía consigo, ella respondió:

- En esta bolsa de cuero, traigo las semillas. Si sigues adelante con las ovejas hacia las tierras de la Vega, antes de que te alejes más, quiero que me ayudes a plantar estas semillas. Lo que brote de ellas, nuestra madre lo va a necesitar ahora más que nunca.

Con gran interés el padre escuchó  lo que la niña le decía, al tiempo que observaba la bolsa de cuero que de su hombro colgaba. Y descubrió enseguida que la rústica bolsa estaba por completo descosida por la parte de abajo. Descubrió esto y por eso pidió a la niña:

- ¿Puedes mostrarme las semillas que en esta bolsa dices traes?

 

Movió ella torpemente sus heladas manos, sujetó la bolsa para abrirla y mostrar al padre lo que traía dentro. Y al comprobar que estaba vacía, se quedó paralizada. Sin pronunciar palabra miró fijamente al padre conteniendo la respiración. Sin dar tiempo a que el padre hiciese algún comentario, impulsada por el desconsolado malestar, se abrazó a éste llorando al tiempo que confesaba:

- Se me han perdido las semillas cuando venía por los caminos a buscarte. Ahora, todo es más triste y malo que antes. Si tú continúa hacia las tierras de la Vega y nos dejas solas por aquí, mi madre se morirá sin remedio. Ya ni siquiera tengo semillas para sembrar un huerto y darle de comer a ella, lo que del huerto salga. Vuelve, por favor, con nosotros a casa.

 

El padre abrazó fuerte y lleno de ternura a la pequeña. También él de sus mejillas se limpió una lágrima. Miró, mientras retenía entre sus brazos a la niña de su corazón, para las laderas por donde el rebaño de ovejas se movía. Y descubrió que el ganado, ahora no se iba hacia las partes altas ni avanzaba hacia el collado dirección a la Vega. Lentamente las ovejas iban dando media vuelta, quizá para escapar del viento, el frío y la nieve que azotaba con fuerza y en dirección contraria a como el pastor pretendía que fuera el rebaño.

 

Un par de veces, ordenó a su perro carea y éste, animal fuerte, muy sensible e inteligente, comprendió lo que su dueño le pedía. Comenzó a rodear al rebaño desde las partes altas y, como si no le tuviera miedo ni al viento ni a la nieve, empujó a las ovejas como de regreso hacia el comienzo del valle. Dijo el padre a su niña:

- No te apenes más. La vida nunca es fácil ni para las personas, animales y plantas. Desde el origen de los tiempos, cada día y hasta el final del universo, ha sido y será una lucha constante en las personas, por el alimento, la salud y la felicidad. Ni nosotros ni nadie ni antes ni ahora ni después, conseguiremos lo que realmente soñamos y creemos necesitamos. Pero en la vida, cada día hay que mantenerse firme en la lucha para conseguir un trozo de pan y mejorar la salud.

 

Las semillas que tú traías y has perdido, eran importantes y ahora entristece su pérdida. Pero podemos arreglarlo aunque en este momento no sepamos de qué modo. Y tu madre, seguro que también va a superar la enfermedad que padece porque tú y yo vamos a a luchar para que esto sea así. No te apenes más y volvamos ahora mismo junto a ella.

Abrazó de nuevo el padre a la pequeña, la abrigó un poco más con la piel de oveja que él portaba en el zurrón, animó a su perro carea para que siguiera empujando al rebaño de vuelta por las sendas hacia el comienzo del valle y  detrás de este rebaño, el padre y la niña también avanzaron empujando a las ovejas.

 

Río arriba y por todo el ancho valle que forma este cauce del río Darro, el viento azotaba con fuerza. Espesándose cada vez más la niebla, creciendo la capa de nieve y aumentando el frío. Este viento, niebla y nieve, empujaba por las espaldas tanto al padre como a la niña y al rebaño de ovejas. Y como en el cielo las nubes se amontonaban muy densas y oscuras, la luz del día fue desapareciendo por momentos. Tanto que parecía como si ya la noche hubiera llegado. Ellos y su rebaño se fueron perdiendo, hacia el comienzo del valle, por donde el río Darro nace, paraje que comenzó a verse borroso, tapado por la niebla, la nieve y la oscuridad.

 

No pasó mucho tiempo, y tanto ellos como las ovejas, dejaron de verse. Solo se observaba como una pantalla gris nubosa, fría y humedad y cada vez más oscura. Se intuía al fondo y en el corazón de este mundo ceniciento y opaco, el pequeño valle por donde nace el río, La casita del pastor, su rebaño de ovejas y a ellos. Pero aquel día, la noche se cerró, la niebla siguió presente y la nieve no paró de caer. Algo así como si el mundo, un trocito del universo, por allí se hubiera difuminado para siempre. Porque nadie,  ni al día siguiente ni al otro ni nunca más, se supo de aquel pastor, de su mujer, su niña, rebaño de ovejas y perro carea.

 

Pero sí al poco tiempo, aquel invierno y al llegar la primavera, estas laderas de río Darro y todo el valle, se tapizaron con una vegetación tan densa, verde y fresca como nunca en ningún momento se había visto por aquí. Y no pasado mucho tiempo, algunas personas empezaron a ver, por donde este río ya se acerca a la ciudad de Granada, a una joven muy hermosa, pelo negro y cuerpo recio, que siempre venía como del comienzo de este río. Traía y trae con ella una vieja bolsa de cuero, se acerca a un hombre mayor que casi siempre y al caer las tardes está sentado en el muro del puente del Aljibillo y con voz dulce, le pregunta:

- ¿Usted tiene semillas?

 

Este hombre mayor la mira y, como si la viera por primera vez pero recordando lo del día anterior, le pregunta:

- ¿Para qué quieres tú las semillas?

- Tengo que sembrar un huerto en estas laderas de los manantiales a la derecha del río. Es cuestión de vida o muerte.

- Pero ¿Y las semillas que ayer te compré?

- Como tú vistes, las guardé en esta bolsa de cuero y regresé con ellas por las sendas de estos lugares. Antes de llegar al sitio donde vivo, miré y descubrí que en esta bolsa de cuero, no tenía ninguna semilla. Las he perdido, como tantas otras veces y no sé cómo ni dónde. ¿Tú tienes algunas más para darme?

- Ya sabes que yo no tengo ni semillas ni plantas. Pero vamos ahora mismo y como ayer, compramos más semillas.

 

Y poco después, a la joven y al hombre mayor, se les ve caminando por esta Carrera del río Darro, buscan la tienda donde venden semillas y plantas y cuando entran, este hombre mayor le dice a la muchacha:

- Coge y llévate las que quieras y necesites.

- Solo voy a llevarme semillas de berenjenas, alcachofas, pimientos, sandías y melones. Con esto tengo bastante.

Paga el hombre en la tienda el importe de estas semillas y dos minutos más tarde, ella da un fuerte abrazo a este hombre y le dice:

- Tú eres muy bueno conmigo.

Se despiden y, al poco, la joven cruza por este puente del Aljibillo, sube despacio por ese camino que vemos al frente y que lleva la Fuente del Avellano y por ahí se pierde sola hacia las profundidades del valle por donde nace el río Darro.

 

 

447- EL BORRACHO //Rd

Por la Carrera del Darro, cerca de río y frente a la Alhambra, pasaba cada tarde. Y sin pretenderlo, un día y otro lo veía. Algunas veces, sentado en el banco del hierro, solo. Otras veces, también sentado en este banco pero acompañado de dos o tres hombres, más o menos de su misma edad. Y otros días se lo encontraba hablando con el mecánico que ahí cerca tiene su pequeño taller de coches.

Sin pretenderlo, una vez y otra se fijaba en él. Más bien empujado por la curiosidad y porque su aspecto era muy desaliñado. Siempre lo encontraba vestido con pantalones vaqueros, sucios y rotos. Barbas blancas un poco largas, pelo revuelto y sucio, cara bastante arrugada y con expresión de tristeza. A sus pies, cerca del banco de hierro, en la acera o pegado al asadero de pollos, con frecuencia se veía un pequeño perro. Color canela, rabo corto, pelos largos y ojos brillantes. Y una de las cosas que más le llamaba la atención era precisamente este perrillo. Porque nunca, ni una sola tarde, lo veía separado de su dueño. Parecía dormir bajo el banco, ageno por completo a lo que ocurría o se oía en la calle. Y era también muy curioso el comportamiento del animal: con nadie, absolutamente con nadie se relacionaba.

Al pasar el hombre que cada tarde recorría este trozo de calle, lo que con más interés buscaba, era la presencia del perro. Al verlo acostado en la acera, enseguida intuía que el dueño no estaba lejos. Lo buscaba con sus miradas y no tardaba en descubrirlo. En el banco de hierro o en la puerta del pequeño taller charlando con algún amigo. Con una botella de cerveza de litro en la mano o en el suelo, nunca discutía pero si hablaba del gobierno, de los precios de las cosas, de la filosofía de la vida, de cervezas o del frío o calor que hiciera.

El hombre al pasar, casi nunca prestaba atención a este borracho aunque, sin ser consciente, se le empezó a convertir en algo importante. Llamaba al perrillo, que un día y otro, seguía sin hacerle caso e incluso lo rehuía.
- Se llama Alfredo. 
Le dijo un día el borracho al darse cuenta que, el hombre que una tarde y otra recorríala calle, lo llamaba con insistencia. Por este nombre, el que caminaba por la calle cada tarde, comenzó a llamar al perrillo en cuanto lo veía. Seguía el animal sin hacerle caso e incluso, un día al pasar y llamarlo, el pequeño perro se mostró disgustado. Con cara de pocos amigos, miró al hombre, se levantó de la acera donde estaba acostado y gruñó desconfiando. Insistió el hombre llamándolo por su nombre y entonces el perrillo le ladró un par de veces. Con sonido ronco y profundo y esto le sorprendió.

El borracho, dueño del original perrillo, ni siquiera se percastó. El hombre pensó: “Conmigo no quiere cuentas pero a su dueño que como veo lo tiene por completo ignorado, le da compañía en todo momento. Nunca vi un perrillo más fiel que éste siendo tan poco sociable”.

El dueño del asadero de pollos, cada tarde dejaba junto al tronco del árbol en la puerta, los restos de pollos para que Alfredo se los comiera. Y Alfredo, el perrillo de la acera, se comía estos alimentos con mucha fruición. Por eso un día, al pasar el hombre por aquí y pararse junto a Alfredo que comía lo que el del asadero le había dado, éste comentó:
- Si te gusta el perrillo, llévatelo. 
Algo sorprendido se mostró el hombre y simplemente dijo:
- Alfredo no quiere cuentas con nadie aunque sí parece bastante listo.

