Ventanas a la eternidad

        Relatos cortos // 2010-18

El libro de los más bellos relatos de la Alhambra,

río Darro, Albaicín, Realejo y Granada - XI


1- Especial noche de Navidad 

2- La Alhambra soñada 

3- Al llegar la Navidad 

4- Los tres niños y el molino 

5- Los dos niños y el diamante 

6- Navidad frente a la Alhambra 

7- El hombre violento de la Alhambra

8- Las huérfanas 

9- Regalo de reyes
10- El manantial de los álamos 

11- La colección de fotos 

12- El sueño de la joven 

13- Dormir bajo la encina 

14- Mensajes no descifrados en la Alhambra 

15- Al volver la Navidad 

16- Bulerias Alhambreñas 

17- La fuente, el perro y el mendigo 

18- El hombre, los pájaros y los gatos 

19- El dueño, el manijero y el joven 

20- El joven, el perro y las monedas de oro 

ESPECIAL NOCHE DE NAVIDAD

Navidad 2012 

 

               I- En todo el barrio del Albaicín se le conocía con el nombre de “Tarina”. Una muy bonita palabra que muchos decían que su significado era “La que sueña”. Y ciertamente que también por esto la distinguían sus padres, sus amigos y casi todos los vecinos del barrio. Porque ella, aun todavía de corta edad pero hermosa como la flor más fresca, era una niña muy soñadora. La niña que más soñaba tanto en el barrio como en la Alhambra y en toda Granada.

 

               Por esto y su alegría y ganas de jugar y hacer cosas para los demás, muchos también la respetaban y querían. Especialmente dos niños algo mayores que ella y que vivían cerca. El pequeño, que era como lo llamaba ella, tenía el pelo rizado, ojos grandes y vivos y su entusiasmo tampoco tenía límites. Ella lo quería mucho y por eso, continuamente lo buscaba tanto para jugar como para charlar sentados en las puertas de sus casas, frente a la Alhambra y también para planear alguna aventura. El mayor, era el líder del grupo porque siempre se mostraba muy valiente y resolvía las dificultades de la mejor manera. Tenía el pelo moreno, ojos chicos, cara redonda y el color de su piel también era morena. Ella, lucía una melena castaña muy reluciente, la expresión de su cara era dulce, los ojos le brillaban como luceros en una noche sin luna, con tonos verdes azules y el color de su piel era blanca y reluciente como el sol sobre las cumbres de Sierra Nevada.

 

Los tres tenían un amigo en común que llamaban el anciano. Vivía solo este hombre mayor, no lejos de la casa de la niña y en un edificio pequeño. Se pasaba el hombre, las horas, los días, las semanas y los años, sin más compañía que un pequeño perro y la figura de la Alhambra que se veía claramente desde la puerta de su casa y desde las ventanas. Parte del tiempo del día, lo dedicaba a preparar, labrar, sembrar y regar las tierras de un pequeño huerto junto al río Darro. Y por las tardes y días soleados, daba paseos por las orillas del río, calles y plazas del barrio y de Granada. Siempre solo, siempre mirando y saludando a unos y a otros y siempre, como esperando la llegada de alguna persona que nunca se presentaba.

 

Y como la niña se daba cuenta de la soledad del anciano y apreciaba su bondad y ternura, con frecuencia se sentaba en la puerta de la casa, frente a la Alhambra y le preguntaba:

- A lo largo de tu vida ¿has tenido tú alguna vez algún sueño?

Y el anciano, como le dolía el alma al traer a su mente los recuerdos, meditaba un momento y luego decía a la pequeña:

- Yo de joven tuve muchos sueños y todos muy hermosos.

- Y a lo largo de tu vida ¿has conseguido realizar algunos de estos sueños tuyos?

- Ni siquiera uno.

- Entonces ¿para qué sirven los sueños?

- Los sueños, todos los sueños y todas las personas, siempre son muy importantes.

- Pero ¿para qué sirven?

- Para llenar de sentido la vida y proyectar luz y alegría en el camino que a lo largo de la vida recorremos.

 

               Y al oír estas reflexiones, la niña se quedaba mirando fijamente a las torres de la Alhambra y durante un buen rato, ya no preguntaba más. No llegaba a comprender lo que el anciano le decía y por eso, pasado un buen rato, sí de nuevo le preguntaba:

- Y si tuviste, cuando fuiste joven y luego después, sueños tan grandes y bellos ¿cómo es que ahora vives solo y tan pobremente?

Y suspirando el anciano, con tono melancólico, exclamaba:

- ¡Si yo te contara, mi querida niña! ¡Si yo te contara…!

- ¿Nadie te quiso nunca?

- Creo que nadie aunque yo sí quise a muchas personas.

- ¿Y qué fue de estas personas?

- Algunas, se marcharon lejos de aquí y nunca más supe de ellas. Otras, se hicieron mayores, tuvieron enfermedades y murieron como todas las personas en esta vida. Y otras, aquellas que amé profundamente y les di lo mejor de mis sueños, me ignoraron porque siempre decían que yo no era lo que ellos necesitaban.

Y al pronunciar estas palabras, la niña se daba cuenta que muchas veces el anciano lloraba. A su manera, como a escondidas y en silencio y como si algo le doliera mucho en el corazón y en el alma.

 

               Le preocupaba a ella este silencioso sufrimiento y soledad del anciano y por eso, un día de otoño, lluvioso, gris y frío, ya cerca de la Navidad, les dijo a sus dos amigos:

- Tenemos que hacer algo para levantarle el ánimo.

- ¿Por qué dices eso?

- Cada día que pasa lo encuentro más solo. No tiene a nadie que lo cuide y le dé un poco de cariño. Y sin embargo, él siempre ha sido bueno con nosotros y todos los vecinos de este barrio.

- ¿Y qué es lo que a ti se te ha ocurrido que podemos hacer por él?

- Yo he pensado varias cosas como compartir con él nuestra comida, darle compañía cuando esté solo en su casa o pedirle que juegue más con nosotros. Pero a vosotros ¿qué se os ocurre?

Y después de pensar ellos un rato lo que la amiga les proponía, el mayor aclaró:

- Se acerca la Navidad y, como en estas fechas todas las personas se comportan mejor entre sí, podríamos proponerle que nos ayude a montar una pequeña obra de teatro.

Y despacio y con detalle, el líder del grupo explicó a sus amigos lo que se le había ocurrido.

 

               II- Aquel mismo día, al siguiente y al otro, los niños se dedicaron a poner en marcha la idea que se les habían soñado. Y como al final también ellos pensaron que era mejor darle una sorpresa al anciano, a los vecinos y a sus padres, pensaron mantener en secreto parte de su aventura. Sin embargo, cada tarde comenzaron a ir a la casa del anciano y en la puerta frente a la Alhambra o sentados al calor de la chimenea frente a la lumbre, compartían con él ratos largos.

 

               Le preguntaba la niña cada día más cosas porque ella iba descubriendo que la vida del hombre que tenían a su lado, estaba llena no solo de sabiduría sino también de historias muy hermosas. Y así fue como un día, sintiéndose ya amigo por completo de los niños que les daban compañía, les dijo:

- Una tarde de estas voy a contaros la historia más importante que me ha ocurrido en esta vida.

- ¿Es triste o alegre?

Preguntó enseguida la niña.

- Para mí, no solo es triste sino muy desgraciada. Pero para otros, depende como se mire.

- ¿Y por qué es triste para ti?

- Os contaré la historia completa un día de estos y entonces lo comprenderéis.

- ¿Qué día será?

- Cuando yo me sienta con fuerzas y vosotros queráis escucharme.

- Nosotros, como ahora la Navidad ya la tenemos encimas, queremos vivir experiencias interesantes. Y aunque tú dices que tu historia es triste seguro que también será bella.

- En Navidad, las personas, además de reunirse en las casas y comer mejor que otros días, también es bueno hacer un repaso de la vida propia.

- ¿Y eso para qué?

- Para no olvidarse de aquellos que ya no están y, sobre todo, los que fueron buenos y para sacar consecuencias de la experiencias vividas.

- Y aquellas personas que no fueron buenas con nosotros ¿también hay que recordarlas en estos días de Navidad?

- De esas personas malas y que hacen daño a los que nunca hacemos mal a nadie, os contaré algo muy interesante antes de que la Navidad llegue.

 

               Y al partir de este día, los niños buscaban al anciano cada vez con más interés. Porque iban notando que, según se acercaba el día la Navidad, el hombre se entristecía más y más. Tanto, que algunos días ni salía de su casa o no se levantaba de la cama. Ellos le traían algo de comida y se la daban y también buscaban leña entre los vecinos, encendían la lumbre en la chimenea y le decían:

- Tienes que animarte comiendo esto que te traemos y calentándote porque la Navidad, son días bellos.

Y el anciano callaba. La niña le preguntaba sin parar, como había hecho siempre. Y en una de aquellas preguntas, un día supieron algo de la vida del anciano. Fue justo cuando la pequeña le preguntó:

- ¿A ti te gusta la música?

Y el anciano le respondió:

- Una de las cosas que más me gustan en esta vida.

- ¿Y qué clase de música?

- La música, toda es bella. La que sale de las cuerdas de una guitarra, la que desgranan los pájaros cuando cantan, la que mana de la corriente del río mientras se desliza y se marcha, las canciones que cantan los enamorados…     

 

               Y la niña meditó un momento y luego dijo:

- Es que nosotros estamos preparando algo muy especial, como una sorpresa el mismo día de la Navidad. Y te hemos hecho esta pregunta porque nos gustaría conocer a alguien que supiera quisiera tocar y la guitarra. ¿Tienes tú algún amigo que pueda ayudarnos en esto?

Y al oír esto, el anciano guardó silencio. Luego se le escapó un triste suspiro y, pasado un rato, dijo:

- Sí que conozco a una persona que toca muy bien la guitarra.

- ¿La conocemos también nosotros?

- La conocéis porque es un buen amigo vuestro.

- ¿No serás tú?

- Nunca antes os lo había querido decir porque es parte de la historia que he prometido contaros. Ahora no tengo guitarra porque esto también es algo clave en la historia que os tengo anunciada.

 

               Y la niña, en ese momento, cayó en la cuenta de algo. Miró a sus amigos y con una señal, les dijo que no preguntaran ni dijeran nada más al anciano. Al día siguiente, hablaron con unos vecinos y otros y a todos les pidió ayuda. Los vecinos, al saber lo que los niños planeaban, generosamente les dieron lo que cada uno podía y al final de la tarde, fueron a la casa del constructor de guitarras. Le compraron la mejor, la más bonita y de sonidos más hermosos. Fueron rápido a casa de su amigo el anciano y le entregaron el regalo que le habían comprado. Al ver éste la guitarra, se quedó como parado. Miró a los niños, suspiró triste mientras se le caían varias lágrimas que torpemente se quitó de las mejillas. Cogió la guitarra y les dijo:

- Sois muy generosos y porque vuestros corazones está lleno de inocencia, acepto este regalo.

- Sí, acéptalo y anímate y nos tocas algo.

- Ahora mismo, no tengo ánimo.

- ¿Qué día entonces?

- El día y momento en que nos juntemos para que os narre la historia que os tengo prometida.

 

               Conformados los niños, despidieron al anciano y al salir de la casa, sintieron como si en ese momento se les avivaran las ganas de trabajar duro en la aventura que planificaban para la noche de la Navidad. Por eso, al día siguiente y al otro, todo el tiempo lo dedicaron a ensayar, perfeccionar y montar la gran obra de sus sueños. Y llegó la noche de la Navidad. En la casa grande de uno de los vecinos, montaron un pequeño escenario, decoraron las paredes con flores y frutos de madroño y piñas de las montañas. Al caer la noche, convocaron a todos los vecinos diciéndoles:

- Es una fiesta sencilla que hemos preparado para celebrar la Navidad y, especialmente, para compartirla con nuestro amigo el anciano. ¡Por favor, venid!

 

               Acudieron los vecinos y los padres y cuando todos estaban sentados en la sala de la casa, llegaron los niños con el anciano de la mano. Subió la pequeña al escenario y dijo:

- No es gran cosa lo que aquí vamos a representar pero ya solo con la presencia de nuestro amigo el anciano, a nosotros se nos llena el corazón de gozo.

Aplaudieron los vecinos y amigos de los niños y del anciano y enseguida ellos dieron comienzo a su pequeño espectáculo. Los tres niños, a su manera y con la ilusión propia de su edad, hicieron y representaron una péquela obra de teatro y al final, pero todavía casi en mitad de la fiesta, la niña anunció:

- Y ahora, nuestro amigo el anciano, nos va a sorprender con una bonita interpretación de guitarra.

Reconocieron enseguida los vecinos la guitarra que días antes los niños habían comprado y al ver al anciano subir al escenario, aplaudieron emocionados. Le puso la niña una silla, le colocó bien la guitarra y le dijo:

- Es el momento. Tócanos lo que quieras y cuéntanos la historia que nos tienes prometida.

 

               Con voz quebrada, agradeció el anciano el buen comportamiento de los niños y la presencia de los vecinos y luego dijo:

- De las cuerdas de esta guitarra, voy a intentar sacar una melodía única. Y al mismo tiempo que toco esta melodía, os cuento la historia que le tengo prometido a los niños.

Volvieron a aplaudir los amigos y vecinos y enseguida, el anciano se puso a tocar la guitarra. Nada más arrancar de las cuerdas las primeras notas, todos los allí presentes se quedaron paralizados por la belleza de la música y la sensibilidad y sentimiento con que el anciano la interpretaba. Y al poco de oírse la brillante melodía, muy lentamente y lleno de sentimiento, el anciano dijo:

 

- Era yo joven y una noche de Navidad, volvía a mi casa con la guitarra después de haber tocado en una reunión de amigos. Estaba ya a cien metros de mi casa cuando, surgiendo de la oscuridad y ante mí se presentaron dos jóvenes con mucha melena. Si promediar palabras, me abrazaron, me tiraron al suelo, me quitaron el reloj que mi padre mi había regalado de un abuelo suyo y luego me arrancaron de las manos la guitarra. Grité pidiendo ayuda pero nadie me socorrió. Cuando por fin los jóvenes me soltaron, miré y los vi correr calle arriba perdiéndose entre la niebla. Y en ese momento, lo que antes mis ojos se presentaba, era como una la figura horrible, llena de maldad y rodeada de un halo diabólico. Seguí caminando, entré en mi casa, no pude dormir aquella noche ni al día siguiente ni al otro. Unos meses más tarde, vi de nuevo a estos jóvenes montados en un borriquillo que también habían robado. Subido en el animal, caminaban al borde de un tajo en el río Darro. Y vi que de pronto, el borriquillo se asustó, doy un gran respingo y lanzó a los jóvenes por el aire. Los dos cayeron rodando por la gran pendiente del tajo y, en el fondo, quedaron destrozados. Salió en ese momento de allí, como una nube de humo que desprendía un olor horrible de tan desagradable. En aquel momento y luego muchas veces después, supe que estos jóvenes habían sido convertidos para siempre en maldad y desdicha. Como si un ser mucho más grande que nosotros e infinitamente poderoso y bueno, los hubiera condenado para siempre a la destrucción más amarga.

              

               Terminó el anciano la narración de su pequeño relato y todas las personas allí congregadas, permanecieron en el más absoluto silencio. También lo niños. Siguió él arrancando hermosas notas de las cuerdas de la guitarra y pasado unos minutos, dijo de nuevo:

- Pero esta noche, ayer por la tarde y todos estos días antes de la Navidad, en este barrio, entre nosotros y en concreto en estos niños, he visto y estoy ahora mismo viendo todo lo contrario de la historia que acabo de contaros. Tuve un sueño ayer por la noche y vi como si por encima de la Alhambra, se abrieran las puertas de un cielo grande y maravilloso. De la mano de esta niña y sus dos amigos y rodeado de todos vosotros, me vi entrando a este fantástico paraíso. Y vi como estos tres niños y especialmente ella, se convertían como en ángeles transparentes, llenos de luz y colores. Un delicioso perfume lo inundaba todo. Y en ese momento, supe que el amor y la bondad de los corazones buenos e inocentes como los de estos niños, crean universos primorosos llenos de belleza. Tuve conciencia de que esto es el cielo que todos los humanos añoramos en lo más hondo de nuestras almas y la explicación exacta de lo que es la eternidad.    

LA ALHAMBRA SOÑADA         

Navidad 2012

 

               Incluso antes de que naciera, la madre ya le había preparado la habitación. En la bonita casa, en el centro del Albaicín, frente por completo a la Alhambra. Y la habitación, por dentro no muy grande pero sí pintada en blanco, hermosamente decorada y con finas cortinas, tenía una gran ventana. Era también balcón que daba al pequeño jardín de la casa, a la fuente de agua clara rodeada de naranjos, un limonero y tres cipreses. Al fondo y en la colina de enfrente, destacaba potente la figura de la Alhambra, sobre la colina y más lejos, se veían con claridad, las montañas de Sierra Nevada.

 

               Por eso la madre, incluso antes de nacer la niña, le decía al padre:

- Es que me pide el corazón que ella, nuestra hija, cada vez que esté en su habitación y mire por la ventana, vea al frente sobre la colina, la hermosa figura de la Alhambra.

Y el marido siempre le preguntaba:

- Si este es tu deseo, yo no voy a oponerme pero ¿has pesado alguna vez por qué el corazón te pide eso?

- Lo he pensado y nunca he llegado a tenerlo claro. Pero ¿a que es interesante?

- Me parece que sí y por eso, nada malo encuentro en ello.

              

               Y la niña nació un bonito día de primavera. En la habitación que la madre le tenía preparada, desde el primer día puso la cuna. Frente por completo a la ventana a través de la cual, se veía al fondo, claramente todos los recintos de la Alhambra. Y en los primeros días, semanas, meses y años, la madre nunca se apartaba de la cuna y luego de la cama con encajes blancos. La hija dio sus primeros pasos, pronunció sus primeras palabras y seguía creciendo y también hacía preguntas. Y la madre, cada día más se sentía orgullosa y disfrutaba con su niña y la habitación que con tanto amor le regalaba. Cuando la niña ya comprendía las cosas y hacía preguntas, la madre siempre le pedía que, al acostarse y levantarse y luego durante el día, mirara por la ventana y observara despacio la grandiosa figura de la Alhambra.

 

               Le decía:

- La Alhambra es el palacio más bello que nunca se haya construido en este suelo. Y para nosotros y especialmente para ti, es un gran privilegio no solo vivir a dos pasos de este monumento sino poderlo contemplar en cada momento desde tu propia habitación.

Y la niña, siempre se quedaba mirando, pensaba cosas y en algunos momentos, le preguntaba a la madre:

- ¿De qué está hecha la Alhambra y qué tiene dentro?

- Sus murallas son de piedra y tierra y por dentro, tiene salones grandiosos decorados con los materiales más bellos.

- ¿Y hay también allí jardines, fuentes y naranjos?

- Todo eso y mucho más. Porque en la Alhambra hay hermosos estanques donde se refleja el cielo y fuentes donde fluyen las aguas como en los manantiales limpios de las montañas.

- ¿Me llevarás algún día a ver todo eso?

- En cuanto crezcas un poco más, te llevaremos no solo un día sino muchas veces para que conozcas bien esos lugares y descubras la gran belleza que encierran.

Y un día, la madre habló con el padre y fueron a ver la Alhambra no solo por dentro sino también por fuera y por los jardines, estanques y fuentes. De la mano llevaba la madre a su niña en todo momento y explicaba cada rincón y cada detalle. Y la pequeña, miraba y miraba y en ningún momento preguntó nada. Se extrañó la madre y lo mismo el padre pero pensaron que era porque todavía, tan pequeña, no alcanzaba a descubrir la gran belleza de la Alhambra.

 

               A las pocas semanas, volvieron a llevarla a ver todos los sitios de estos palacios y luego, varias veces más a lo largo del año y al siguiente y al otro. Según crecía, más y más la llevaban para que viera y se fuera enamorando de las grandes maravillas de la Alhambra. Le contaban muchas historias y le pedían que se fijara en todo lo que por estos sitios hay. Pero la niña, ya con doce años, seguía sumida en un extraño silencio con relación a lo que continuamente veía en la Alhambra. Hasta que un día, la madre le preguntó:

- ¿Es que no te gusta ni te interesan las cosas que por estos lugares hay?

- Me intrigan muchas cosas y por eso quiero que me contéis con todo detalle y de principio al fin, la historia de todos estos monumentos. También yo por mi cuenta voy a leer todo lo que pueda.

Y muy intrigada la madre le hizo la siguiente pregunta:

- ¿Y por qué tienes tanto interés en conocer al detalle la historia de estos monumentos y todo lo que se haya escrito de la Alhambra?

- Ahora no sé responderte pero creo que algún día, sí.

              

               Siguió creciendo ella y se hizo mayor. Conoció a jóvenes de su edad y con frecuencia hablaba con ellos de cosas de la Alhambra. Leyó todos los libros que en sus manos caían y preguntaba una vez y otra a sus padres. Iba muchas veces a los recintos de la Alhambra, en ocasiones con los amigos y en otros, momentos sola. Se fijaba, muy concentrada, en las piedras de los edificios, en las torres y murallas y en los jardines y fuentes. Y como los padres seguían intrigados porque imaginaban que su entusiasmo por la Alhambra, no crecía a pesar de leer mucho y visitarla con frecuencia, otra vez le preguntaban:

- Después de tanto tiempo, todavía no sabemos qué lo que en realidad piensas de la Alhambra. ¿Nos puedes decir algo?

- Puedo deciros que después de tanto tiempo y todo lo que he visto, leído y oído de unos y otros, la Alhambra no me gusta nada.

 

               Al oír esto, paralizados los padres se quedaron. Y sobre todo, la madre que enseguida le preguntó:

- ¿Y por qué piensas estas cosas, hija mía?

- Te daré una respuesta dentro de unos días.

Dentro de unos días llegaba la Navidad y la joven, desde su ventana, por las calles del barrio, por las plazas y calles de Granada y los rincones de la Alhambra, observó despacio a los turistas. También observó las luces de colores que pusieron en las calles y los belenes de corcho y madera que algunas familias montaron en sus casas y otros sitios, tanto del barrio como en la ciudad. Y justo en la noche de la Navidad, los padres se acercaron a la lumbre que ardía en la chimenea, junto a la hija que un momento antes había estado observado la figura de la Alhambra iluminada. Y durante un buen rato, hablaron de cosas variadas hasta que, en un momento dado, la madre le preguntó:

- Nos dijiste un día que en su momento, ibas a contarnos porque no te gusta la Alhambra. ¿Es ahora ese momento?

Y la joven, muy decidida, respondió:

- Sí que lo es. Desde hace mucho tiempo, quizás desde que abrí mis ojos, no me ha gustado la Alhambra. ¿Quieres saber por qué?

- Todo el mundo dice y así lo cuentan los libros, que la Alhambra es el mayor monumento en la tierra construido por humanos. ¿Por qué tú no ves esto?

- Ya os he dicho que desde que abrí mis ojos, me intriga mucho este monumento. Por eso, cada vez que lo he visto y luego, cada vez que de él me habéis hablado y cada libro que he leído, me ha ido confirmando que la Alhambra es fea, muy fea.

 

               Hubo un silencio muy denso y los padres esperaron a que ella siguiera hablando. Pasado un buen rato, como la joven no comentaba nada más, le preguntaron:

- ¿Por qué dices que la Alhambra es fea?

- Porque son feas las piedras que hay en las murallas y torres, sus estanques, jardines y fuentes. Y sobre todo, esos palacios porque están construidos con el sufrimiento, dolor y muerte de personas sin libertad ni derechos. Hay muchas guerras, intrigas, odio y opresión en la construcción de lo que tantos llamáis “el mayor monumento del mundo”. Y sí es verdad que por fuera y desde la ventana de mi habitación, se ve grandiosa la Alhambra y eso es lo que resaltan los libros y los cientos de turistas que cada día pasan por ahí. Pero por dentro, su corazón y alma, carecen de luz y de belleza. Porque la construyeron con sangre, dolor, odio y muerte de humildes y esclavos. Por eso digo y repito que la Alhambra es triste, fea también por fuera y muy negra por dentro ya que está cimentada sobre el dolor y sangre de muchas personas pobres.

 

               Al terminar de pronunciar estas palabras, la madre de nuevo le preguntó:

- ¿Cómo te gustaría a ti que fuera entonces la Alhambra?

- En mis sueños, la he visto muchas veces sobre una montaña mucho más grande que la colina que tenemos frente a mi ventana. Rodeada de un espeso bosque natural, bañado por abajo por un río muy grande y claro. Y sobre todo, irradiando colores, luz y serenidad, todas sus torres y murallas en lo más alto de esa montaña. Y lo que más me ha gustado, de la Alhambra que he visto en mis sueños, ha sido la suavidad de sus torres y murallas. Como si estuvieran construidas de agua, luz y seda. Maravillosa obra construida por gente buena, libres todos, muy enamorados de lo bello y amantes respetuosos, tanto de las personas como de la naturaleza y el Universo entero. Esto sí que es un monumento hermoso, lleno de luz y colores, salido de lo más puro y noble de los corazones de personas y por eso cimentado sobre los pilares de la eternidad.

