ALGUNAS DE LAS RUTAS MÁS BELLAS DEL PARQUE

NATURAL DE CAZORLA, SEGURA Y LAS VILLAS
POR DONDE EL CHARCO DEL ACEITE

  

 El contenido de esta página es parte del texto de un pequeño

       libro titulado:          "Charco del Aceite".           Si         

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   Por el Charco del Aceite
Por donde el corazón

   El camino del Tranco,
desde
el charco del Aceite.

EL RÍO Y SU SILENCIO
La última tarde.

La fragancia eterna.

 

 

        POR DONDE EL CORAZÓN 

           Tarde del segundo día .

           Son las cuatro de la tarde. Hace frío y la sombra cubre al paisaje que rodea al Charco. La hierba se muestra tan húmeda que chorrea agua cristalina.  Por el rincón ni una sola presencia humana y aunque lo estoy viendo con mis ojos y lo palpo con las fibras de mi alma, casi no me lo puedo creer. Por el lugar, son tantas las personas amontonadas en los días del verano, que verlo ahora tan vacío de ellos y cubierto por un silencio tan rotundo, hasta resulta extraño y a uno le cuesta creer.

 

           Cae monótona la tarde y el sol, brilla sobre las cumbres que lo van ocultando hacia el final del día. Me paro en el rellano que precede al Charco. Donde se amontonan  tantos coches en los días del verano. Nadie. Soledad absoluta y silencio total roto sólo por el rumor de la corriente que salta por el río y se pierde entre las adelfas.  El cielo es azul y sólo queda manchado por alguna nube blanca que sin rumbo, vaga de un lado para otro buscando las crestas más elevadas de las montañas.

 

           Estoy antes del pequeño puente que da paso al otro lado del Charco.  Al frente, el río, con mucha agua y corriendo solitario. Como si no le importara ni mi presencia ni la herida que en el alma tengo. Y lo digo porque una bocanada de tristeza se me atraganta gen el pecho y me quema a cada respiro de mi corazón. Pero el río, limpio y señorial, corriendo por su nido de ensueño ajeno a mi presencia, la tarde blanca tan preñada de melancolía y la verde hierba que cubre la tierra.

 

           La música que mana de la corriente al quebrarse por entre las piedras y la sombra de las zarzas, perfora la quietud del momento y me retumba dentro. ¡Qué dulce y qué amarga cuando se han roto tantos sueños como a mí se me han roto o me han roto y ya no se espera nada más que el beso de Dios! ¡Qué joven y qué vieja la melodía hermana que la corriente desprende y en un momento como este, qué finamente dolorosa!

 

           Entre el agua y yo, tengo la higuera de los cuatro pies. Todavía sigue volcada para el charco que el río remansa, como si quisiera besarlo y por unos minutos, deseara hacerse agua limpia para irse con la que llega y pasa.  La miro, a la corriente, y la veo saltando por debajo de la sombra del puente.  Se torna remolinos  donde la higuera arropa, hoy sin hojas y se hace cascada un poco más adelante.  Una cascada menor porque no hay gran caída pero sí bellísima por el juego de rizos y olas que dibuja.

 

           Antes de irme para adelante y cruzar el pequeño puente, me vuelvo para atrás y miro detenido. Domino al rellano donde ya he dicho no hay más coche que el mío y luego la humedad de la tarde, las hojas secas que han caído de los álamos y la hierba que verde emerge de la tierra. Por donde llega la carretera que trae hasta este rellano, a la derecha, cuatro cipreses clavados en la tierra y en su silencio. Me miran como si para ellos también fuera extraño. No me dicen nada pero sí me duelen al verlos recortados sobre el intenso azul del cielo y la nube blanca que por él revolotea. Te veo ahí y no estás. Te veo en cuanto mis ojos miran y no estás pero estás porque en mi corazón no dejo de abrazarme a ti. ¡Hermana mía, hermana querida!  Si pudieras darme tu mano y alejarme de lo que tanto me pesa al dar mis pasos por este suelo. Si vinieras y pudieras, hermana mía, alma mía, cuánto bien no me harías. No puedo más, te lo digo y es porque así lo siento. Pero palpo que yo sí estoy y tú no estás, hermana mía.  

 

           A los cipreses le entra el sol desde el lado de arroyo María y en el tronco, se estampa con la luz de un beso amigo. Por el suelo le tiende un precioso manto la verde hierba y las hojas de los álamos, le prestan humedad. Las adelfas del surco del río,  miran  como si tuvieran envidia de algo y los pinos de la ladera, le prestan compañía.  También los miro y tengo envidia porque ellos están en esta soledad  y la armonía de Dios, con el paisaje, y son plenos mientras yo no lo soy. Me falta lo esencial.

 

           En toda la explanada donde se concentran los coches en los días del verano,  está durmiendo la sombra.  Según se llega, por el lado de la izquierda, la gran piedra o roca negra.  De ahí mismo salen los tres troncos de la otra higuera. La hornilla para que las personas puedan asar sus chuletas o chorizos, la hicieron pegado mismo a los troncos de la higuera y más pegado aún a la roca negra.

 

           Me acerco a estas hornillas como si algo quisiera encontrar o saborear con más fuerza. Las veo muy rotas, casi rotas por completo y además, llenas de tizne  y cenizas. Por el suelo, gran parte del rellano que da aparcamiento a los coches,  el tizne se extiende y lo mancha todo de negro y gris triste.  Ni siquiera la hierba puede nacer por lo pisado que esto está de las personas y la cantidad de tizones, ascuas y cenizas que se esparcen alrededor de estas hornillas. ¡Qué tristeza, Dios mío y en la tarde de hoy cuando tan solo me encuentro y su ausencia es pura fantasía! ¿Y qué puedo hacer yo, si es que debiera hacer algo? Llamo a la hermana mía y ni me oye ni viene. Pero la llamo porque la necesito y a Ti con ella, porque así me lo hace sentir el dolor de mi corazón.

 

           Antes de cruzar el puente, tres cipreses.  Los tarayes que arropan a la corriente que se va por el río, por completo desnudos de hojas. Parece que estuvieran secos pero yo sé que no lo están. En cuanto llegue la primavera, brotarán y la vida volverá a correr por la savia de sus ramas. Ojalá fuera así en mí.  Me muevo, piso el cemento del puente y ya voy con la intención de cruzarlo y situarme al otro lado.

 

           De una anchura de metro y medio, poco más o menos, el puente se me abre silencioso, húmedo y viejo. Como si también estuviera cansado o con ganas de no seguir por más tiempo en este papel extraño que le han asignado los humanos. Es bello este pequeño puente y presenta una cara amable a la tarde que lo besa. Pero como yo, se pregunta por su presencia en el lugar que no le corresponde sobre el río que sonríe y se lleva a la vida enredada en sus olas.