Y una tarde de verano muy calurosa, al pasar por aquí, el hombre no vio ni al perrillo ni al borracho. “¡Qué raro!” Pensó y en su interior sintió como un pequeño ramalazo de tristeza. “Tan habituado estoy a ver tanto al perro como al borracho que al no encontrarlos esta tarde por aquí, siento como si algo muy querido faltara. Creo que, sin ser consciente, mi corazón ahora ya los cosidera amigos". Pensó de nuevo y notó que por la cara le rodaban un par de lágrimas.

A la tarde siguiente, al pasar el hombre por el lugar, con más interés que otros días, buscó tanto al perrillo como al borracho. No vio a ninguno de los dos. Avanzó un poco más por la acera y cuando estuvo frente a la estrecha callejuela que a su derecha formaba ángulo recto con la que recorría, miró. Es esta una calle muy estrecha, empedrada, en cuesta y por eso con escalones amplios. En alguna ocasión, había visto al perrillo acostado al final de esta callejuela. Por eso ya había deducido que el borracho probablemente viviría en alguna de las casas de esta estrecha calle.

De aquí que esta tarde, al pasar frente a la callejuela, miró buscando al perrillo y tampoco lo vio. Sí descubrió, al final de la empedrada callejuela, la puerta de una ruinosa casa cerrada. En el centro de la puerta se veía un letrero colgado con fixo y en el suelo, en el escalón de la entrada, ardían velas. Se preguntó el hombre: “¿Qué habrá pasado ahí?” Y no pudiendo resistir la tentación, empujado por el pequeño vacío que experimentaba en su corazón por la ausencia del borracho y del perrillo, subió despacio por la calle, con sus ojos clavados en el letrero que veía en la puerta y en las velas que en el umbral ardían. Junto a estas velas, vio varios ramos de flores y al acercarse más, puedo leer lo que había escrito en el letrero colocado en el centro de la puerta: “Un desahucio, dos suicidios”.

Tres días después, el hombre amigo invisible del borracho y del perrillo, volvió a pasar por la calle. Miró con cierta ilusión y seguía sin ver ni al perrillo ni a su dueño. Al llegar a la altura del taller de coches, vio al mecánico. Y como sabía que el hombre del perrillo un día y otro echaba largos ratos de charla con él, lo saludó y le hizo la siguiente pregunta:
- Desde hace unos días, en la ruinosa casa de la calle estrecha, veo muchas velas encendidas y ramos de flores en la puerta. ¿Qué ha pasado ahí?
Y el hombre del taller brevemente confesó:
- Nuestro amigo del perrillo Alfredo y lata de cerveza casi siempre en la mano, murió ahí hace unos días. Toda su vida ha estado viviendo en esa casa. El otro día lo desahuciaron y al día siguiente quiso entrar por la ventana, no calculó bien la altura, se cayó y ahí mismo quedó sin vida. Del perrillo, su pequeño amigo fiel, nada sabemos.

 

 

La chica de la Guitarra //Rd

Relato por el río Darro, puente del Cadí y Espinosa, bosque y umbría de la Alhambra. Dividido en ocho capítulos:
I- Un corazón enamorado
II- La bufanda amarilla
III- Sonidos de guitarra por la Carrera del Darro
IV- Canción triste a los pies de la Alhambra
V- La princesa
VI- El sueño
VII- El muñeco de trapo
VIII- El libro

 

 

I- Un corazón enamorado

               En el conocido puente Espinosa, río Darro a los pies de la Alhambra, él estaba sentado una calurosa tarde de verano. Solo, vestido de blanco, barbas y pelos largos, cara un poco arrugada y miraba como ausente. Ella, de unos doce años, pelo rubio recogido en dos trenzas, de tez muy blanca, cara redonda y piel muy suave, se acercó. En sus manos cogió el corazón de cuero rojo que colgaba del cuello del hombre y le preguntó:

- ¿Dónde los has comprado? Es tan bonito que me gustaría tener uno como éste.

 

Miró él dulcemente a la pequeña y le dijo:

- Ni lo he comprado ni lo he hecho yo.

- ¿Entonces?

- Un día, sólo unas horas antes de irse de Granada, me lo regaló ella.

- ¿Quién es ella?

- Vino a Granada, desde un país muy lejano y donde nieva mucho, al comenzar el curso. A los pocos días, apareció en una calle de esta Carrera del Darro, tocando su guitarra. Con la ilusión de que los turistas le dieran algunas monedas.

 

Cuando ya el otoño estaba muy avanzado, al pasar yo una tarde por donde tocaba la guitarra, me la encontré. Oí primero la hermosa música que arrancaba de las cuerdas de este instrumento y luego, al mirar, la vi. Me acerqué, la saludé y charlamos un rato.Volví a verla muchas  más veces por este lugar de Granada. Siempre al caer las tardes, tocando la guitarra con esperanza de que los turistas le dejaran algunas monedas. Al pasar y verla, siempre me paraba con ella, le regalaba un sincero abrazo y luego le ofrecía mi cariño y respeto.

 

Cada día me correspondía con delicadeza y dulzura. Era muy educada. La invité una tarde a dar un paseo por la fuente del Avellano hasta casi Jesús del Valle porque le interesaba mucho conocer estos territorios, aprender los nombres de las plantas y las historias del pasado. Otra tarde recorrimos los jardines del Carmen de los Mártires y fue muy feliz viendo y jugando con los pavos reales. Fuimos otro día por el mirador de los Alixares, por la Acequia Real de la Alhambra, por la Silla del Moro hasta casi los llanos de la Perdiz y por el paseo del río Genil hasta la Lancha de Cenes para ver los caballos. Se distraía mucho con los mirlos que por ahí viven y una vez y otra, confesaba:

- Un día tenemos que ir a ver las cabras monteses, por donde nace el río Darro. También a las nieves de Sierra Nevada y a los blancos pueblos de la Alpujarra.

Y yo le confirmaba:

- Sí, un día tenemos que ir a todos estos sitios y muchos más. Ahora que estás en esta ciudad, es bueno explorar, pasear y conocer sitios, personas, nombres e historias.

- Así cuando vuelva a mi país de las nieves, siempre me acordaré de este mundo del sol y de ti.

 

Corrió el tiempo. El final del curso se acercaba y el día de su marcha de esta ciudad, también. Por estas fechas en su corazón se había despertado la necesidad de hacerme un regalo especial y por eso una tarde se puso e hizo un bonito trabajo en cuero rojo. Al día siguiente, ya solo a unas horas de su marcha de Granada, al encontrarnos, me dio un pequeño envoltorio.

- Es para ti.

Me dijo simplemente. Sorprendido e ilusionado, abrí este envoltorio y descubrí dentro un bonito corazón en cuero rojo. En el centro había cosido, hecho con pequeñas perlas de plástico de colores, mi nombre. Guardé con respeto y cariño  este original y especial regalo y en cuanto ella se marchó de Granada, lo colgué en mi cuello.

 

Se alejó de estos lugares, a su país de las nieves, una calurosa mañana del mes de junio y yo empecé a recordarla con añoranza y cada día más. Junto al viejo tronco del gran almez que ves cerca de las ruinas del puente del Cadí y no lejos de las aguas del río Darro, una tarde enterré el corazón de cuero rojo que me había regalado. Me dije: “Para que ella, la música de su guitarra, su sonrisa, perfume y belleza, permanezcan eternas aquí a los pies de la Alhambra, junto al río y rincón más bello del mundo. Sé que este era su sueño secreto y el mío también”. Y tenía conocimiento de esto porque varias veces me había dicho:

- Granada, rio Darro, tú y la Alhambra, sois como el cuento más bello en mi corazón. Por eso necesito volver. Volveré para escribir este cuento y quedarme aquí para siempre.

 

Siguió corriendo el tiempo. Un día, yo morí muy viejo. Murió ella también de vieja y siguieron pasando los años. Mi cuerpo y el de ella, se fundieron con la tierra y convirtieron en aromas en el viento. Se borraron para siempre en este suelo sus hechos y pequeñas obras pero su espíritu quedó y aquí permanece eterno, en el lugar donde enterré el corazón de cuero rojo que un día me regaló. Brotó en este lugar, un día de primavera, un claro manantial y por las tardes, todas las tardes, junto con el rumor de las aguas de este manantial y siempre con la figura de la Alhambra coronando, se oye la música de su guitarra.

 

Con estas palabras, el hombre vestido de blanco, puso fin al relato que había narrado a la pequeña que se había parado junto a él. La niña miró al hombre y le preguntó:

- Pero si tú me has dicho que hace mucho, muchos años que moriste y ella también ¿cómo es que ahora te veo aquí y puedo hablar contigo?

- Porque vivo aquí, dentro del invisible mundo del espíritu y la eternidad. Donde la vi por primera vez y la música de su guitarra hirió mi corazón y se hizo poesía entre las murallas y bosques de la Alhambra.

- ¿Pero cómo es que puedo verte, hablar contigo y de tu cuello, cuelga un bonito corazón de cuero rojo si me has dicho que lo enterraste junto a ese árbol, a los pies de la Alhambra?

- Es un misterio pero sucedió y sucede. Algunas personas, quizás de corazón puro y miradas limpias, pueden verme aunque mi cuerpo ya no esté en este lugar. Y también pueden ver y oír el agua que brota del manantial donde su corazón de cuero rojo, se ha hecho música, esencia y eternidad.

 

Y la niña, miró en estos momentos para el bosque en la umbría de la Alhambra. Escuchó muy atentamente y luego dijo al hombre de la túnica blanca:

- Es verdad lo que dices. Yo también puedo ver el agua clara que brota de ese manantial y oigo una muy hermosa música de guitarra. Voy a decírselo a mis padres y amigas para que vengan y gocen de este tan único y bonito milagro.

 

Miró la pequeña de nuevo para el muro del río donde el hombre estaba sentado y ahora no lo vio. Lo llamó y nadie le respondió. Se acercó a la madre, le contó esta historia y la madre le dijo:

 

- En Granada, pueden suceder estas cosas.  Y lo de esta joven con su guitarra, parece que el cielo quiere que por aquí permanezca eternamente. Sería muy hermoso su corazón, los sueños de su alma y la música que por estos lugares tocaba.

 

II- La bufanda amarilla

               La niña de las trenzas, dijo a su madre:

- Lo que me dices es verdad. Pero ¿Por qué este hombre de la túnica blanca que he visto en este puente, cerca del río Darro y de la Alhambra, se ha ido sin despedirse de mí?

- ¿Por qué tendría que despedirse de ti?

- Ahora que lo he visto y después de lo que me ha contado, me gustaría saber su nombre y conocer dónde vive. ¿Sabes lo que estoy pensando?

Y la madre le preguntó:

- ¿Qué es lo que estás pensando?

- Dentro de unos días, habrá luna llena. Cuando el sol se ponga y la noche llegue a su centro, voy a volver por esta Carrera del Darro a ver si lo encuentro.