 

Al llegar la Navidad            

Navidad 2012

 

               Al poco de casarse, se marcharon de Granada. A una ciudad muy grande y lejos, donde encontraron trabajo, compraron su propia casa y siguieron el ritmo y ciclos de la vida. En el barrio del Albaicín, dejaron a sus padres, ya mayores y la sencilla pero muy bonita casa que constantemente recordaban allá donde ahora vivían. Por eso, a los pocos años de haberse marchado a la ciudad lejana, la mujer le dijo varias veces al marido:

- Tenemos que volver a Granada. Cada día la recuerdo y recuerdo a mis padres y la bonita casa donde nací y me crié.

Y el marido le respondía:

- Sí, tenemos que volver a Granada. Desde que vivimos aquí, es como si algo vital nos faltara: el aire, el alimento para el corazón, la ilusión de cada día…

 

               Volvieron un verano después de muchos años. Abrazaron a los padres ya muy mayores, recorrieron las calles del barrio, las plazas de Granada, el paseo por la Carrera del Darro, los jardines y bosques de la Alhambra… Y el corazón se les llenó de vida. Por eso, cuando otra vez regresaron a la ciudad donde ahora tenían su casa, de nuevo se dijeron:

- Tenemos que volver a Granada cada año.

Y al año siguiente, volvieron otra vez a Granada, justo cuando nació su hija. Una niña preciosa que, desde el primer momento, procuraron que respirara el aire fresco de Sierra Nevada y que se mirara en las aguas del río Darro, cuando ya fue algo mayor. Los padres del joven matrimonio, murieron un invierno de fríos y heladas y ellos los enterraron en el cementerio que hay en la misma colina de la Alhambra. Y al sentir la tristeza de los que ya para siempre se habían ido, se dijeron:

- Ahora es cuando más necesitamos respirar el aire de esta ciudad mágica y recorrer las calles, coronadas por las blancas crestas de Sierra Nevada.

 

               Por eso volvieron al año siguiente pero no en verano sino en Navidad. Su niña ya estaba crecida y por eso les pidió permiso a los padres para que con ella se viniera su mejor amigo. Le dijo a la madre:

- Él siempre está jugando conmigo y como yo le hablo del río Darro, de la Alhambra y de las montañas que hay al levante, quiero conocer todo esto.

- Pues si sus padres le dan permiso, que se venga con nosotros y viva en la casa que los abuelos nos ha dejado en el Albaicín.

Rápida la niña le transmitió la noticia a su amigo y aquella misma tarde, prepararon todo para el viaje a Granada.

 

               Llegaron al barrio del Albaicín justo un día antes de la noche de Navidad. El cielo estaba nublado y hacía mucho frío, la Alhambra se acurrucaba sobre su colina envuelta por una fina capa de niebla y arriba, en las altas cumbres de Sierra Nevada, el sol se derramaba limpio y puro sobre las nieves. Una visión fantástica que solo aparece y regala la naturaleza algunas veces a lo largo del año. Por eso, el pequeño amigo de la niña, al pisar las calles de Granada, ver el bonito y mágico espectáculo que la naturaleza regalaba y oler el aroma a musgo y hojas de otoño, dijo a su amiga:

- ¡Qué bonita es Granada, con su castillo en lo más alto de la colina, este barrio de casas blancas y el río claro corriendo majestuoso!

La madre guardó silencio pero la pequeña comentó:

- Pues ya verás cuando mañana te lleve a la cascada del río que tantas veces te he dicho.

 

               La cascada del río, un poco al levante y al norte de la Alhambra, ella la conocía por sus padres. Varias veces, en sus visitas a la ciudad de Granada y cuando aun todavía era pequeña, los padres la habían llevado al rincón de esta cascada. Lugar realmente mágico que a su vez los padres conocían por los abuelos que ahora ya no vivían. Y los padres de la niña, desde el primer día que pisaron el rincón y vieron el río y la cascada, quedaron enamorados de tanta belleza. Por eso, una de las cosas que con más interés querían que su niña conociera en Granada, era precisamente este lugar. La trajeron muchas veces, cuando todavía era pequeña, según crecía y ahora que ya era algo mayor. Y a la niña, como los padres siempre le hablaban con entusiasmo y cariño de la cascada, del río y del rincón en general, se le metió en el corazón la belleza de este lugar.

 

               Por eso aquella noche, víspera ya de la Navidad, sentados los padres y los niños frente al fuego en la chimenea y mientras la madre preparaba una sartén de migas de harina de maíz y trigo, la pequeña dijo:

- Mañana temprano vamos a ir al rincón de la cascada.

Y la madre comentó:

- Pero mañana ya es Navidad.

- Por eso quiero ir a este lugar. Deseo que mi amigo conozca tan bonito sitio y de paso, cogemos unos ramos de madroños, con sus frutos y flores para adornar un poco la estancia de esta casa.

 

               Y al salir el sol, al día siguiente, la madre despertó a los niños. El día se presentaba no con sol sino nublado, gris oscuro, con bastante frío y nieve en las altas cumbres de Sierra Nevada. Enseguida la pequeña preparó su mochila, dentro la madre le puso algo de comida y un recipiente con agua y antes de que los dos niños salieran de la casa, les dijo:

- Volved para la hora de la comida al medio día porque hoy tengo preparado algo especial.  

- Pero si no llegamos a tiempo, tú no te preocupes. Yo conozco bien todos los caminos y todo aquello y, como en mi mochila llevamos alimentos, sabremos arreglárnoslas.

Y confiada la madre, los despidió en la puerta de la casa con un beso y el deseo de que disfrutaran mucho y volvieran a tiempo para la comida al medio día.

 

               Se puso al frente la pequeña bajando muy entusiasmada por la calle, sintiendo en su corazón el gozo de compartir con su amigo un bonito día de aventuras. Sobre la colina de la Alhambra, hoy no había niebla pero sí la oscuridad de las nubes tamizaban las torres y murallas y a lo lejos. Llegaron al río Darro, no lo cruzaron si no que por el lado izquierdo, buscaron el camino y subieron muy confiados y contentos. Al frente, según avanzaban, se les iba presentando la silueta de altas montañas, repletas de bosque y como perdidas en lejanías misteriosas y extrañas. Dijo ella a su amigo:

- Lo que más me gusta de todo son los bonitos rincones que mis padres me han enseñado por estos lugares.

- Pues a mí, lo que más me gusta de todo es vivir aventuras como esta en la que ahora estamos metidos y sentirme libre. No creo que haya en el mundo otra cosa más bonita que la libertad.

- ¿Y tú nunca has tenido miedo de nada?

- Nunca ¿y tú?

- Mis padres siempre me han dicho que sea prudente pero que a las personas, no debo temerles. “Sed siempre buena y amable con las personas y ya irás comprobando ellas te devuelven bondad y amabilidad con creces”. Es lo que muchas veces me dice mi madre.

 

               Caminaron durante mucho rato y según iban llegando a las partes altas del río, la pequeña empezó a notar que los sitios que pisaba, no los había visto otras veces. Le preguntó su amigo:

- ¿Nos hemos perdido?

- Creo que no pero tampoco estoy segura.

- ¿Y si no encontramos el camino para regresar?

- Tú tranquilo y confía en mí.

Llegó el día a su centro y el astro rey comenzaba a caer para el lado de la tarde, cuando los niños remontaron unos montes muy elevados. Desde estas cumbres, descubrieron muy a lo lejos, las cumbres blancas de Sierra Nevada pero no veían ni las torres de la Alhambra ni las blancas casas del Albaicín. Se pararon un poco para comer un par de frutas bajo unas grandes madroñeras repletas de frutos rojos y florecillas blancas y, en ese momento, comenzó a nevar. No tenían frío ninguno y por eso la pequeña dijo:

- Aquí a la derecha es donde se encuentra el valle de la cascada y las centenarias madroñeras. También conozco yo ahí una bonita cueva en las rocas. Y te lo digo por si la nieve sigue cayendo, podemos refugiarnos en esta cavidad.

- Yo no tengo miedo ninguno y confío plenamente en ti. Así que adelante.

 

               Y abrigándose un poco con sus bufandas, siguieron el caminillo que desde lo alto del monte, caía para el valle. La nieve continuaba cayendo y la oscuridad en el cielo, parecía aumentar. Sin embargo, ni sentían frío ni miedo. Comenzó a cubrirse el camino de copos inmaculados y, justo cuando se acercaban al río, oyeron algo muy extraño. Dijo la niña alertada:

- ¡Calla!

Detuvieron sus pasos, escucharon concentrados y al rato, oyeron la voz de alguien como pidiendo ayuda. Comentó el amigo:

- Parece la voz no de una persona mayor sino de un niño así como nosotros.

- Vamos a mirar por esa curva del río, que es de donde parece vienen las voces que oímos.

 

               El río saltaba muy caudaloso, la nieve caía lentamente, cada vez en mayor cantidad y la luz del día iba desapareciendo. Pero ellos, impulsados por la voz que pedía ayuda, siguieron avanzando hacia la curva del río. Y al poco, al salir de la espesura de unas encinas, se encontraron por completo frente a la curva del río que buscaban. Y sorprendidos vieron que un niño algo más pequeño que ellos, parecía hundirse en las aguas y por eso pedía ayuda. Nada más verlo la niña dijo:

- No tengas miedo que ahora mismo te salvamos.

 

               Se aproximaron a donde el pequeño se encontraba en apuros, le dieron su mano y un palo que cogieron de la orilla y animándolo, le pidieron que hiciera un esfuerzo y saliera del agua. Dio algunos pasos el pequeño del río y como por arte de magia, saltó y salió de las aguas. Se agarró a la mano de la pequeña y mirándola emocionado, le dijo:

- Gracias a ti ahora mismo estoy sano y salvo.

- Solo te hemos animado. Pero ahora veo que estás tiritando y que tus ropas, además de rotas y sucias, todas están empapadas.

- Pero no me preocupa nada.

- ¿Dónde vives?

- No tengo casa pero sí conozco una cueva en las rocas que hay al frente. Ayudadme y vayamos a ese lugar.

 

               La nieve seguía cayendo, la oscuridad ya lo tapaba todo, no hacía frío ninguno y antes de llegar a la cueva la pequeña y su amigo, descubrieron que dentro había una pequeña lumbre y su resplandor, aunque no con mucha intensidad, alumbraba el caminillo que ahora recorrían. Junto a la lumbre y como calentándose, vieron a una mujer joven, muy hermosa y con la cara limpia y reluciente que, al acercarse ellos, les dijo:

- Gracias por haber ayudado a mi niño. Poneros aquí cerca del calor de las llamas y brasas y calentaros que hace mucho frío y ahora mismo, esta noche, es Navidad.

La niña y el amigo quisieron preguntar a la mujer y al pequeño que habían sacado del río pero sentían mucho respeto. Sí vieron que la mujer, de una de las repisas naturales en las rocas que hacían de paredes en la cueva, cogió unos alimentos, todos con una presencia muy agradable y les dijo:

- Esta noche es muy especial. Comamos todos juntos mientras nos calentamos y nos damos compañía.

 

               Y la niña y su amigo, sintieron en esos momentos como si sus corazones ardieran de gozo, paz y satisfacción. Se miraban entre sí y querían preguntar a la mujer y al pequeño del río pero no se atrevían. Junto al fuego se sentaron mientras comían las cosas que la joven mujer les daba y mientras fuera de la cueva, seguía cayendo la nieve y el frío se hacía intenso. Y junto al fuego, unas horas después, se quedaron dormidos.

 

               Despertaron al día siguiente cuando la madre de la niña, la abrazaba mientras la llamaba. Abrió ella los ojos y miró y, muy asombrada, observó a las personas que le rodeaban. Y observó las paredes de la cueva y la lumbre que todavía ardía cerca de ellos. Se descubrió envuelta en una suave y blanda piel de oveja de lana blanca y limpia. Preguntó la madre:

- ¿Cómo habéis llegado hasta esta aquí y quien os ha traído estas pieles y alimentos?

- El niño que se ahogaba en el río y la mujer joven y bella que vive en esta cueva. ¿Dónde están que no los vemos?

Y unos y otros miraron intentando encontrar la mujer y el niño pero nadie los veían. El amigo de la niña sí dijo:

- La noche de Navidad que acabo de vivir en esta cueva, cerca de la Alhambra y de Granada, es lo más bonito que nunca me ha ocurrido. En cuanto vuelva a mi ciudad, se lo voy a contar a todo el mundo.

- Y yo digo lo mismo.

Comentó la pequeña y a continuación preguntó:

- ¿Pero quiénes son y dónde está ahora la hermosa mujer y el niño que anoche nos acurrucaron junto a este fuego?

LOS TRES NIÑOS Y EL MOLINO

 

               En lo que hoy se le conoce con el nombre de Calle Real de la Alhambra, la calle que va desde la Puerta del Vino hasta el parador, vivían ellos. Los tres y no eran hermanos pero sí muy amigos. El mayor tenía su casa y vivía con sus padres, al comienzo de la calle. Ella, la de edad intermedia, vivía también con su familia, en una bonita casa a media distancia entre la Puerta del Vino y el Parador Nacional. Y el más pequeño, también con sus padres vivía ya casi al final de la calle. Donde, a la derecha, quedaban unas mansiones muy grandes y a la izquierda y al final, también palacios y casas modestas.

 

               Los padres de los tres niños, trabajaban en estos palacios, artesano uno, el otro comerciante y el tercero hortelano. Por eso ellos, sus mujeres y sus niños, eran muy conocidos en todos los recintos de los palacios, entre los militares y entre todas las familias que vivían en la medina. Y además de conocidos, también eran muy respetados y queridos por el buen carácter que siempre mostraban y por el respeto con que trataban a unos y otros. Especialmente a sus amigos, familiares e hijos. Por eso, con frecuencia los conocidos les preguntaban:

- ¿Por qué vuestros hijos son tan amigos entre sí y nunca se pelean?

- Eso lo que, desde que nacieron, le enseñamos cada día. Que se comporten bien entre ellos y que sean amables y nobles con los mayores.

- Y ese deseo de libertad y de inventar cosas y conocer mundos nuevos ¿de dónde les viene?

- También se lo inculcamos nosotros porque creemos que lo más importante en las personas es ser libres, crear cosas y conocer mundos y culturas. Estas tres cosas en sí y el respeto para con todo y todos, es lo que estamos convencidos que hace grande a lo humanos y transforma el mundo en paraíso.

- ¡Con razón vuestros hijos son tan amigos entre sí y se les ve tan felices!

 

               Y ellos, cuando se juntaban para jugar, una de las cosas que más les gustaban era irse a las acequias que repartían las aguas por entre los jardines, las albercas y los huertos. Y junto a estas acequias, siempre con el permiso de los mayores, montaban los más variados y divertidos juegos: pequeñas huertas donde imaginaban árboles frutales con toda clase de flores y frutos, campos llenos de hierba donde construían montañas a su gusto y levantaban edificios, castillos y molinos juntos a los ríos.

 

               Así fue como una mañana, cuando los tres estaban en sus juegos, de pronto la niña dijo a sus dos amigos:

- ¿Sabéis vosotros lo que he imaginado?

- ¿Qué es lo que has pensado?

Preguntaron enseguida los dos niños, mientras la miraba y esperaban que les rebelara su secreto. Y ella, sentada en una piedra, cerca de una de las acequias y junto a los jardines de la Alhambra, de nuevo habló y dijo:

- Que podemos construir un molino de verdad.

- Si todo lo que por aquí un día y otro construimos, son cosas reales.

- Eso lo sé pero el molino que yo digo, es mucho más auténtico.

- Pues a ver, explícanos tu sueño para que nos orientemos.

 

               Y la niña, sentada en su piedra que ella imaginaba el sillón de una delicada princesa, frente a los jardines y las claras aguas de la acequia, se puso y habló durante mucho rato sin parar. Explicó detalladamente las cosas a sus amigos y al final, estos le hicieron algunas preguntas. Respondió ella con claridad a todo lo que los amigos le preguntaron y al concluir, los niños dijeron:

- Pues pongámonos ahora y demos comienzo a la construcción del molino que nos han descrito.

- Pero teniendo presente en todo momento que este molino nuestro será solo para moler trigo y sacar harina. Lo de molturar aceitunas para conseguir aceite de oliva, se lo dejamos a otros.

- De acuerdo.

Ultimaron los dos amigos.

 

               Se levantó la pequeña de la piedra donde estaba sentada, caminó en la dirección que llevaban las aguas de la acequia y cuando llegó al punto que había elegido, dijo:

- Aquí mismo, donde las aguas tienen más fuerza, vamos a levantar el molino que estamos diciendo para que toda su maquinaria sea movida por esta corriente.

- Nos parece una buena idea. Yo me encargo de construir la cascada para que el agua caiga y mueva las piedras del molino.

- Pero el trigo para moler y sacar la harina ¿de dónde lo traemos?

- Todas estas tierras que hay a un lado y otro de la acequia, serán campos sembrados de hermosos trigales.

- ¿Y quién cultivarán las tierras, quién cuidará de la sementera, quién segarás el trigo y quién lo trillará y aventará para separar el grano de la paja?

- En las tierras que hay más arriba, habrás muchas casas y hasta una pequeña población donde viven muchas familias. Ellos serán los dueños de las tierras y los cereales y ellos mismos traerán sus cosechas a nuestro molino. Nosotros le moleremos el trigo para convertírselo en harina y luego se lo devolveremos todo y sin cobrarles nada.

- ¿Pero cómo no le vamos a cobrar nada?

- Es que en esto consiste la gracia de este molino nuestro y de la sociedad que vamos a formar. En que, aunque seamos dueños de todo, nunca ganaremos nada ni le quitaremos cosas a las personas que por aquí sean amigos nuestros y vengan a moler sus cereales al molino de la acequia. Solo estaremos aquí para procurar que haya orden y respeto, aconsejar y ayudar en todo lo que las personas necesiten. Nuestro mundo tiene que ser muy diferente al mundo de los mayores que conocemos.

- Un juego muy extraño pero sin duda que puede ser divertido.

Dijeron otra vez los niños.

 

               Tres días más tarde, ya tenían ellos construido el molino, delimitados los campos de cereales, diseñadas las casas y los pueblos y por los caminos iban y venían muchas personas a moler su trigo para convertirlo en harina. Y, aunque todo era de juguete porque lo suyo consistía en un juego, los tres, sentados en la piedra de la acequia, miraban complacidos a su pequeño molino, los hermosos campos de cereales, los claros arroyuelos y las aguas remansadas y saltando luego para mover todos los mecanismos del molino. Eran felices y se sentían reyes y libres viendo lo bien que todo funcionaba. Nadie entre las personas, se peleaba ni discutía por esto o aquello y todos iban y venían por los caminos y campos como ajenos a los acontecimientos dentro de los palacios de la Alhambra, el barrio del Albaicín al frente y a los soldados y reyes de los palacios cercanos.

- Como si este mundo nuestro fuera mucho más divertido y alegre que el mundo real que por aquí cada día vemos.

- ¡Y que lo digas!

Confirmaban sus amigos.

 

               Pero al quinto día de la construcción de su molino y campos de trigo, pasó por allí un verdadero rey de la Alhambra. Al ver a los tres niños tan felices, divirtiéndose con sus juegos, se paró y les preguntó:

- ¿Por qué pensáis vosotros que vuestro molino es mejor que mi reino verdadero?

Y la pequeña, sin más, le dijo:

- Majestad, solo tiene que mirar y ver. En nuestro reino, nadie es más que el otro, no hay peleas ni guerras ni robos y todos se respetan. A nadie de falta un trocico de pan ni una casa donde vivir. Y, lo más importante de todo, son y somos los más felices de este mundo. ¿No se da usted cuenta de esto?

- ¿Pero vosotros sois reyes y tenéis un reino?

- Claro, majestad. ¿No lo está viendo usted? Y hasta tenemos un bonito molino donde se muele el trigo para la harina del pan que todos comemos, sin robarnos nada unos a los otros. ¿No ve lo felices que son todas las personas que por aquí viven y lo mucho que nos quieren?

- Sí que lo veo pero no me gusta nada.

 

               Y el rey se fue sin ni siquiera despedir a los niños. Dos días más tarde, en las tierras por donde corría la acequia y se alzaba el molino y se extendían los trigales y pueblos de blancas casas, dieron comienzo a la construcción de un palacio. Al ver al destrozo que hacían los de las obras, la niña preguntó al capataz y éste le dijo:

- Tú tranquila porque en este palacio va a vivir el verdadero rey de la Alhambra y todo el gran reino de Granada. Esto sí que es cosa seria y no vuestro sueño.

 

LOS DOS NIÑOS Y EL DIAMANTE

Navidad 2012

 

               Vivía solo en una pequeña cueva, cerca del río Darro y no lejos del Puente del Aljibillo. Según se cruza este puente en dirección a la Cuesta del Rey Chico, a la derecha y por donde, tiempos después, hicieron algunas construcciones, trazaron una acequia y destruyeron para siempre la pequeña cueva. No tenía padre ni madre ni tampoco hermanos y su único amigo, era un niño algo mayor que él. También carecía de familia pero no vivía en cuevas sino que siempre se le veía deambulando por el barrio del Albaicín, jardines, calles, plazas y huertecillos cercanos. Para dormir, siempre se refugiaba en algún rincón de este barrio.

 

               A la derecha, cerca de la cueva del niño huérfano y nada más pasar el Puente del Aljibillo, se veía una pequeña torrentera. En un trozo de la gran ladera que cae desde la Alhambra, en lo más alto de la colina. Por eso, algunos de los soldados que servían al rey en los palacios, lo conocían. También tenían noticias de él, el rey y los príncipes y princesas de la Alhambra y casi todas las personas que vivían en la Medina, al levante de los palacios y dentro del recinto amurallado. Era a esta pequeña ciudad donde él, con frecuencia subía desde río Darro y pedía algo de comida, calzado o ropa vieja para abrigarse en los fríos días del invierno. No muchas, pero algunas personas, como ya lo conocían y sabían que vivía solo en su pequeña cueva, le decían:

- Hoy no tenemos gran cosa que darte pero aquí tienes un trozo de pan duro para que comas algo.

Él se lo agradecía y se acercaba a otra casa donde también le daban cosas.

 

               Los vecinos del barrio del Albaicín, como eran los que más lo conocían porque con frecuencia pasaban por el puente para ir a sus huertecillos o para subir o bajar de la colina de la Alhambra, lo trataban con respeto. Al pasar frente a su cueva y verlo sentado en la puerta o en la pequeña torrentera calentándose al sol o buscando oro, le preguntaban:

- ¿Cuántas pepitas de oro tienes ya en tu cueva guardadas?

Y el niño, muy enserio les respondía:

- Todavía, ninguna pero encontraré muchas dentro de poco.

Le daban también ellos algunos productos de sus huertos y de nuevo argumentaban:

- El oro que da esta tierra, nunca será para nosotros los pobres. Toma esto y come algo y ojalá un día el cielo quiera premiarte con lo que sueñas. Por nuestra parte, nada más podemos hacer por ti.

 

               Seguían luego las personas su camino, montados en sus borriquillos y mientras subían por las riveras del río a los huertos de la vega o a las casas del barrio, entre sí comentaban:

- Qué desgracia la de este niño, tan solo en esta cueva, sin nadie que le dé un poco de cariño y que le enseñe las cosas para la lucha en la vida.

- Si que es una gran desgracia la suya pero al mismo tiempo, es digno del mayor respeto.

- ¿Por qué dices eso?

- Desde que lo conozco, nunca lo he visto ni pelearse con nadie ni robar nada en nuestros huertos. Parece un niño tan bueno que solo verlo dan ganas de ayudarle.

- Lo que dices es muy cierto. Tampoco nunca lo hemos visto hacer daño ni a las plantas ni a los animales o pajarillos que viven en el río, en el barrio y en la umbría donde tiene su cueva. Es un niño bueno como pocos. ¡Qué mala suerte la suya que ni tenga padres ni hermanos ni nadie que lo quiera!

 

               En la pequeña torrentera, a la derecha de su cueva, por encima del río y entre el caminillo de la Cuesta del Rey Chico, se le veía muchas veces. Sentado o de rodillas en la tierra, removiendo las piedrecillas con sus manos y poniéndolas a la luz del sol para verla mejor. El otro pequeño, el que también era pobre y se movía y vivía por las callejuelas y plazas del barrio, con frecuencia se juntaba con el niño de la cueva. Y también con frecuencia los dos juntos se ponían a remover la tierra de la pequeña torrentera. Comentaba el niño pobre del barrio:

- Yo no creo que en esta tierra, encontremos oro algún día.

- Pues yo sí estoy muy convencido de encontrar algún día una gran pepita de oro en la tierra de esta torrentera.

- Y si encontramos ese tesoro ¿qué harás con él?