 

           Lo hicieron de cemento, con unas vigas de hierro y para que las personas al cruzarlo, no se cayeran a la corriente, por los lados y en forma de baranda, le pusieron unos palos. Troncos de pinos o cipreses cortados de por aquí pero ya se han podrido. Sólo tres quedan al final y por el lado izquierdo según lo cruzo.  También los palos dejaron de ser útiles en la misión que la habían asignado y se pudrieron.  Luego se cayeron y algo después, alguno los recogió para quemarlos en las hornillas y asar, con su madera, chorizos y chuletas. ¡Qué paradoja, Dios mío y yo por aquí buscando ni siquiera sé qué!

 

           Antes de terminar de cruzarlo, me paro y miro para el lado del Charco. Busco algo, como en tantos momentos de mi vida y aunque se me presenta veladamente, no lo descubro con la claridad que necesito. En el río me concentro y lo veo surgir por el agujero donde le ponen la compuerta para cerrar y que el agua se remanse. La corriente como que brotara desde ahí y antes de atravesar por el puente, se divide en dos ramales. Deja en el centro como una pequeñas isla de piedras, hierba, musgo y adelfas.  El pasto con tonos de oro, también se amontona en la tierra de este islote y la humedad lo empapa todo. También el silencio de la tarde  y la melancolía de tanta ausencia.

 

           Por el lado derecho, según voy avanzando por el puente, me saludan desde su mudez, un buen puñado de adelfas, tarayes, zarzas con hojas quemadas por las escarchas de las noches pasadas y mucha hierba seca.  Es pasto que se tiñe con tonos de trigo maduro y se acurruca contra las piedras que baña la corriente.  Está empapado y la sombra que se espesa, lo deja más chorreando aun.

 

           Por aquí también han querido arreglar algo el entorno para que se encuentre un poco más presentable cuando lleguen los días de la avalancha, en los meses de calor. Han cortado zarzas, han medio talado algunos pinos, han rozado pasto para que el paso sea más fácil y han hecho no se sabe claramente qué.  Pero sí está claro que por aquí han estado intentando modelar algo más al rincón. Y qué melancolía desprende precisamente por esto.  

 

            El rumor de la corriente me envuelve con la fuerza de lo hermoso e intenta sustraerme del dolor que grita el rincón y retumba en cada vena mía.  Termino de cruzar el puente y por la derecha, ya el río se me presenta todo amontonado por la ventana que abre la compuerta. ¿Para quién corre y canta, esta tarde íntima, tanto derroche de agua  limpia? ¿Para quién si estoy tan solo?

 

           Desde el agujero que abre la compuerta levantada hasta el puente que me sostiene, una distancia de cinco o seis metros, el surco del río cae lleno por completo. Como si quiera inundarme en un abrazo total y fundirme con el cristal que se hace luz. Al frente, en cuanto termino de cruzar, un pequeño muro de piedra donde se traba el musgo y la humedad chorrea. Es construcción de aquellos tiempos. Un pino carrasco que sobresale del pequeño muro y arropa sin querer.

 

           Como dos escaleras largas que desde el muro se prolongan para el lado de la cueva. Ahí pusieron unas hornillas que también ya están muy rotas. Los carbones de las ascuas y el gris de las cenizas, manchan y cubre todo el suelo. Las miro e intento encontrar no sé qué, entre la imagen del verano con las lumbres ardiendo  en pleno sol de agosto y la gente dando vueltas a las chuletas y la imagen solitaria de esta tarde y la humedad empapando mudamente.  No encuentro respuesta pero sí la melancolía me crece. ¿Por qué parece como si todo lo que ahora ven mis ojos, estuviera sobrando y lo único que falta es lo que no tengo?

 

           Por la parte de arriba y sobre la pared de roca que cae desde el puntal de la Veleta, un rellano excavado en la tierra y piedra. Es como una repisa donde pusieron un par de mesas. Rodeo a las hornillas por el lado de la cueva, remonto unos metros y ya estoy en el rellano de estas dos mesas. En el centro, como un trozo de columna y la losa que estuvo sobre él y sirvió de mesa, arrancada y tirada por el suelo. Otro pivote más también sin la losa que hacía de mesa.  Aquellas dos mesas medio naturales, ya no están.

 

           Sigo andando y se me termina el rellano según avanzo con la corriente del río pero sigue como una senda. Siento tentación de irme por ella y meterme por entre la espesura de las zarzas. Por aquí, llegaría hasta la misma boca del túnel que da salida a las aguas del pantano. Pero no sigo porque entre la espesura de las zarzas y las adelfas, me encuentro un sembrado de deshechos y basuras.  Los dejaron por aquí el verano pasado y aunque las lluvias y la erosión rompen y limpian, no puede con tanto. ¡Qué extraño es esto al rincón que ando buscando y a la imagen que de aquellos tiempos tengo! Y el dolor se hace más intenso.

 

           Pero la realidad es la que es y contra ella y en favor de lo que sueño ¿qué puedo yo, Dios del cielo? Me vuelvo y ya comienzo a irme para donde se abre la cueva. Por el lado que pega a la pared, apoyo mis pasos. El muro de rocas que corona es tremendo y como queda a la sombra, la humedad chorrea por él. Muchas zarzas, mucho musgo y con abundante humedad. En los días de invierno, nunca llegan los rayos del sol a este rincón.

 

           Otro pequeño rellano antes de la primera fuente artificial. Hay un escalón y una mesa. Subo algo más, otro escalo, otra mesa y una higuera.  El pilar de la fuente con su caño de hierro y el chorrillo de agua saliendo por él.  Es como si manara de las mismas entrañas de la roca que amuralla por el lado derecho que es donde se alza el puntal de la Veleta. Toda ella queda tapizada por las ramas de una vieja hiedra. Se enreda a ella, las zarzas.

 

           Continúo siguiendo la pared con dirección a la cueva. De las rocas cuelgan mil matitas de helechos, culantrillo, que con el frío se han vestido con tonos ocres  tierra. En estas rocas y por entre estos helechos crecen las pingüiculas insectívoras. Las he visto muchas veces cuando en verano florecen. Ahora sólo están las matas que para el que no las conozca bien, le cuesta descubrirlas.

 

           Antes de la segunda fuente, dos mesas más. Un ciprés con dos pies y la segunda fuente.  Su pileta no tiene agua aunque sí sale por el tubo de hierro un hilillo endeble.  Lo toco y está frío. Parece cristal y como yo, refleja tristeza en la fría sombra de la tarde. Como si le costara trabajo seguir corriendo porque tampoco sabe para qué. O puede que como yo, sí sabe por qué corre y en este rincón y como no le gusta, se une con la soledad de mi alma.  Necesitamos otro mundo donde ni las personas ni las cosas hieran tanto.