 

          Tres días más tarde, hubo luna llena. Un poco después de ponerse el sol, la brillante y redonda luna, asomó por las altas cumbres de Sierra Nevada. De su casa en un bonito rincón en el barrio del Albaicín, salió la niña de las trenzas. Bajó por la Cuesta de San Gregorio y le entró a Plaza Nueva por calle Elvira. Al pisar Plaza Santa Ana, miró para la Alhambra por encima de la torre de la iglesia. Le impresionó mucho lo que descubrió por entre las torres y murallas en todo lo alto de la colina.

 

               La luna, redonda y brillante como un sol, ya se había colocado encima por completo de los palacios árabes. Derramaba sus rayos, color oro viejo, sobre torres y murallas. Y estos luminosos rayos, dibujaban como un lazo en forma de bufanda alargada, ancha y muy amarilla que parecía envolver a la grandiosa torre de Comares. Desde aquí, este hermoso lazo, caía por el bosque de la umbría de la Alhambra hasta el río Darro. La intensidad de la luz que desprendía, aumentaba conforme se acercaba al puente del Cadí y el de Espinosa.

 

Un poco sorprendida por lo que estaba descubriendo, para sí se dijo: “Parece como si el color oro que la luna tiene y el dibujo que con sus rayos fragua en el espacio, brotara del mismo manantial que él me dijo el otro día. ¿Qué será esto y por qué sucederá?”

 

Miró para el comienzo de la Carrera del Darro y vio que la calle, el paseo más bello del mundo, estaba por completo solitario. Sin ningún turista, sin personas mayores en carritos de ruedas empujados por otros, sin coches ni bicicletas y sin hipies con perros. Por eso, enseguida supo que nunca, en los años de vida que tenía, había visto este lugar de Granada tan solitario. Se preguntó: “¿Qué será lo que en estos momentos sucede por aquí? ¿A dónde se habrán ido las personas y por qué el silencio es tan grande? Parece como si todo ahora en este lugar perteneciera a otro mundo distinto al que siempre he visto".

 

Avanzó unos metros más y justo donde el río Darro se pierde en un túnel para atravesar la ciudad hasta el río Genil, lo vio. Estaba sentado en el pequeño muro que por aquí separa a la calle del cauce del río. Nadie había con él. Su vestido, túnica blanca como la nieve recién caída, arropaba parte de este muro de piedra vieja y caía un poco para el cauce del río. Resaltaban, sobre el blanco de su vestimenta, sus largas barbas y espesa melena aunque casi se fundían con el color de la túnica. De su cuerpo, cara, manos y túnica, parecía manar una brillante luz azul amarilla. Miraba pensativo para la pequeña calle que tenía enfrente y que es conocida en Granada con el nombre de Lavadero de Santa Inés.

 

               Continuó avanzando sin miedo pero con prudencia y mostrando cierto respeto. Lo miraba según adelantaba y empezó a descubrir que de su cuello, además del pequeño corazón de cuero rojo, caía una prenda de lana en tono amarillo viejo. Algo parecido al lazo de luz que los rayos de la luna, dibujaban en torno a la Torre de Comares. Y percibió también ahora que las cristalinas aguas que por el cauce del río bajaban, eran semejantes a la superficie de un largo espejo líquido donde se reflejaban los colores de la prenda que de su cuello colgaba. Como si la propia luna y los rayos de luz que bañaban las torres y murallas de la Alhambra, se alimentaran de los reflejos que reverberaban las aguas del río y por donde el manantial junto al viejo almez cerca del puente del Cadí.

 

La pequeña se paró junto al hombre de la túnica blanca, lo saludó y como si lo conociera desde hacía mucho tiempo, sin más le preguntó:

- Esta bufanda amarilla que esta noche cuelga de tu cuello y sobre la que resalta el corazón de cuero rojo que portabas la otra tarde ¿también te la regaló ella?

- No solo me la regaló sino que con paciencia y a lo largo de algún tiempo, la tejió amorosamente con sus manos.

- ¿Y ahora la llevas puesta en su honor y para no olvidarla?

- Por eso y porque  sé que en la confección de esta prenda ella puso el amor más puro de su corazón.

- ¿Y por qué eligió este color amarillo oro?

 

Miró el hombre para la calle que tenía enfrente, se mantuvo un rato en silencio y luego dijo a la pequeña:

- El porqué escogió este color amarillo oro para tejer la bufanda, no lo sé. Sí, desde el momento en que ella me regaló esta prenda, guardo la escena en la esencia más noble de mi espíritu.

- ¿Me cuentas cómo fue ese momento?

- Sucedió una mañana ya al final de la primavera por entre los jardines de su facultad. Unos días antes, ella había escrito un bonito relato. Decía que un cuento y que era muy importante en su vida. Como no tenía un dominio bueno del castellano, me pidió que le ayudara a corregirlo. Con satisfacción, me ofrecí a ello y, a partir de aquel día, algunas mañanas, nos juntábamos por donde su facultad para corregir el texto de este cuento suyo.

 

Cuando ya casi estábamos en la última fase de estas correcciones, al igual que con su corazón de cuero rojo, una mañana me entregó un envoltorio. Me dijo:

- Es para ti.

Desaté la cinta, desdoblé el papel y vi esta prenda. Me miraba y al notar mi expresión, comentó:

- Sé que ya no hace frío y quizá el color no te guste mucho pero es algo especial para mí.

Pensé en ese momento que el color amarillo que había escogido a lo mejor se debía a lo que con bastante frecuencia reflejaba en el cuento que corregíamos. En este texto, ella hablaba varias veces de una montaña amarilla en contraste con el mundo de la nieve en su país. Y creo que esta montaña amarilla para ella son las cumbres de Sierra Nevada cuando los rayos de sol al ponerse, las baña. Tenía y tengo mis razones para pensar en esto.

 

 

Junto con la bufanda de lana amarilla, había un pequeño papel escrito de su puño y letra que decía: “Gracias por todo que me haces. Siento que es de corazón y lo agradezco mucho. De todo mi corazón quiero darte las gracias. Esta bufanda, acabó ayer. Es para ti. Quiero que algo recuerdes de mí cuando me voy lejos… en el país de las Nieves”.

 

III- Sonidos de guitarra por la Carrera del Darro

               La niña de las trenzas, miraba fija y muy atenta al hombre de la túnica blanca. Cuando éste pronunció las últimas palabras, se produjo un momento de silencio. Y justo en este intervalo de tiempo, comenzó a oírse una música muy suave  y dulce. Acordes y notas de guitarra que parecían acariciar al viento. Durante unos segundos, la pequeña escuchó con admiración los delicados sonidos que parecían brotar como del río y luego dijo al hombre:

- Tengo varias preguntas que me gustaría hacerte pero entre ellas, hay tres cosas que me intrigan mucho. ¿Puedo preguntarte?

- Pregúntame lo que quieras.

 

Y la pequeña, sin más rodeos:

- El otro día y hoy, me hablaste y hablas de ella como si hubiera sido para ti la persona más importante. ¿Por qué la recuerdas tanto?

Y sin más, el hombre confesó:

- Lo que en ella vi, lo que me mostró y compartimos, fueron cosas muy sencillas pero bellas. Como salidas de lo más limpio y sincero de su corazón. Y esto, la belleza, es algo que pertenece al mundo de los sueños, al cielo que todos los seres humanos esperan, a la eternidad, en definitiva, al Creador de todo lo que existe. Por eso siempre pensé y sigo pensando que la belleza que de ella salía era esencia divina. De sus palabras, comportamientos, y más cuando tocaba la guitarra, en todo momento manaba poesía, cielo, eternidad. Y esto siempre llena de gozo, eleva y nunca, nunca muere.

 

Con sus manos, la pequeña restregó un poco sus ojos como dando a entender que, aunque no alcanzaba a comprender bien lo que el hombre le decía, sí notaba que había en ello bondad. La delicada música, seguía resonando como de fondo y llenando toda la profunda quietud que por el rincón, calle, cauce del rio, bosque en la umbría y la Alhambra coronando, se palpaba. Dijo la niña de nuevo:

- Dos preguntas más, muy importantes para mí, tengo que hacerte. ¿Puedo?

- Claro que puedes.

- Es que también me gustaría saber por qué esta noche estás sentado en este trozo del muro del río y miras con tanto interés a la pequeña calle que hay al frente.

 

Directamente el hombre respondió:

- Justo aquí, donde yo ahora mismo estoy sentado, me esperaba aquella tarde. Habíamos quedado para hacer algunas grabaciones de los temas que interpretaba con su guitarra. Como cada tarde en los fines de semana, a las cuatro en punto, cuando yo pisaba ya la Plaza de Santa Ana con mi mochila a las espaldas, miraba ilusionado. Y en cuanto me acerqué un poco por esta Carrera del Darro, la vi aquí sentada. Me dije al verla: “Como siempre, nunca se retrasa ni falta al encuentro. Hay en su corazón algo hermoso que regala con elegancia”.

 

Tenía su guitarra apoyada sobre este muro, sus pies colgaban calzados con zapatillas azules blancas, su vestido era corto en tono rosa y florecilla blanca y recogía su dorado pelo en dos pequeñas trenzas que caían por ambos lados de la cara. Miraba como entretenida y al verme, dibujó una limpia y sincera sonrisa. Solo estar a su lado, mi corazón se llenó de vida y dentro de mi alma, agradecí al cielo. Sin más, le regalé un abrazo y luego comenzamos a subir por esta calle hacia el Paseo de los Tristes. En el famoso y antiguo puente del Aljibillo, paramos un momento. Descolgué mi mochila, saqué de ella una pequeña bolsa y le ofrecí un poco de alimento. Casi siempre que nos encontrábamos, le traía algo para comer con el deseo de que saboreara las comidas de la cultura de este país, región y ciudad.

 

En esta ocasión, la ofrecí unos dátiles, envueltos en lonchas de jamón serrano y algo fritos en aceite de oliva. Los probó primero y luego comió cinco o seis diciendo:

- Están ricos. Nunca antes había comido yo esto.

Compartimos luego una manzana y algo después, subíamos por la cuesta del Rey Chico. Portada ella su guitarra y a intervalos, se paraba y miraba para el barrio del Albaicín. Desde esta cuesta, hay vistas muy hermosas de este barrio. Observaba en silencio y no decía nada. Silencio que estaba lleno de mensajes que, aunque de alguna manera intuía, nunca puedo descifrar porque no compartió conmigo.