- Todavía no lo he pensado pero puedo compartirlo contigo y con las personas buenas que cada día pasan por aquí, me saludan y me dan cosas.

- ¿Y crees tú que de esta manera vamos a ser más felices que ahora?

- Yo creo que sí.

 

               Y un día de invierno, llovió mucho por la noche. Hizo también mucho frío y al salir el sol, el niño de la cueva, se asomó a la puerta y miró para el río y para el barrio del Albaicín que lo tenía enfrente. Por entre la vegetación de río, vio la figura de un hombre envuelto en una capa negra. Pensó que sería algunos de los soldados de la Alhambra que lo vigilaban por orden del rey. Se dijo: “Pero si yo nunca robé nada ni hice daño a nadie ¿por qué me vigilan?” Encendió un pequeño fuego en la reducida estancia de su cueva y junto a las llamas se acurrucó para calentarse. Esperó a que el niño pobre del barrio, su amigo, viniera y en cuanto llegó los dos se pusieron a mirar en la tierra de la torrentera con el deseo de encontrar alguna pepita de oro.

 

               No la encontraron ni aquel día ni al otro ni al siguiente. Sí, cuando la Navidad se acercaba, una mañana también muy fría pero de brillante sol, en cuanto llegó el amigo, se pusieron a buscar oro en la tierra de la torrentera. Más entusiasmados que nuca. Y de pronto, al remover unas piedrecitas en la parte alta de la torrentera, salió rodando una algo más gorda. Tropezó con otra piedra mayor, cerca de donde el amigo estaba mirando y en ese momento vio como, al chocar, la piedra que rodaba se partió en dos. Miró el niño de la cueva y asombrado vio que una de las dos caras de la piedra partida, brillaba con mucha fuerza. Exclamó:

- ¡Por fin hemos encontrado la gran pepita de oro!

 

               Dio unos pasos, cogió la piedra partida, la miró muy entusiasmado y comprobó que era oro lo que en una de sus dos caras relucía. Se acercó al amigo, cogió el otro trozo de la piedra y al darle la vuelta, descubrió que en la cara que se había partido, brillaba transparente y bellísimo algo parecido a una almendra. Dijo asombrado:

- ¡Esto es un diamante!

Y el niño de la cueva comentó:

- ¡Ya somos ricos! El diamante para ti y la pepita de oro de este trozo de piedra, para mí.

- Y como ahora llega la Navidad, podremos comprarnos muchos y buenos alimentos y también ropa nueva y hasta una casa para vivir y dormir por las noches calentitos.

 

               Comentando esto y mirando al brillante tesoro que tenían en sus manos, estaban tan concentrando ellos que ni siquiera se dieron cuenta que, de la vegetación del río, surgió la figura negra envuelta en la capa. Rápido se acercó a los niños y sin pronunciar palabras, les arrebató los dos trozos de piedra. El trozo de la pepita de oro y el que contenía el diamante. Quisieron sujetarlo ellos y gritaron asustados y hasta corrieron un poco detrás de la figura que les había arrebatado el tesoro pero no les sirvió de nada. En un abrir y cerrar de ojos, la extraña figura de la capa negra, se perdió barranco arriba dirección a la Alhambra y ellos se quedaron desconcertados y tristes.

 

               Al poco, los dos niños se refugiaron en la cueva, echaron unas ramas secas en la lumbre que en la estancia ardía y tristes se acurrucaron junto a las llamas. Al caer la noche, vieron como en la Alhambra y barrio del Albaicín, se encendieron muchas antorchas y las personas celebraban como una gran fiesta. Era Navidad, hacía mucho frío y ellos estaban solos. El niño pobre del barrio dijo a su amigo:

- Mañana yo te seguiré ayudando a buscar otra pepita de oro. Y si la encontramos y también encontramos otro diamante, todo te lo voy a dar a ti.

Tiritando, el niño de la cueva, se acercó un poco más al fuego para calentarse. Algo más tarde, como a media noche, se quedó dormido y al poco sintió como alguien lo abrazaba y le daba un beso al tiempo que le decía:

- Un tesoro aun más grande que el que siempre has soñado encontrar en estas tierras, lo llevas contigo en tu corazón. No te apenes tú por la pepita de oro y el diamante que te han robado. Ahora mismo eres más rico que los más ricos seres humanos.

              

               Y de pronto, el niño de la cueva, dejó de tener frío. También dejo de tener hambre y de sentirse desnudo y marginado. Quiso llamar a su amigo del barrio para que se fuera con él pero el amigo ni lo oía ni le hacía caso. Sí, al llegar el nuevo día, el niño pobre del barrio fue a echar unas ramas a la lumbre para que las llamas brotaran de nuevo y al notar que el compañero no respiraba, lo llamó y fue ahora cuando comprobó que no está allí con él. Miró para el barrio del Albaicín, río Darro y para la Alhambra y le pareció verlo envuelto como en una nube que brillaba mucho más que la pepita de oro y que el diamante. Lo volvió a llamar y ahora sí le pareció oír que decía: “Ahora, ya no pasaré ni más frío ni hambre ni buscaré pepitas de oro en la torrentera de mi cueva. Me han regalado algo muy hermoso en algún lugar del Universo y hasta tengo una madre que me abraza y cubre mi cara con besos. Feliz Navidad para ti y vente conmigo cuando puedas. Desde este momento ya te estoy esperando”.

 

NAVIDAD FRENTE A LA ALHAMBRA

Navidad 2012.  

 

Es diciembre,

en la calle al amanecer,

llueve,

miro desde mi ventana

y al frente,

veo la lluvia caer

y duele

en el corazón la melancolía,

fuerte, muy fuerte.

Un día más que no estás

y es diciembre.

 

Esto meditaba él aquel veinticinco de diciembre, mientras aun recostado en su cama, miraba por la ventana y oía la lluvia caer. Al frente, el pequeño jardín con los rosales sin flores y el ciprés, temblando al viento. Algo más lejos, la figura de la Alhambra recortada al fondo lejano, por las nieves de Sierra Nevada. En la calle, además de la lluvia que lenta caía, un silencio profundo y nadie, absolutamente nadie, por ella iba o venía. Debajo justo de su ventana, el viejo acebo verde y con sus pequeños frutos rojos relucientes de lluvia. Al frente por completo y más allá del acebo, el pequeño muro de piedra, en silencio también y lavado por la lluvia.

 

            Desde su cama, mientras se va llenando de la luz del nuevo día, mira al pequeño muro de piedra y la recuerda. Al amanecer de aquel veinticinco de diciembre, se sentó en este muro frente a la Alhambra y, en silencio, miraba y contemplaba mientras esperaba que el sol saliera. Cuando se alzó por encima de Sierra Nevada, dijo:

- Hoy es Navidad y amanece en Granada con un sol muy reluciente. ¿Cómo amanecerá el año que viene este veinticinco de diciembre?

Sobre el muro de piedra se quedó sentada mientras recibía las caricias del sol en su cara.

 

            Al año siguiente, al amanecer de este nuevo día de Navidad, de nuevo la vio sentada en el pequeño muro de piedra frente a la Alhambra. Estaba nublado, hacía mucho frío y la nieve caía lentamente. Se vestían de blanco las altas torres de los palacios, el bosque de la umbría, el río Darro, todas las casas del Albaicín, el mirador de San Nicolás y hasta el Paseo de los Tristes. Sí miraba, sentada en el pequeño muro de piedra y meditaba. Cuando más recia caía la nieve habló y dijo:

- Hoy de nuevo es Navidad y amanece toda Granada cubierta de nieve. ¿Cómo amanecerá el año que viene este veinticinco de diciembre?

Sobre el pequeño muro, siguió sentada, mientras contemplaba la nieve caer y toda ella se tornaba blanca.

 

            Al año siguiente, al amanecer de este nuevo día de Navidad, no estaba sentada en el pequeño muro de piedra. Sí el viento mecía a los cipreses del jardín de enfrente y se oía como una música muy solmene que parecía recordarla. Por la calle, como jugando un misterioso juego, rodaban puñados de hojas color ocre otoño. En el ambiente, palpitaba una fina melancolía y la calle, a pesar del juego de las hojas, parecía más silenciosa que nunca. Desde su ventana miraba y al ver el pequeño muro de piedra, la Alhambra recortada al fondo y más al fondo, Sierra Nevada toda cubierta de nieve, se dijo:

- Hoy es Navidad y amanece en Granada como si todo por aquí estuviera muerto. El año pasado estaba y el anterior también pero hoy está ausente. ¿Cómo amanecerá el año que viene este veinticinco de diciembre?

 

            Y justo un año después, al amanecer de este veinticinco de diciembre, llueve. El cielo se tiñe de gris, hay nieve en las cumbres de Sierra Nevada, pequeñas nubes de niebla revolotean por entre las torres de la Alhambra y al fondo, la ancha y larga Vega, mostrando un infinito misterioso y profundamente triste. Como si por ahí hubiera desaparecido para siempre y, al mismo tiempo, por ahí estuviera a punto de llegar el último veinticinco de diciembre.

 

            Recostado en su cama, en este lluvioso veinticinco de diciembre, mira silencioso al pequeño muro de piedra frente a la Alhambra y medita. No está sobre él, sentada ella y sin embargo, el nuevo día, es ancho, profundo y muy misterioso. En el corazón le duele la melancolía y siente que lo único que podría llenar de luz y gozo este veinticinco de diciembre, es su presencia. Por eso, como en una oración silenciosa y solo para que la oiga el cielo, susurra:

 

Es diciembre

y como no estás

y el alma duele,

quisiera irme con la lluvia

ya para siempre.

Otro día más de Navidad

Y contigo ausente

¿Para qué lo quiero

si me sabe a muerte?

 

EL HOMBRE VIOLENTO DE LA ALHAMBRA

Navidad 2012

 

               Preámbulo

               Ya próximo a los días de Navidad, el maestro en la clase, dijo a los niños:

- Aunque vosotros, yo y muchas personas, hemos visto la Alhambra más de una vez, todavía nadie conoce uno de sus más extraños y bellos secretos. En estas fiestas de Navidad, un día vamos a juntarnos todos, iremos a los palacios de la Alhambra y allí, en vivo y en directo, os contaré este original secreto que, como he dicho, nadie en el mundo conoce aun.

Y enseguida uno de los niños de la clase, preguntó:

- ¿Qué día será ese, maestro?

- Justo el veintisiete de diciembre. Por la mañana temprano nos juntamos en la misma puerta de los palacios y cuando ya estemos en los recintos donde ocurrió la historia, os revelaré parte del extraño relato.

Puntual todos los niños, el día veintisiete de diciembre por la mañana, esperaban al maestro en la puerta de los palacios de la Alhambra. Cuando éste llegó, después de saludar a los alumnos, les pidió que lo siguieran y cuando estuvieron dentro de los recintos, enseguida ellos le rogaron al profesor que les contara la historia prometida. Al llegar a una gran sala, muy conocida y pisada por todas las personas que ahora visitan la Alhambra, el maestro habló y dijo:

 

               El relato

               - En aquellos tiempos, los reyes de la Alhambra, lo contrataron para que llevara los asuntos económicos de los palacios. Y en Granada y pueblos cercanos, muchos lo conocían y hasta lo llamaban con el sobrenombre de “El violento”. Era grueso, de estatura baja, con bigote y barbas y tenía una cabeza muy gorda. No solo en lo físico resultaba poco atractivo sino que su corazón estaba lleno de odio, le salía la violencia por todas partes y era muy agresivo. Por eso muchos decían de él:

- Es un hombre poco inteligente, disfruta humillando y, sobre todo, es un gran amargado lleno de complejos.

- Es lo que le suele pasar a las personas falta de inteligencia. Que para sentirse algo e infundir temor, intentan dominar a los demás con violencia, desprecio y humillando. Por eso debemos tener mucho cuidado con él. Como algún día tenga un poco de poder sobre nosotros, nos quitará a todos de en medio.

 

               Esto lo decían porque el hombre malo, sabía que muchos lo despreciaban y criticaban, cosa que lo empujaba a comportase con mayor violencia aun. Y como los reyes de la Alhambra tuvieron conocimiento de este hombre, de su agrio carácter y lo muchos enemigos que le rodeaban, dijeron:

- Es la persona indicada para meter en vereda a todos los pobres que nos deben impuestos y a los muchos rebeldes que hay en nuestro reino.

Por eso, nada más contratarlo y nombrarlo gerente de los asuntos en los palacios y parte del reino de Granada, le dieron un gran despacho en los recintos de la Alhambra. En esta sala donde ahora mismo estamos es donde se instalo el hombre violento y enseguida empezó a decir a unos y a otros:

- Todo aquel que no me obedezca y se someta sin rechistar a mis deseos, ya sabe lo que le espera.

Y para meter miedo y que escarmentaran y aprendieran los que siempre estaban criticándolo, ya el primer día ordenó apresar sus enemigos más conocidos. Encarceló a varios y a otros, directamente les quitó la vida. Esta noticia enseguida corrió como la pólvora por todos los recintos de los palacios, toda la ciudad de Granada y gran parte del reino. Muchas personas se empezaron a llenar de miedo y como sabían que los reyes lo protegían y apoyaba, entre sí comentaban:

- ¿A quién acudiremos en estas condiciones para pedir justicia?

 

               Un hombre pobre que por aquellos días trabajaba en los palacios, en una ocasión se enfrentó al hombre violento y le dijo:

- Yo haré siempre lo que usted me diga y me someteré a todas sus órdenes pero ¿puedo darle un pequeño consejo?

El hombre violento sabía que este hombre pobre estaba muy bien considerado entre todos los reyes de los palacios porque era humilde y muy inteligente. Por eso, no se atrevía a ir contra él directamente temiendo que los reyes desaprobaran su proceder y lo destituyeran del cargo. Tenía claro que a los que le habían dado poder, debía adularlos al máximo. De aquí que a la pregunta del hombre pobre, el violento a su vez también preguntara:

- ¿Qué consejo quieres darme?

- Que no deber ser usted tan cruel con las personas.

- Es que necesito que las personas me tengan miedo. Y, además, también necesito vengarme de todos los que siempre me han criticado.

- Pero señor, si usted maltrata y humilla a las personas, en este momento ganará sobre ellas porque tiene poder y los reyes lo apoyan pero si un día, por lo que sea, los que le otorgan poder prescinden de usted, se encontrará sin un solo amigo y con muchos que le odiarán por todos sitios. Su modo de comportarse no es inteligente porque oprimiendo y humillando, cada día lo odiarán más y sus enemigos crecerán.

- Tonterías y tú no te atrevas a criticar mis comportamientos porque puedo ir a por ti en cualquier momento.

 

               El hombre pobre guardó silencio y al día siguiente le pidió permiso al rey para irse de los recintos de los palacios.

- ¿Por qué quieres irte de aquí?

Le preguntó el rey.

- Tengo un huertecillo junto a las aguas del río Darro y me gustaría dedicarme a él y cuidarlo como es debido.

- Pero con esta decisión tu vida se empobrece.

- No me importa, majestad. Yo soy persona que se conforma con poca cosa.

- Pues como quieras.

Y al día siguiente, el hombre se marchó de los palacios a su huertecillo del río Darro. Se decía: “De este modo me alejo de este mal hombre violento y vengativo y de la forma más silenciosas e inteligente. Procurando no encontrarme con él para no darle pie a que vaya contra mí. Sé que ahora mismo él tiene las de ganar y por eso me atacaría en el momento que se le antoje”.

 

               Y como el hombre pobre sí era inteligente, en su corazón tenía la certeza de que un día el hombre violento perdería los apoyos de los reyes y entonces caería en la mayor de las desgracias. Sería su perdición para siempre por la cantidad de enemigos que ya tenía por todas partes. Sin embargo, al irse el hombre pobre de los palacios el violento le dijo:

- Sé que eres romántico y bastante rebelde. Ahora te vas de estos palacios pero ten cuidado con lo que dices y haces porque puedo hacerte mucho daño.

Guardó silencio el hombre pobre porque sabía que era lo más inteligente.

 

               Al llegar a estas alturas del relato, el maestro que acompañaba a los niños por los recintos de la Alhambra, guardó silencio. Toda la clase lo rodeaba pendiente de las cosas que iban viendo y más pendiente aún de lo que el maestro les contaba. Y al quedar interrumpido el relato, varios de los niños preguntaron:

- Maestro ¿y qué pasó después de todo lo que ya nos ha contado?

- Lo mismo que hasta ahora hemos hecho, venir a estos sitios para vivir aquí casi en directo los hechos, vamos a seguir haciendo.

- ¿Vamos a ver y recorrer los sitios que aún le queda a esta historia?

- Vamos a recorrerlos y ahora mismo. Sobre el terreno os iré contando para que nunca se os olvide los hechos de este acontecimiento.

 

               Rodeado de los niños, el maestro siguió atravesando los recintos de la Alhambra. A media mañana salían por el lado del norte, recorrían los jardines y por las veredas de un empinado cerro, ascendieron. Llegaron a todo lo alto y enseguida, al frente y muy a lo lejos, vieron las brillantes nieves de las cumbres de Sierra Nevada. Más acá de estas cumbres, se veían muchos barrancos, surcados por claros ríos y valle poblados de árboles. El sol los iluminaba y por eso, antes los ojos de los niños, aparecían misteriosos y lejanos. Algunos preguntaron:

- Maestro, en aquellos tiempos, cuando ocurrió la historia que nos está contando ¿eran por aquí las cosas tal como ahora mismo las estamos viendo?

- Más o menos solo que todos estos valles y ríos, estaban llenos de pastores que compartían entre sí su tiempo y preocupaciones.

- ¿Y el río y lugar a donde se marchó el hombre pobre de la Alhambra?

- Ahora mismo lo vemos.

 

               Desde lo más alto del cerro, el maestro comenzó a bajar por las sendas de la umbría. Apartaron las ramas de madroñeras repletas de frutos rojos y maduros, cogieron bellotas de las encinas, apartaron con sus manos espesas matas de retamas y mientras bajaban por la umbría dirección al río Darro, al frente iban viendo las laderas del Sacromonte, la colina del Albaicín, la ciudad de Granada más a su derecha y extendida por la Vega, la Alhambra sobre la alta colina. Y como la visión resultaba, además de grandiosa y bella, muy misteriosa y como lejana, los niños miraban cada vez más mudos y sorprendidos. Preguntaban y preguntaban al maestro y éste, continuamente les decía:

- En cuanto estemos junto a las aguas del río, sabréis el final de la historia del hombre violento y lo que fue del hombre pobre.

 

               Llegaron a las aguas del río y lo primero que dijo el maestro fue:

- Aquí mismo, junto a esta curva del río y frente a este charco, ocurrieron las cosas.

- ¿Qué cosas, maestro?

- Enseguida las sabréis pero antes, sobre este viejo muro de piedra, mirando al río y un poco de soslayo a la Alhambra, sentaros todos.

El muro no tendría más de medio metro de alto, las piedras estaban llenas de musgo y por el suelo, tapizaba una amplia alfombra de hojas de álamos, amarillas y ocre. El río corría sereno, la Alhambra se veía iluminada por el sol de medio día, ya casi cayendo para el lado de la tarde y el silencio entre los niños, era expectante. Todos miraban al maestro y esperaban con impaciencia que les contara lo que quedaba del relato.

 

               Y habló de nuevo el maestro y dijo:

- Justo donde vosotros estáis sentados ahora mismo, el hombre bueno de la Alhambra, construyó un pequeño refugio. Con techo de monte de estas laderas: retamas, romeros, lentiscos, jaras blancas y ramas de sauce. Y aquí se protegió él. Frente a las tierrecillas de su huerto que estaban donde yo ahora mismo piso, entre vosotros y las aguas del río. Y lo primero que hizo fue labrar estas tierras y sembrarlas con toda clase de hortalizas y árboles frutales. Luego procuró hacerse amigo de algunos pajarillos que por aquí vivían: mirlos, un par de tórtolas, tres o cuatro petirrojos y algún arrendajo. También una pareja de cernícalos que enseguida se hicieron amigos del hombre pobre. Tan amigos que todos aquellos pajarillos venían a comer en sus manos y por las noches, hasta dormían entre las ramas de su refugio de monte.

 

               Pasó un tiempo y el hombre sabio y pobre de la Alhambra, casi se olvidó del administrador violento. Sin embargo un día, un hombre del barrio del Albaicín, vino hasta este refugio, saludó al hombre pobre y enseguida le dijo:

- ¿Te has enterado de lo que le ha ocurrido al violento de la Alhambra?

- No sé nada ¿Qué ha pasado?

- Que los reyes, hartos de sus bravuconerías y descubriendo que cada día creaba más y más problemas y sumaba enemigos a los propios reyes y gobernantes del reino, lo han destituido de todos sus cargos.

- ¿Y qué más ha pasado?

- Los reyes le han dicho que lo único que ahora pueden hacer por él, es darle algún trabajo en los jardines de esos palacios. Y como ese hombre es tan soberbio, para no sentirse tan humillado, se ido de esos sitios.

- ¿A dónde se ha marchado?

- Algunos lo hemos visto por el barrio del Albaicín pero nadie quiere saber nada de él. Ha hecho tanto daño y ha sido tan cruel con tantos, que ni verlo queremos. Es un hombre malo, muy malo.

 

               Al oír esto y saber todo lo ocurrido en los recintos de la Alhambra con el hombre violento, el hombre pobre del refugio de monte ahora en este mismo lugar, se preocupó. Su amigo le preguntó:

- Tú lo conoces y él a ti también. Si viene por aquí ¿qué piensas hacer?

- Ahora mismo no lo sé pero ya se me ocurrirá algo.

Se marchó el hombre del Albaicín y el hombre pobre se quedó asustado. Al poco, se puso a labrar las tierras de su huerto y al caer la tarde, regresó a este refugio suyo y aquí se encontró sentado y justo donde vosotros estáis ahora, al hombre violento de la Alhambra. Al verlo, el hombre pobre se echó a temblar y enseguida su miedo se acrecentó cuando oyó de nuevo la voz del violento que dijo:

- Me han echado de la Alhambra y ahora, cono ni tengo casa ni amigos, no sé a dónde ir. Pedir por las calles me da vergüenza y las personas, cuando me ven, huyen de mí. ¿Tú puedes hacer algo por mí?

- Mucho no tengo yo pero en este refugio podremos vivir los dos. Y de las cosas que salga de mi huerto, también podremos comer los dos.

- Pero yo no puedo rebajarme a vivir en este mísero chozo y comer cuatro hortalizas insípidas.        

Y al oírlo hablar de este modo, con voz desgarrada y como gritando enfadado, el hombre pobre se llenó de miedo. A su mente vinieron los momentos que tiempos atrás había vivido en la Alhambra, sufriendo y aguantando los malos comportamientos de este extraño hombre violento. Y recordó que un día le dijo: “Ten cuidado con lo que dices y haces que en cualquier momento puedo ir a por ti”.

 

               Por eso, con la mayor humildad que pudo, dijo al violento:

- Ahora tengo que ir al barrio del Albaicín a cumplir con un compromiso de una familia que conozco. Me marcho en este momento y vuelvo mañana. Puedes quedarte en este refugio mío, come de lo que tengo aquí y en cuanto vuelva, nos ponemos a buscar una solución a tu problema.

Se marchó rápido el hombre pobre y cuando llegó al barrio contó a sus amigos lo que le había ocurrido y aquella noche se quedó en casa de uno de ellos. Todos le aconsejaron que no volviera a su refugio del río. Pero al día siguiente volvió acompañado de su mejor amigo. Y al llegar a este lugar, lo primero que vio fue una lumbre que aun echaba humo. Sobre las brasas, descubrió algunos trozos de pájaros asados y las plumas de los mirlos, las tórtolas, petirrojos y cernícalos estaban por aquí esturreadas. Enseguida el hombre pobre dijo:

- Ha matado a todos mis pájaros amigos y se los ha comido asados en esta lumbre. Y no solo eso sino que para hacer la lumbre, ha quemado medio refugio mío.

- ¿Pero dónde está ahora mismo?

Lo llamaron y buscaron y no apareció por ningún lado. Sí tres días más tarde, por todo el barrio del Albaicín, muchos comenzaron a decir:

- Cuentan que se lo han encontrado ahorcado en una encina, cerca de un camino y del río que baja de Sierra Nevada.

- Pues que nadie vaya por allí porque ese hombre estaba endemoniado. Ningún ser humano trata a las personas del modo en que él lo hacía.

    

               Conclusión

               Con estas palabras el maestro dio por concluido su relato. Todos los niños sentados en el viejo muro de piedra, lo miraban y ninguno se atrevía a preguntar nada. Sí pasado un rato, una niña preguntó:

- Maestro, de esta historia ¿qué enseñanza podemos sacar nosotros?

Y el maestro respondió:

- Que quien humilla y trata con violencia a los demás, se destruye a sí mismo y destruye a todo lo que caiga en sus manos. Y, de este modo, no contribuye a que el mundo y las personas seamos cada vez mejores sino todo lo contrario. Y Dios nos ha creado y nos regala el mundo, la naturaleza y a nosotros mismos, para el gozo, la belleza y la paz. Cosas que se consiguen y al mismo tiempo engrandece y nos engrandecen, sembrando amor y tratando a todo y a todos con bondad.