 

           Desde aquí mismo, arrancan como una escalinata de piedra, escalones artificiales construidos en aquellos tiempos y se meten para el centro de la cueva. Las recorro y en unos segundos ya estoy dando vueltas por la cavidad de esta, hoy, desanjelada cueva. Pero la miro y no puedo dejar de notar que es bonita a pesar  de lo que siento y sé.  Se abre como para las entrañas de la potente roca y como en otros tiempos sí chorreaba agua por ella, todavía se ven las estalactitas trabadas en su techo. No son bonitas pero sí representan tiempo y noches de serranos humildes.  Lo de esta tarde, es otra realidad y lo de los días del verano,   otra mucho más incomprensible para mí.

 

           Desde las partes altas, chorrean algunas matas de hiedra.  Por la parte del suelo, pues acondicionado con cemento para que se pueda andar más cómodamente.  Como dos escalones y cada uno es un rellano afinado por el cemento que le pusieron por el suelo. En verano, este rincón, es el más apetecidos por todos lo que por aquí vienen. Todos quieren coger un trocico para poner la mesa y comer, al fresco de esta cueva y frente a las aguas del Charco donde se bañan los niños y los mayores.

 

           Pero en verano, por aquí ponen mesas y para sentarse en ellas, hay que comprar bebidas en el chiringuito del alado.  Recuerdo yo la imagen de uno de los muchos días de esos veranos y al venirme a la realidad que ahora me envuelve, sigo sin comprender.  Sigo sin sentir gusto por la vida a pesar de la exuberancia del lugar que me acoge y sigo sin apetecer lo que entre aquellos tiempos y este presente, se amontona.

 

           Me voy para el lado donde se encuentra el chiringuito. Un ciprés, tres escaleras y ya estoy rozando las paredes de esta construcción. Tiene una puerta que mira hacia el Charco, esta tarde cerrada y a los lados, dos ventanas. Cuando las abren, sirven de mostrador donde se pueden beber cervezas y otros refrescos.  Lo han construido pegado mismo a la pura roca que acoge la cueva.  Donde no hay casi espacio pero sí en lo más bonito de este amado Charco y mirando a sus aguas. ¡Qué desolación, Dios mío, me sigue presentando el momento y sé que de Ti no mana!

 

           Por el lado de arriba, se ve como una senda. Si me fuera por ella, por la orilla del río que baja, subiría atravesando paisajes preciosos. Lo digo porque los conozco. Pero no me voy a meter por esta senda. También sé que en cuanto avance unos metros, me encontraré como más desolación y basuras de los que en verano por el lugar se apiñan. ¿No se podría hacer algo? Me digo en mi desesperación y soledad mientras esta tarde intento beber lo que me da la muerte.

 

           Miro por donde se va este camino y me impresionan las paredes rocosas que desde el puntal  de la Veleta vienen cayendo hacia el río para que éste las corte y las haga todavía más grandes. De esa hondonada, entre el río la pared recia que viene cayendo, sobresalen los viejos pinos. Algunos están secos y se retuercen por encima de la otra vegetación como si todavía quisieran ser dueños, un poco más,  del asombro que duerme en el barranco.

 

            Aquí mismo y muy pegado al chiringuito, otra fuente más. Esta es nueva para mí. De aquellos tiempos no la conozco porque no estaba. Corre por aquí desde no hace mucho y tiene un buen caño de agua. Casi como un brazo de grueso y también se le ve claro. Cae y al quebrarse en la pileta donde se concentra el agua, suena a llanto. Claro que adorna y quema muy bien en la misma puerta del chiringuito.

 

           Me apoyo sobre la fuente.  Contemplo al caño y con mis ojos penetro las burbujas de aire que bailan en la superficie del agua. A mi mente acude el recuerdo de aquellos días de lluvias y frío. Los pobres serranos que iban o venían por el viejo camino que roza al Charco, no todos pero alguna vez que otra, se tenían que quedar a pasar la noche en el calor de esta cueva. Porque ellos no siempre podían pasar el río y mucho menos con la facilidad que nosotros ahora.

 

           “Como antes no estaba el pantano, el río siempre traía mucha agua. En invierno, algunas veces bajaba con una riada que daba miedo sólo oírlo. En verano, como es lógico, traía menos pero ten en cuenta que entonces se juntaban el río de Hornos y el Grande y a estos dos ríos, se les unían muchos arroyos. Todas las aguas bajaban sumadas porque no había pantano que las sujetara. Y cuando venían inviernos lluviosos, las crecidas eran de espanto”.

 

           Desde la fuente bajan unas escaleras para el borde del Charco. Me vengo por este lado, volviéndome par atrás y me pego al Charco. Por la parte de la puerta del chiringuito, una explanada de cemento y desde ella bajan las escaleras hacia la roca donde se asienta el mirador. Otra pequeñas explanada de cemento y ya aquí, cuando el Charco está remansado, cubren las aguas. Ahora tiene su compuerta levantada y por eso el nivel se encuentra mucho más bajo.  Las rocas y escaleras que piso ahora no las moja el agua.

 

           La que se remansan sin que artifficialmente las sujete nada, se ven azules y como el cielo esta tarde también se viste del mismo limpio color, el bosque de pinos que se clava por la ladera del enfrente, se refleja hermoso en estas aguas. Mucho más bonito que el otro día y con matices y tonos distintos a los días del verano.

 

           Por el lado de abajo de la roca del mirador, pegando más hacia donde estoy,  se alza otra también muy voluminosa. Se tiñe de musgo negro y como el agua no la arropa, hoy parece mucho más grande. Por entre estas rocas y sobre ellas, ahora recuerdo a la niña hermana nadando en aquellos días de verano caluroso. Jugaba ella y gozaba del agua y ni siquiera era consciente de que el tiempo estaba dejando grabado su belleza para, que aunque muchas cosas murieran, lo importante se quedará eternizado.

 

           Esta tarde, ni ella nada ni respira en este presente ni tampoco los que llenan estas aguas en los meses calurosos.  Sigue el momento cuajado de silencio y como rodando hacia lo que se me presenta tan misterioso y atractivo y no puedo ni comprender. Revolotean algunos pajarillos que sí se encuentran agusto por el rincón y de las aguas saltan algunos peces. Rompen el cristal del espejo donde con rotunda claridad se reflejan los pinos y juegan las nubes que van por el cielo.

 

           Por el otro lado, se me cuela de lleno, la escalera larga y ancha donde crece la higuera que da tanta sombra a los que se bañan. Ni a ella ni a las escaleras, esta tarde llega el agua. Desde las escaleras para arriba y hacia el mirador, pues se me presenta bella y gritando, toda la pared de roca que por ese lado sujeta al charco. Es por ahí donde se encuentran los dos o tres trampolines naturales que usan los más valientes.