 

En el rincón de la puerta del arrabal en la muralla del Alhambra, paramos y, junto a la corriente del pequeño riachuelo que por ahí corre, se puso a tocar su guitarra. Nos miraba majestuosa la imponente Torre de los Picos y nos arropaban con sus sombras, las higueras y otros árboles que por ahí crecen. Quizá tú sabes que esta Puerta del Arrabal, fue en otros tiempos el camino por donde los reyes de la Alhambra, entraban y salían de sus lujosos palacios al recinto del Generalife, lugar de huertas y casa de recreo en verano. Por esto, cuando de su guitarra comenzaron a brotar las notas y las melodías en llenaron todo este recinto, un mar de belleza revoloteó por todo el espacio. Ella, creo que no fue consciente de ello porque se concentraba, con su cabeza agachada y mechones de pelos cayendo por entre las cuerdas de la guitarra, en las melodías que interpretaba. Creo que no fue consciente pero yo sí percibí que en ese momento, quedaba reducido a la nada toda la historia y hechos del pasado en estos lugares de la Alhambra. La armonía de su música y la fina belleza que de su persona brotaba, eclipsaba por completo la vida y hechos tanto de los reyes de la Alhambra como de todo su mundo, ejércitos, batallas, personajes, esclavos y gloriosas celebraciones.

 

Tú quizá no entiendas esto que te digo pero fue tan real y se dio con tanta energía que en ese mismo momento supe que ella materializaba, que daba vida a ese mundo hermoso y espiritual que todos los humanos llevamos en el alma y remite a lo divino, al cielo, a Dios, a lo que es eterno. Me limité a recoger con mi pequeña grabadora, las melodías que interpretaba y cuando ya llevábamos un buen rato sumergidos en esto, miré para la corriente del arroyuelo que chapoteaba a solo unos metros. Vi que por la superficie de las aguas y entre las cristalinas gotas que saltarinas bailaban, brillaban como un ejército de perlas. Como pequeñas flores en todos los colores que danzaban sobre la corriente que caía rumorosa desde la Alhambra hacia este río Darro. Me dije: “Has venido a Granada, persiguiendo un sueño y aunque ni tengas casa, ahora por este arroyuelo de cristalinas agua, te haces juego y siembras en música tu alma”. Y justo en este momento, sin dejar de arrancar notas de las cuerdas de su guitarra, comenzó a cantar una canción en ruso. Una canción bella pero triste, muy triste.

 

Concluyó el hombre con estas palabras su relato. La niña lo miraba por completo fija en él y al comprobar que en este momento lloraba, cogió sus manos y le dijo:

 

- De nuevo ya son tres las preguntas que tengo para hacerte.

 

IV- Canción triste a los pies de la Alhambra

De alguna manera, el hombre no prestó mucha atención a lo que la niña le confesaba. Puso su mano derecha sobre el hombro de la pequeña y le pidió que se sentara junto a él sobre el muro del río. Confiada accedió ella al tiempo que comentaba:

- Tienes que revelarme el título de la canción triste que me has dicho ella cantó en ese rincón tan especial de la Alhambra.

- Te hablaré de esto y otras sencillas cosas que compartió conmigo aquella tarde y en las que siguieron y considero tan hermosas que para siempre se han quedado por aquí palpitando.

 

               La redonda luna se había colocado casi por completo encima de los palacios de la Alhambra. Iluminaba con tanta fuerza que se veían nítidamente las torres y murallas, los árboles en el bosque de la umbría, la corriente del río, la estrecha calle del paseo y las casas, ventanas y balcones en el barrio del Albaicín. El silencio era denso y la delicada música de guitarra no dejaba de oírse.

 

               Dijo el hombre, sin apartar sus miradas de la empedrada calle que tenía al frente:

- En la pequeña calle que ves ahí y que es conocida en Granada con el nombre de Lavadero de Santa Inés, se ponía ella a tocar la guitarra. Como puedes observar, está empedrada y, como se encuentra en cuesta, discurre en tramos en forma de anchos escalones. En este primer escalón, es donde siempre se sentaba. En invierno, envuelta en un abrigo blanco y rojo y su cara y cuello, abrigadas con una bufanda oscura. Se defendía de esta manera del frío al modo en que lo hace en su país de las nieves.

 

               Cuando por las tardes por aquí me acercaba, lo primero que con mis ojos buscaba era la funda de su guitarra. La extendía por delante de ella y ahí los turistas le dejaban algunas monedas. No muchas y por eso en una ocasión me dijo:

- Hoy, después de casi dos horas aquí tocando, ni una pequeña moneda me habían dado. Y estaba tan triste que por eso me puse a tocar la canción que conoces. Al poco, pasó un hombre, se paró, estuvo escuchando un rato y luego me dejó un billete de diez euros y esto me animó.

 

               No hice ningún comentario a su confesión pero sí, en este momento, conocí un poco más su alma. Me dije: “Su ilusión es tan limpia como la de una niña recién levantada. Merece el mejor de los tesoros porque realmente es bella y buena. Se siente pobre y desvalida pero mi corazón la descubre rica, muy rica". A la tarde siguiente, al acercarme al escalón de esta calle, lo primero que oí fueron los sonidos de su guitarra. Interpretaba la canción triste y entonces recordé el título.

 

Aquella tarde del rincón por donde la Puerta del Arrabal, cuando terminamos de lo que habíamos planeado, caminamos paseo arriba. Siguiendo la corriente del arroyuelo en sentido opuesto a como las aguas bajaban, acariciados por el fresco del la vegetación que por aquí crece y arropados por la sombra de lo árboles: Almeces, álamos, olivos, higueras, avellanos, granados y nogueras. Las palomas bravías que vuelan y viven por las calles y tejados de las casas en la ciudad, alzaban vuelo a nuestro paso. Ella las observaba y de vez en cuando comentaba:

- ¡Que bellas! Un día tenemos que llevarlas a la exposición de pájaros que organizan en el patio del Ayuntamiento.    

 

En la terraza del Parador Nacional, el mismo edificio que en tiempos pasado había sido el convento de San Francisco, nos sentamos. Recinto éste hermoso como pocos rincones en Granada. Queda recogido justo entre jardines y árboles por donde la Torre de las Infantas, dentro del conjunto amurallado de la Alhambra. Desde las mesas bajo la sombra de las enredaderas en esta terraza, se ve al frente y cerca, el Generalife, las huertas y los paseos ajardinados. Más cerca quedan los pasillos entre arrayanes, torres y ruinas, por donde los turistas caminan de un lado para otro visitando estos lugares. Por todo esto y por el perfume de las plantas, el murmullo del agua, el arrullo de las tórtolas, mirlos, gorriones y arrendajos, el silencio y la tranquilada, ella con frecuencia comentaba:

- De todos los sitios que al día de hoy conozco en esta ciudad, este rincón es mi predilecto.

Por mi parte, simplemente comentaba:

- Lo puedo entender.

 

               Pidió el té, como ella siempre decía indicando de este modo que esta bebida es especial en su mundo y cultura. Se puso a escuchar las grabaciones de los temas que había interpretado y fue escribiendo el título de cada uno de estos temas. Al llegar al número 990, escribió: “Romance ruso” y entre paréntesis (Белой акации гроздья душистые)

 

Unos días después, al pasar yo por aquí, antes de llegar a la pequeña calle que vemos al frente, oí los sonidos de su guitarra. Me paré, escuché atento y adiviné el tema. Lo interpretaba con mucho gusto y sentimiento. Y al terminar, repitió el mismo tema pero en esta ocasión, cantando a dúo con su guitarra. Igual que lo había hecho unas tardes antes por el rincón de la Puerta del Arrabal. Primero lo entonó en su lengua nativa, el ruso y luego lo repitió en español:

 

Белой акации гроздья душистые

Целуюночьсоловейнамнасвистывал,

Городмолчал, и молчалидома,

Белойакациигроздьядушистые

Ночьнапролетнассводили с ума.

Белойакациигроздьядушистые

Ночьнапролетнассводили с ума.

Садвесьумытбылвесеннимиливнями,

В темныховрагахстоялавода,

Боже, какимимыбылинаивными,

Какжемымолодыбылитогда.

 

Годыпромчатся, седыминасделая,

Листьясрывая с акацийпустых,

Толькозимадаметелицабелая

Можетбыть, снованапомнит о них.

Los racimos fragantes de la acacia blanca

Toda la noche el ruiseñor nos silbaba,

La ciudad fue callada y las casas también,

Los racimos fragantes de la acacia blanca

Toda la noche nos perdía la mente.

Los racimos fragantes de la acacia blanca

Toda la noche nos perdía la mente.

El jardín refrescado por el primaveral diluvio,

Todo el rehoyo de agua se llenó,

Dios, como éramos entonces ingenuos,

Éramos jóvenes nosotros, tú y yo.

 

Los años volaron, con las canas dejándonos,

Arrancando las hojas de las acacias vacías,

Solo el invierno y las tormentas de nieve

Tal vez otra vez nos recordaran a ellas.

 

Durante un rato, escuché atento y cuando terminó, me acerqué, le regalé un sincero abrazo y ella me dijo:

- Es una canción triste pero para mí muy hermosa. Es del folclore ruso, muy antigua. ¿Te gusta a ti?

Simplemente le dije:

- Sé que muchas de las canciones rusas, están cargadas de sentimientos, romanticismo y melancolía. La que acabas de cantar, sí que es hermosa.

- Y para mí muy importante. Su título en español es: "Los racimos fragantes de acacia blanca"

 

En su alma, ya te lo he dicho, había mucha belleza y un océano de bondad. Pero en su alma yo también vi un gran deseo de amar y ser amada, dolor y tristeza, mucha tristeza. De aquí que en más de una ocasión, llegara a pensar que había venido a Granada buscando un sueño, un abrazo, un beso. Y para que nos diéramos cuenta de ello, empezó a gritarlo a los cuatro vientos por esta Carrera del río Darro, a los pies de la Alhambra, con las melodías de su guitarra y la bonita canción triste que entonaba.

Preguntó la pequeña:

- ¿Y al ver y descubrir en ella esto que me acabas de contar, tú sentiste la necesidad de ayudarle y como no pudiste en la medida que deseabas, no la olvidaste nunca?

Se levantó el hombre de donde estaba sentado, cogió a la pequeña de la mano al tiempo que le decía:

 

- Ven conmigo que quiero enseñarte algo. 

 

Fin de año

Navidad 2016

 

Se le vio subir por la senda del arroyo. Era por la mañana del último día del año. Ya el sol lo bañaba todo. Limpio, silencioso, como si anunciará algo o fuera el primer día del comienzo de la creación. Sobre la hierba, blanca, en mil cristales diminutos, reducía la escarcha. Por la noche, el frío había sido muy intenso. La nieve cubría todas las altas cumbres de Sierra Nevada y el cielo estaba por completo limpio de nubes. El azul era intenso y los álamos que a lo largo del arroyo y al borde de la senda se espesaban, serenos mostraban sus desnudas  ramas. Las últimas hojas el suave viento, las había arrancado la tarde antes.