LA MELODÍA DE LA ALHAMBRA

 

               Los que la vieron, dijeron que aquello fue la visión más hermosa que nunca se ha visto de la Alhambra. Como nunca nadie ha descrito ni en relatos ni en versos ni tampoco en pintura ni en música. Que aquello fue tan brillante, lleno de colores y luz que ni en sueño jamás nunca ha imaginado nadie. Y las cosas fueron así:

 

               El día amaneció brillante y limpio. Azul purísimo el cielo, transparente el aire, refulgentes todos los paisajes y hojas de las plantas y todo muy sereno. Como si al amanecer, todo se despertara de un cristalino sueño, en un océano inmenso de eternidad. Tanto todo fue así que algunos en el barrio del Albaicín y en la medina de la Alhambra, dijeron:

- El paraíso que desde que nacemos, soñamos, debe ser muy parecido a este día que hoy nos regala el cielo.

- Sin duda que sí porque tanta luz y suavidad de terciopelo como acariciando el alma, pertenece a la dimensión de lo excelso. Un día tan limpio y brillante como el de hoy, nunca lo hemos visto por aquí.

 

               Era otoño y no hacía frío ninguno. Solo unos días antes había llovido mucho y en las cumbres de Sierra Nevada, las primeras nieves habían caído. Como preparando la llegada del invierno, como siempre sucede aquí en Granada pero, en esta ocasión, todo matizado con un velo de luz y colores único. Por eso los niños, los tres amigos, a media mañana salieron de sus casas. Desde la medina al levante de los palacios de la Alhambra y subieron por unas veredillas escoltadas de árboles. En poco rato se encajaron donde las ruinas de una casa abandonada y en el pilar, a la derecha. Bebieron y jugaron con el agua. Desde la alta colina, los tres miraron para las torres de la Alhambra, recortadas al fondo por las blancas casas del barrio del Albaicín y la ancha Vega de Granada, inundada por la brillante luz azul del nuevo día mágico. Se pusieron luego a jugar por donde la acequia se despeñaba y, pasado un rato, el mayor dijo:

- Por el río, junto al charco y la cueva que hemos dicho, ya se están concentrando.

Y la niña comentó:

- Nos están esperando ansiosos por vernos bailar. Debemos bajar rápidos y no hacerles esperar.

Y el mayor de los tres niños aclaró:

- Bajad vosotros dos por el camino que va siguiendo el arroyuelo que yo me voy por el lado del acantilado para coger las piedras.

- ¡De acuerdo!

Dijo la pequeña y el amigo.

 

               Y al momento, se les vio a los dos descender siguiendo la estrecha senda que iba por el borde del arroyuelo. Entusiasmados por el encuentro con los vecinos del barrio e ilusionados por el acontecimiento que estaba a punto de comenzar. Y al otro amigo mayor, se le vio también avanzar por la veredilla, pero no descendiendo hacia el río sino avanzando a media altura. Se fue derecho a donde el acantilado se quebraba hacia el río y al llegar al borde, se asomó a las rocas. Y al mirar, hoy le pareció más profundo y misterioso el hermosísimo valle del río Darro y todo cuanto por ahí se desperezaba. Se dijo: “Las veredas que van por ahí, ellos las trazaron para ir a su huertos. Pero la gran vereda, la que desde lo hondo de ese valle sube y se eleva como hacia las cumbres de Sierra Nevada y luego sigue como al corazón del cielo mismo, ellos no la conocieron. También un día tendremos que enseñársela”.

 

               Se aproximó al borde de las rocas, cogió la piedra que iba buscando, la sujetó fuerte en sus manos, dio media vuelta y por la otra senda, la que va hacia el valle en busca de la curva del río, descendió. Bajó despacio, sujetando bien la piedra en forma de melón y algo blanca y cuando llegaba a la curva del río, vio a los amigos. Ella, hoy vestida de largo y lazos azules, morados y rosa todos de seda, bailaba como por encimas de las aguas del charco. Pisando la corriente que salpicaba, llenaba de luz y colores, las piedras y arena de la orilla y dejando embelesados a todos los que alrededor del charco se concentraban. La miraban con las bocas abiertas y no podían creerse la belleza y fantasía que del cuerpo de la niña, su cara y pelo, brotaba. Entre sí comentaban:

- ¿Dónde habrá aprendido esta criatura una danza tan hermosa y delicadamente tierna?

- Dicen que lo lleva en su corazón y ella, a su manera, así lo expresa.

 

               Al llegar el que traía la piedra, después de unos segundos parado frente al charco y observando la luz que la niña derramaba con su danza, se sentó en la arena. Frente a los que a un lado y otro del río, contemplaban con las bocas abiertas. Cogió su piedra con las dos manos, hizo un pequeño gesto con ella y la piedra se partió en dos, dejando en cada uno de los trozos, un agujero. Los que le observaban, algo extrañados preguntaron:

- ¿Cómo ha hecho eso y qué irás a hacer ahora?

Y no tardaron en verlo. Sin pronunciar palabras, el niño de la piedra, miró a la pequeña de la danza y al amigo menor. Y ella, también sin pronunciar palabras, hizo un gesto al amigo que ahora sostenía los dos trozos de piedra una en cada mano y dijo: “Ya estoy preparado. Empieza cuando quieras que yo sigo el ritmo con mi danza”.

 

               Y el niño de la piedra, movió lentamente los dos trozos que aprisionaba entre sus dedos. De los agujeros en los extremos de estos dos trozos de piedra, brotó como un chorro de luz en forma de surtidores de colores y como humo, comenzó a elevarse por el aire, como en busca de las torres de la Alhambra y hacia el cielo. Los sonidos, dulces como la más dulce de las flautas, se esparcieron en el aire y la niña, con su vestido de seda de colores, fundió sus pies en la corriente de las aguas. Reflejaron éstas los colores de su vestido de seda y el viento fundía en sí y también se llevaba los reflejos del agua, los colores de su vestido de seda y los dulces sonidos de las piedras flautas. Al fondo y sobre la colina, se veía la Alhambra brillando con los mismos colores y luces que brotaban de la corriente del río y las aguas del charco. Los que habían acudido para ver, embelesados observaban y solo alguno comentó:

- Esta es la visión más hermosa que nunca se ha visto en la Alhambra. Las aguas de este río, la música que este muchacho regala y la luz y colores de la danza de esta niña, pertenecen al alma, a lo más puro del cielo mismo.

 

LAS HUÉRFANAS

       Noche de reyes

 

               La madre tenía su casa justo en el corazón mismo del Albaicín. En lo más alto de la colina y un poco en el lado que mira a la Alhambra. Una bonita casa con dos niveles. En la parte de arriba, había una sala, dos habitaciones y una cocina. En el desnivel de abajo, la casa solo tenía una sala con una pequeña puerta que daba a un recogido jardín. Desde este rinconcillo, nada más pasar por la puerta, se vía al frente y en la otra colina, la torres y palacios de la Alhambra. Iluminadas por las noches y, durante el día, besadas por el sol, coronadas de nubes y cielos azules y, a veces, envueltas en nieblas o cubiertas de nieve.

 

               La madre parecía una mujer buena pero algunos vecinos decían que no lo era. Se había casado muy joven y no como siempre había sido costumbre en el barrio. Porque simplemente se fue a vivir a la casa de un hombre joven y al poco tiempo tuvieron familia. Dos niñas preciosas que la madre, al principio, quería mucho. Pero según fueron creciendo, les daba cada vez menos cariño y hasta las dejaba desatendidas. Los vecinos comentaban:

- Tus dos niñas son una preciosidad. ¡Quién tuviera la dicha de tener unas niñas como las tuyas!

- Pues yo os la regalo cuando queráis. Estoy harta de ellas.

Y los vecinos creían que esto lo decía de bromas. Porque las niñas eran tan preciosas que enamoraban solo verlas.

 

               Pero un día, cuando las dos hermanas ya corrían jugando con las amigas, ocurrió una gran tragedia. Al amanecer de una fría mañana de invierno, por todo el barrio se comentaba la noticia:

- Dicen que se lo han encontrado ahorcado en un árbol cerca del río.

- ¿Y cómo ha sido?

- Nadie lo sabemos.

- Pobre hombre y pobres niñas ahora sin padre.

- ¿Y cómo va a vivir la madre ahora con esta tragedia y sin la compañía y ayuda de este hombre tan bueno?

- Desde luego que es una tragedia pero esta mujer parece buena y, en el fondo, no lo es. ¡Pobres niñas con lo preciosas que son!

 

               Enterraron al padre y a partir de ese día, a las niñas se les empezó a ver muy tristes. Les preguntaban las amigas y ellas decían:

- Desde que falta nuestro padre, no hay alegría ninguna en nuestra casa. Tampoco nos gusta este barrio ni lo que desde aquí cada día vemos.

Y al oír esto, las mujeres mayores vecinas de ellas, les decían:

- Pero este barrio es el más bonito del mundo y la Alhambra siempre ahí en frente e iluminada por las noches, es una fantasía.

- Pues a nosotras no nos gusta nada. Queremos irnos de aquí.

- ¿Iros a dónde?

- En algún sitio que nosotras no sabemos, debe haber un país lleno de luz y colores. A ese lugar queremos irnos.

Y la más pequeña apoyaba a la hermana argumentando:

- Sí, yo también quiero irme a ese lugar tan bonito que dice mi hermana.

- ¿Y qué haréis allí?

- No lo sabemos pero seguro que por las noches, no tendremos frío ni dormiremos solas y, luego durante el día, tampoco tendremos hambre y sí habrá alguien junto a nosotras que nos quiera mucho y nos dé besos.

 

               Cerca de la casa de las dos huérfanas, vivía un hombre mayor, muy conocido y querido de todos los vecinos. Se le iban los ojos al hombre detrás de las dos hermanas y por eso, con frecuencia compartía con ellas ratos de conversación cuando las veía en la calle y también repartía con ellas algunas cosas de comida. Cuando la madre lo veía, sin reparo le decía:

- Sí, juega con ellas y cuéntales historias a ver si un día te las llevas a donde ya no las vea más.

- ¿Por qué dices eso de tus niñas?

- Estoy harta de ellas, de esta vida y de este mundo.

Y el hombre mayor callaba porque se daba cuenta que la mujer, además de la desgracia del marido, ahora vivía en soledad y con muchas necesidades. Por eso, aquella tarde de reyes, fría y gris, el hombre mayor pidió permiso a la mujer para bajar desde el barrio al centro de Granada, acompañando a las niñas para que vieran la fiesta de los reyes. Y la madre dijo:

- Llévatelas y a ver si ya no vuelven más a este barrio. Que se vayan por fin a ese país que tanto sueñan.

 

               Cuando caía la tarde, un poco antes de ponerse el sol, el hombre mayor bajaba por las calles del Albaicín hacia el centro de Granada, con las dos niñas de la mano. Y ellas, ilusionadas e imaginando fantasías, preguntaban:

- ¿Y esta noche los reyes nos traerán regalos?

- A todos los niños del mundo, esta noche los reyes les traen regalos.

- ¿Y tú sabes qué es lo que nos traerán a nosotras?

- Seguro que alguna cosa bonita y buena.

Y la más pequeña, de pronto dijo:

- Queremos quedarnos contigo y no volver nunca más a nuestra casa ni al barrio.

Y el anciano guardó silencio. Recorrieron las iluminadas calles de Granada, siguiendo la fiesta de reyes y algarabía de muchos niños y cuando ya la noche iba algo avanzada, volvieron al barrio.

 

                  En la misma puerta de la casa, el anciano dejaba a las niñas en compañía de su madre. Le dio a cada una un beso y al despedirse les dijo:

- Dentro de un rato, quizás pasen los reyes cargados de regalos.

Y la más pequeña comentó:

- Ojalá sea acierto y esta noche no pasemos frío y sí alguien nos regale un abrazo grande y muchos besos.

Entró la madre con ellas en la casa, las dejó en la habitación de la parte alta y, al poco, las dos hermanas se acurrucaban en la cama. Y sería media noche cuando todo el barrio del Albaicín, en lo más alto de la colina, se llenó de un resplandor de colores. Muchos se asomaron a las ventanas y otros, desde la misma calle, miraban asombrados y no sabía explicar qué era lo que pasaba.

Al amanecer, algunos vecinos dijeron:

- Yo vi, en medio de este tan gran resplandor, como una carroza muy grande que se alejaba de este barrio.

- ¿Y quién iba en esa carroza?

- Las dos niñas que todos conocemos y las acompañaba el anciano amigo. Sus caras irradiaban alegría y sus ojos parecían estrellas azules y limpias.

 

               Cuando salía el sol, muchas personas rodeaban la casa de las huérfanas. Nadie sabía explicar qué era lo que por la noche había ocurrido ni cómo había sido. Pero todos en sus corazones sentían que había sucedido algo maravillo en el corazón del barrio del Albaicín, justo en la noche de reyes. Las dos hermanas no estaban ni en su habitación ni en la casa ni por las calles o plazas del barrio.

 

REGALO DE REYES

 

               Se despertó antes que nadie. Estuvo un rato en la cama, meditando algunas cosas mientras disfrutaba del calorcito de las sábanas. Luego se levantó, abrió la ventana, observó como sobre la hierba la escarcha blanqueaba, cogió la naranja que la noche antes había dejado en la cesta de mimbre en el dintel de la ventana, la peló y mientras se la comía, en el paladar de su boca iba experimentando el frío hielo que había dejado la noche que ahora se marchaba. Se dijo: “Frío de invierno, en esta clara mañana que despierta como de un sueño. No hay mejor desayuno que una buena naranja con sabor a escarcha de invierno”. Y se preparó enseguida.

 

               Al poco, salió a la puerta de la casa, miró para donde el sol comenzaba a levantarse y se asombró de la blancura de las nieves sobre las cumbres de Sierra Nevada. Dentro de la casa, aun todos dormían. En la puerta, un mirlo cantaba por entre las ramas del acebo y, a un lado y otro, cerca de la ventana y más retirado hacia el río, las plantas del jardín, serenas resbalaban el frío de la escarcha de la mañana. De los pequeños naranjos, lustrosas y gordas, colgaban las maduras naranjas. Cogió su mochila, el trozo de caña de bambú que le servía de bastón y la cámara de fotos y se puso a caminar. Por el caminillo de tierra que, desde la casa, en las mismas tierras de la vega del río pero al borde del olivar por la parte de atrás, iba hacia la cuerva del cauce. Se volvió a decir: “Mejor es dejarlos que todos duerman y que ni siquiera sepan que yo estoy despierto ni a dónde voy ahora. Cuando regrese, ya se lo comentaré para darles envidia”.

 

               Al llegar a la curva del río, enseguida descubrió que esta mañana, las aguas se deslizaban claras y suaves, como en busca de libertad en algún lejano lugar. Sabía que solo unos kilómetros más abajo, este mismo río, pasaba rozando las murallas de la Alhambra y luego se perdía bajo la ciudad de Granada. El río de sus sueños y repleto de misterios que ahora cruzaba por la curva del charco azul y las playas de arenas doradas. A sus espaldas, ya algo lejos, ahora veía la casa de la que solo hacía unos minutos que había salido. Blanca, entre jardines y árboles y como decorada por muchos olivos por detrás y en la ladera. Al frente, enseguida descubrió el pequeño cortijillo, también entre olivos y coronado por un redondo cerro, tapizado de monte y alzándose como hacia Sierra Nevada. Pequeños chorros de humo surgían de entre los olivos, impregnando todo el aire de olor a ramas de olivo quemadas y aceitunas recién exprimidas. Algunos de los que recogían estas aceitunas, aceituneros de toda la vida, calentaban sus manos y pies en las llamas y ascuas de las lumbres.

 

               Buscó la senda y comenzó a subir, trazando curvas con la vereda. Al poco, rozó los árboles también en la puerta del cortijillo y recibió a los perros que, ladrando, le salían al encuentro. Los tranquilizó con palabras de paz y amigo y continuó subiendo. Pasado un rato, coronó un pequeño puntal por donde el olivar se espesaba y al buscar, descubrió las colmenas esparcidas por aquí por allá, por entre los olivos y a lo ancho de toda la pequeña ladera. Sabía que con el frío y las escarcha de la mañana, las abajas se apiñaban dentro de las colmenas, casi por completo paralizadas. Pero, durante unos minutos, estuvo parado frente a la recogida ladera, observando el panorama. A sus pies y algo en lo hondo, ahora se veía el surco del río y adivinaba las aguas saltando. Al otro lado, blanqueaba la casa donde por la noche había dormido y a su derecha, adivinaba el amplio valle por donde el río se alejaba, sabía que limpio y muy silencioso, hacia la alambra y como al encuentro de un gran misterio. Y le pareció tan bello y excelso todo el panorama, que respiró hondo y luego siguió. Al poco, cruzaba el arroyuelo, por entre los olivos y continuó por la senda hacia la palta más alta. No tardó en encontrar la pista de tierra que, cruzando el río por el puente del hormigón unos kilómetros más arriba, ahora cruzaba por entre las encinas y se alejaba hacia el otro lado de la montaña. Miró durante unos minutos y vio el camión, grande, negro y cargado con varias toneladas de aceitunas negras y verdes, que venía veloz desde el puente del hormigón.

 

               Y al instante, lleno de asombro comprobó que el gran camión, al cruzar el pequeño valle, en lugar de seguir por la pista de tierra, se fue derecho contra el montículo de enfrente. Se preguntó: “¿Cómo es posible que se haya salido de su recorrido?” Aligeró el paso, subió a lo alto de la torrentera del camino y al coronar, vio al frente y cerca del camión, a un hombre sentado en una piedra. Le preguntó:

- ¿Es que el chofer no conoce estos caminos?

- Sí que los conoce. Y tú no te preocupes que nada ha pasado. Ahora mismo da marcha atrás, endereza el vehículo y continúa su ruta.

Y enseguida vio que el gran camión dio marcha atrás, se puso resto en el camino, comenzó a rodar y al poco, se perdía al otro lado del cerro.

 

               Justo ahora, miró para el río y los vio subir. Eran cinco o seis que caminado en fila, buscaban el ramal del camino que se apartaba por la izquierda. Los esperó y al llegar les preguntó:

- ¿Conocéis el terreno o estáis perdidos?

- Vamos a la casa de los eucaliptos para que la vean estos amigos nuestros.

- Pero eso queda de aquí muy lejos.

- ¿Y tú a dónde vas?

- Quiero cruzar el río por debajo del puente de hormigón y, por la ladera de las rocas que hay al frente, pretendo regresar a la casa de los olivos, cerca del valle y cauce del río.

- ¿Podemos ir contigo y dejamos lo del cortijo de los eucaliptos para otro día?

- Podéis pero por este lado del río, por donde yo he venido, hay paisajes muy hermosos y arroyuelos interesantes.

- Mejor nos vamos contigo y nos explicas las cosas.

 

               Al poco, cruzaron el río por debajo del puente del hormigón y por la estrecha senda entre acebuches y encinas, bordearon la corriente en la dirección en que las aguas se deslizaban. Caminaba delante del grupo y al llegar al gran filo rocoso, escaló aprisa, pidiéndoles a ellos que lo siguieran.

- ¿Y qué hay ahí?

Preguntó el que parecía jefe del grupo.

- Un mirador grandioso desde donde se ve todo el río saliendo de las montañas, cruzando el valle y acercándose a los paisajes de la Alhambra. Pero subid con cuidado que estamos al borde mismo del precipicio.

Escalaron con cuidado las rocas y al acercarse al filo y comprobar que estaban casi colgados en el vacío, exclamaron:

- Esto es asombroso. Nunca lo habíamos imaginado.

Por debajo de ellos, saltaba el río en una grandiosa cascada que caía a un amplio y profundo charco. Algo más abajo, el cauce se encajaba para atravesar el cerro de los olivos y más abajo aun, el río cruzaba el amplio y bello valle por donde, al fondo, se perdía hacia Granada. Por encima del cerro de los olivos, se elevaban las cumbres de Sierra Nevada y más cerca de ellos, al otro lado del río y para donde las colmenas, los acantilados se quebraban en todos los tamaños, formas y colores. Preguntaron:

- ¿Y por ahí has venido tú?

- Siguiendo las sendillas y en silencio.

- Sin duda que eres valiente y sabes lo que buscas en estas montañas.

 

               Sacó su cámara y al sol que parecía asomar por entre los acantilados y olivos, hizo varias fotos. Les dijo:

- Luego las compartiré con vosotros.

Y al poco, se le vio descolgarse por las rocas del gran mirador frente a la cascada. Los despidió y cruzó las playas de arena dirección a la casa donde, unas horas antes, recibía al nuevo día comiéndose unas naranjas llenas de escarcha. Cuando llegó, los que dormía al levantarse él, ahora se preparaban para abandonar la casa y regresar. Los saludó y enseguida les dijeron:

- Han sido unos días maravillosos que nunca olvidaremos pero ya tenemos que regresar. ¿Tú te quedas?

- Me quedo porque aun tengo mucho que recorrer y aprender de estos paisajes en torno a la Alhambra y alrededor de Granada.

- Pues, escríbelo todo, haz muchas fotos y compártelas luego con nosotros.

 

               Sentado en el muro del Puente del Aljibillo, el que en el río Darro da paso al Camino de la Fuente del Avellano y a la Cuesta del Rey Chico hacia las torres de la Alhambra, dejó de leer. Miró para la Alhambra y a las aguas del río. Era domingo, seis de enero, día de reyes. Frente a él se paró un matrimonio acompañados por una joven. La muchacha, en español pero con un acusado acento extranjero, lo miró, miró a lo que sobre el muro había y preguntó como sorprendida:

- ¿Un libro de historias de la Alhambra y sus paisajes, en este lugar y en esta tan especial mañana de enero? Sin duda que es el mejor regalo de reyes para aprender y soñar.                

El libro descansaba sobre el muro del viejo puente y él, como preparándose para seguir leyendo, lo miraba ilusionado.

 

 

EL MANANTIAL DE LOS ÁLAMOS

 

Todo lo que no se trasciende

solo dura un tiempo

y luego desaparece.

 

Muchos son y muy hermosos los rincones que hay en la Alhambra y en su entorno. Por donde el río Darro y los valles que los forman, por donde el barrio del Albaicín y la colina y monte que corona, por donde los palacios nazaríes, torres y murallas, por donde el Generalife, huertas, umbría y Fuente del Avellano y por donde la Silla del Moro y cumbre donde estuvo el bello palacio de Dar-alarusa. Estos lugares, contienen algunos de los más bellos rincones próximos a la Alhambra y más acá de las cumbres de Sierra Nevada.

 

Hay muchos más, pequeños y grandes y casi desconocidos por la mayoría de las personas. Lugares, como digo, primorosos y llenos de misterios en cualquier época del año. Yo que, poco a poco, he ido recorriendo todos estos sitios, digo con los ojos cerrados que entre todos estos rincones, existe uno muy especial. Pequeño, lleno de vegetación y por donde brotan los manantiales frescos y luminosos en verano, muy misteriosos y entre sombras en otoño, más sombríos y profundos en invierno y emocionantemente bellos el primavera. Porque en este rincón, el conocido con el nombre de “El Manantial de los Álamos”, parece que la naturaleza se concentra y palpita con una fuerza que no es comparable con nada en la Alhambra ni en su entorno.

 

Y del lugar del manantial de los álamos, hace mucho tiempo que tengo noticias. Me lo dijeron en varios sitios del Albaicín y por donde la Alhambra y como me interesó lo que de estos lugares comentaban, se despertó en mí la curiosidad por conocer estos parajes. Para convencerme, con frecuencia me decían:

- Tienes que ir un día por allí y conocer aquello.

- Estoy pensando en ello pero también a veces creo que al final, aquello será como otros muchos sitios en las montañas al pie de Sierra Nevada.

- Acércate un día y descubre el rincón y ya verás como tu asombro será grande.

 

               Y un día de otoño, precisamente el día anterior a la Navidad, me preparé mentalmente y me dispuse ir hasta el rincón del manantial de los álamos. Justo el día veinticuatro de diciembre, preparé mi mochila, puse algo de alimentos dentro, revisé y guardé la pequeña tienda de campaña, la linterna, algunas prendas de abrigo y papel y bolígrafo para escribir. Por la noche, las temperaturas bajaron mucho y al amanecer, la niebla lo cubría todo. Misteriosa se veía la Alhambra sobre su colina, envuelta en grandes nubes de niebla blanca, misteriosa se veía toda la vega y la ciudad de Granada, misterioso se veía el barrio del Albaicín, sus cármenes, las plazas y calles y más misterioso se vía todo el cauce del río Darro. La niebla, fría y densa, parecía como clavada en el aire, mirándose en las aguas y como esperando algún acontecimiento importante.