 

           Me vuelvo por la orilla del Charco y ya voy para abajo, siguiendo la corriente.  Piso por encima del muro que hace de frontera con las aguas del remanso. Miro para la derecha donde ahora me quedan las aguas y miro para la izquierda donde se me presenta la cueva con sus adaptaciones y el chiringuito.  Todo sigue como tronchado porque ni el Charco rebosa como lo hacía en aquellos tiempos ni la cueva se presenta con la naturalidad y misterio de aquellos días. Todo sigue como mutilado en lo más esencial aunque tenga su extraña pincelada de belleza.

 

           Unos metros por este muro y una entrada hacia el Charco. Es una escalera que se mete rompiendo al muro y baja para las arenas, en verano el agua, en seis escalones. Al llegar al último escalón, caería sobre la arena, el fondo del Charco o las aguas en los meses del calor.  Es lo que tanto repiten una y otra vez al arrancarse desde la cueva hacia las aguas, cuando deciden bañarse. Sobre todo, los niños son los que se lo pasan bien. Ellos no tienen proyección de vida hacia atrás ni tampoco la tienen hacia adelante, al menos, que sean conscientes. Por eso  se meten en estas aguas y juegan con ellas sin sentir ni dolor ni otras angustias humanas.

 

           Por donde llegan estas seis escaleras, ahora mismo no hay agua. La poca que se remansa, no cubre tanto. Sigo por el muro y otra entrada hacia la anchura del Charco.  Todavía sigue el muro unos metros más y antes de morir por donde se encuentran las hornillas y se abre la ventana que cierra la compuerta de hierro, otra entrada hacia las aguas del Charco. Esta sólo tiene tres escalones porque ya por aquí es la parte menos profunda.

 

           Es el final del Charco, por donde rebosaría si todavía estuviera como en aquellos tiempos. Por aquí el agua que tiene hoy, se concentra hacia la salida por donde se escapa arrugándose en olas menores y se va toda.  A pesar de tanto, sigue en su juego y casi con el mismo matiz de aquellos días.  En el fondo, es dentro de mí donde las cosas han cambiado y la pérdida se hace llanto.

 

           Un par de pajarillos que siguen en su revoloteo por la misma superficie del agua. Desde el Charco trazan su vuelo y rozando la corriente, se meten por el agujero de la compuerta y salen al otro lado que es donde se encuentra el puente.  Se elevan y vuelven otra vez al centro de las aguas. Es como si también ellos aquí tuvieran sus más profundas querencias y ahora que nadie los molesta, vuelan y vuelan a sus anchas.  Deben sentirse bien porque hasta parecen transmitir alegría.

 

           Giro en este caminar mío que no lleva a ninguna parte y piso por encima de lo que hace de muro por el lado donde rebosa el Charco. Un muro de cemento no demasiado grande y para que se pueda pasar por él y al mismo tiempo el agua rebose, le hicieron como unos escalones o plataformas cuadras en forma de baldosas, en lo alto.

- No son baldosas sino dientes de sierra.

Y le digo que no lo entiendo.

- Es que el ingeniero me dijo que hiciera estos peldaños como si fueran dientes de sierra para que pudiera pasar el agua y también las personas. Yo no lo entendía bien y en lugar de poner los dientes de sierra levantados construí estos cuadrados que parecen losas.

- ¿Y qué pasó?

- Pues que cuando los vio el ingeniero me felicito y me dijo que había sido más inteligente que él. Esto fue cuando construimos el muro del charco del Aceite.

Al andar se va pisando de una a otra y como el agua se escapa por entre ellas, por unas pequeñas estrechuras que le dejaron en las esquinas de cada plataforma, no se moja uno y puede cruzar de un lado a otro sin problemas. Hasta con cierto gusto porque se parece mucho a un juego que transmite gozo por los chorros de agua que rebosan y se quiebran al caer. Los cuento y me salen veintiuno.

 

            Por este muro trazo ahora mi senda y vengo a salir justo a donde crece la higuera de los escalones de piedra. A la que le hicieron como un arriate alrededor del tronco para que quedara más bonita. El Charco por aquí no tiene agua porque ya he dicho que es la parte final donde sólo se amontona la arena o graba que vaciaron para que el fondo resultara más parecido a una playa.

 

           Antes del final, el muro que voy recorriendo, deja de tener estos cuadrados de cemento y ya es pared lisa que se clava en las escalinatas o gradas que van desde la primera hornilla hasta la pared donde se encuentran los trampolines naturales. Son cinco los escalones que forman estas gradas y no son exactamente escaleras sino asientos a lo largo del Charco para contemplarlo.  Los hicieron de mezcla de cemento con piedras arrancadas a las montañas que rodean y desde luego que quedan bonitos.  Fue una obra echa a conciencia y aquí sigue todavía  frente a la cueva y el rincón que alrededor de la cueva ahora se concentra.

 

           Por la derecha me queda la higuera que tanto mimaron. Cuando en verano se viste de espesas y verdes hojas, su sombra se derrama sobre gran parte de los escalones de esta grada. Ahí se sientan los que se cansan de nadar y mientras se protegen del sol y reciben la caricia del viento, contemplan las aguas de Charco y a las personas que por ellas nadan o juegan.  Parte de la sombra de esta higuera se derrama sobre las mimas aguas. Hoy no proyecta sombra porque las ramas de esta higuera, están desnudas de hojas y porque también el sol de la tarde ya se ha ido.

 

           Subo estas cinco escaleras y enseguida salgo a otro rellano también alargado que viene desde la primera hornilla hacia la roca del mirador.  Y por la parte de arriba, donde ya comienza la ladera, un nuevo asiento alargado y también construido de piedras de la montaña. A este le hicieron su respaldo y todo con los mismos trozos de rocas en forma de losas que sobresalen para que las espaldas de las personas se puedan apoyar y así encontrarse más cómodas frente al corazón del rincón que es el Charco.

 

           Sigo subiendo y ahora comienzo a pisar unas escaleras que llevan al rellano donde se concentran las mesas junto a la fuente principal y a la sombra de los pinos. También las construyeron de piedra pero con una figura y finalidad curiosa: por el centro, le dejaron un canalillo para que el agua que rebosa de la fuente, corra  saltando escalones y venga a fundirse con la del río justo por donde se encuentra el puente.  Unas escaleras raras o más bien caprichosas que sirve como de senda para subir desde la parte del Charco y el río hasta donde están las mesas y los servicios.

 

           Las remonto sin prisa porque yo hace mucho tiempo que cuando me muevo por estas sierras, lo hago sin prisa y sin ganas de conocer media sierra en unas horas. Esta tarde tengo menos prisa que nunca. Lo que busco y necesito lo tengo en cada bocanada de aire que respiro y en cada rama de árbol que tiembla.  Lo tengo dentro de mí mismo pero todavía me falta un poco.

 

           Aquí ya me da el sol.  La hierba cubre el suelo y sin querer se me cuela por los ojos porque su verde, más intenso y limpio que otros días, me quema dentro. Algo nuevo que espero me anuncia ella y al mismo tiempo, también me anuncia despedida y muerte.  No hace mucho frío esta tarde.