 

Subía solo, como acurrucado en sí y respirando despacio. De vez en cuando se paraba, miraba con emoción a la cristalina escarcha sobre los tallos de la hierba y concentraba su atención en los brotes de álamo que se mecían al borde de la senda. Cubría su cabeza con una vieja gorra y abrigaba su cuerpo con un viejo también jersey gris y pantalones negros. No tenía prisa. Por eso, al llegar a la fuente del arroyo de la derecha, se paró. Del Chorrillo de agua, colgaban tres carámbanos transparentes y por la tierra se esparcía el líquido convertido en placas de hielo. Bebió un trago y pensó en ella. A su mente acudieron los momentos en que por aquí jugaba con su niño y mostraba su alegría por la libertad que en estos paisajes encontraba. Sin reparo, dejaba ver que era feliz como pocas personas en este suelo. Así la veía él y por eso comenzó a llamar a este manantial con el nombre de ‘La Fuente de la Joven’.

 

Continuó subiendo y coronó hasta la explanada del pequeño montículo. Aquí se paró y, sobre la hierba bañada por el sol, se sentó. Al frente resaltaba la colina de la Alhambra, al fondo, Sierra Nevada, el río de las nieves y un poco a la derecha y cerca, se veía el cerro con las ruinas de la vivienda. Todo, por la explanada de las en ruinas, a la derecha y a la izquierda, en silencio y como ajeno. Pero él sabe, lo tiene grabado en las fibras de su alma, que en este lugar vivió ella los mejores momentos de dicha y libertad.

 

Desde un país extranjero, muy lejos de estos lugares, llegó una mañana. Sin estudios, sin trabajo, sin amigos ni conocidos por estos lugares. Y al verla y saludarla, los pastores le dijeron:

- Somos pobres y mucho no podemos darte. Pero en esta vivienda, tiene el techo, un plato de comida, nuestro respeto y un sincero abrazo. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

Y se quedó. Con la esperanza de encontrar algún día trabajo y algún amor sincero con el que formar familia y hogar propio.

 

Por las calles de la ciudad, comenzó a tocar su guitarra y a cantar canciones tristes. Con las escasas monedas que los turistas le daban, iba pagando algo a los pastores. Un día se quedó embarazada, nunca contó ella de quién y entonces los pastores le dieron más cariño. Nació su niño y la mujer del pastor le hizo una cuna y un abrigo de piel de cordero. En la puerta de la vivienda, sobre el cerro frente a la Alhambra y a Sierra Nevada, ponía ella a su niño en la cuna y le cantaba. Hermosas canciones tristes que a los pastores emocionaban y por eso, cada día la quería más. Entre sí se decían:

- Es hermosa en su cuerpo y en su alma, como pocas personas en este mundo. Desde que llegó, nos ha traído la alegría, el gusto por la vida y el color y belleza de las cosas, Es tan joven que si nosotros no lo acogemos ¿a dónde iría esta criatura?

 

Sobre el cerro cerca de este otro cerro de las ruinas de la vivienda, él contempla y la recuerda. Cierra los ojos y la ve en aquellos días. Tiene la cuna de su niño en la puerta de la vivienda y frente al sol del nuevo día. Lo acaricia y le dice:

- Tú mira desde aquí y sonríe.

Se acerca el borriquillo, lo coges del ronzal, tira de él, salta, se acomoda en su lomo y comenta:

- Venga, vamos a dar un paseo mientras mi niño sonríe y yo soy libre y feliz como a pocas personas en este mundo.

Trota el borriquillo, sonríe su niño, son felices los pastores y hasta el airecillo que corre parece amable y acaricia con dulzura.

 

Y ahora el hombre, está fría, soleada y última mañana del año, a revivir en su mente esta escena, se dice: “Poco después, te fuiste. A nadie dijiste nada con quién ni adónde. No nos importó porque sabíamos que eras joven y necesitaba conocer más mundo, personas y vivir oportunidades. Desde aquel día nunca te olvidamos y en todo momento, deseábamos lo mejor para ti. Desde aquellos días ya han pasado muchos, muchos años. Tantos que hasta la vivienda del pastor, se ha convertir en ruinas. Todo por aquí ha quedado en silencio menos la fuente donde te gustaba beber y contemplar el paisaje. Y lo que con más fuerza por aquí sigue vivo, es tu imagen de joven hermosa y buena, paseando sobre el lomo del borriquillo mientras tu niño sonríe desde la cuna en la puerta de la vivienda. Solo esta escena es tan importante que da sentido pleno a una vida entera.

 

 

Hoy ya es otro fin de año. ¿Dónde estás, qué ha sido de ti, qué ha sido de tu niño y qué experiencias vives si es que vives aun? Desde este lugar y en esta última mañana del año, te recuerdo y me empapo de los paisajes y los latidos de estos rincones. El tiempo sigue corriendo, los humanos envejecemos, las cosas desaparecen y se transforman, todo se desmorona como en el vacío. Pero yo te conservo en mi alma y sé cierto que hay un lugar dónde viviremos y seremos eternos. Lo bello, la sonrisa de tu niño, tu ilusión de libertad y la dignidad de tu corazón, no puede morir nunca, nunca, nunca”.

 

El poema del río 

 

               Al salir el sol, sube despacio siguiendo la senda que desde la pradera del río remonta a la llanura de las encinas. Hace frío, mucho frío. Sobre la hierba, se ve blanca la escarcha y de las ramas de algunos árboles, cuelgan gotas heladas. Es el frío propio de estos primeros días del año. De aquí que arriba y a lo lejos, se vean blancas las cumbres de Sierra Nevada. La nieve ha caído en abundancia hace una semana y ahora las noches son muy largas. Aunque hoy, esta mañana, el cielo se presenta por completo limpio de nubes, azul intenso y con el sol iluminando puro.

 

               Avanzaba despacio, recogido en sí y en silencio. Roza las viejas encinas de la derecha y, unos metros más arriba, se encuentra con las ruinas. Montones de piedras, trozos de tejas, algunos metros de paredes por completo rotas y la hierba brotando por entre todas estas ruinas. Se detiene, mira un momento, respira profundo y sigue.

 

En su mente se amontonan los recuerdos y en su corazón le amarga la tristeza. Por sus ojos brotan lágrimas y en sus manos se apelmaza el frío. A su izquierda aparecen las otras cuatro encinas. Recuerda los momentos que por aquí ha vivido y mira. Ya no encuentra por el suelo ni una sola bellota. Pero por la tierra, por toda la llanura hasta el collado, la hierba cubre en un tupido y verde manto. Como si pretendiera anunciar que la vida brota por primera vez a lo ancho del Universo. Él sabe que no, que todo es viejo, muy viejo. Tan viejo que ni siquiera su mente es capaz de imaginar el principio ni tampoco el fin y por eso, la hierba reluce como si fuera el comienzo de todo. Y siente como si en este comienzo, eterno estuviera aunque se note viejo, cansado, solo en este mundo y frente a la gran verdad que da sentido a la Creación completa.

 

Corona hasta el collado. Aquí se para un momento y mira hacia su derecha. Descubre el cauce del río. Serpenteante, hermoso, esquivando rocas y árboles, se desliza y avanza hasta rozar el collado. Desde aquí, continúa avanzando y por su izquierda, se pierde al fondo y a lo lejos. Antes de desdibujarse, se encuentra con las rocas. El laberinto rocoso que la misma corriente del río ha pulido y modelado a lo largo de los tiempos. Por aquí se ve la extraña roca que tanto le gustaba cuando, de pequeño, por estos rincones se movía.

 

Del bolsillo de su pantalón, saca un trozo de papel, algo roto, amarillento y escrito por una sola cara. Ni siquiera recuerda ya en qué momento escribió lo que en el papel hay. Sobre la piedra se sienta frente a la clara corriente del río y lee despacio: 

                  “Cuando ya no esté, Dios mío,

y el río del edén siga corriendo

con la transparencia que lo he conocido

y con la luz y gozo que me ha dado contento

desde aquella primavera que me lo encontré

chiquitico, allí donde duerme el viento,

para cuando ya no esté, Dios del alma,

sólo tres cosas pedirte ahora quiero:

 

                  Permíteme que cada noche sueñe

con este río que aquí me dejo

y permíteme que sienta el rumor de su corriente

con la misma claridad que hoy la siento

para que mi corazón enamorado

no se muera de tristeza en el destierro.

 

                  Permíteme, Creador de las estrellas,

que cuando esté soñando este dulce sueño,

pueda percibir el olor de las montañas

que dan vida al que es el río más bello

y permíteme que pueda coger

los juncos y las ramas de los fresnos

para que en aquella distancia amarga

siga vivo un poco más, aunque esté muerto.

 

                   Permíteme, amado Dios de mis entrañas

que cuando ya no esté y me alimente con el sueño,

encuentre cada noche un prado limpio

y un poquito de hierba junto al sendero

para refrescar las sangre de mis venas

y seguir creyendo, que aunque muerto,

vivo todavía por estas riberas

 

donde recibí de ti aquel tan hondo beso”. 

 

La despedida de aquella tarde 

 

               Sobre el muro de la izquierda, a la altura de la mitad del puente, se  para. De espaldas a las personas que pasan y mirando para las cumbres de Sierra Nevada. Como meditando y en forma de oración, para sí y en lo más hondo de su alma, susurra: “Lo mismo que hice aquella tarde. Pero, como hoy es verano, las altas cumbres no están blancas. Aquella tarde, sí. Brillaban con la blancura de los nardos que venden a la entrada del puente.

 

               Y, apoyado en este viejo muro de piedra, miro a lo lejos. Sueño y recuerdo. Como si, por aquellas lejanas y altas cumbres de Sierra Nevada, te hubieras ido para siempre. Y fue así aunque ocurrió en el mismo centro de este puente. Al llegar justo a donde ahora me he parado, recuerdo que dijiste:

- Mi amiga y yo queremos ir al desfile de caballos.

El desfile había sido ya. A las dos de la tarde de aquel día de mayo. Pero, los periódicos decían que, en la explanada que hay por delante del Palacio de Congresos, entregaban los premios. Y por eso los caballos, todos los que habían desfilado por las calles de Granada, estaban por aquí concentrados. Y, a esta concentración, entrega de premios y desfile, era a donde querías ir. Y lo entendí: querías hacerlo junto con tu amiga. Por eso, a tus palabras, no hice ningún comentario. Simplemente me quedé parado, te di las gracias y también a tu amiga y, a continuación dije adiós. Sin más despedida, sonrisas ni abrazos.

 

               Me acerqué al muro de piedra donde ahora mismo estoy parado y me puse a mirar las aguas del río. También a la blancura de la nieve en las altas cumbres y al azul del cielo. Y, sin pretenderlo, sentí como de mi pecho brotaba una oración y, de mis ojos, un par de lágrima. Miré, también sin pretenderlo, y te vi alejarte de espaldas por el pasillo del puente viejo. Y el color blanco de tu traje de lino se me empezó a confundir con el resplandor de la nieve en las altas cumbres. Quizá porque sabía que, unos días más tarde, ya te irías definitivamente de Granada. En un vuelo, para mí, misterioso que surcaría por encima de estas cumbres blancas. Y sabía que, al final de este vuelo, al otro extremo del Planeta Tierra, aterrizarías. En las tierras de tu lejano país, desconocido para mí, pero también blanco. Cubierto con la misma alfombra de nieve que brillaba aquella tarde en las altas cumbres de Sierra Nevada.