 

               Con la intriga y la ilusión de encontrarme por fin en el lugar del manantial de los álamos, caminé por las calles y recorrí los rincones del río Darro. Cuando llegué al puente del Aljibillo, me paré un momento, medité durante unos segundos y de pronto, por todo mi ser recorrió un extraño sentimiento. A mi mente acudieron unas imágenes muy hermosas, transparentes como la luz más pura y con los colores más vivos y limpios. Me concentré en las aguas que por el río se iban y, sin saber por qué, me pregunté: “¿Será cierto que aquel joven se alimentaba y al final se convirtió en las propias transparencias de las aguas de este río?” Y según miraba a las aguas, con la figura de la Alhambra colocada en todo lo alto, sentí que el corazón me temblaba. No de miedo sino como sobrecogido por lo que parecía brotar de las aguas que formaban la corriente. Limpias como el viento más puro, transparentes y reflejando el más fantástico arco iris de colores, parecían enseñarme un misterio que nunca imaginé ni siquiera en sueño.

 

               El joven, según el relato que muchos me habían contado, vivía en las montañas. En una pequeña casa con solo dos estancias, cocina y habitación y construida al borde mismo de la corriente de las aguas. Hacía la vida solo, acompañado nada más que de un perro mastín, un pequeño hato de ovejas y tres o cuatro cabras negras. Ocupado en cuidar estos animales, llevarlos a las praderas, procurar que los corderos crecieran sanos y fuerte y ordeñar las ovejas en los momentos en que los animales daban leche. De este modo y en la soledad de las montañas y en su pequeña casa junto al río, iba él viviendo sus días sin que nada significara cuanto ocurría a unos kilómetros de sus montañas. Pero un día, cuando el rebaño pastaba en las partes altas, sintió sed y se dispuso ir a los manantiales que conocía y que sabía bien que nunca se secaban. Los tres o cuatro veneros que brotan junto a los álamos, donde tres arroyuelos se juntan y algo más abajo vierten sus aguas al río.

 

               Bajó sin prisa por las sendillas de las ovejas, llegó al rincón de los manantiales entre los álamos, buscó el venero más caudaloso, el que brotaba en el arroyuelo del centro y bebió agua. Después, como nada tenía que hacer excepto vigilar al pequeño rebaño mientras pastaba y el tiempo iba pasando, buscó una piedra y junto al manantial se sentó, mirando para el río y frente a los álamos. Y según estaba sentado, con sus manos jugaba con las aguas que brotaban del manantial y caían al arroyuelo. De pronto, miró para el lado de arriba y, como a unos dos metros, vio a una joven sentada. Se quedó pensativo sin saber qué hacer ni qué decir por lo extraño que le parecía la visión. Nunca, desde que tenía conocimiento, había visto por el lugar a ninguna joven solitaria y tan hermosa como la que en este momento tenía ante sí.

 

               Pensó que iba o venía de algún sitio y, como él, se había acercado al manantial a beber un trago. Por eso, pasados unos segundos, se animó y le preguntó:

- ¿Te has perdido o buscas algo por aquí? Conozco bien todos estos sitios y puedo ayudarte si estás desorientada.

Esperó unos segundos y luego oyó, en un tono de voz dulce y melodiosa, a la joven que dijo:

- Voy por aquí camino de la Alhambra y me he parado un momento a descansar.

- En mi zurrón solo tengo unos frutos secos y un trozo de pan. Si tienes hambre y te fías de mí, puedo compartirlo para que repongas fuerzas.

Y la joven ahora no dijo nada. Con sus manos también tocó el agua del arroyuelo y como desde el río subía una leve brisa, su negro pelo se mecía sobre los hombros, la cara, cuello y pecho. Se levantó él de donde estaba sentado y se dispuso a descolgarse el zurrón cuando, al mirar para donde había visto a la joven sentada, no la encontró. Muy sorprendido se dijo: “¡Qué raro! No la he visto marcharse ni tampoco he oído que dijera nada”. La llamó y nadie le contestó. Sacó de su zurrón un puñado de frutos secos y un trozo de pan y se puso a comer frente al arroyuelo, junto al manantial y no lejos del puñado de álamos. Y en estos momentos, sintió en su corazón como un vacío muy grande al mismo tiempo que algo de melancolía y un fino dolor. Como si de pronto, lo que más había soñado a lo largo de toda su vida y muchas veces había necesitado, se le hubiera ido a un lejano país y para siempre.

 

               Poco después se fue de la fuente, buscó a su rebaño y al caer la noche, volvió a su pequeña casa junto al río. Apenas durmió aquella noche pensando en la joven y en la fresca y reluciente belleza que desprendía. Por eso al día siguiente, al otro y al otro, volvió ilusionado a los manantiales de los álamos esperando verla de nuevo. No la encontró ni en los primeros días ni a los que siguieron. Sentado en la piedra, se quedaba horas y horas, mirando las aguas de los arroyuelos, imaginando verla reflejada en la superficie de la corriente y de los charcos y con esto se conformaba. Se decía: “Me dijo que iba camino de la Alhambra y, ahora que lo pienso, tenía todos los rasgos de una princesa. ¿Vivirá en aquellos palacios y vino por aquí buscando algo importante?”

 

               Fue pasando el tiempo y cada día, el joven solitario de las montañas, acudía al manantial de los álamos, siempre con su pensamiento puesto en la visión de la hermosa muchacha. Y horas enteras se pasaba sentando junto a la corriente mirando a las aguas. Hasta que un día de invierno, frío y con niebla, cuando se acercaba a los manantiales y soñaba con su princesa, comenzó a notar que se iba. Que su vida, su aliento y su alma, se le escapaban del cuerpo y como fundido en el viento, se hacía luz en el agua y con ellas se marchaba. Esto es lo que, pasado un tiempo, algunas personas comenzaron a contar. También decían:

- Desde aquellos días, nunca se ha secado el manantial de los álamos. Y no solo eso sino que, con el tiempo, aquel rincón creció en belleza y misterio. Y más hondamente misterioso y bello es, justo en los primeros días del invierno, fiestas de Navidad.

Y pregunté:

- ¿Alguien ha visto, en alguna ocasión, al solitario muchacho de las montañas o a la hermosa joven?

- Nunca nadie los ha visto pero sí parece que en aquel rincón de los manantiales, de alguna manera viven y son claridad con aquellas aguas, fresco de aquellas sombras, silencios de aquellos silencios y eternidad y misterio con las ausencias y el viento de aquel rincón.

 

               Después de este rato de respiro y meditación en el puente del Aljibillo y frente a las aguas del río, seguí mi ruta. Sobre la colina de la Alhambra y Generalife, las nieblas se alzaba y el sol, por momentos, parecía asomarse para llenar de clara luz a los paisajes. Recorrí despacio los caminos y cuando el día llegaba a su centro, ya me encontraba cerca del rincón. Subiendo por el río entre sauces, álamos, encinas, zarzas y almeces. Y según me iba acercando, el corazón me latía aprisa. Por el lugar, reinaba un silencio ancho y profundo y tanto la vegetación como los arroyuelos y los paisajes en general, parecían transmitir un mundo nuevo. Virgen y solitario como el más apartado rincón del mundo y, al mismo tiempo, preñado y como esperando.

 

               Junto al manantial me paré. Puse mi mochila sobre una piedra que vi a la derecha y al rozarla me pregunté: “¿Será en esta piedra donde él o ella estuvieron sentados?” Bebí un trago del agua clara y fresca y luego busqué un buen sitio para montar la tienda. Lo encontré por el lado de arriba del manantial de los álamos. En un pequeño rellano, dejé la mochila, saqué la tienda y enseguida me puse a montarla. Algo después. Busqué ramas secas por entre el bosque de las encinas y cuando la tarde comenzaba a dar paso a la noche, encendí un fuego. No lejos de la tienda y entre el manantial y el arroyuelo. Y junto a las llamas, cuando ya se hizo de noche, me senté y durante mucho rato solo me dediqué a gustar del calor de las llamas, sentir el fresco airecillo recorriendo la piel de mi cara y escuchar los sonidos de la naturaleza. El rumor del agua brotando en el venero y luego deslizándose arroyuelo abajo, el graznar de los mochuelos, una lechuza y algún cárabo. Y mientras me concentraba en esto, por mi mente contantemente pasaban tanto las imágenes del joven como las de la muchacha. Me dije: “Con el nuevo día, al salir el sol, me sentaré en la piedra del venero y miraré a las aguas que se van por el arroyuelo. El corazón me dice que algunos de sus sueños, por aquí se han quedado para siempre y en estas aguas”. Y recordé en estos momentos que esta noche era Navidad. Por eso caí en la cuenta que muchos y en todo el mundo, lo estarían celebrando al modo en que siempre se celebran estas fiestas.

 

               Sería como media noche cuando me metí dentro de la tienda, me acurruqué en el saco y durante unos minutos, me dediqué a concentrarme en los íntimos y bellísimos sonidos que del valle brotaban. Luego me quedé dormido y comencé a verme dentro de un luminoso sueño. Me vi llegando al valle pero no río arriba sino desde las partes más altas de las montañas. Atravesé un pequeño bosque de robles y majuelos y al llegar a una pronunciada ladera, ante mí apareció un pequeño mirador como colgado en un gran vacío y dominando todo el valle. Se veía, al fondo y muy lejos, los álamos, los arroyuelos y el claro río que descendía brillante en busca de la Alhambra. Me acerqué al mirador con la intención de buscar la senda para descender al valle y justo cuando estaba a unos metros, me paré.

 

               Sorprendido por lo que en el mirador descubrí. Una bella joven, miraba para el valle con su cabeza recostada sobre el hombro de un hombre también joven como ella. También él miraba para el valle y en ese momento decía:

- Tú te fuiste aquel día y nunca más volviste por aquí. ¿Por qué?

- Tenía que hacerlo para que así me tuvieras solo en sueños y de este modo te trascendieras y yo contigo. Quería, necesitaba que me soñaras en tu corazón para hacerme hermosa y eterna. Solo las cosas y personas que se sueñan y desean en lo más profundo del alma, tienen de verdad valor y no mueren nunca.

Me di cuenta que de sus cuerpos brotaba como una luz naranja y azul muy suave que acariciaba el corazón. Me acerqué y después de saludarlos le pregunté a la joven:

- ¿Y por qué querías que tanto a ti como a él, este valle y el tiempo os recuerden?

Y ella, con palabras muy dulces, me dijo:

- Solo las cosas que se trascienden, son hermosas tanto en esta tierra como en la eternidad. Para él, también para mí y ahora para ti, este valle, el río, la Alhambra allá a lo lejos y Granada, no hubieran sido sino algo vulgar y material como es la vida para tantos, sino nos hubiéramos transformado en sueño en la región de lo espiritual. Todo lo que no se trasciende, solo dura un tiempo y luego muere para siempre.      

 

LA COLECCIÓN DE FOTOS

 

               I- Una gran parte de lo que hoy es el barrio del Albaicín, fue en otros tiempos bosques y tierras de cultivo. Donde solo crecían árboles silvestres como encinas, acebuches, majuelos, almeces, algún serval y un par de tejos. Sobre todo, en las tierras que desde el río Darro subían hacia las partes altas de la colina y quedaban por completo frente a la colina de la Alhambra.

 

               Uno de los reyes instalado en los palacios de la Alhambra, era dueño de casi todas las tierras salvajes en las laderas y valle del Albaicín. Estos lugares y otros parecidos, eran parte de las riquezas de aquel rey. Y como no se ocupada de estos terrenos personalmente, un día les dijo a un amigo suyo muy rico:

- Si quieres, te vendo parte de las tierras de esas laderas y colina que hay frente a esta colina de las torres y murallas.

- Y yo le compro a usted, majestad, esas tierras. Desde hace tiempo, me gustan mucho y por eso pensaba y pensaba en ellas. ¿Me va a pedir mucho dinero?

- Casi voy a regalártelas porque al fin y al cabo, ya he descubierto que el dinero, joyas o piedras preciosas, no dan la dicha por completo. Al final, todos nos vamos de esta vida, más desnudos que cuando nacemos y por eso, por muchas riquezas que tenga, aquí se queda todo.

- Eso es cierto, majestad pero ¿cuánto me pide usted por esas tierras?

  

               Y el rey le dijo al hombre que no le pedía dinero.

- ¿Entonces?

- Me conformo con que respetes los árboles y parte de la vegetación que en esas tierras crece. Algunos de esos árboles son tan hermosos y tienen tantos años, que solo merecen admiración y respeto.

- Eso a mí no me va a costar mucho trabajo porque pienso lo que usted. En esas tierras hay árboles con mucha dignidad y muy bellos. Voy a poner todo mi interés en conservarlos para que disfrute de ellos las personas que viven ahora y los que vengan después.

 

               De este modo se cerró el trato entre el rey de la Alhambra y el hombre del Albaicín y durante mucho tiempo, nadie cortó un árbol en una buena parte de este terreno. Murió el rey y murió el hombre dueño de estos lugares y las personas que nacieron después, siguieron conservando casi virgen lo que en las tierras habían encontrado. Unos a otros se decían:

- Como los árboles que hay en estos lugares de la colina frente a la Alhambra, no existen otros en el mundo entero.

- ¡Y que lo digas! Fue una gran decisión conservar por aquí estas tierras vírgenes.

Y las personas, aunque muchos necesitaban tierras para sus huertos y para construir sus casas y trazar caminos, fueron respetando lo que en las tierras crecía desde tiempos muy lejanos. Hasta que un día, el que era el nuevo dueño de estas tierras, empezó a vender trozos de terreno. Decía:

- Para que os hagáis casas y sembréis jardines y huertos.

 

               Algunos años después, ya había desaparecido por completo parte de la gran reserva de árboles y vegetación de la colina y cerros del Albaicín nuevo, que era como lo empezaron a llamar. Pero un hombre rico, compró una buena Proción de estas tierras, las valló y en ellas no sembró ni edificó nada. Dejó que la naturaleza siguiera su curso propio y dejó que los árboles y otra vegetación continuaran extendiéndose. Y siguió corriendo el tiempo y, aunque ya muchas casas, jardines y huertos llenaron la ladera y partes bajas, el trozo vallado se mantuvo intacto.

 

               Muchos años pasaron y un día, de una familia muy pobre, nació un niño muy hermoso y sano. Creció fuerte y libre y cuando ya caminaba y se movía solo por los sitios, lo que más le gustaba era irse por la pequeña finca de encinas centenarias. Y a la sombra de estos árboles, se sentaba, miraba para la Alhambra y se decía: “Nunca, nunca me iré yo de aquí ni permitiré que nadie corte ni un árbol de estos”. Pero un día, este joven, sí tuvo que marcharse del sitio donde había nacido y tanto le gustaba. Se fueron también sus padres y otras personas y pasado el tiempo, bastantes de estas personas murieron. Allá en la distancia, continuamente recordaba los lugares donde había nacido y soñaba cada día con volver.

 

               Hasta en un día volvió, cuando ya estaba muy viejo y las cosas en el mundo y todo el planeta tierra, habían cambiado mucho. Llegó al barrio del Albaicín y lo primero que hizo fue ponerse a recorrerlo para ver lo que aun quedaba de todo lo que había conocido de pequeño. Y el corazón se le llenaba de amargura a cada paso que daba y descubría en lo que se habían transformado las tierras que amó y recorrió en su niñez y juventud. No encontró las encinas centenarias, no vio ningún pájaro y ni siquiera reconocía los sitios. Las casas, los jardines, los huertos y caminos, se encontraban por todos sitios e iban y venían como elementos extraños y ocultando para siempre la imagen que en su corazón tenía del lugar y de los paisajes.

 

               Llegó al lugar donde, en mitad de la ladera frente a la Alhambra, una familia todavía conservaba un trozo de tierra algo virgen. Habló con el dueño y le dijo:

- No voy a estar en este barrio mucho tiempo pero como de todo lo que por aquí estoy encontrando, lo que más me gusta son estas tierras y tu casa ¿me puedo quedar unos días a vivir en esta propiedad tuya?

- Junto a la fuente, entre los naranjos, tengo una vivienda humilde que puede servirte para vivir en ella todos los días que necesites.

- ¿Y cuánto vas a cobrarme por ello?

- No voy a cobrarte nada. Sé que eres vecino de este barrio y sé que has vuelto para recorrer los lugares que pisaste de pequeño. Quiero que disfrutes pisando de nuevo estos sitios y quiero que veas lo que dentro de unos días voy a comenzar a desarrollar en este trozo de tierra.

Al oír esto, el hombre estuvo a punto de preguntar al dueño del terreno por lo que tenía planeado hacer pero no lo hizo. Agradeció la generosidad con que le trataba y enseguida se instaló en la pequeña estancia entre los naranjos, junto a una fuente de agua clara y frente a la Alhambra. Y aquella misma noche, mientras se dejaba acariciar por el rumor del agua de la fuente y miraba a las altas torres de la Alhambra, se decía: “Prepararé todo lo necesario y mañana mismo me pongo y hago fotos de todos estos rincones y los lugares que pisé cuando pequeño”.          

 

               II- A la mañana siguiente subió por los caminillos que discurren por la orilla del río Darro. Sin prisa ninguna y mirando muy concentrado a todo lo que iba encontrando. Árboles, plantas, huertecillos, veredas de animales, zarzas y vegetación junto al río, laderas que, desde lo alto del Cerro del Sol, caen para el valle del río. Y también al blanco edificio del Generalife, la Silla del Moro, las tierras por donde se extienden las huertas de la Alhambra y las murallas, torres y palacios en lo alto de la colina, por encima de la ciudad de Granada y frente al Albaicín.

 

               Su corazón palpitaba al irse encontrando con todos estos paisajes y al descubrir la nueva imagen que veía por un lado y otro. Tanto se fue emocionando que a ratos, estuvo a punto de llorar por la tristeza que le transmitían muchas de las cosas que encontraba. También sintió añoranza, pena, desánimo y honda melancolía. Y como nadie le acompañaba, todas sus emociones se le ahogaban en el corazón y alma como si quisieran llevárselo no se sabía a qué región del universo.

 

               Sacó su cámara de fotos y comenzó a fotografiar al frente, a la derecha y a la izquierda. Se decía: “Por más que lo intente, no voy a encontrar por aquí las imágenes que en mi mente tengo de aquellos años de mi niñez. Lo han transformado todo tanto que es imposible reconocer lo que fue en aquellos días. Pero ahora, con estas fotos que hago, sí voy a conservar para mí y para otros, las imágenes de estos lugares. Escribiré luego una historia donde contaré todo lo que por aquí hubo, he perdido y ahora siento. Y en esta historia, pondré las mejores fotos que hago para que aquellas personas que nacen ahora y un día vengan por aquí, tengan la oportunidad de ver como todo por estos lugares fue”.

 

               A lo largo de todo el día, fue de un lado para otro, mirando, soñando, haciendo fotos y meditando. Al caer la noche, regresó a su rincón entre los naranjos y al día siguiente hizo más fotos, las reveló y sacó copias. Las fue juntando en un álbum y escribiendo notas en cada margen. Salió de nuevo al día siguiente y al otro y al otro y recorrió los sitios que añoraba y continuó sacando fotos. Tres semanas más tarde preguntó al dueño del rincón de los naranjos:

- ¿Por cuánto tiempo más me deja usted vivir en este lugar?

- Todo el tiempo que necesites o quieras.

- ¿Incluso aunque fuera un año y todo lo que de mi vida queda?

- Incluso todo este tiempo yo le dejo a usted que viva en este rincón pequeño.

- ¿De verdad no le molesto?

- De ninguna manera.

Y el hombre se alegró y agradeció la generosidad del dueño del terreno de los naranjos.

 

               Por eso aquella misma noche, renovó su ilusión y preparó con entusiasmo las cosas para seguir haciendo fotos y tomando notas de lo que sentía a iba descubriendo. Y como era otoño ya bastante avanzado, se ilusionó aun más con los paisajes que junto al río Darro y por la ladera de la Alhambra iba encontrando. Se decía: “El otoño es como el preludio de lo que se acaba y desaparece para siempre. Algo así como lo que yo estoy viviendo en esta etapa de mi vida y en el encuentro con los lugares que recorrí de pequeño. El otoño es hermoso y despierta en el alma sentimientos del final de un viaje y la llegada al lugar del que nunca regresaremos”.

 

               Y al día siguiente, estaba él sentado en las laderas que desde el Generalife caen hacia el río Darro, cuando vio que el trozo de tierra de los naranjos y donde tenía la vivienda que le habían prestado, se concentraban muchas personas. Miró con interés y esperó un poco. Al rato sitió golpes y voces y esto le inquietó. Hizo unas cuantas fotos de árboles con hojas amarillentas y teñidas de otoño y luego subió rápido por los caminos, llegó al lugar de los naranjos y al ver al dueño del trozo de tierra, le preguntó:

- ¿Qué es lo que pasa por aquí hoy?

- Han dando orden para que comiencen las obras que tanto tiempo vengo esperando.

- ¿Qué obras son esas?

- Ya te dije que todo por aquí iba a cambiar de la noche a la mañana.

- Pero de los cuatro árboles que aún quedan de aquellos tiempos en estas laderas del Albaicín y frente a la Alhambra ¿qué va a ser de ellos?

- Vienen tiempos modernos y hay que dar paso al futuro.

 

               Se refugió el hombre en su rincón pequeño y prestado y aquella misma noche, revisó la colección de fotos. Las ordenó muy cuidadosamente, con el deseo de contar una historia con la mayor belleza y claridad. Pero se encontró que cuando llegaba al final de la historia que necesitaba contar, le faltaba una foto. “Es la más importante, la más bella y la que resume todo lo que por aquí he visto estos días, siento y ahora deseo contar”.

 

               Toda la noche estuvo intentando encontrar la foto final de su colección y no daba con ella. Tampoco pudo hacerla al día siguiente ni al otro ni al otro. Sí se enfadó con el dueño del trozo de tierra aun virgen en las laderas del Albaicín y frente a la Alhambra. Y por eso, al ver el destrozo que estaba llevando a cabo y comprobando que nada podía hacer por detener la transformación, al día siguiente se marchó diciendo al dueño de los naranjos:

- El único rincón que en este barrio del Albaicín aun conectaba con el pasado, tú lo estás rompiendo. Ya entiendo por qué en mi colección de fotos no encuentro la que exactamente sirve para poner punto y final.

 

               Unas horas después, el hombre se marchaba del barrio y de Granada. Nunca se supo nada más de él ni de su colección de fotos. Sí unos días más tarde, el único rincón virgen que en el barrio del Albaicín continuaba mostrando los paisajes del pasado más lejano, desapareció para siempre. Hoy, en este lugar y barrio, desde la Alhambra se ven muchas casas blancas, jardines, calles estrechas y flores y muchas ventanas. Pero ahora nadie sabe ya ni es capaz de imaginar cómo serían los paisajes de aquellos primeros tiempos. Todo por aquí y en ara del progreso, se ha transformado tanto, que se borran los caminos y hasta es imposible imaginar cómo será el final. La última foto de la colección.        

 

El sueño de la joven

 

               En las noches de luna clara, se le veía sobre el cerro, frente a la Alhambra. Desde el barrio del Albaicín, orillas del río Darro y todas las laderas de Sacromonte. Y también se le veía desde algunas partes de la ciudad de Granada y muy claramente, desde las altas torres de la Alhambra. Pero desde donde siempre se le veía misteriosa, bella como la fantasía de un sueño y mágicas como son las noches de luna clara en Granada, era desde el barrio del Albaicín. Y especialmente, todas las personas que vivían en las laderas que en este barrio, miran a la Alhambra y la refleja como en un espejo.

 

               Por eso, algunos de estos vecinos, desde hacía tiempo comentaban:

- Desde esta distancia, muchas somos los que la hemos visto interpretando sus danzas en lo más alto de ese cerro de enfrente y en el corazón de las noches de luna clara pero todavía nadie sabemos quién es.

- Eso es cierto. Y tampoco sabemos dónde vive y por qué, en estas noches de luna clara, sobre esa colina aparece para bailar frente a la Alhambra.

- Y no es ningún fantasma sino una persona real.

- ¿Y se sabe lo que dicen las personas que viven en los palacios de la Alhambra?

- Ellos, lo mismo que como nosotros, nada saben de este misterio.

- Pero si es tan joven y hermosa como desde lejos parece ¿qué razones tiene para venir a este cerro y, en estas noches de luna clara, ofrecer sus danzas como al viento? Porque eso también es cierto: nunca la acompaña nadie. Se le ve siempre sola, vestida de oro y fuego y ahí, sobre el escenario de ese cerro, se pone a bailar como si no le importara nada ni nadie excepto jugar con la silueta de las torres de la Alhambra. ¿Quién es esta muchacha y por qué viene a este lugar a trazar sus danzas en las noches de luna claras?