 

           Termino de remontar a la repisa de las mesas y los pinos. No me adentro en ella sino que me vengo para el lado derecho. Busco y vuelvo a coger el camino viejo que llegaba desde el Tranco. Hoy tengo más conciencia que este sí es el verdadero camino que recorrían aquellos serranos mucho antes de que remodelaran los contornos del Charco y construyeran la carretera del asfalto.  A pesar de lo estropeado que lo han dejado, sigue siendo bonito. Le sembraron cipreses por el lado que pega al Charco y por la izquierda, la pura ladera con los pinos clavados en ella.

 

           Unos metros antes del mirador, el trozo que se va derecho a él y el otro ramal que sigue la misma curva de nivel y continua ciñéndose a la ladera. Me voy por este ramal. Es el bueno porque pertenece al de aquellos tiempos. Y claro que el Charco quedaba muy en lo hondo y casi en vertical con este camino. 

 

           - A eso le pusieron el charco  del Aceite porque un burro se enganchó con otro y fueron al río. Allí se ahogo en el charco con dos pieles de aceite que llevaba. En pieles como las que usaban para acarrear el vino, es donde también transportaban el aceite.  Por ahí mismo pasaba el camino e iba a dar a la misma venta  de los García Franco. Primero del todo fue venta  de los Agustines, el verdadero nombre y que venía del primer fundador del molino que se llamaba Agustín.  Algo más abajo se encuentra el puente ahora llamado de los Agustines y es porque ahí justo estaba la tercera venta, la de los Agustines.

 

           Esta venta, además, era fábrica de aceite a donde acudían mucho los arrieros a comprar este producto.  Siguiendo el río, se iba el camino y teníamos la venta  de Saro y luego la venta  de Paquete.  Las otras ventas eran las del Pino y la de Melquiades.  Por la carretera que tenemos ahora, no iba el camino, sino que siempre procuraba pegarse a las aguas del río por donde había mejores pasos y la tierra se mostraba más llana.

 

           - ¿Y era bonito ese antiguo camino?

- ¿Que si era bonito? Yo de eso no entiendo porque cuando uno se ha pasado la vida metido entre los bosques y las cumbres de estos barrancos, a uno se le llena el alma de tanta sierra y siempre la ve con el mismo traje. Pero claro que el cariño por los rincones, nace y crece y llega un momento que uno ve las cosas de otra manera.  El camino que ahora tengo dentro de mí, no se puede parecer al que tienes tú o tendrán muchos otros pero desde esa vivencia particular mía, te digo que el camino que recorría el río y pasaba por el Tranco, era lo más bello que nunca se pueda encontrar por los paisajes de estas sierras.

 

           El camino del Tranco, desde el charco  del Aceite.    Ir al índice

           El mirador se me queda por la derecha. El camino llega o se va por encima de él y bien tallado en la tierra y rocas de la ladera. Lo escolta muchos romeros, jaras blancas, lentiscos y mucho lastón. Sobre las rocas, tapizando de verde, la espesura del musgo. El romero ya está florecido. Se me queda atrás el mirador. El río, aquí ya  alimentando al charco desde el lado de arriba. Llega con mucho agua y por eso de la corriente, mana un denso rumor de cascada agradable.  Todo lo que mana de la profunda sierra y el silencio que le arropa, es agradable y por eso se alegra el espíritu.

 

           Tres o cuatro pinos grandes. Se alzan por la derecha de la senda y en este lado del río. Muchos lentiscos y se allana un poco ahora. Avanza por encima de la llanura que estuve visitando la otra tarde. Tallado por la ladera, se ciñe para seguir avanzando y frente a la otra ladera por donde remonta el puntal de la Veleta. Es un barranco este muy umbroso, con una gran espesura de humedad y, ahora en invierno, casi todo el día en sombra.

 

           El romero se espesa y ahora mismo, pues paso rozando el hoyo de aquella vieja calera. Me paro y la observo despacio. Es como un pozo, por completo redondo, hundido en la tierra y con obras de piedras y mezcla por todo alrededor. Se le ve casi lleno de troncos secos. ¿Quién y con qué finalidad metieron aquí estos palos? Me pregunto sabiendo que no vienen desde aquellos tiempos.  Por la parte que da al río, el rellano, tiene una puerta. Es por ahí por donde metían y sacaban las piedras antes de cocerlas, la leña para que se cocieran y ya cocidas y convertidas en cal.

 

           Un par de pinos clavados por el lado de arriba. Sigue el camino clavado en la ladera, con muchos lentiscos, los romeros verdes y los pinos que acompañan y remontan. Se va cerrando la trinchera que el río presenta al pasar por este punto de la sierra y por eso, según avanzo, el cauce se me queda más en lo hondo y encajado. Es muy bonita, por aquí, esta senda y se le nota todavía que estaba bien hecho.  De vez en cuando, por el lado de abajo, me encuentro con un pequeño muro de piedra que lo sujeta para que no se rompa a deslizarse la tierra.

 

           Baja algo y viene a salir a otro pequeño rellano. Cortaron varios pinos, unos años atrás, y aquí se duermen por la ladera ya bien secos. En sus troncos crecen las setas y el musgo. Descansa en un rellano donde crecen muchas jaras blancas, muchos musgo y muchos pinos carrascos no demasiado grandes. Se abre en dos o tres caminos y esto sé que es cosa de los tiempos más cercanos. Lo recorren mucho ahora las personas que acuden al rincón y por eso, cada uno se va por donde quiere,  buscando aquello que le atrae.

 

           Es como una pequeña repisa que se remonta por encima de la corriente.  Al río se le ve ahí y muy bien remando. Lo cubren, como si lo quieran ocultar, las mil aneas color oro. La repisa se alarga mucho y ello me hace sospechar que el terreno fue preparado para alguna necesidad más reciente.  Como si fuera una entrada hacia algún punto concreto del rincón. Tendrá esta llanura como unos treinta o cuarenta metros. La repoblaron de pinos carrascos y lentiscos.

 

           Ya llegando al final, por el lado de arriba, se espesan los lentiscos y los pinos  y por donde avanza el camino, pues sigue ancho, por completo llano, con muchas hojas de pino que cubren la tierra, ramas secas y la alfombra del musgo. Más que hierba, el musgo es el rey. Se va aproximando al río. Ya lo siento. Por entre la vegetación y el lado de abajo, algunas construcciones de cemento. Como si hubieran sido albercas o depósitos de agua. Pienso que pueden ser de cuando construían el túnel.  Cuando aquel proyecto, a este rincón lo dejaron por completo irreconocible.

 

           Unos olivos por la izquierda, y arriba y entre los pinos, unas de las casas que han rehabilitado. Por la derecha y entre el camino y el río, como una raspa de rocas  y en lo más alto, como una alberca de cemento que proclama los tiempos de la construcción del túnel.  Al lado, tiene un pino grande que se tuerce hacia el cauce y es sinceramente bello.