 

               Por eso, aquella tarde, miré mudo mientras te alejabas. De espaldas, como ya he dicho, y sin pronunciar palabra. Y, como los ojos se me habían llenando de lágrimas, comencé a verte borrosa. Como si el viento mismo te hubiera dado su abrazo y, fundida con él, te llevara. Por lo menos, así lo volví a ver en mi sueño. Bajábamos por el final de la Carrera de la Virgen y, una ráfaga de viento, arrastró las hojas de los árboles. Como si no pesaras y, en ese mismo momento, te lanzaste al aire y te pusiste a volar. Mis ojos te vieron. Tumbada sobre los brazos del aire te ibas, te alejabas y te remontabas cada vez más hacia el cielo. Por encima de los árboles del paseo del Salón y luego por encima de la ciudad de Granada y de las colinas de la Alhambra. Por ahí seguiste alejándote y, al poco, ya te perdiste por entre el resplandor de las nubes y la blancura de las cumbres en Sierra Nevada. Y supe, en ese mismo momento, que te marchabas definitivamente. Hasta el final de los tiempos.

 

 

               Es lo mismo que pensé en la tarde de las cruces de mayo. Y es lo mismo que sigo pensando esta otra tarde. Por eso he venido hasta este rincón de Granada y por eso me he parado aquí. A meditar, por unos minutos, aquel último momento. Sigo mirando para las altas cumbres y creo que continuo rezando mientras pienso. Voy a quedarme en este sito un poco más. Sin mirar a ningún otro lado ni a las personas que por aquí pasan. Luego, antes de que caiga más la tarde, me volveré para atrás. Me acercaré a la mujer que vende nardos en la entrada del puente y le compraré un puñado. Seguiré caminando, como de vuelta igual que aquella tarde, pero me detendré en el Santuario de la Virgen. ¿Sabes para qué?”    

 

Primeras nieves

 First snow

 

El verano había sido muy caluroso. Tanto que los expertos decían que nunca en Granada se había dado un estío tan sofocante. Pero llegó el verano a su fin y con el mes de septiembre, comenzaba a presentarse el otoño. Algo más frescas las noches y menos horas de sol, los colores ocres en los árboles y nubes densas, blancas y negras en el cielo.

 

Subió él aquella mañana hasta la parte alta de la colina. Por donde el macizo era casi pura roca y a los dos que le acompañaban, les dijo:

- Mirad para ese lado.

Señaló con su mano para el lado en que al caer las tardes se pone el sol. Los dos que le acompañaban, miraron y vieron, en primer lugar, la ancha vega y más al fondo, una robusta cordillera de montañas. Por detrás de esta colección de montículos, se veía un denso mar de nubes muy negras.

 

Aclaró él:

- Esa oscura tormenta, no tardará en plantarse encima de nosotros.

- ¿Y descargará rayos y truenos?

- Seguro que sí.

- ¿Qué hacemos?

- Seguidme.

Desde lo alto de la colina, descendieron por el lado sur y al poco, ya estaban a los pies del acantilado. Buscaron la cueva y aquí se refugiaron.

 

Casi al instante, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Frente a los paisajes, altas montañas y cañón del río, se posicionaron. Y al poco vieron que las gotas de agua que de las nubes caían, se convertían en grandes copos de nieve. La densa nevada casi por momentos dejaba a  oscuras todo el entorno mientras la nieve caía como en cascadas descontroladas. Sin viento ninguno, nada de frío, como en una quietud de sueño y asombrando cada vez más.

 

De blanco se fueron vistiendo las ramas de los robles, encinas y pinos y de blanco se vistieron, las rocas, los montes, las laderas, valles y cumbres. Desde la misma entrada de la cueva, los tres observaban y ninguno se atrevía a pronunciar papabra. Pero sí él, ya ha pasado mucho rato, expresó a los que les acompañaban:

- Pienso que muchas personas, quizás todas las personas del mundo, alguna vez en la vida, deberían experimentar y conocer espectáculo como éste. No existe nada comparable en belleza, sensaciones de paz y abrazo eterno del Universo entero.

Preguntó ella:

- ¿Por eso nos has traído aquí?

 

- Tenía y tengo necesidad de que vierais este momento.

 

478- RECUERDOS DE INFANCIA

Navidad 2017  Christmas 2017 

// Relato en dos pequeños capítulos

 

I- La alameda

Los lugares, los paisajes que fueron escenarios de los juegos de nuestra infancia, serán siempre para cada uno de nosotros, los más hermosos mundos del universo. El cielo real y para la eternidad en el alma de cada persona.

 

En la ciudad, a media mañana, el ambiente olía a lumbre. La luz del sol se veía como apagada, el aire estaba quieto, algunas nubes decoraban el horizonte, hacía frío y en las cumbres de Sierra Nevada, relucían las nieves. En la ciudad, por las calles, plazas, colegios y miradores, las personas iban y venían como ajenas a las fiestas que llegaban.

 

En el arroyo, donde se juntan los dos cauces pequeños que bajan desde los olivos, los álamos se erguían quietos. Ya con sus hojas teñidas de amarillo y que a intervalos, arrancaba el leve vientecillo que desde el río subía. Por el suelo, las hojas amarillas que caían de estos álamos, iban dibujando una ancha, irregular y a la vez, hermosa alfombra de colores ocres. Por entre estas hojas, las setas brotaban y el musgo se veía verde.

 

En el cortijo, entre los dos arroyos a la altura de los olivos y parte alta de los álamos, la quietud reinabas. Desconchadas se veían las paredes del edificio, negras y rotas las tejas, por una de las chimeneas se veía salir un débil chorro de humo y todo estaba impregnado de olor a aceitunas recién molidas. Nadie se movía por el lugar y tan misterioso se veía la construcción que parecía como escondida en el tiempo. Como arropada y muy rota por los años y por eso también parecía que la soledad la envolvía en un extraño abrazo.

 

En la fuente, el pequeño manantial de agua fría y muy clara que brotaba cerca de los álamos, algunos pajarillos revoloteaban. Como dueños y a la vez ajenos, muy ajeno al momento, a la luz de la mañana, a la figura del cortijo y a los colores y olores que por aquí y a lo ancho envolvían. El agua que en la fuente brotaba desde las cuatro encinas y un gran peñasco, corría en busca del arroyo de los álamos. En un juego muy extraño, bello, rumoroso, frágil,  mágico y poético.

 

La senda subía desde el río y, por entre los álamos, buscaba el arroyuelo de la derecha dirección al cortijo. Recorriendo despacio esta senda, subían ellos. Como en busca de algo importante y por eso en sus corazones parecía hervirle una potente ilusión. Ninguno pronunciaba palabra. En silencio, como si temieran perturbar la quietud que por todo el barranco parecía extenderse. Solo un par de avecillas, carboneros, saludaban con sus brillantes trinos desde las ramas de almeces o encinas.

 

Caía la tarde. El viento se mantenía en calma y en el cielo, las nubes iban cubriendo. Uno de los del grupo, preguntó al que subía delante:

- ¿Cuánto tiempo hace que ellos de este cortijo se marcharon?

- Mucho, mucho tiempo. Tanto que seguro ya todos habrán muerto de viejos.

- ¿Pero fueron niños por aquí corriendo, jugando y persiguiendo fantasías?

- Fueros niños y sus fantasías y juegos, en estos paisajes, rumor de agua, verde de las encinas, olivos y profundidades del barranco por aquí frescas se han quedado. Como si nunca, aunque pasen siglos, nada ni nadie pueda borrarlos ni mancharlos. ¿No sentí vosotros en vuestros corazones los sonidos y algarabías que ellos por estos sitios derramaron en sus juegos de niños?

 

Ninguno de los que caminaban arroyo arriba hacia los álamos, respondieron a esta pregunta. Se mantuvieron en su silencio como si, de alguna manera, pretendieran gustar y saborear en sus corazones, las ondas y deliciosas sensaciones que los paisajes, el vientecillo, la luz de la tarde y el silencio, les regalaba.

 

Llegaron a los álamos, donde la junta de los arroyos mostraban trozos de tierras llanas y por donde las hojas de los árboles tapizaban como en pequeñas alfombra de colores. El otoño las había ido arrancando de los tallos y ramas y el vientecillo las había esparcido por el suelo y junto a la clara corriente. En este lugar detuvieron sus pasos. Entre sí se miraron y luego, se pusieron y en poco tiempo montaron las tiendas. Por entre la alfombra de hojas de colores y lo más cerca posible de las aguas que por el arroyuelo se deslizaban.

 

Llegó la noche enseguida. La oscuridad lo cubrió todo y el frío comenzó a notarse. Acurrucados dentro de las tiendas estuvieron durante mucho rato, pendiente del silencio, emocionados con el rumor de las aguas deslizándose por los arroyuelos y muy atentos a los graznidos de algún mochuelo, lechuza, autillo o cárabos. Luego, el silencio fue total. Por el rincón de los álamos, en el puntal donde se desmoronaba el cortijo, por el olivar, entre las encinas y las laderas a un lado y otro. Todo, como si de pronto la noche se hubiera parado en el tiempo y abrazara realidades hermosas, espirituales y delicadamente dulces y bellas.

 

Al amanecer, cuando ya el sol empezaba a llenar de luz los campos, se oyó el trino del carbonero. Pajarillo pequeño, hermoso, vivaracho y muy activo que curioseaba por entre las ramas de los almeces,  álamos, encinas y olivos. Se despertaron ellos espabilados por los trinos de esta avecilla y al abrir sus tiendas y mirar, quedaron sin aliento. Por las laderas, a un lado y otro de los arroyos, la nieve cubría en un espeso manto blanco. Por el arroyo, el agua corría clara y en mucha más cantidad que horas antes y por donde el cortijo en ruinas, el sol iluminaba envuelto por el silencio y la quietud.

 

Sin pronunciar palabras, miraron ellos durante rato. En su interior, algunos cayeron en la cuenta que hoy era Navidad en todo el orbe. Y alguno pensó en la multitud de manifestaciones que por estas fechas, millones de personas llevan a cabo. Pero ellos, lejos de todas estas personas y escenarios, en este momento se encontraban en el centro de paisajes y mundos lleno de silencios, trinos de aves, luces y sombras y como abrazados por el alma de la naturaleza y la creación entera.

 

El que en el grupo, todos aceptaban como al guía, dijo:

- Los lugares, los paisajes que fueron escenarios de los juegos en nuestra infancia, serán siempre para cada uno de nosotros, los más hermosos mundos del universo. El cielo real y para la eternidad en el alma de cada persona. Por eso, al llegar la Navidad, todos, queriendo y la mayoría de las veces sin desearlo, volvemos a los escenarios y vivencias de nuestra niñez. Indica esto que quizá nada sea más valioso en la vida de cada ser humano. Con el paso del tiempo y más cuando llegan estas fechas, caemos en la cuenta y descubrimos con fuerza la realidad que acabo de comentar. La Navidad es como entrar a lo más profundo del corazón y ahí encontrarse, abrazar y saborear, lo más limpio y bello de nuestros primeros sueños.