 

               Esto y más cosas parecidas se preguntaban los vecinos del barrio y nadie acertaba con una respuesta buena. Nadie sabía más de lo que desde la distancia veían en estas noches de luna clara. Por eso, un día, el joven que vivía en mitad de la ladera entre el río Darro y lo más alto de la colina del Albaicín, se dijo: “La luna está casi llena y mañana por la noche será muy clara. Seguro que la joven de las danzas frente a la Alhambra, aparece y se pone a bailar como siempre. No se lo voy a decir a nadie porque quiero vivir en solitario esta experiencia. Mañana por la noche subiré por los caminos de esas laderas donde, en todo lo alto, baila ella. En silencio y ocultándome, me acercaré y así descubriré quién es. Y si me deja, le preguntaré dónde vive y por qué cada noche de luna clara, viene a este cerro a bailar flamenco frente a la Alhambra”.

 

               Y al llegar la noche, el joven se preparó. Esperó a que la luna saliera, mirando inquieto para el lado de enfrente con la ilusión de verla. Y no había llegado la noche a su centro cuando su figura de fuego y oro, apareció sobre el cerro frente a la Alhambra. Esperó un poco y luego se puso a bailar sobre el escenario en lo más elevado del monte. Su cuerpo, alto y recio como los árboles que le rodeaban, se enredó en el viento y sus manos, trazaron movimientos mágicos, como buscando la luna para apretarla contra su pecho. Se oía de fondo, como el rumor de una clara cascada y en su negra cabellera, parecían reflejarse haces de luz color plata. Se dijo el joven: “Debe ser hermosa como una florida primavera porque su danza, hiere en el alma y arrastra como a lo más elevado del universo. Voy ahora mismo a encontrarme con ella”. Y sin más, salió de su casa, cruzó el río Darro, buscó los caminillos, ascendió por la ladera a la izquierda de las torres de la Alhambra y, muy sigiloso, remontó lentamente hasta lo más elevado del cerro. Cuando ya estaba cerca de donde ella bailaba iluminada por la luna, se paró. Se ocultó por entre la vegetación que rodeaba en escenario y la observó durante un buen rato. Sin atreverse a salir de su escondite por miedo a que se asustara.

 

               Pero de pronto, se quedó sin aliento al ver que la joven interrumpió su danza, caminó unos pasos hacia una piedra alargada que había al lado de arriba del escenario y aquí se sentó. Extendió sus brazos como si necesitara respirar y extendió también su amplio vestido de seda rojo y oro, miró para la Alhambra y después de unos segundos, dijo:

- Sé que has venido a verme porque la curiosidad te come pero ahora tienes miedo. Sal de tu escondite y pregúntame lo que quieras que te respondo sin reservas.

Al oír estas palabras, el joven salió de su escondite, se acercó a ella pidiendo disculpas y a unos metros se paró, como a sus pies y tímidamente le preguntó:

- A mí y a otros muchos del barrio, nos gustaría saber quién eres, dónde vives y por qué, sobre esta colina y en las noches de luna clara, apareces para bailar flamenco frente a la Alhambra y frente a Granada.

Y la joven, sentándose sobre la blanca piedra al lado de arriba del escenario, torneó su cuerpo como en una misteriosa danza frente a la luna, miró y resuelta dijo:

- Vivo no al otro lado de este río sino del otro de las aguas claras. Allí junto a las cascadas y el espeso bosque, tengo mi mundo y puedes ir allá cuando quieras.

- ¿Pero quién eres?

- Cuando vayas a verme, te lo diré.

- ¿Y por qué vienes por las noches a bailar frente a la Alhambra y siempre sola?

- Este fue mi sueño desde pequeña.

              

               Y la joven, como traspasada de una felicidad limpia y profunda, curvó su cuerpo hacia la luna y dijo:

- Yo no soy de este país ni tampoco he nacido aquí en Granada. Pertenezco a otro lugar de la tierra, muy lejos de estos sitios y desde pequeña, soñé con venirme a vivir a Granada y hacerme bailaora de flamenco. Nunca pude conseguir que este sueño mío se hiciera realidad. Pero como lo he soñado tanto a lo largo de mucho tiempo, cada noche de luna clara, me transformo en sueño y vengo a este escenario frente a la Alhambra a expresar y hacer vida lo que dentro de mí tengo. Lo necesito más que el aire que respiro y más que cualquier otro alimento.

- Pero entonces ¿cómo dices que vives al otro lado del río de las aguas claras?

- Eso también es parte de mi sueño.

 

               Y el joven, impresionado por la dulce belleza de la muchacha y movido por la serenidad que le regalaba y la historia que le había contado, dio unos pasos y se acercó más con la intención de tocarla. Con elegancia volvió ella a mecer su cuerpo hacia la luna que iluminaba desde todo lo alto y hacia esta luz plata, desapareció sin dejar rastro. Él se quedó parado, triste el alma y mirando para el barrio del Albaicín y para los palacios de la Alhambra. Poco después, descendió por los caminos de la ladera, mientras se decía: “Debo hacer algo para ayudar a esta joven y que un día venga en carne y hueso a Granada y baile, como ella siempre ha soñado, frente a la Alhambra. Sin duda que su sueño es tan grande y bello, en estas noches de luna clara y cielos estrellados, que hasta pudiera ser una mensajera del cielo”.

 

               El cerro donde ella cada noche de luna llena bailaba, se alza por encima del Generalife. Y el barrio del Albaicín, el río Darro y la Alhambra, ahí siguen en su silencio de eternidad y como en una espera.

 

Dormir bajo la encina

 

               Al levante de la Alhambra, unos kilómetros río Darro arriba y donde comienza un bonito valle, crecía la encina. Justo al borde del río y a los pies de una gran ladera por la derecha. Un pequeño arroyuelo, con aguas muy claras y buenas, pasaba rozando esta encina y cruzaba el valle en busca del río pero antes, a solo unos metros de la gran fronda de la encina, se remansaba un azul charco. La hierba crecía alrededor de este charco y cerca del centenario árbol. Y, por la ladera, el monte se espesaba, como refugiando en su corazón misteriosas sombras y hondos silencios.

 

               Bajo la milenaria encina, había una gran roca por el lado de arriba. Clavada en la tierra como a conciencia y también parecía que alguien hubiera formado con ella una bonita cueva. Con su entrada mirando para las aguas del río y tapada con ramas secas por el lado de la ladera. No era gran cosa esta original cueva natural pero servía para refugiarse del frío y de la lluvia y también de las escarchas en las noches de invierno largas. A la derecha, por el lado en que se iban las aguas del río y también bajo la encina, se amontonaban varias rocas más, redondas algunas y no muy grandes. Y luego ya todo el terreno bajo la encina, hacia el río y hacia la ladera, era llano, con mucha hierba en invierno, primavera y parte del verano y con una gran alfombra de hojas secas, salpicada de bellotas, en otoño y parte del invierno.

 

               Al frente de la magnífica encina y como ocultando la colina de la Alhambra, al poniente y no muy lejos, se alzaba un redondo cerro en forma de colina, cubierto de espeso monte y con muchas encinas en las laderas. En todo lo alto, era donde crecían las más gruesas encinas. De troncos gruesos y retorcidos y ramas grises y también torneadas por los años y por el tiempo. Entre este denso bosque de encinas todas milenarias, alguien en tiempos muy lejanos, había construido una especie de vivienda. Una construcción muy rústica porque estaba levantada solo de piedras vanas, en forma rectangular y con una sola estancia. En sus primeros tiempos, debió estar techada con palos y monte. Ahora, de esta construcción, solo quedaban algunos trozos de paredes, ya muy rotas y de piedras vanas. Más bien, lo que sobre el redondo cerro se veía y justo donde el otro tiempos se alzaba la construcción, era un desorganizado montón de piedras, llenas de musgo, hierbas y hojas secas.

 

               Desde el rellano que el terreno formaba en la puerta de esta vieja construcción, muy al fondo y a los lejos se veía la alta colina de la Alhambra y el misterioso valle del río Darro, saliendo de las montañas y perdiéndose en el horizonte por las brumosas llanura de la Vega. Pero casi a los pies del redondo cerro donde se alzaba las ruinas de la casa de paredes en piedras vanas, se extendía un valle. Algo parecido al valle de la encina de la roca en forma de cueva pero mucho más recogido, muy bonito y poblando solo con arroyuelos en forma de manantiales, romeros y juncos. Sin embargo, este pequeño valle a los pies del redondo cerro en forma de colina y no lejos del río que se iba para la Alhambra, tenía un encanto especial. Cuando llovía en invierno y a lo largo de los meses de primavera, se cubría con espesas alfombras de hierba verde y fresca. Por el centro, a un lado y otro, las aguas en forma de arroyuelos y por encima de rocas calizas, se deslizaban como en lagos y riachuelos de ensueño. Y precisamente por deslizarse sobre losas y anchas rocas calizas, el agua era tan clara que ni se veía cuando estaba remansada en mil pequeños charcos o cuando se movía como en sábanas de cristal líquido.

 

               Y a este valle chico y recogido, era donde el pequeño acudía todos los días. También al cerro redondo de la casa de piedra vana. Pero aquí, únicamente se quedaba para sentarse un rato y mirar pensativo para la colina de la Alhambra. Para recordar a las personas y amigos que hacía tiempo, había conocido en los salones y jardines de estos palacios. También se quedaba por lo más alto de ese cerro para buscar bellotas en las milenarias encinas que por el lugar crecían y para coger espárragos en los primeros días de la primavera. Pero a él, casi dueño absoluto del valle de la encina con la roca en forma de cueva y también del valle de las aguas de cristal, lo que más le gustaba era precisamente la singular belleza y silencio que a todas horas reinaba en estos espacios naturales.

 

               Por eso, bajo la milenaria encina, tenía todo su mundo. Con ramas del monte e hierbas secas, bajo la roca en forma de cueva, había hecho una especie de cama y aquí se refugiaba para dormir por las noches. También para guarecerse de las lluvias en los días en que éstas se derramaban y para quitarse el frío cuando caían las nieves o las escarchas aparecían en las largas noches del invierno. En el río pescaba truchas, del monte recogía frutos silvestres, hierbas aromáticas y setas y del mismo río y del manantial que brotaba cerca, cogía agua para beber, cuando el río bajaba turbio o las aguas se helaban. Y como por debajo de la encina, la hierba crecía en forma de alfombra densa y fresca, una de las cosas que a él más le gustaba, era precisamente no romper ni manchar mucho esa alfombra de hierba virgen que la naturaleza le regalaba. Había aprendido a hacer fuego y por eso, cuando la nieve caía y los fríos convertían en carámbanos las pequeñas cascadas del río o de la fuente, encendía lumbre. Al lado de arriba de la encina, sobre unas rocas calizas en forma de grandes losas. Y también este sitio él lo cuidaba mucho. Cada día recogía las cenizas o restos de la lumbre y los esparcía en un trozo de tierra que había acotado para sembrar algunas semillas. Como un pequeño huerto que, a su manera y como podía, cultivaba, sembraba y regaba.

 

               También a su manera y según su corazón le dictaba, para sí mismo se decía: “Si este lugar donde ahora mismo vivo es mi único mundo, mi sueño y mi casa, nadie tiene que decirme que debo cuidarlo, respetarlo y procurar que se mantenga siempre virgen y vivo”. Y como en su corazón existía una sensibilidad especial hacia la naturaleza que le rodeaba, casi no se notaba su presencia bajo la encina, junto al río y por los montes cercanos.

 

               Pero, aunque él no se había dado cuenta, un día sí y otro no, alguien lo observaba. Era un hombre mayor que vivía en el Albaicín y que con frecuencia iba a la montaña a recoger leña con su borriquillo. Subía por las sendas a los lados del río, remontaba las laderas y, por entre el monte, se perdía en los cerros más lejanos en busca de su preciada carga de leña. Vio al pequeño bajo la encina a los pocos días de aparecer por el valle. Y estuvo tentado de acercarse para ver quién era y por si necesitaba alguna ayuda. Pero después de pensarlo durante algunos días, creyó que era mejor no molestarlo puesto que parecía libre, feliz y no buscaba campañía. Pero como sí permanecía en el valle, bajo la encina y siempre solo, cada vez que por estos sitios aparecía con su borriquillo, observaba desde lejos para ver qué hacía y por dónde se movía. Nunca vio en el pequeño nada extraño que realmente le preocupara o le indicara que tenía problemas serios. Todo lo contrario: cada vez más, le intrigaba que siendo tan joven, viviera solo en las tierras del valle y aparentemente feliz. Por eso, este hombre del borriquillo, también se decía: “Es algo muy extraño que una criatura tan joven como ésta, lleve la vida que descubro en este pequeño. Pero, por otro lado, como ya tantas veces lo he visto por aquí y su presencia es por completo cierta, no puedo dudar de esta realidad”.

 

               Tenía este hombre amigos en el barrio del Albaicín y aunque en más de una ocasión pensó hablar con ellos y contarles lo del pequeño de la encina, tampoco se animaba. Sí un día, después de mucho tiempo viendo con frecuencia al pequeño de las montañas, pensó que podría contárselo a un grupo de niños vecinos. Y, después de meditarlo una vez y otra, una tarde, se fue a donde los niños jugaban, en una pequeña plaza en lo más alto del barrio, saludó a los pequeños y luego los llamó y les dijo:

- Tengo un problema con un amigo mío y no sé cómo resolverlo.

Al oír esto, el grupo de niños, miraron muy extrañados al hombre del borriquillo, se acercaron a él, lo saludaron, se sentaron en el suelo y uno de ellos preguntó:

- ¿Conocemos notros a este amigo tuyo?

- Nunca lo habéis visto.

- ¿Es que no vive en este barrio?

- Vive lejos de aquí, solo y en un lugar que vosotros no conocéis.

- ¿Y qué es lo que le pasa a este amigo tuyo y por qué te preocupa tanto?

 

               Y el hombre del borriquillo, habló y narrando las cosas paso a paso, contó a los niños lo que había visto y sabía del pequeño en la encina del valle. Todos los reunidos junto a él, escucharon muy interesados y cuando el hombre hizo una pausa para entrar en otra parte de la historia, de nuevo otro del grupo preguntó:

- ¿Y por qué nos cuantas a nosotros las cosas de este niño?

- Porque ya os he dicho que me preocupa mucho. Vive solo allí, en la pequeña cueva de la roca, casi no tiene ropa para abrigarse ni tampoco alimentos. Y con el frío que en estos días de invierno hace y las lluvias que no paran, cada vez más temo que algún día le pase algo. Así que os cuento esto con la intención de pediros ayuda.

Al oír lo último que el hombre dijo, todos los niños se miraron entre sí, extrañados. Otro del grupo, tomó la palabra y preguntó:

- ¿En qué podemos ayudar nosotros?

- En algo muy sencillo y de la forma más fácil.

              

               Otra vez el hombre habló durante largo rato y explicó a los niños algo que a ellos entusiasmó mucho. Por eso, pasado un rato, se fueron despidiendo, quedando en encontrarse al día siguiente a primera hora en el mismo sitio en que hoy habían tenido la reunión. Y a primera hora del nuevo día, los niños fueron apareciendo. Llegó primero el hombre con su borriquillo y no perdieron mucho tiempo. Enseguida se pusieron en marcha por los caminos que iban por las márgenes del río y, durante bastante rato, caminaron sin parar. Se alzaba el sol unos metros por encima de Sierra Nevada, cuando se les vio a ellos subiendo por una sendilla que discurría por entre un bosquecillo de acebuches.

 

               Al coronar el pequeño puntal, el hombre pidió al borriquillo que parara. Éste al instante le obedeció y él también se quedó parado junto a los niños. Estos lo miraron y algunos de ellos iban a preguntar pero el hombre se les adelantó aclarando:

- Desde aquí se ve un trozo del río y parte del valle de la encina donde vive el pequeño que os he dicho. Pero ahí al frente, bajo aquellas encinas y entre los juncos, brota la fuente que da el agua buena que también os comenté.

Y uno de los del grupo preguntó:

- ¿Y la casa en ruinas?

- Por encima de la fuente, sobre el cerro que corona.

- ¿Y se ve desde allí la Alhambra y el valle de las losas blancas?

- Todo eso se ve y algo más que hasta este momento mantengo en secreto.

- ¿Qué es?

- Sigamos subiendo y lleguemos a las ruinas de la casa. Os lo contaré en su momento.

 

               Continuaron su camino ahora derechos a la fuente de los juncos. Al llegar al manantial, se pararon, bebieron y lavaron sus manos y caras y continuaron por la sendilla que, ladera arriba por encima de la fuente, avanzaba trazando zigzags. Llegaron a lo más alto de la cuerda y aquí mismo, el hombre amarró a su borriquillo en las ramas de una encina. Por la derecha, enseguida los niños se pusieron mano a la obra. El hombre les indicó:

- Que las piedras no sea muy gordas ni tampoco muy pequeñas. Así como ésta que ahora mismo os muestro.

- ¿Y a dónde las llevamos?

- Al rellano que hay en la misma puerta de la casa en ruinas. Y los más fuertes, venid conmigo porque necesito vuestra ayuda.

Los más fuertes se fueron junto al hombre y el resto del grupo, se puso a buscar piedras medianas por lo alto de la colina y a los lados que caían hacia la fuente de los juncos y el vallejo de las losas calizas.

              

Y era media mañana, cuando dieron comienzo a la reconstrucción de la vieja casa. El hombre del borriquillo les decía:

- Lo más importante es levantar las paredes y hacer habitable las partes de dentro. El techo, puertas y ventanas, poco a poco las iremos poniendo luego.

Preguntó uno de los niños:

- Y al que vive en la pequeña cueva de la encina ¿Cuándo lo veremos?

- En su momento. Por ahora no tengáis prisa.

Y justo ahora, el momento que el hombre había pensado, se hizo presente. Porque de pronto, al mirar para el otro extremo de la colina que se alargaba desde el cerro redondo donde las ruinas de la casa, sobre una gran roca, lo vieron sentado. Todos dejaron el trabajo que tenían entre manos, miraron a la figura del pequeño sentado sobre la roca y miraron al hombre del borriquillo. Preguntó uno de los mayores:

- ¿Lo conoces?

- Es el pequeño de la encina del valle. Nunca lo había visto tan cerca y ahora creo que al vernos por aquí, como no nos conoce, puede estar asustado. Vamos despacio, nos acercamos y le preguntamos.

 

               Guiados por el hombre del borriquillo, todos los niños se fueron acercando al pequeño sentado en la gran roca. A unos metros de él, se pararon y el hombre le dijo:

- Todos nosotros somos amigos tuyos y estos niños, más amigos aun.

El pequeño de la roca, los miraba y nada dijo. Uno de los niños le preguntó:

- ¿Te molesta que estemos aquí?

Y ahora el muchacho sí habló y dijo:

- Nada de lo que hay por estos lugares, es mío. Pero ¿a qué habéis venido?

- Sabemos que no tienes casa y, como en esta colina, en otros tiempos hubo una, queremos reconstruirla para que te vengas a vivir a ella.

Miró el pequeño a las ruinas de la casa, en el otro extremo de la colina, no dijo nada, se levantó de la roca y se puso a caminar dirección a la fuente de los juncos.

 

               Lo miraron muy extrañados y, como se dieron cuenta que se iba a su mundo, otra de las niñas le dijo:

- ¡Por favor, no te enfades con nosotros! Solo queremos ayudarte. Nos da pena que vivas solo en este valle y más pena nos da aun que ni siquiera tengas una pequeña casa para refugiarte del frío y de la lluvia.

Y el pequeño del valle, seguía caminando con la intención de alejarse a pesar de la súplica de la niña. El hombre dijo:

- Lo que ha dicho esta niña es la pura verdad. Ninguno de nosotros te conocemos pero sí sabemos que vives solo. Queremos ser tus amigos y hacer algo por ti. Y también nos gustaría que nos contaras cosas de tu vida.

 

               Al oír estas últimas palabras, el pequeño se paró, los miró muy despacio, caminó de regreso, se acercó a la roca, volvió a sentarse y habló preguntando:

- ¿De verdad queréis saber de mi vida?

- Lo estamos deseando.

Proclamaron todos casi a coro. Y sin más, el pequeño de la roca habló y dijo:

- Yo he nacido en los recintos de la Alhambra. Junto a mis padres, reyes, príncipes y princesas, he crecido y en ningún momento, casi no me faltó de nada. Pero según iba creciendo, me daba cuenta que ni mi padre ni mi madre, eran felices. Sí veía cada día que mi padre, para ganarse el aprecio y gracia de los reyes, se humillaba. Quitándole dignidad a su persona y privando de alimento y tiempo a su vida y esto no me gustaba. No entendía yo ni entiendo el por qué una persona ha de adular a los que sirve para ganarse su aprecio. Y menos me gustaba esto porque a pesar de lo mucho que mi padre se rebajaba antes los que sobre él mandaban, cada día era peor tratado. Y aunque, yo era pequeño, esto me dolía y en el fondo me enfadaba.

 

               Y sucedió que un día, mi padre no volvió a mi casa ni se le vio más por los recintos de la Alhambra. ¿Qué fue de él? No lo supe ni lo sé como tampoco sé ahora qué fue lo que le pasó a mi madre unos días después. Los busqué y pregunté por ellos a muchas personas y nadie me dio ninguna respuesta. Al quedarme solo, me llené de miedo y como yo no quería ser amigo de los reyes ni de los príncipes que vivían en la Alhambra para no vivir lo que en mi padre había visto, un día me vine a estos valles. Bajo la encina de la roca en forma de cueva, tengo mi casa y en los campos que me rodean y este río y valle, mi paraíso. Y nada más tengo que contaros. Solo os pido que, para mí, no arregléis las ruinas de la casa en esta colina.

 

               Guardó silencio el pequeño sentado en la roca y el grupo de niños y el hombre que le rodeaban, al oír las últimas palabras que había pronunciado, se quedaron extrañados. Por eso el hombre del borriquillo preguntó:

- ¿Por qué no quieres que para ti arreglemos las ruinas de esta casa en la colina? No tenemos otra cosa que darte y estos niños y yo, queremos que al menos tengas una vivienda digna.

- La roca de la cueva bajo la encina, es la vivienda más hermosa y digna que incluso todos los grandiosos palacios de la Alhambra. Todo es por ahí puro, huele a fresco, tengo cerca un río de aguas muy claras y soy libre como el mismo viento que me besa. Así que gracias y ahora dejadme que me vaya.

 

               Y nadie pronunció ni una sola palabra más. El pequeño de la roca, se levantó, caminó por la colina y luego por la senda hacia la fuente de los juncos y poco después se perdía hacia el valle de la encina. Desde lo alto de la colina, los niños y su amigo, los miraban y antes de perderlo de vista, el hombre del borriquillo, comentó:

- Todos en esta vida perseguimos un sueño. Si por sí mismo y en libertad este niño ha elegido lo que ahora mismo tiene y ama, debemos respetarlo. Ser libre sin duda que es algo grande y el cielo, es lo que más bendice.

MENSAJES NO DESCIFRADOS EN LA ALHAMBRA

 

               Dentro de los palacios de la Alhambra, en los recintos más recogidos, en salones y estancia, hay muchos mensajes escritos. Poesías, sentencias, alabanzas, leyendas… Fueron escritos estos mensajes en los momentos de la construcción de estas fortalezas, torres y murallas. Se han conservado a lo largo del tiempo y, en épocas más modernas, muchos expertos estudian y difunden estos mensajes. Por eso hoy en día, hay bastantes libros donde se explica el contenido de estos mensajes. También hay reportajes y películas y los guías lo transmiten a los turistas o visitantes a estos recintos. Todos repiten lo mismo porque lo escrito en los salones de la Alhambra, es concreto, finito y hasta parece que ya no hay más que descubrir pero esto último no es cierto.

 

               En la Alhambra y especialmente en sus jardines y entorno, más cerca y lejos, hay muchos, muchos mensajes por descubrir. Escritos algunos, si no del todo en parte, por los humanos. Y otros muchos de estos mensajes, simplemente representados por el gran creados del Universo. El gran arquitecto, poeta y sabio que nunca nadie ha conocido en su exactitud ni será descifrado jamás. Pocas personas, a lo largo del tiempo, han llegado a conocer estas rúbricas que estoy diciendo y menos personas aun han explicado estos mensajes ni en libro ni a los que continuamente visitan los recintos de la Alhambra. Yo sí conozco algunos de estos signos que, como he dicho, no están escritos en las paredes de los salones ni otras estancias. Pertenecen a otro espacio y quizás por eso, pocos los conocen y menos les presta atención. Desarrollo a continuación el relato.

 

               El huertecillo no era muy grande. Como la tercera parte de un campo de futbol, más o menos y se encajaba en una pequeña repisa. Junto a un pequeño arroyo entre dos no muy grandes laderas, al comienzo del lugar conocido ahora como barranco del Rey Chico y tenía tierras muy buenas. En el huertecillo, que también se configuraba como un recogido jardín, crecían unas cuantas cepas de viña, granados por el lado del arroyuelo y al borde de la acequia, un par de cerezos, una gran noguera, almendros, tres limosneros y seis o siete naranjos. Daban estos naranjos una fruta tan buena que no había en toda Granada mejores naranjas. Cuando estaban maduras, y siempre las cogían precisamente cuando estaban por completo maduras, tenían un sabor exquisito. Ni dulces del todo ni agrias por completo sino muy suaves y con tanto zumo que un solo gajo bastaba para llenar la boca y saborear un buen trago de zumo.