 

           La pared de rocas que viene desde la cúspide de la Veleta, se aproxima al río y por aquí, casi lo corta. No lo consigue porque la corriente tajó su paso dejando una muralla rocosa, casi clavada en los charcos. Pero claro, las aguas de este cristalino río, horadaron su paso por aquellas partes más blancas del barranco. Por esto, la dura muralla rocosa de aquel lado, las desplazaron hacia este lado dando lugar a una bonita curva que se queda encajada entre grandes peñones y voladeros.

 

           Al camino lo tuvieron que meter precisamente, lo más pegado a las aguas posible. No podía ir ni más arriba ni más abajo. Si se retiraba, tenia muchos problemas porque las rocas y la pronunciada ladera, se presentaba de cara y con gran robustez. Si se acercaba a las aguas, no encontraba paso porque la estrechura era aprovechada por la corriente para seguir bajando. Sólo le quedaba, meterse por entre las grietas y la base de las rocas y por ahí colarse.

 

           No me la ha dicho nadie pero ahora reflexiono y me digo que se le podría llamar a este tramo, el del tercer tranco, viniendo desde las profundas sierras. Ellos lo sabían y como lo tenían que andar sin poderse ir por otro lado, se acostumbraban  y lo que les importaba era llegar al punto que iban.  El camino ya buscaba el modo de seguir porque también tenía que llegar a su destino.

 

           Más tronco de pinos cortados y secos. Remonta la senda y noto que se va metiendo hacia la estrechura. Comienza a prepararse porque el paso tampoco era fácil. Pero resulta que en el tranco grande, el del muro del pantano, tenía que subir casi hasta la mitad de la ladera y aquí, bajan casi hasta rozar las aguas. No había más remedio que irse por donde fuera se pudiera pasar.

 

           Las paredes que llega desde el lado de la Sierra de las Villas, es impresionante.  Casi por completo en vertical. Color naranja oro, con muchas vetas blancas y otras negras que son las señales de las aguas que por ella chorrean.  Cae desde lo más alto.  Se clava en las mismas aguas del río.

 

           Por el lado izquierdo sube una torrentera y por ella, un camino de estos tiempos. Cuando remodelaron la casa que me corona, hicieron caminos para que los que visitan el rincón, anduvieran agusto. Pero claro, las señas de identidad de aquellos tiempos, el gran camino serrano con sabor a la mejor verdad, se fue rompiendo. ¡Qué pena que respetaran tan poco!

 

           Muchas flores de azafrán silvestre.  Presentan tonos diferentes aunque todas pertenezcan a la misma especia. Ya sé que estas flores, presenta diferentes tonos según los días de vida que tengan.  Desde un rosa intenso y limpio, cuando se abren, hasta un rosa viejo y desvaído, casi blanco algunas,  cuando ya empiezan a marchitarse.   Son bonitas y parece como si quisieran hacerme más agradable el agrio de lo que voy recorriendo.

 

           Un ramal de senda, de estos tiempos, sube hacia la casa que por encima me voy dejando. Se estrecha el paso por entre un espigón rocoso.  Y de pronto, me digo que aquí se rompió.  Es lo que me creo. Pienso que la tierra, por sí misma, se ha corrido y se ha llevado por delante a la vieja senda. Varios pinos caídos y secos  y difícil seguir.  Como puedo, me agarro y busco pasar.  Es una torrentera de piedras y tierras sueltas.

 

           Y en cuanto termino de remontar, compruebo que no es que se rompiera porque algún proceso natural ayudara a ello. No ocurrió esto. Ahora compruebo que para ir hasta las casas que han arreglado, abrieron una brecha por la ladera. Quería trazar otra clase de camino. Como una pista o algo parecido y se llevaron por delante al viejo y bueno de verdad y también, le dieron un buen bocado a la ladera.  Claro que hay que ir hacia los nuevos tiempos pero lo del pasado, merece su respeto.

 

           Ya me sitúo sobre esta especia de pista forestal sin que llega ni a esto.  No lo es porque por aquí, los coches no pueden entrar pero sí se ve la pretensión y la rotura que le hicieron a la gran ladera. La muralla de rocas que viene desde la Veleta, se me acerca tremenda y majestuosa.  Casi asfixia al río y por eso se tiene que despeñar en una cascada que sale bonita aunque no lo pretenda.  Muchas adelfas por ahí, aneas y durillos.

 

           Por la izquierda, arriba y al final, sobresale el gran pico del Guijarrón con la caseta de vigilantes, pegada en todo lo alto. Más allá, sólo el fondo del cielo azul, algunas nubes blancas y, se adivina, la profunda sierra repleta de bosques verdes, muchos olivares, las aldeas y más caminos modernos que llevan a todos los rincones.  La sierra de estos tiempos, que por las partes más accesibles, casi ha perdido por completo, aquella cara bella, las huellas y los ecos de los que de verdad la querían.

 

           Remonta el paso que ahora me permite avanzar.  Quiero creer que la senda  sí fue por aquí, para no sentirme tan mal. Se anda bien pero me hubiera gustado hacerlo por aquel camino.  Varios pinos más, estos arrancados y luego cortados para que no estorbaran tanto.  Baja un poco ahora, por donde ya, al otro lado y al frente, se termina la pared que viene desde la Veleta.  También ahora se me acaba la especie de pista que intentaron y no concluyeron.

 

           Parece que sigue el viejo camino. Zarzas parrillas con sus frutos negros, muchos lentiscos, romero florecido, jara blanca y los pinos carrascos. Justo aquí, donde la pared se termina, el camino baja. Parece como si tuviera que acercarse al río porque por el lado izquierdo, se presenta otra gran pared rocosa. Ellos tuvieron que buscar el terreno más propicio para meter el camino por ahí y que fuera a donde necesitaban que fuera. Lo trazaron muy pegado a las aguas del río para poder sortear esta cerrada. Desde el tranco grande para abajo, este es el estrecho tercero.

 

           Es una cerrada muy complicada porque por los dos lados, empuja una enorme pared rocosa. El río cortó por el centro y tajó el surco que necesitaba para seguir su rumbo y la carretera que construyeron en aquellos tiempos, la metieron  por encima del lado izquierdo. Como los sencillos serranos de aquellos tiempos, no tenían tantos medios, lo más que pudieron fue trazar el camino buscando la comodidad que les ofrecía el cauce del río.