 

Soñando la vida

               II- Poco después, todos salieron de las tiendas. Extendieron sus brazos frente al sol de nuevo día, respiraron profundo el fresco aire de la mañana con olor a invierno, hojas secas y a escarcha y durante rato, en silencio y despacio se movieron de acá para allá. Pisando la extensa sombra de hojas amarillas que junto al arroyo, por debajo de los álamos y al borde del manantial, se extendía.

 

Luego, de nuevo indicó el guía:

- Hagamos una lumbre para calentarnos y asar bellotas y castañas. Tengo que contaros que para mí fue muy importante lo que en ese montículo de enfrente viví cuando de pequeño era dueño de estos paisajes.

- Pues hagamos una lumbre y mientras nos calentamos y asamos y comemos bellotas y castañas, escuchamos lo que deseas contarnos.

Dijeron ellos.

 

Se paró en este momento, en las ramas del viejo almez que crecía no lejos del manantial, un pequeño carbonero. Pajarillo no más grande que el tamaño de una nuez y que sin temor ninguno, se puso a cantar al tiempo que saltaba de acá para allá curioseando. Picoteó varias veces unos madroños que rojos y muy maduros, también colgaban de las ramas de la madroñera que al borde del manantial clavaba sus raíces. Se mezclaba este apetitoso fruto rojo con bayas de almecinas grises moradas que se habían desprendido de las ramas del viejo almez. Comentó uno del grupo, mientras ya preparaban la lumbre y ponían bellotas, castañas, almecinas, madroños y algunas setas, sobre la hierba no lejos del fuego:

- La Navidad sin madroños, bellotas, castañas, setas, hierba llena de escarcha, un manantial de agua limpia, la corriente de un arroyo, alfombra de hojas amarillas por el suelo, frío como el de esta mañana, olor a aceitunas maduras y nieve reluciendo sobre las cumbres, no tiene sabor auténtico a Navidad.

Y otro del grupo preguntó:

- Y de los recuerdos y nostalgia del pasado ¿Qué me dices?

- Que sin ellos, lo que acabas de pronunciar, la Navidad estaría hueca. Los recuerdos, nostalgia del pasado y añoranza de los que no están, es el sabor y corazón propio de estas fiestas.

 

Se acercaron a la lumbre rodeándola como apeteciendo el calor de las llamas y se dispusieron a la espera de algo hermoso. De la lumbre empezó a manar olorcillo de bellotas y castañas asadas y algunos rayos de sol empezaron a reverberar en la superficie de los pequeños y claros charcos que en el arroyo se estancaban. El que los había traído al lugar,miró para el cerro de enfrente y dijo:

- Por ahí me lo encontré yo aquel día.

- ¿A quién te encontraste y qué día fue aquel? Preguntó uno del grupo.

 

Comentó el guía:

- Era un día de invierno como el de hoy hacía frío, hacía viento, el cielo estaba manchado de nubes y la naturaleza entera, se veía parada. Vestida con los tonos del otoño y acurrucada en el frío del invierno. Lo había visto atravesar las laderas al norte del cortijo y, por entre la espesura de las encinas, venía siguiendo a su pequeño rebaño de ovejas. Solo, mirando como si buscara algo que intuía no iba a encontrar por los paisajes que recorría y acompañado, a cierta distancia, por el anaranjado perro mastín que también se mezclaba con el rebaño. Llegó al pilar de cemento y alargado que en el comienzo del arroyo y final de la llanura, rebosaba de agua clara y fría. Vivieron aquí alguna de sus ovejas y él, del chorrillo que en la parte de arriba caía al pilar, bebió unos tragos y luego lavó sus manos. Siguió remontando por la sendilla del terreno y al llegar al final de la llanura, se fue derecho a la gruesa y vieja encina. Conocía él muy bien este árbol y por eso sabía que daba bellotas grandes y muy buenas de comer.

 

Con su garrote de acebuche, golpeó las ramas y las bellotas, ya muy gordas y bien maduras y de aspecto color marrón oscuro, poco a poco fueron cayendo al suelo. Guardó algunas en los bolsillos de su pantalón y luego guardó otras pocas en el zurrón de cuero. Se asomó al puntalillo y, durante unos minutos, estuvo observando las figuras del cortijo al  comienzo del olivar. Sintió en su corazón el deseo de ver a alguien por aquí pero ninguna figura humana aparecía por ningún lado. A su mente vino el recuerdo de las dos niñas que, más o menos de su edad, en alguna ocasión había visto jugando por la era, tierra llana que se extendía a la entrada del cortijo. Por eso, también en más de una ocasión se había preguntado: “¿Quiénes serán y por qué tan solas juegan? Me gustaría encontrarme con ellas algún día para preguntarle cosas y jugar juntos. Me gustaría mucho conocerlas, saber cómo se llama y divertirme con los juegos que ellas practican.

 

Estas reflexiones y otras parecidas se hacía él cada vez que veía el cortijo o por aquí cerca pasaba. Nunca tuvo la suerte de encontrarse con ellas y esto hizo que su deseo aumentara y la imagen del cortijo poco a poco se fuera convirtiendo en algo misterioso en su corazón y espíritu.

 

Desde el pequeño collado ya solo unos metros de la encina de las buenas bellotas, se volvió para atrás. Ordenó a su rebaño de ovejas que se fuera para la era de los acebuches y él, se vino para el puntal de las jaras. Caminó un trecho yal llegar a donde tenía su tesoro, se paró. Miró despacio por todo el lugar y luego miró para el arroyo.

 

Tan metido en sí y concentrado estaba, que ni siquiera notó mi presencia. Desde donde yo me encontraba, lo había visto acercarse y veía su rebaño y las sendillas que recorría. No le dije nada porque pretendía que, en un primer momento, no me viera. Esperé y vi que recogía piedras y las movía de acá para allá. Las fue colocando como dando forma a algo y luego bajó por la ladera hacia el arroyuelo de la era de los acebuches. Por aquí buscó durante un rato y luego subió por las sendillas de la ladera. Con sus manos rebosantes de piedras que por el arroyo había encontrado. Al llegar a donde parecía tener su tesoro, se agachó y empezó a colocarlas en la construcción que estaba creando.

 

Dejé que pasará el tiempo y observé interesado. Luego, procurando que mi presencia no le perturbara, me acerqué, y le pregunté:

- ¿Qué haces?

Al mirarme, noté en su rostro las señales de extrañeza por mi presencia. Como si nunca me hubiera visto ni me conociera de nada. Pero al rato, me dijo:

- Es algo muy importante y personal lo que por aquí estoy haciendo.

- Me intriga y por eso me gustaría que me contarás.

Y sin más preámbulo, explicó:

 

- Esto que ves aquí, es el centro de un reino. El corazón mismo de este reino y por eso hay un castillo o palacio, una pequeña ciudad que rodea a este castillo y desde estas alturas, laderas abajo a un lado y otro, son las tierras propiedad de las personas que reinan y viven en este palacio. Algunos reyes, príncipes y princesas y los que habitan las casas. Y allí, siguiendo por lo alto de este puntal y a sólo unos metros del castillo, hay otro corazón de un reino distinto. Es más pequeño, tiene menos propiedades y las personas son también menos.

 

Pero aquellos de allí, aunque son menos, tienen muchas ambiciones y se creen fuertes. Se han puesto en lucha con los de este reino más grande y quieren apropiarse de parte de esta ladera, del arroyo, del manantial que ahí brota y las encinas que hay por este lado. Yo no estoy de acuerdo con estas luchas ni tampoco que se quiten cosas los unos a los otros. Se lo digo y hago lo posible por que haya paz pero no lo consigo. Quiero mantener los otros reinos, palacios y gobernantes en paz y en sus lugares y por eso dedico esfuerzo y tiempo en unos y otros. Ahora estamos levantando unos recintos en los palacios corazón de los reinos y así los ocupo en cosas buenas y gratificantes. Porque además, un día, quiero traer por aquí a mi amiga, la niña que vive en ese cortijo blanco al borde del olivar. Quiero regalarle a ella algo hermoso, interesante y bueno.

 

Concluyó con estas palabras la narración de su sueño. Medité un momento y luego le pregunté:

- ¿Y tú qué ganas en todo esto?

- Desde luego rey o gobernante de estos reinos que te digo, no quiero ser. Tampoco me quiero eregir ni en guía ni en sabio.

- ¿Entonces?

- Lo que sí me gustaría es tener a muchas personas conocidas. Amigos con lo que compartir las cosas que en mi mente tengo.

 

No le hice más preguntas. Tampoco me seguís metiendo en lo que tenía entre manos. Lo dejé tranquilo despidiéndome de él y alejándome de ese lugar. Más tarde, pasado unas horas, lo vi alejarse de ahí y siguiendo a su rebaño de ovejas. Lo vi al día siguiente por donde la fuente de las alamedas, por el arroyo que baja de las minas y por los llanos de las encinas. Lo vi el otro día y al otro, al mes siguiente, en primavera, en verano y a lo largo de aquel año y del siguiente y muchos más años. Siempre iba solo, guiando al rebaño de ovejas que no era de su propiedad y, con frecuencia se paraba a juzgar por los arroyos, laderas, fuentes o manantiales y en los troncos de los viejos olivos. Al pasar cerca del cortijo que vamos a ir por donde el olivar, siempre se paraba y lo observaba como buscando o esperando algo.

 

Hasta que un día, de la noche a la mañana, de pronto desapareció de aquí para siempre. Nunca más volví a verlo    surcando las veredas o buscando bellotas en las encinas. Pero en mi corazón se quedó estampado la imagen de aquel niño formando parte de estos paisajes. Lo sueño muchas veces y lo veo siempre niño solitario y risueño, metido en sí y buscando reinos con castillos y princesas. Y es por  todo esto por lo que en momentos como estas fechas, he querido traeros a este sitio. Ya os lo dije antes: en Navidad, todas las personas deseamos con fuerza volver a los lugares que fueron escenarios en nuestras etapas de niños. Quizá porque pasado el tiempo, todos descubrimos que nada hay ni existe en este mundo que nos sacie de verdad y dé la felicidad que el corazón necesita y apetece. Quizás por esto o quizás porque la etapa de nuestra niñez, llena de inocencia, ilusiones, fantasías y pureza, sea el tramo más verdadero de la vida de cada persona. Quizá sea esto y por eso el corazón y el espíritu busca con fuerza los lugares que os estoy diciendo.

 

Guardó silencio el guía. Los que le daban compañía también se mantuvieron en silencio durante un rato y luego, uno de ellos preguntó:

- ¿Y tú crees que aquel niño ya habrá muerto de viejo?