 

               A la princesa, la más hermosa que por aquellos días vivía en la Alhambra y también la más inteligente y amante de la naturaleza, le gustaban mucho las naranjas que daban los naranjos del pequeño huerto. Por eso, a sus padres y al hortelano que cuidaba estas tierras, siempre les decía:

- Las granadas quiero que las cojas cuando ya estén a punto de abrirse. Cuando, al partirlas para sacar sus granos, estos se vean por completo color sangre y brillante como los granates. Porque en el fondo, las granadas de estos granados, es eso lo que parecen: granates incandescentes tallados con sangre viva. Y por eso su sabor no puede igualarse a ninguna otra fruta del mundo.

Y el joven hortelano siempre que oía a la princesa contando estas cosas, se desvivía en complacerla. Porque para él, la joven alteza, era su mejor amiga y la más buena princesa que nunca había soñado.

 

               De aquí que no solo la respetara y complaciera en todo lo que estuviera en sus manos sino que dejaba su vida, sudor y sueño, en el cuidado de las plantas del pequeño huerto y también jardín. Este trozo de tierra era propiedad exclusiva de la princesa. Los padres se lo habían regalado como un obsequio especial y para que su amor por la naturaleza, plantas y animales, de algún modo estuviera colmado. Buscó el padre también el mejor hortelano y entendido en plantas y árboles para que cuidara el jardincillo y huerto de la hermosa princesa. Y el afortunado de este trabajo, recayó sobre el joven, ahora un buen amigo de la princesa. De aquí que por estas cosas, el joven tuviera muchos y grandes motivos para cuidar con esmero los naranjos, granados, rosales, jazmines y otras plantas del jardín.

 

               Por eso cuando la princesa también le decía:

- Las naranjas de estos naranjos míos, también debes dejarlas que maduren en el árbol. La fruta, toda la fruta y especialmente estas naranjas, para comerlas, deben cogerse directamente del árbol y justo en el momento exacto de su maduración. No hay sabor más bueno en la naturaleza entera que una naranja de estos naranjos cogida justo en el momento de su maduración.

Y el joven siempre le decía:

- Tú no te preocupes, princesa. Tus indicaciones son para mí órdenes y, además, que de estos árboles salga lo mejor para ti, es también mi dicha.

Decía esto el joven y era sincero porque él, también sabía que la joven era poseedora de una sabiduría especial.

              

               Su corazón se lo decía cada vez que, al caer las tardes y otras veces al salir el sol, la veía paseando por entre las plantas del jardín huerto. Sola siempre y como mostrando mucho interés por cuanto a su paso iba encontrando. Una rosa abierta, algún mirlo revoloteando por entre las ramas de los árboles, las plantas aromáticas que crecían al borde de la acequia, los almendros florecidos y luego cuando estos árboles maduraban sus frutos. También le gustaba a ella pararse junto a las aguas de la acequia o donde una pequeña fuente y quedarse aquí observando quieta a lo largo de mucho rato. Al ponerse el sol, se sentaba en el pequeño banco de piedra que el joven hortelano le había construido, justo al lado de arriba de los naranjos. Y desde este sitio, a través de las ramas de los granados, observaba las puestas de sol, cuando la luz del día se iba apagando al fondo de la Vega de Granada.

 

               Llamaba algunas veces al joven jardinero y le decía:

- Por ese horizonte donde el sol se oculta cada tarde, debe existir algo misterioso y grande.

- ¿Por qué piensas eso?

- Es que, de alguna manera, mi corazón lo intuye.

- Quizás sean los colores rojo sangre y azul morado que por ahí aparecen cada día.

- Sí, quizás sea esos colores y también sé que es la luz que por ahí se despliega. Pero al mismo tiempo, mi corazón me dice que algo mucho más grande por ese horizonte se esconde.

- También puede ser que por ahí adivines los reinos de tu padre, el rey.

 

               Y al oír esto, la princesa pensaba en las ciudades, montañas y mares que muchas veces le habían dicho existían por donde el sol se ocultaba cada tarde. Pero al traer a su mente estas imágenes, le decía al jardinero:

- Los territorios, las ciudades, las personas, lo que cada día nace y muere, todo esto son cosas pequeñas e insignificantes si las comparamos con lo que mi corazón adivina por ese horizonte por donde el sol se oculta cada tarde.

- Pues si tú lo dices y así lo sueñas, algo de verdad existirá y un misterio grande puede que haya en las puestas del sol que tanto te llenan.

 

               Y una tarde, estaba la princesa junto a la acequia y miraba al horizonte lejano y también a las cumbres de Sierra Nevada. Sobre estas montañas brillaban las nieves y por las montañas más cercanas se adivinaban los ríos. Miró ella a los naranjos que tenía cerca y, en uno de ellos, descubrió algo que le extrañó mucho. Le dijo al joven jardinero:

- ¿Tú estás viendo lo que yo?

- ¿Qué ves tú?

- Que el naranjo de la acequia, el que crece al lado de arriba, este año no tiene ni una naranja.

- Hace tiempo que lo había descubierto. Y también me ha dado cuenta que precisamente ahora, cuando los demás naranjos muestran sus frutas maduras y con los colores más vivos, éste de la acequia comienza a dar flores.

- Pero si ahora estamos en pleno invierno ¿cómo da flores y justo en el momento que los demás naranjos tienen maduras sus frutas?

- Yo no sé por qué será esto, princesa, pero las flores son blancas y huelen como las que brotan en primavera.

 

               No hablaron más aquella tarde del naranjo florecido en pleno invierno. Sí unos días después, la princesa descubrió que el naranjo singular, que era como empezó a llamarlo, ya estaba por completo cubierto de flores olorosas y frescas. Y se extrañó mucho más que ni siquiera las grandes heladas de las noches frías, le afectaran a las pequeñas flores del naranjo. Y andaba ella cavilando y mirando al naranjo florecido cuando vio algo que le llamó nuevamente la atención. Por entre las ramas del árbol, aparecía, saltaba y revoloteaba un pequeño pájaro blanco. Llamó al joven jardinero y le preguntó:

- ¿Qué ave es esa?

- Un mirlo, princesa.

- ¿Un mirlo blanco?

- Eso es.

- ¿Y tú sabías que por estos jardines míos vive un mirlo de este color?

- Es la primera vez que lo veo y por eso estoy como tú extrañado.

 

               Tres días más tarde, estaba ella cogiendo algunas flores de azahar del naranjo florecido en invierno y al mirar para el horizonte, por donde el sol ya se ocultaba, vio como unas figuras de nubes que parecían fuego. Otra vez llamó al joven jardinero y le preguntó:

- ¿Qué es aquello?

- En parte son las puestas de sol que a ti te gustan tanto pero hoy, con algo nuevo.

- Sí porque entre esos colores rojos sangres y azul morado, se ven como unas letras muy concretas. ¿Quién escribirá ahí un mensaje y qué desea decirnos?

- No lo sé, princesa.

 

               Al día siguiente, buscó al mirlo blanco por entre las ramas del naranjo y no lo vio. Unas semanas después, el naranjos de las flores, perdió el color de sus hojas y se secó. Pero cuando la primavera comenzó a llegar, cada tarde las puestas del sol al fondo de la Vega de Granada, eran más bellas y misteriosas. Comentó ella esto y lo del mirlo blanco y el naranjo seco, con el joven jardinero y de ningún modo encontraban una respuesta que les convencieran.

 

               Pasó el tiempo, mucho tiempo. Los naranjos y el pequeño jardín de la princesa, desaparecieron, se fueron los reyes para siempre de los palacios de la Alhambra y todo por esta colina cambió mucho. Nadie supo nada ni de aquel joven jardinero ni de la princesa ni de sus bellos pero extraños sueños. Sin embargo, de aquellos días y momentos, por los jardines de la Alhambra y por el barrio del Albaicín, aun se repite el misterio. Por entre los naranjos que ahora decoran los aparcamientos para los coches de los turistas, algunas tardes he visto revolotear un mirlo blanco. Y también sé que, en un Carmen muy concreto del barrio del Albaicín, un naranjo da flores en los días más fríos del invierno. Justo cuando los demás naranjos tienen sus frutos maduros. Y desde el Mirador de San Nicolás, el de la Silla del Moro y el de San Miguel Alto, se ven puestas de sol que asustan de tan bellas y misteriosas.

 

               Por eso decía al principio de este relato y ahora repito, que en la Alhambra, palacios y torres, hay muchos mensajes escritos, casi todos ya descifrados. Pero estos otros mensajes, el mirlo blanco por entre las ramas de los naranjos, el naranjo que da flores en uno de los cármenes del Albaicín y las puestas de sol al fondo de la Vega de Granada, son tan reales o más que lo escrito en las paredes de los palacios de la Alhambra. Y hasta pienso que mucho más importantes y profundos y nadie, nadie hasta hoy, los has descifrado.

AL VOLVER LA NAVIDAD

 

     Lo vi bajar por la calle estrecha del blanco barrio que corona el cerro frente a la Alhambra. Y como todavía no había llegado la luz del nuevo día, vi como al pisar la plaza cuadrada con firme de piedras, se sentó en la roca del lado de arriba que era por donde caía, en abanico, el caño.

 

     Y primero miró al frente como si buscara la presencia de la persona amada. Y como fue descubriendo que el rincón estaba por completo solitario, a pesar de las casas que le rodeaban y que se les sentía repletas aunque las personas, por ser de noche, todavía estuvieran descansando y como se notó a gusto en la soledad del amplio espacio, de su zurrón sacó unas viandas y se puso a comer con la solemnidad de quien ya lo tiene todo madurado.

 

     La clara noche avanzaba asombrada hacia el amanecer transparente y blanco. Por entre sus pies cansados y sus carnes ya perfumadas de reluciente alba, saltaba la corriente limpia que amorosamente todo lo inundaba y armoniosamente se abría como en un abanico de sueños colorados. Y lo que desde siempre había sido una simple plaza con bombillas eléctricas y algunos rosales artificiales clavados en el asfalto, al llegar él y sentarse solemne en la piedra que es sillón del viajero que llega cansado, se transformó, desde el silencio, en rutilante escenario.

 

     La soledad con el agua corriendo y la luz de la noche, era lo grandioso y de misterio más cargado y luego su presencia y la iluminación del terreno y la fuente desbordada como fuera del tiempo. Y sin espacio y desde lejos, en la otra dimensión, quise acercarme y preguntarle:

- Viajero, conocido por mí porque soy yo y eres mi hermano ¿qué celebras en este amanecer tan detenido en la aurora y de tanta esencia vital, preñado?

Y me pareció oír de su boca:

- Es como si el camino aquí se hubiera acabado y también un poco el tiempo y por eso las personas que llenan estas casas, están descansado y al llegar, nadie me recibe sino el vacío de la amplia plaza, la música de la fuente fluyendo en su nítido canto y la inclinación del terreno anunciando.

 

     Y le volví a preguntar:

- ¿Pero qué celebras en esta soledad y espacio?

Y él:

- Un poco la Navidad pero lo que más ahora mismo yo estoy celebrando, es el encuentro con mi propia alma por donde tengo anidado el sueño que me mantiene vivo en el calor del Dios amoroso que fue principio, camino y fin y ahora, mi eterno descanso.

Bulerías alhambreñas

 

Del aire que en la tarde

me besa,

mientras te recuerdo

sin que lo sepas,

recojo del invierno

tu ausencia.

Y a ratos te sueño

en las estrellas

y otras veces rezo

para que vuelvas.

Todo es hermoso

pero tu ausencia

duele en el aire

que, en la tarde, besa.

 

 

              

 

 

 

 

 

 

Cuando llegó el invierno y éste se encajó en los días de la Navidad, allá en su país nevó mucho. Tanto que la nieve no paraba de caer ni de día ni de noche. Se cubrieron los paisajes, las inmensas tierras llanas a lo largo y ancho de su gran reino, las casas, las calles y las plazas de su ciudad y los bosques de las escasas montañas. También se helaron los ríos y las personas se envolvieron en gruesos guantes y abrigos.

 

               A ella no le disgustaba esto porque en estos lugares había nacido y, desde sus primeros días de vida, se había ido acostumbrando a las nieves y al intenso frío del invierno. Pero ella, joven muy culta y toda interesada por el idioma español, no paraba de contar a las amigas:

- De este año no pasa que vaya a España en los días de Navidad.

- ¿Y a qué ciudad de España quieres ir?

- Por supuesto que a la gran ciudad de la Alhambra. He leído y me han hablado tanto de esa ciudad, de la Alhambra, del barrio del Albaicín y del río Darro, que ahora necesito encajarme allí y vivir todo aquello.

 

               Las amigas, cada vez que la oían hablar de España y en concreto de Granada, se morían de envidia. Desde hacía mucho tiempo y más cuando llegaban los fríos del invierno. Porque ella también les decía:

- Por lo visto, la Navidad allí en España y en concreto en Granada, es algo único en el mundo. Quiero conocerla y vivirla y quiero sentir el flamenco que en aquellos lugares se canta.

Y un día, las amigas le dijeron:

- Pues nosotras queremos ir contigo a España y a Granada y conocer y vivir contigo todo lo que cuentas.

 

               Así fue como, unos días antes de la Navidad, las tres comenzaron su viaje desde su lejano país rumbo a granada. Llegaron a esta ciudad dos días antes de las fiestas de Navidad y lo primero que hicieron fue preguntar por el mejor cantante de flamenco. Le dijeron:

- En Granada y en concreto en Albaicín y Sacromonte, hay muchos y buenos cantantes de flamenco.

- Pero el mejor y más original ¿Cuál es?

- El que vive en la cueva del barranco. Es joven como vosotras y canta un flamenco tan bueno y original que hasta nosotros estamos extrañados.

 

               Aquella misma tarde, en compañía de sus amigas, recorrieron la Carrera del Darro y subieron al barranco de las cuevas en el barrio del Sacromonte. Preguntaron y le dijeron que el mejor y más original cantante de flamenco, sí que vivía allí pero que hacía mucho que no quería cantar.

- ¿Y eso?

- Nadie lo sabemos. Parece que en su vida ha ocurrido algo que le ha dejado herido por dentro y, puede que por esto, hasta del flamenco quiera olvidarse.

- Pero yo quiero oírlo porque he venido desde el otro lado del mundo para conocer y vivir la Navidad en Granada y para disfrutar de este original flamenco.

- Pues en aquella cueva vive. Hablad con él a ver si lo convencéis.

 

               En compañía de sus amigas, se acercaron a la cueva. Lo buscaron y cuando lo vieron, lo saludaron y le dijeron:

- Queremos oírte y verte cantar flamenco.

Y rápido él les dijo:

- A mí, ya nunca más me van a oír cantar flamenco.

- ¿Por qué no?

- Por algo muy especial que ha ocurrido en mi vida y tampoco quiero compartir con nadie.

- Pero nuestro interés por oírte cantar flamenco es más grande que el que nunca nadie haya tenido.

- Pues lo siento.

Y aquella tarde, se alejaron de él, por completo desanimadas pero con el propósito de volver al día siguiente y rogarle que cantara algo especial para ellas.

 

               Subieron por segunda vez al barranco de las cuevas, lo buscaron y en esta ocasión casi le suplicaron que para que se animara y las complaciera. Y al verlas tan insistentes, el famoso cantante de las cuevas, ahora les dijo:

- De acuerdo. Cantaré por última vez en mi vida, solo para vosotras y por complaceros.

- ¿Ahora mismo será eso?

- Será esta tarde, un poco antes de ponerse el sol pero con la condición de que vosotras tenéis que hacer lo que os diga.

- ¿Qué tenemos que hacer?

Y el extraño cantaor de flamenco, habló durante un buen rato y con detalle, les explicó lo que tenían que hacer. Al final ellas dijeron:

- Haremos las cosas tal como tú nos lo pides porque nuestras ganas de oírte cantar flamenco son más grandes que ninguna otra cosa.

 

               Un poco antes de ponerse el sol, de nuevo recorrieron ellas la Carrera del Darro, cruzaron el puente del Aljibillo y comenzaron a subir por el camino de la Fuente del Avellano cuando de pronto, una de las tres jóvenes dijo:

- ¡Un momento!

Las tres se pararon y escucharon muy en silencio. La que había pedido atención, de nuevo dijo:

- ¿Oí vosotras lo mismo que oigo yo?

Y las amigas aclararon:

- Oímos los sonidos de una guitarra, como retumbando por el río.

- Sí, y parece que surgieran de la ladera de enfrente que es donde él tiene su cueva.

- También parece como si los acordes de esta guitarra estuvieran preparando el terreno para que el cantaor se arranque. Vamos a seguir subiendo por este camino a ver si desde más arriba, descubrimos lo que ocurre ahí enfrente.

 

               Y aprisa y llenos de emoción, continuaron subiendo por la cuestecilla del Camino del Avellano. A cada paso que daban, los sonidos de la guitarra se oían con más claridad. Por eso comentaron:

- Son triste y a la vez hermosos como ninguna otra cosa en el mundo.

Remontaron la cuestecilla del primer tramo del Camino de la Fuente del Avellano y al llegar a donde crece una gran morera y hay un pequeño rellano en el terreno, se pararon. Sin dejar de prestar atención a los sonidos de la guitarra que por el río retumbaban, miraron para la ladera de enfrente. Para donde los barrancos de Los Negros y de Los Naranjos, en las laderas del barrio del Sacromonte. Y asombradas de pronto vieron lo que jamás nunca en sus vidas habían visto ni siquiera en sueños.

 

               Un bonito escenario, como elevado por encima de las cuevas, casas y parte del río Darro, mirando al sol de la tarde y frente por completo a la Alhambra. Y a la derecha de este escenario, vieron una guitarra muy grande, las manos de una persona pulsando las cuerdas y en el centro y al fondo del escenario, vieron al cantaor de flamenco que conocían. De pie frente a un micrófono y delante de él, tres jóvenes vestidas de flamenco. La guitarra desgranaba sus notas, cada vez más brillantes, triste, dolorosas y bellas y al rato, el cantaor se arrancó:  

El granado viejo

del corazón de Granada,

ahora está sin hojas

y de sus ramas

cuelgan lucecitas

azules y blancas.

El invierno añejo

decidido avanza.

Donde ayer había flores

y frutas maduradas,

hoy solo hay tallos

color escarcha.

Todo se transforma,

tú siempre faltas.

 

 

 

 

 

 

 

           

 

               Su voz, ronca, herida, profunda y melancólica, resonó por todo el río Darro y luego se prolongaba valle arriba y hacia la colina de la Alhambra. Se arrancaron las jóvenes bailaoras y sus taconeos y movimientos del cuerpo, piernas y brazos, se confundieron con los brillantes rayos del sol de la tarde.

 

               Con el aliento contenido y desde el rellano del Camino de la Fuente del Avellano, ellas miraban y escuchaban y no daba crédito a lo que estaba viviendo. Solo la joven que y tanto a lo largo de su vida había soñado venir a Granada a oír flamenco, dijo:

- Es mucho más bello, triste y misterioso que lo que tantas veces he soñado. Por fin ahora comprendo que Granada, la Alhambra, este escenario flamenco sobre el barrio del Albaicín, el sol de la tarde y el río Darro, es lo más extraño y a la vez bello del mundo.    

LA FUENTE, EL PERRO Y EL MENDIGO

 

               En una pequeña plaza, en el barrio del Albaicín, hicieron una fuente. Justo al final de una estrecha calle que subía muy empinada desde el río Darro. Y a esta fuente, además de un pequeño caño por donde se deslizaba un claro chorrillo, le hicieron un pilar rectangular. Tallado en piedra y no muy grande aunque algo profundo y elevado del suelo como un metro, más o menos.

- Para que beban las bestias cuando vengan cargadas por esta cuesta.

Decían algunos vecinos.

- Y también para que las personas podamos beber en el chorrillo y lavarnos las manos y coger agua de este pilar.

Comentaban otros.

 

               El caso es que todos los vecinos cerca de esta fuente, estaban contentos. La pequeña plaza ganaba mucho y la estrecha calle, adquiría mucha importancia porque no en todos los rincones del barrio, había fuentes. Y porque también, del agua del pilar, algunos vecinos cogían para dar de beber a los animales de sus corrales y regar las plantas del jardín o del huerto. Por eso, a primera hora de la mañana, desde el día en que inauguraron la fuente, alrededor del pequeño pilar se veía mucha actividad. Burros bebiendo, personas quitándose la sed en el claro chorrillo, mujeres llenando recipientes que luego se llevaban a las casas y hasta niños jugando por la plaza y cerca de la fuente.

 

               Al poco tiempo de la inauguración de este pilar, en el rincón de la derecha y junto a una pared con un hueco, se refugió un hombre pobre. El mendigo del barrio que era como muchos lo llamaban porque desde hacía mucho tiempo, lo habían visto, a veces pidiendo y otras veces, refugiado en cualquier jardincillo o recoveco en las calles. Por eso, cuando se vino junto a la fuente, a nadie le molestó ni le resultó extraño. Y bastantes de los que pasaban por la plaza o se acercaban a la fuente para beber o abrevar a sus animales, de vez en cuando le daban algo. Algunos frutos secos, un trozo de pan duro, algunas prendas de ropa para que se abrigara e incluso, un vaso de leche calentita para que entrara en calor en las frías mañanas del invierno.

 

               Los niños que con frecuencia jugaban en la plaza de la fuente, también respetaban al mendigo. Porque los padres de estos niños, de vez en cuando les decían:

- A los pobres hay que respetarlos y tratarlos con dignidad. Son personas como nosotros y, aunque en esta tierra son pobres, en el cielo puede que sean los más ricos. Nunca os riáis del mendigo ni lo enfadéis con vuestras bromas.

Y los niños que por las tardes y mañanas jugaban en la plaza de la fuente, en todo momento tenían muy en cuenta los consejos que le daban los padres. Todos los niños menos uno. El que vivía unas casas más arriba de la fuente y tenía el pelo rubio y era delgado.

 

               El mendigo era amigo de un perro colorado que le daba compañía tanto de día como de noche. Se acostaba a sus pies, lo miraba cuando su dueño se acurrucaba en sí para quitarse el frío y hasta lo defendía cuando alguien molestaba a su dueño. También los niños que jugaban en la plaza, respetaban mucho al perro del hombre pobre. Le daban, a veces, trozos de pan para que comiera, lo acariciaban y lo animaban para que jugara con ellos. Y el animal disfrutaba mucho con las chirigotas y ocurrencias de los niños. Sin embargo, el niño delgado y de pelo rubio y que casi siempre andaba solo, en cuanto podía y los demás no lo veían, se acercaba al mendigo y le decía:

- Tu perro es el más feo de todo este barrio.

- ¿Y por qué dices eso?

- Porque no me gusta el color de su pelo ni tampoco sus orejas ni su rabo. Además, está sucio y cuando me acerco a él, siempre me ladra.

- Eso es porque tú no eres bueno con él. Este perro mí siempre ha sido cariñoso con todos y, conmigo, mi mejor amigo.

- ¿Y cuando lo lavas?

- Él se limpia solo y luego se pone al sol para secarse cuando llueve y para calentarse.

 

               Y en estos momentos, cuando el mendigo se acurrucaba y el perro estaba cerca de la fuente, el niño rubio, cogía del pilar agua con un recipiente y se la echaba al perro por encima diciendo:

- Para que te laves y te quedes limpio.

El perro salía corriendo, huyendo del pequeño que lo mojaba pero al día siguiente, el muchacho volvía otra vez a lo mismo. Así fue como, casi todos los días, cuando se acercaba a la fuente y veía al perro, lo empapaba de agua y cuando el mendigo protestaba, también se acercaba a él con el recipiente lleno de agua y lo derramaba sobre la cabeza del hombre pobre al tiempo que comentaba:

- Para que también te laves tú que estáis los dos hecho un asco.

Protestaba el mendigo y protestaba el perro y esto le hacía mucha gracia al pequeño solitario.

 

               Cuando los demás niños andaban jugando por la plaza y veían al de los pelos rubios empapando al perro y al mendigo, se enfadaban con él. Salían corriendo y a un hombre mayor que vivía cerca de la fuente, le decían:

- Ya está otra vez echándole agua al perro y al mendigo.

El hombre mayor los miraba y no sabía ni qué decirles ni qué hacer. Hasta que un día, cuando los niños vinieron a él para decirle que andaba corriendo detrás del perro para empaparlo como siempre, el hombre mayor les dijo:

- Mañana mismo vamos a darle un escarmiento.

- ¿Cómo?

Preguntaron enseguida los niños. Y el hombre mayor les explicó el plan que ya había ideado.