 

           Voy llegando y veo que sí se puede pasar bien. Hay muchos peñones rodados desde ambas laderas pero ellos los fueron esquivando y lograron lo que pretendían. Donde termina el puntal que viene del lado de la Veleta, es donde se forma la cerrada más significativa. Los bloques de rocas caídos de un lado y otro, son inmensos.  Avanza y al salir de las tres o cuatro rocas más gordas, vuelve otra vez a convertirse en pista de tierra. Es remodelación de estos tiempos más cercanos.  Cuando reconstruyeron las casas de esta villa turística, por este rincón,  adaptaron muchas cosas.  Salió perdiendo el paisaje y el viejo camino que ni siquiera fue respetado.

 

           Nada más salir del laberinto rocoso, una llanura con mucho pasto. El río muy cerca por la derecha y por esto, el rumor que mana de la corriente, me envuelve ampulosamente. La vegetación se espesa con muchos lentiscos, adelfas y zarzas. Remonta ahora muy llano y ancho, porque es casi pista y lo que menos me esperaba, me sorprende: unas preciosas farolas eléctricas clavadas a ambos lados de la pista que voy recorriendo.

           La civilización de ahora, lo necesitaba pero sin pretenderlo, me escapo por el túnel del tiempo y me encajo en aquella vereda y ellos recorriéndola. Si de pronto, al llegar a este rincón, se hubieran encontrado estas farolas y encendidas ¿cómo hubiera sido su sorpresa? ¿Se lo habrían creído?  Y es que yo casi no me lo creo porque no acabo de ver claramente tanta modernidad en un simple camino tan serrano y tan viejo.

 

           Se va ensanchando el cauce del río quedando a un lado y otro, unas laderas mucho menos inclinadas y largas. La vegetación crece espesa y desde el cauce, se remonta hacia las elevadísimas cumbres que me van escoltando. El camino, ahora lo busco con mucha concentración y me despisto. La pista de estos tiempos ya carretera asfaltada, entra por entre las flamantes casas de la villa. ¿Iba por aquí aquel camino? Me cuesta reconocerlo pero creo que sí.

 

           Las farolas me siguen dando compañía junto con el asfalto y ahora, una llanura grande que fue tallada para que los turistas y sus coches, puedan moverse con soltura. Por el lado del río, a la llanura le pusieron una baranda hecha de troncos de pinos. Pretende que los que por aquí vengan, se asomen a la corriente y vean. Imita a un mirador.

 

           Al otro lado del río, por entre la vegetación, me parece adivinar por donde avanza el túnel que viene desde el muro del pantano. ¡Cuánto arremetieron contra este barranco! Avanzo y por momentos pierdo más y más los rastros del viejo camino. En las aguas del río, se remansan unos charcos y en ellos, nadan patos. Claro que no son silvestres sino amigos de esta villa turística.

 

           Me resisto meterme por entre las casas, siguiendo la carretera, porque lo que busco, no lo veo por ningún sitio. Ni señales que me puedan servir de pista. Desde la explanada, baja una sendilla sujeta por unos escalones de madera. Busca las aguas del río y ya entiendo que esta sendica, la trazaron para ofrecerle  a los turistas una comodidad más hacia la pureza de las aguas.  Casi remansado veo por aquí al río y en sus aguas, los patos nadando.

 

           Pero al pisar, de pronto noto, que algunas de las cosas que se desechan en estas construcciones, están tiradas por la tierra que cae hacia la corriente.  El estercolero, es como se le llama a esto.  Me aparto de las casas pegándome más a la corriente para recorrer la curva que el río traza y ando la sendica que pertenece a estos tiempos de ahora.  Una contrariedad que no esperaba porque mi fin último, es sólo recorrer la senda de aquellos tiempos.

 

           Llego al borde de las aguas. Me paro en una playa menor junto a la corriente y descubro que han tenido que rozar el monte para que la anchura sea más. Lo que pretenden es que este rincón sea un charco o piscina natural para que los que se hospeden en las nuevas casas, puedan bañarse.  Es un regalo más para ellos pero arrebatado a la naturaleza a lo bruto. Claro que por aquí no pasaba la vereda que pretendo recorrer. Las señales me lo proclaman claramente.

 

           Como el río por aquí traza una curva, ellos metieron su camino un poco más en línea recta cortando el morrete por donde construyeron las casas. ¿Para qué tenían que seguir exactamente el curso de la corriente?  Si el terreno se lo permitía,  acortaban lo que se pudieran porque tenían su lógica.

 

           Pero ahora que me encuentro apartado de las casas, como huido de ellas, ya me voy por la orilla.  La esquivaré y por el lado de arriba, buscaré otra vez el trazado del viejo camino. Ellos, los turistas, como se meten por cualquier sitio haya o no camino, de tanto intentarlo por aquí, se ha ido formando como una sendilla. Va sin lógica y por cualquier sitio cuando no, por lo más difícil. Como se puede andar porque el monte está roto, avanzo. Mucho monte, muchas rocas y el río que lo tengo cerca muy remansado. 

 

            Y por fin, ya he superado este difuso tramo de aquel camino. Siguiendo la orilla del cauce, me he subido por detrás de las casas, he remontado la ladera, he buscado el trazado de la senda que hoy me tiene por aquí y parece que he vuelto  otra vez al camino. Por aquí, vuelve a ir por su sitio pero sigue roto porque parece que lo han utilizado para meter los tubos que desde la fuente grande, traen el agua a las casas de la villa. ¡Lo que rompe en estas sierras, y para siempre, cualquier proyecto de estos tiempos!

 

           Por la derecha y al otro lado del río, caen los voladeros y las cañadas por donde las aguas van modelando el terreno. Varios nombres conozco por ahí que no están recogidos en ningún mapa ni creo que nunca nadie los recoja. El puntal  de las Grajas está arriba y por detrás, en el collado, queda Cuevabuena.  Desde ahí  caen el Canalón y el Hoyacillo y luego, Cañailla, los Riscales del Hoyacillo y la Era  de Javier

 

           Mucho lastón, mucho romero, lentiscos y los pinos. Al final y arriba, se recorta sobre el azul del cielo, la robusta cuerda del Guijarrón. Voy bajando, aunque subo para el muro del pantano, para el rincón de fuente Negra, no las casas, sino el manantial. Ya voy viendo al fondo, el charco que se  remansa un poco más abajo de donde brota el venero de esta caudalosa fuente.  Revolotea un pajarillo y aquí, vuelvo a salir al trozo de pista que desde la carretera asfaltada, baja a la tierra llana  por donde brota la fuente.

 

           Unos años atrás, este rincón y tierra llana en la misma ribera del río, fue zona de acampada libre.  La pista de tierra que todavía se conserva en buen estado, la pulieron por aquellas fechas. Eran muchas las personas que a esta zona, venían a poner sus tiendas. El carril ahora sigue en su sitio pero cortado con una cadena a la altura de las primeras casas de la Villa.

 

           Aun bajo más ahora hacia el río. Al terminar la curva que dejé atrás, me he retirado bastante y ahora tengo que ganar lo perdido. En la ladera por la izquierda, muy pronunciada, da el sol de la tarde. Es de tierra con muchos pinos clavada en ella y por lo alto, se adivina la carretera del asfalto. La alzaron mucho sobre el cauce del río.  Podían y querían y así la hicieron.