- Puede que sí y por eso gritan con más fuerza todos estos lugares.

- ¿Pero el cortijo, tú, los manantiales, los recuerdos los olivos y toda la naturaleza por este rincón?

- Todo eso, como podéis comprobar, sigue vivo por aquí y en mi corazón. Y yo, aunque no fui aquel niño sí lo soy.

Otro del grupo preguntó:

- ¿Cuántos años hace ya de aquello?

 

- Más de ochenta y con vuestros propios ojos lo podéis comprobar.

 

483- PRINCESA DEL BOSQUE 
The princess of the forest
Audio y pdfs en descarga gratis de aquí: http://1drv.ms/1GbvpVl

Aquella mañana de primavera, con un sol muy brillante, todo en silencio y el cielo por completo azul, se le vio. Remontó desde lo hondo del río y un poco antes de llegar a lo más alto de la loma, se paró. Miró al frente y descubrió el bonito cerro de rocas calizas, todo sembrado de monte bajo. El sol ya a media altura, iluminaba muy brillante y por eso el cerro de rocas, todo se veía radiante. Como si estuviera recién lavado.

Miró para el terreno que tenía a su izquierda y bajo las densas y grises encinas, los vio. Tres jóvenes, ella y dos muchachos, parecían buscar algo por debajo de estas encinas. Ella, al verlo, dejó de rebuscar, lo miró y desde la distancia le preguntó:
- ¿Buscas a la princesa?
Respondió y preguntó el joven que se acercaba:
- Me han dicho que vive por estos montes pero no sé el lugar concreto. ¿Tú lo sabes?
- Sé que en ese cerro de enfrente, por entre las rocas y la vegetación, vive. Nunca he visto su castillo pero dicen que es lo más bello y misterioso que existe. Si tú vas por ahí y la ves a ella y te enseña su castillo, luego cuando vuelvas nos lo cuentas.
- Quiero recorrer todas las veredillas que surcan ese monte rocoso. Y claro, si me encuentro con la princesa y descubro su palacio, al volver os lo digo.
- Nos gustará mucho.

Y si llegas hasta el sitio donde brota el manantial conocido con el nombre de “La Fuente de la Princesa”, bebe agua y espérala ahí. Dicen que en primavera y en las noches de estrellas, algunas veces viene a este lugar. A beber agua en el venero y alabar sus manos y cara. A lo mejor tienes suerte y te encuentras con ella.
Al oír el nombre de la fuente, se quedó un poco pensativo. Luego preguntó:
- ¿La Fuente de la Princesa?
- Sí ¿Conoces tú ese lugar?
Y ahora simplemente dijo:
- Luego cuando vuelva os lo cuento.

Y el joven despidió a los que bajo la encina buscaban cosas. Bajó un poco para el collado de la derecha y enseguida vio las blancas paredes de las viejas casas. Tres pequeñas casas que, sobre el montículo a su derecha una, en el collado la otra y cerca de las rocas la tercera, se mostraban mudas y como esperando. A su mente acudieron los recuerdos y sintió tristeza. Se vio, cuando pequeño y en compañía también de su pequeño perro blanco, recorriendo estos parajes y jugando.

Recordó que lo que más en aquellos momentos le gustaba y llenaba de emoción, era imaginar a las personas que vivían en la pequeña casa blanca del cerro. Descubrió un día que esta casa la habitaba un matrimonio y una niña de pelo rubio. La vio un día que bajaba hacia el collado y se llenó de asombro. Le pareció muy frágil, bella como la más hermosa mariposa y tierna. Ni siquiera se atrevió a acercarse y saludarla. Se limitó a permanecer inmóvil junto a la gran roca blanca del camino mientras la seguía con sus ojos. Y vio que al poco se perdía tras el montículo, donde al otro lado, se abría una hermosa cañada de tierra llana.

Brotada en esta cañada un claro manantial y por eso, el pastor de la casa del collado, era aquí donde tenía un pequeño huerto. Un rectángulo de tierra que el hombre labraba todas las años y donde sembraba berenjenas, pimientos alcachofas y espinacas. También había plantado un par de nogueras, dos naranjos algunos granados y manzanos junto a tres perales. Recogía el hombre de aquí una buena cantidad de productos con los cuales, en gran parte, alimentaba a su familia completándolo con la leche y queso de una docena de cabras.

Se le llenó el corazón de añoranza, dulces y tristes recuerdos al revivir en su mente los lejanos días de su infancia y el espíritu se le entristeció aún más al verse por aquí en aquellos momentos. La cañada del huerto del pastor, su desaparecido padre, hacía mucho, mucho tiempo. A su lado y casi siempre en compañía del pequeño perro, cada día recorría de acá para allá estos parajes. Y donde más se llenaba de emoción era siempre por la cañada del huerto y junto al manantial. También por el cerro de las rocas blancas, saltando por estas peñas y emocionándose con el retozo de los chotos de cabra en sus primeros meses. Era la única compañía que en aquella etapa infantil de su vida tenía.

Quizá por esto, desde aquel día que vio a la niña ocultarse tras el montículo hacia la cañada del huerto, en su alma y corazón todo cambió. Por las noches soñaba con este lugar y en ocasiones, la veía. A veces, sentada en la piedra que había junto al venero, moviendo juguetonamente sus pies y manos y observando tranquilamente el chorrillo de agua que se iba desde la fuente. Otras veces la veía jugando con la fina arena que iba labrando el chorrillo de agua. Con sus dedos, dibujada en esta arena, letras, flores o árboles y también animales, pájaros, alguna oveja o caballo. También parecía hablar con alguien y compartir estos juegos suyos. Pero nunca en sus sueños veía a nadie más que a ella, la fuente y el agua que brotaba por entre las piedras y la cañada tapizada con el verde de las plantas.

En secreto y en su corazón le puso a esta fuente el nombre de La Fuente de la Princesa. Porque era así como la imaginaba y porque en esta fuente la veía una vez y otra lavando sus manos y cara. Pero él, muchos días al salir el sol y levantarse, lo primero que hacía era venir a esta cañada. Se decía: “A lo mejor es verdad que está por aquí juzgando. Sí es cierto y me la encuentro, la voy a saludar y le voy a preguntar porque siempre está tan sola. A lo mejor no tiene a nadie con quién jugar y por eso, podría animarse y hacerse amiga mía”. Esto o cosas parecidas rumiaba en su mente mientras solo y en silencio caminaba hacia la cañada con la ilusión de encontrarla.

Se asomaba al pequeño collado que era de donde arrancaba la cañada y por donde aquel día la vio perderse y aquí se parada. Siempre durante largo rato, desde aquí miraba en silencio. Como si estuviera explorando los territorios con la necesidad y deseo de encontrar personas, mundos y reinos nuevos. Casi siempre, en estos momentos de la mañana y sobre todo, en los días de primavera, por el cerro de las rocas a su derecha, ramoneaban las cabras. Las diez o doce cabras que el pastor, su padre, poseía para complementar el salario que el dueño de las ovejas y tierras daba a este hombre.

La pequeña manada de cabras, blancas, negras y color caramelo, era uno de los pocos elementos que a él le distraía y llenaba un poco la necesidad de amistad que en su corazón existía. Por eso en estos días de primavera y a primera hora de la mañana, le gustaba mucho ver a estos rumiantes ramoneando por entre las jaras y saltando de una peña a otra. También en algunos momentos se decía: “Si ella algún día aparece por aquí y se hace amiga mía, le voy a pedir que se venga conmigo por los sitios que recorren estas cabras mías. Puede que le guste y yo, de este modo, me sentiré feliz notándola a mi lado. Y hasta puede que en algún momento, por entre estas rocas, monte y cerro misterioso, encontremos algún tesoro. Creo que por estos lugares puede haber tesoros y también palacios”.

Después de mucho rato parado en el collado y parte alta de la cañada, caminaba y seguía bajando. Hacia el manantial y tierras del huerto. Al llegar al punto donde el agua brotada, se parada. Lavaba sus manos en esta clara y fresca agua y luego bebía. En la piel de su cara sentía como una caricia dulce y su mente toda se llenaba de ella. Aquí se sentaba como esperándola mientras soñaba sueños maravillosos con ella por entre estos paisajes y reinos desconocidos repletos de belleza.

Ahora, hoy en este día de primavera cuando de nuevo recorre estos lugares después de mucho, mucho tiempo, lentamente se aproxima el collado que da vista a la cañada y mil veces pisó cuando pequeño. Espera encontrarse con los paisajes que en su espíritu tiene estampados y espera percibir algunas señales de la niña que por aquí soñaba. El sol, ya a media altura en el cielo de la mañana, luce esplendoroso. Calienta moderadamente y se columpia sobre las nuevas hojas recién brotadas en los álamos, encinas y almeces. El viento en calma que, como una caricia, trae y lleva perfume a hierba fresca y ha margarita nacidas por la noche. De acá para allá revolotean algunas mariposas y hasta sus oídos llega el canto de un autillo. Sale de entre lo que ahora mismo son puras ruinas y el tiempos pasados fueron casas y construcciones para las ovejas y familia del pastor.

Se ven estas ruinas un poco antes del collado y a su derecha. Ninguna presencia humana hay ahora en este lugar. Todo en silencio y por completo solitario. Aunque eso sí, inundado el lugar, las ruinas de las construcciones y todo el terreno cerca, por un potente abrazo que surge del misterioso latido y respirar de la naturaleza. A este lado suyo, la derecha pero más en línea recta hacia el sol de la mañana, es por donde se alza el cerro de las rocas blancas. Por donde ramoneaban las cabras cuando de pequeño pisaba estos lugares.

Mira con interés para estos parajes y descubre un espeso tapiz de jaras, romeros, tomillo y jaguarzos con multitud de florecillas ya abiertas. Se dice: “Como en aquellos tiempos de mi niñez y hasta con los mismos colores en cada florecilla, el mismo perfume enganchado en el aire, la misma luz y silencio. Como si no hubieran pasados los años a pensar de los miles de días que atrás han quedado”.

Se oye un pequeño ruido como de piedras que se rompen. Un foco de luz muy clara parece manar como del centro del cerro y aquí mismo toda la pequeña ladera con sus rocas blancas y monte repleto de flores, parece abrirse. Muy parecido a como cuando se abre una cancela pero en este cerro, como en forma de dos grandes puertas. Y según se abren estas puertas a un lado y otro, se ven robustas paredes y recias columnas talladas en las paredes de mármol de varios colores. Poco a poco y según el cerro se va abriendo, aparece como un pasillo ancho y largo. Al fondo, muy al fondo, se ve la figura de una joven como envuelta en telas de seda de colores muy hermosas.

 

Sin ser muy consciente él de las imágenes que está viendo, mira muy concentrado. Se siente atraído hacia el gran pasillo que se abre desde el corazón del cerro. Camina despacio y la llama:
- Espera, quiero ver tu cara y también deseo preguntarte algo.


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