 

               Al día siguiente, todos los niños se fueron a casa del hombre mayor. Esperaron a que el niño solitario se acercara al mendigo y le echara agua al perro. Y cuando, media hora después el niño rubio apareció y, como todos los días, se puso a correr detrás del perro y a mojar al mendigo, todos los niños salieron de la casa y también el hombre mayor. Corrieron detrás del niño rubio, lo cogieron y, ayudados por el hombre mayor, con el mismo recipiente que el niño rubio usaba para empapar al perro y al mendigo, lo rociaron de agua una y otra vez. Luego lo acercaron a la fuente y todos al mismo tiempo y con las manos, le echaron agua y más agua durante un buen rato. Al final el hombre mayor dijo:

- Esto es solo un escarmiento. Como te veamos otra vez echándoles agua al perro y al mendigo, de nuevo recibirás lo que mereces.

    

               A partir de aquel día, nunca más vieron al niño solitario maltratar ni al perro ni al mendigo. Sí los niños, preocupados, hablaron con el anciano y éste les dijo:

- En la vida, se aprende mucho cuando un recibe el mismo trato que da a los demás.

- Pero, a partir de ahora, él no querrá saber nada con nosotros. Nos tratará como si fuéramos sus enemigos.

- Vosotros, tranquilos. Por ahora, vamos a dejar las cosas tal como en este momento están, para que escarmiente y comprenda que hay comportamientos que deben evitarse. Cuando pase un tiempo, yo mismo me encargaré de hablar con él y pedirle que se venga con vosotros y se haga nuestro amigo.

EL HOMBRE, LOS PÁJAROS Y LOS GATOS

 

               Su casa no era muy grande. Recogida en la ladera del barrio del Albaicín, frente por completo a la colina de la Alhambra y no lejos del Mirador de San Nicolás. Tenía un pequeño jardín con naranjos y limoneros, higueras, granados, muchos rosales que daban flores en todos los colores, un cerezo y un par de acebos. También un pequeño y fresco césped de violetas moradas y blancas y, en el mismo centro de este jardín, una fuente de piedra con agua rumorosa y clara.

 

               No tenía familia y por eso vivía solo en su bonita casa y pequeño jardín que adoraba. Pero él, amanten de los animales y amigo sincero de la naturaleza, puestas de sol y del pequeño río que corre a los pies de la Alhambra, cuidaba con gran esmero las plantas de su jardín. Le decía a los amigos, cuando venían a su casa a por algunas naranjas o tallos de hierba buena:

- Con el sudor de mi frente, quitándome el pan de la boca, piedra a piedra y a lo largo de mucho tiempo, por fin he conseguido la pequeña casa de mis sueños. ¿Y sabéis lo que ahora cada día más deseo?

- Tener un día no una casa como ésta sino un palacio como la Alhambra.

- Eso, ni lo sueño. Con este recogido paraíso mío tengo más que suficiente.

- ¿Entonces?

- Lo que más deseo cada día y sueño que se haga realidad es que este jardín mío se llene de muchos pajarillos.

- ¿Qué clase de pajarillos?

- Ruiseñores, currucas, gorriones, tórtolas, palomas, mirlos blancos y negros, petirrojos, verderones y otros muchos más.

- Pues ojalá un día tu sueño se haga realidad.

Le decían los amigos.

 

               Por eso, desde aquellos días, el hombre ponía más y más interés en las plantas de su jardín y en el agua clara de la fuente. Pasado el tiempo, una noche y en el acebo que crecía bajo su ventana, sintió cantar un mirlo. Le pareció tan hermoso que por un momento pensó que soñaba. Pero al día siguiente, se sorprendió aun más al ver posarse en las ramas del ciprés, una pareja de tórtolas. Se dijo: “¡Qué bien que las aves vayan llegando a este jardín mío! No les daré de comer ni tampoco les pondré nidos artificiales. Quiero que, los pájaros que vengan a este rincón, sean los más libres del mundo porque eso es lo que la naturaleza les pide a ellos”. Pero el hombre, a partir de aquel día, regaba las plantas de su jardín con más entusiasmo y procuraba que en la fuente nunca faltara agua. También dejaba que los pájaros se comieran de sus árboles, los higos maduros, las manzanas y las cerezas.

 

               Y una mañana de primavera, antes de salir el sol, el hombre sitió los trinos de un ruiseñor. Cantaba con fuerza melodías casi mágicas y esto le lleno de gozo el corazón. De nuevo se dijo: “Lo que nunca soñé y más me gusta en esta vida, por fin ocurre en este jardín mío. Debo darles gracias al cielo por el regalo tan maravilloso que cada día me ofrece”. Y a partir de aquel día, a todas horas contaba el bonito milagro que estaba ocurriendo en el pequeño jardín de su casa. Y los amigos, uno y otros, le decían:

- Pues ya verás lo que pasará con todos estos hermosos y silvestres pájaros que se han venido a vivir a tu jardín.

- ¿Qué es lo que puede pasar?

- Pues que un día, cuando menos lo esperes, aparecerá por aquí un gato y se los comerá todos, uno detrás de otro. Eso ocurre con frecuencia y las avecillas de tu jardín no están exentas de esta amenaza.

 

               El hombre guardaba silencio y ni siquiera quería pensar que un día ocurriera lo que los amigos le anunciaban. Pero un día, un poco antes de la primavera, bajo uno de los acebos y en un rincón entre piedras, una gata del barrio parió cuatro gatitos. Ni siquiera lo descubrió él a pesar de lo mucho que cuidaba y regaba su jardín, casa y pájaros. Crecieron los cuatro gatitos por completo salvajes y cuando ya la madre los destetó, aparecieron por el jardín buscando alimentos y agua. Enseguida el hombre descubrió que los ruiseñores dejaron de cantar y al poco desaparecieron. A los mirlos apenas se les veía por el jardín. Pocos días después, vio junto a la fuente, las plumas de una tórtola y otro día, por entre los rosales, se encontró también las plumas y restos de una curruca. Desaparecieron las palomas y hasta un par de mochuelos que había oído ulular por las noches, dejaron de oírse.

 

               Preocupado el hombre cada día más, varias veces intentó echar fuera de su jardín a los gatos y no lo conseguía. Habían crecido tan salvajes que en cuanto lo veían, salían corriendo y saltaban por las paredes o se escondían en los sitios más complicados. Y el hombre, a lo largo de todo el verano, en los meses del otoño y durante el invierno, fue encontrando una vez y otra, plumas, patas y picos de pájaros comidos por los gatos. No dormía ideando la forma de echar fuera de su jardín a estos salvajes felinos y para animarse se decía: “En cuanto de nuevo llegue la primavera y los mirlos, las tórtolas y las palomas que aun todavía quedan por aquí hagan sus nidos y salgan sus crías, seguro que otra vez mi jardín se llena de avecillas”. Y sí, al llegar la primavera aparecieron algunos mirlos, currucas y gorriones, hicieron sus nidos y sacaron sus crías. Pero al salir los nuevos pajarillos de sus nidos, cían al suelo y mientras intentaban entrenarse para coger fuerzas y escabullirse entre las ramas, aparecían los gatos y se los iban comiendo uno detrás de otro. Enfadado el hombre, un día hizo una jaula grande de alambres recios y trozos de hierro, le puso una puerta con unos muelles, un gancho dentro y en el fondo y aquí trabó un trozo de carne. Preparó esta trampa y, al caer la noche, la colocó en el rincón donde sabía se refugiaban los gatos.

 

               Se dijo: “Si da resultado y caen en esta trampa, los eliminaré de este jardín mío y así los pajarillos volverán otra vez y vivirán en paz”. En cuanto amaneció al día siguiente, salió de su casa y se fue derecho a la jaula que había colocado para atrapar a los gatos. Y al acercarse, vio que dentro de la jaula, miraba asustado y furioso uno de los gatos que mil veces antes había descubierto corriendo por su jardín. Se dijo: “Eres muy bello y ahora mismo me inspiras compasión pero te has comido casi todos los pájaros que vivían en mi jardín y eso me tiene muy enfadado. Los siento porque nunca me hubiera atrevido hacerte daño si tú y tus hermanos hubierais respetado las avecillas de este pequeño paraíso mío”. Cogió la jaula con el gato dentro, se acercó a la fuente, sumergió la jaula en el agua y en el fondo la tuvo hasta que el felino murió por completo ahogado. Luego abrió la jaula, sacó de ella el gato ya sin vida, hizo un agujero en el rincón del jardín y lo enterró diciendo: “Puede que a partir de ahora me llamen matagatos pero lo siento. Ni tú ni tus hermanos habéis respetado los bonitos y alegres pájaros de mi jardín y por eso yo tampoco puedo respetaros a vosotros. Uno detrás de otro, os iré eliminando”.

 

EL DUEÑO, EL MANIJERO Y EL JOVEN

 

Si las personas supieran

con cuantas pocas cosas

se puede ser feliz en esta tierra,

seguro que comprenderían

que las riquezas

no son tan necesarias

como se piensa.

               Aquella mañana, veinticuatro de diciembre, se presentó muy clara. Sin ninguna nube en el cielo, muy fría, con mucha escarcha por el suelo, rocío trabado en los tallos de la hierba y con los mirlos acurrucados en los cipreses y acebos. Una mañana toda invierno y como parada sobre la ancha Vega de Granada aunque parecía rodar silenciosa desde las blancas nieves de las cumbres de Sierra Nevada. El río, el que claro y azul desciende desde estas cumbres blancas, silencioso surcaba la vega, como ajeno tanto a la fría y limpia mañana como al joven y al capataz que caminaban por su orilla.

 

               Como muchos otros días, el joven había llegado puntual a su trabajo. Mezclado con el resto de la cuadrilla y justo al salir el sol, todos con el manijero al frente, se preparaban para el trabajo de la nueva jornada. Envueltos en sus oscuras ropas y exhalando el cálido vaho al frío aire de la mañana. Al joven, casi confundido en la cuadrilla que se disponía dar comienzo a la faena, se acercó el manijero y le dijo:

- Coge tu almocafre y vente conmigo.

Como tantas otras veces, sin pronunciar palabra, el joven obedeció al capataz. Caminaron por el borde de la acequia y al llegar a la orilla del río, donde los álamos eran espesos y crecía también espesa la grama y la hierba, de nuevo el manijero dijo al joven:

- Empieza por aquí y limpia bien de hierba y grama todo este balate junto a la acequia.

 

               Apretó el joven su azadilla entre las manos y comenzó el trabajo que el capataz le pedía. Y al instante oyó que otra vez el hombre le decía:

- Haz bien tu trabajo mientras yo vuelvo a la cuadrilla para indicarle las cosas y marcarle el trajo. Vendré a verte y charla contigo dentro de un rato. Hoy tengo para ti una gran noticia.

De nuevo el joven guardó silencio, aprestó con interés y empeño al trabajo que el capataz le había pedido y no dijo nada. Sí vio como el hombre que sobre él mandaba, caminó por el borde de la acequia y se acercó a la cuadrilla que junto a los naranjos le esperaba.

 

               Los naranjos, olivos, almendros, un buen trozo de tierra virgen y dos o tres trozos más sembrados de ajos, habas y hortalizas, formaban parte de la gran finca en el mismo centro de la Vega de Granada. A los pies de Sierra Nevada, por debajo de la colina de la Alhambra y junto al borde del río Genil. En las mismas orillas de este río y donde el agua se remansaba, se alzaba la alquería o cortijo de la finca de labor. Un gran edificio de paredes blancas, con forma rectangular, un patio en el centro donde el agua se remansaba en un pequeño pilar con dos chorrillos. A un lado del patio, el gran edificio blanco, tenía el pajar y las cuadras, al otro lado, se veían las estancias donde se guardaban los cereales, las legumbres, las aceitunas y otros frutos recogidos en las tierras de la finca. En el pabellón de enfrente, había algunas viviendas y en el ala principal del gran edificio blanco, vivía el dueño de las tierras con su familia. También el capataz, en una pequeña estancia a la izquierda.

 

               El dueño de esta bonita y fértil finca o almunia, era rico, tenía muchos amigos en la ciudad de Granada y lo conocían y querían mucho en los palacios de la Alhambra. Muchos, tantos en la Alhambra como en Granada, siempre decían de él:

- Es un hombre bueno como pocos en este suelo. Siempre nos trata con respeto, nos paga el jornal justo y reparte con nosotros muchos de los frutos de sus huertas. Nadie, en estos tiempos, es tan bueno como él.

- Y lo que más me gusta de este hombre, es el trato exquisito que siempre muestra con los pobres. Como si nos quisiera de verdad y, al mismo tiempo, en que seamos nobles y aprendamos todo lo que podamos.

 

               Y quizás por esto, el hombre dueño de la finca, se fijó de una manera especial en el joven. Desde el primer día que fue a trabajar en las tierras de su rica huerta. Por eso, al poco, le dijo al capataz:

- Trata bien a este muchacho. Procura que cumpla con su trabajo, págale lo que merezca y vele enseñando cosas importantes. Si te gusta su comportamiento y realiza bien su trabajo, encárgale las cosas que cada día hay que llevar a la Alhambra. Quiero que en aquellos recintos tengan de nosotros la mejor imagen.

Y el capataz, hombre amigo sincero del dueño y tan noble o mejor que él, tuvo muy en cuenta lo que le pedía su amo. Por eso, desde el primer día, trató con respeto al joven y como fue comprobando que éste se comportaba con nobleza y hacía bien su trabajo, al poco le encargó que cada día subiera a la Alhambra a llevar los productos que los reyes necesitaban en estos recintos. Subido en un pequeño borriquillo color ceniza, cada mañana el joven surcaba los caminos desde la Vega hasta la colina de la Alhambra y aquí dejaba la carga de frutas y hortalizas. Conoció a muchas personas e hizo buenos amigos entre los soldados, entre los criados de los reyes y también entre los príncipes y princesas de estos palacios.

 

               Especialmente él se fijaba en una hermosísima princesa que con frecuencia veía en los salones de los palacios, por entre los jardines o junto a las fuentes. Siempre que pasaba junto a ella, la saludaba con respeto y, aunque en muchas ocasiones sentía deseos de pararse y charlar un rato, no se atrevía. Temía que no hacer lo correcto y que los reyes se molestaran y se lo dijeran a su dueño. Por eso se decía: “Por nada del mundo quiero yo que me amo se enfade conmigo. Su trato conmigo es exquisito y como además de enseñarme comportamientos e indicarme cómo debo hacer las cosas, él saca de mí toda la bondad que en mi corazón hay”.

 

               Sin embargo, cuando por las noches dormía en el pajar instalado en una de las alas del cortijo, siempre soñaba con la princesa que había visto en la Alhambra. Cada vez más le parecía bella y buena y hasta la imaginaba corriendo por entre los naranjos y almendros de la finca, junto al río Genil en el centro de la Vega de Granada. Por eso, cuando durante el día trabajaba a las órdenes del capataz en las tierras de la finca, una vez y otra alzaba su cabeza, miraba para la colina de la Alhambra y pensaba en ella. Se decía, mientras seguía labrando las tierras y el sudor le chorreaba por la cara: “Los jardines por donde ella se pasea y las fuentes donde lava sus manos y refleja su cara, son hermosos y esta repletos de flores. Pero el día que venga por aquí y vea todos estos naranjos florecidos y huela el aroma de su azahar, también descubrirá que esto es tan bello o más que aquello”.

 

               Y un día, cuando el dueño del joven ya había descubierto la gran nobleza del corazón de muchacho, se acercó a él y le preguntó:

- Si tú fueras tan rico como yo y tuvieras una finca tan buena como ésta, en el centro de la Vega de Granada y coronada por la Alhambra ¿Qué harías?

Se le quedó mirando el joven y al rato preguntó a su dueño:

- ¿Quiere que le dé una respuesta sincera?

- Es lo que espero de ti y por eso te he preguntado.

Y el joven, después de meditar durante unos segundos, miró para la Alhambra, las cumbres de Sierra Nevada y luego para las aguas del río Genil que corría cerca, habló con sinceridad y dio una extensa respuesta al dueño. Éste le escuchó muy interesado y después se despidió y se fue. A partir de aquel momento y al día siguiente y al otro, contantemente decía a su capataz:

- Que no se te olvide nunca de darle el mejor trato a este joven, procurando que haga bien su trabajo y que no le falte alimento. También, enséñale las cosas con bondad y como si fuera tu propio hijo.

- Cumpliré con rigurosidad las cosas tal como usted desea, señor.

Decía siempre el capataz.

 

               Llegó el verano y para la recogida de la cosecha de cereales, en Granada el capataz buscó una buena cuadrilla de hombres. Entre ellos, seguía el joven. Para la recogida, también capataz contó con la misma cuadrilla y al llegar el invierno, después de la recogida de las aceitunas y las naranjas, dijo al dueño:

- Ya no hay que realizar tantos trabajos en estos campos. Nos sobran muchos hombres y por eso tendremos que despedir a unos pocos.

- Pues págale a cada uno lo que sea justo y merezca y ya sabes…

Entendió el capataz lo que el dueño quería decirle y por eso, aquella mañana veinticuatro de diciembre, se llevó al joven al borde de la acequia y después de indicarle el trabajo que quería que hiciera, le dijo:

- Haz bien tu trabajo y dentro de un rato vuelvo a charlar contigo.

 

               Después de indicar el trabajo a la cuadrilla, el capataz volvió junto al joven. Lo saludó de nuevo y le dijo:

- Dentro de unos días tengo que despedir a casi toda esta cuadrilla. Ya no ha trabajo en estas tierras para todos. Pero tú no te preocupes que el amo quiere que te quedes con nosotros para siempre. Tu trabajo y buen comportamiento en estas tierras, con el dueño y las personas de la Alhambra, a él le gusta mucho.

Agradeció el joven la buena notica que el manijero le daba y siguió con el trabajo que tenía entre manos.

 

               Al volver al final de la jornada al cortijo, después de comer con el resto de la cuadrilla, se fue al pajar donde cada noche dormía. Se envolvió en las pajas y, estaba a punto de coger el sueño, cuando sintió que alguien lo llamaba. Miró y a la luz de la luna, vio que era el dueño de la finca. Éste se paró cerca del joven, lo saludó y sin más le preguntó:

- Esta noche en Navidad y por eso vengo a darte una buena noticia. Puede que algún día seas más rico que yo e incluso más rico que todos los reyes de la Alhambra. Porque ahora mismo estoy dispuesto a regalarte una pequeña casa para que vivas y también parte de las tierras de esta finca mía. ¿Qué te parece?

Y después de pensarlo un momento el joven respondió al dueño:

- Que por su parte, es un acto de generosidad muy grande para conmigo y por eso se lo agradezco de corazón.

- ¿Aceptas entonces el regalo que te ofrezco?

- Lo siento pero no acepto su regalo.

Y un poco desorientado el dueño le volvió a preguntar:

- ¿Por qué no?

- Durmiendo en este pajar, comiendo los alimentos que usted me da cada día y realizando el trabajo que se me encarga, yo soy feliz por completo.

 

               Sentado en una alpaca de paja e iluminado por la luz de la luna, el hombre miró al joven y pasados unos minutos le volvió a preguntar:

- ¿Pero por qué no te gustaría tener una casa propia y ser rico?

- Señor, vivir en paz conmigo mismo, con usted y todos los demás, yo considero que es una gran riqueza. Y mayor riqueza es aun no tener en el alma preocupación alguna. Y es que yo también creo que cuanto más riquezas se posean en este mundo, menos paz hay en el corazón y sí muchas preocupaciones. Vivir de este modo no es vivir y por eso no quiero desasosiegos sino paz en el corazón y alma. Le agradezco, señor, su importante regalo en esta noche de Navidad pero yo soy feliz, muy feliz desde que trabajo con usted en estos campos, en libertad y en contacto con la naturaleza más fresca y durmiendo por las noches entre estas pajas. Y como además me permite que cada día suba a la Alhambra a llevar a los reyes las cosas que necesitan, mi dicha queda colmada por completo. Me siento libre, muy afortunado y amigo del cielo. No hay mayor riqueza en este mundo que la que en esta juventud mía estoy disfrutando.                  

 

manijero1. (Del fr. ant. maisnagier). 1. m. Capataz de una cuadrilla de trabajadores del campo. 2. m. Hombre encargado de contratar obreros para ciertas faenas del campo.

 

EL JOVEN, EL PERRO Y LAS MONEDAS DE ORO  

 

               Parece que, a pesar del tiempo transcurrido y lo mucho que por el lugar han cambiado las cosas, todo por aquí siguiera vivo. Como si, en algún lugar de la luz o del viento, su figura, su caminar y sus sueños, hubieran quedado recogidos y nada, nada pueda borrarlo. Al menos, yo así lo percibo y casi nítido lo veo en muchos momentos.

 

               Y sucedió hace ya mucho, mucho tiempo. Antes de que en la colina de la Alhambra, se alzaran las torres y murallas. Y por supuesto que mucho antes que junto al río Darro, Genil o por la Vega de Granada, hubiera edificios o palacios. Sí existían por aquellos tiempos, caminos que iban y venían por las orillas de estos ríos, cerca de las hermosas corrientes de aguas claras que descendían serenas o se remansaban en charcos o pequeñas playas. Subía, uno de estos caminos, por la orilla del hoy conocido como río Darro y pasaba por donde unos paisajes muy hermosos. Algo más arriba de donde ahora se juntan el río Darro con el Genil y casi a la altura de lo que conocemos con el nombre de Paseo de los Tristes.

 

               Por este camino, todas las tardes, se le veía. Era joven, siempre le acompañaba un pequeño perro colorado y blanco y parecía que en todo momento iba al encuentro de algo grande. Algunas veces, se paraba junto al río, donde el cauce tenía una pequeña curva y se remansaban varios charcos. Y aquí, durante rato, se entretenía mirando y jugando con su perro. Cogía, a veces, algunas truchas y en otros momentos, le llamaba mucho la atención el pequeño animal salvaje que en este tramo del río vivía. Al verlo su perro, perseguía a este animal y nunca lograba cogerlo. No le importaba porque su mundo era otro y por eso siempre llamaba a su perro y seguía por el camino.

              

               Le gustaba mucho el paso del pequeño arroyo que le llegaba al río por la derecha. Un hilo de agua muy clara, siempre descendía por este arroyuelo y para cruzarlo, él buscaba unas piedras gordas y de una a otra, saltaba. Como si no tuviera prisa pero siempre como al encuentro de algo importante que parecía no encontrar en ningún momento. Sin embargo, un día de invierno algo cálido, subió por este caminillo, en la curva de los charcos del río se paró un momento y jugó un rato con su perro. Luego siguió, cruzó el arroyuelo por el vado de las piedras y unos metros más adelante, se encontró con varios conocidos que caminaban en dirección contraria. Le preguntaron:

- Queremos cruzar al otro lado del río para remontar a la colina de la izquierda. ¿Por dónde hay un buen paso?

- Cruzad el arroyuelo saltando por las piedras y por debajo de la curva del río, veréis una bonita playa de arena. Ahí el río ofrece un cómodo paso.  

 

               Le dieron las gracias las personas y él siguió subiendo por el caminillo. Una veredilla estrecha, muy pegada a las aguas y por donde todo el suelo era arena. Por eso pisaba con cuidado y al poco, sus desnudos pies, tropezaron con unas monedas muy relucientes. Se agachó, las cogió y enseguida comprobó que eran de oro. Siguió caminando, ahora mirando a la arena del caminillo que pisaba y, al poco, vio otras monedas. Las volvió a coger y al mirar, vio más monedas y así hasta doce. Las guardó todas en su bolsa de cuero y cuando la tarde caía por la gran Vega de Granada, él se perdía río arriba, siguiendo la senda y en compañía de su perro. La oscuridad de la noche lo ocultó en los bosques y montañas al fondo y por donde brotaban las aguas del río y al día siguiente, ya nadie lo vio. Nunca más se le vio por las orillas de este río Darro ni tampoco nunca nadie preguntó ni ha preguntado por él. Pasado el tiempo, construyeron casas junto al río Darro y junto al río Genil y construyeron torres y murallas en la colina donde hoy se alza la Alhambra. Se borró y desapareció aquel caminillo, el arroyuelo del vado de las piedras y los charcos del río. Y, pasado el tiempo, aun se borraron mucho más aquellas playas de arena dorada y los paisajes que le rodeaban.

 

               Hoy en día, ya muchos, muchos años después, aquel caminillo y el joven con su perro, por completo han quedado enterrados en todo lo que por aquí se ha construido. Pero yo, muchas tardes me vengo al famoso Puente del Aljibillo, me siento en su muro, miro a la Alhambra sobre la gran colina, observo a los turistas y a las demás personas que por aquí pasan y me extasío en las puestas del sol sobre la Vega de Granada. Y claro que me gustaría preguntar, a los reyes que vivieron en la Alhambra, a los turistas y demás personas que ahora van y vienen por aquí y a una persona muy concreta que conozco, qué sabe y piensa de aquel joven. Y por qué, a pesar del tiempo transcurrido y tanto como por aquí todo se ha transformado, aquel joven, su perro y las monedas de oro, parece no haber desaparecido de este lugar. Como si, a pesar de haber sido insignificante, el Universo y el cielo, lo mantengan vivo en el alma y la luz de estos lugares.  


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