 

            Las aguas remansadas, se me van presentando con un azul plomizo y rodeada de un verde limpio. Se lo presta la vegetación que es espesa y este año todavía, con gran vitalidad. Los pinos, se presentan torcidos pero bien clavados en la tierra y rebosando desde el monte bajo. Resaltan por entre los troncos grises de los álamos. Por este rincón crecen muchos álamos. Los sembraron cuando aquello de la zona de acampada.

 

           Revolotean varios pajarillos y entre ellos, el carpintero. Cae la pista y se derrama por el rellano. Es muy amplia esta llanura y por eso, de gran encanto. Aquí descubro las hozaduras de jabalíes.  Hay muchas zarzas por las orillas del río y como los juncos y los lentiscos también son espesos, entre su densidad, se meten ellos y viven agusto. Tienen abundante agua, tierra buena para hozar y enfangarse  y vegetación oscura y espesa para ocultarse, que es lo que les gusta mucho.

 

           Un letrero menor donde puedo leer: “Zona de acampada, clausurada”.  De tanto tiempo como ha pasado, se ha roto y lo han roto pero nadie lo quita. El carril, se torna llano por completo y sigue acercándose a las aguas del río. No sé si es natural u obra humana, que la corriente bordeé la llanura por el lado derecho, más pegada a la montaña, y deje libre las tierras de esta bonita explanada. Cuando yo la conocí, hace muchos años, no la cubría el agua y sí crecían ya en ella, muchos álamos. Las tiendas de campaña y los coches de los que llegábamos, se amontonaban por estas tierras y a un lado y otro del río.

 

           Pero le pregunté al que nació por estos barrancos y pescó truchas en los profundos charcos y me dijo:

- No es natural la llanura que tú dices.

- ¿Qué pasó?

- De ese tramo del río, sacaron mucha graba. Camiones y camiones y se la llevaron a los pueblos para las construcciones. Como el río les estorbaba, lo echaron por aquel lado, por un surco artificial que le hicieron.  Y como luego después pusieron por ahí la acampada, pues ya plantaron los álamos.

- ¿Entonces el río no corre por donde debiera?

- ¿No lo has notado?

- Algo me figuraba porque los charcos y la corriente están como domesticados. Pero ¿y la vereda?

- Es otro de los tramos por donde la rompieron.

- Pero esta vereda es histórica. Quiero decir que tiene solera y una raíz muy profunda en las entrañas de estas sierras y los serranos que las poblaron.

- ¿Y eso qué?

 

           Esta tarde, me encuentro a los álamos muy grandes, han crecido mucho y ahora están sin hojas, teñidos de gris los troncos y estirados hacia el cielo que corona. Buscan la luz del sol y por eso se alarga asombrosamente.  Sólo se oye el rumor de algunos pajarillos que cantan, un poco el agua porque pasa con suavidad y el viento quebrándose en la espesura del bosque.

 

           Sigo mi ruta atravesando la llanura y ahora por la izquierda, me queda una gruesa roca. La conozco y recuerdo que pegado a ella, estaban las hornillas cuando la zona de acampada. Ahora casi no puedo acercarme a ella porque los juncos han crecido mucho y se han espesado. Ni juncos había cuando lo de la acampada y ahora recuerdo, que yo también encendí fuego en las hornillas de esta roca. Algún día guisé arroz y otros, asé chuletas para no ser menos que otros. Sin pretenderlo ni saber cómo, era masa con la masa y hasta los imitaba. Pero sabía, sin tenerlo claro, que dentro me sangraba la vida.

 

           Por la derecha y al otro lado del río, me va quedando el manantial de la caudalosa fuente.  Entonces brotaba libre por entre las grietas de las rocas y se despeñaba inmaculada hasta el charco. Lo recuerdo y siento añoranza.  Esta tarde, las aguas que surgen de este manantial, salen por tres o cuatro caños artificiales que ahí colocaron.  Los cuento y me salen seis caños y el agua sí es tan pura como en aquellos días. Grandiosas se derraman por entre las piedrecicas y los berros y en cuanto escurren algo más, se funden con las del río.

 

           Unas cuantas mesas de cemento y losas recogidas por las montañas, todavía permanecen en la misma posición de aquellos días. Las pusieron por este lado del río y frente a la fuente.  Y claro que apetece sentarse en ellas y gozar la caricia que regala la naturaleza, el río y el viento.  Yo lo hice y esta tarde repetiría la vivencia  con sumo gusto. Pero tengo tanto dolor dentro que ni siquiera esto me consuela.

 

           Hasta este punto llegaban los coches y siguen llegando, aunque ahora, sólo algunos con más suerte.  La cadena que corta a la pista por el poblado de fuente Negra, se cierra con su candado y la llave, pues sólo algunos la tienen. Pero la tierra de la pista que voy recorriendo, está por completo hoyada por las ruedas de esos coches todoterreno.  Casi me cuesta trabajo avanzar porque el agua se ha estancado en los surcos de estas rodadas y el barro lo impregna todo.

 

           Salva del cenagal, la gran cantidad de hojas que se amontonan por el suelo. Son las que han caído de los álamos y ahora se pudren, en su ciclo natural, para volver a ser alimento de los mismos árboles que le dieron vida. Por entre estas hojas secas y los juncos, más mesas de piedras. Me acerco a las aguas de la corriente.  No puedo pasarla porque es abundante y no existe ningún puente que ayude para cruzar. En aquellos tiempos, entre los de esta tarde y los de aquella vieja vereda, sí pasé este río justo por aquí pero saltando de piedra en piedra o  haciendo equilibrio sobre el tronco de un árbol.

 

           Justo en este punto, el río se remansa.  Se forma un estrecho por donde la corriente se aprieta y salta primorosa.  Enseguida se duerme en un precioso remanso que además es largo y profundo. Antes del estrecho, también existe otro remanso grande y dulcemente teñido de tonos verdes, azules y ocres. Son los juegos del río que nacen y mueren en sí mismo como si se tratara del más libre de los caprichos.  Para nadie se reviste de belleza ni a nadie tiene que rendir pleitesía porque se siente el más libre bajo el sol.

           Como en aquellos días, me agacho y de la abundancia de berros frescor y tiernos, corto los tallos y me los como. Están buenos y dejan su picor en el paladar.  Y claro que recuerdo ahora que esta acción, la he llevado acabo más de mil veces a lo ancho y largo de las profundas sierras de este parque natural.  Siempre que junto a los manantiales limpios me encuentro con berros, cojo de ellos los tallos que me apetecen y me los como. Ensaladas he hecho muchas veces y otras, simplemente me los he comido con pan.

 

           Esta tarde y los de este manantial, están tiernos y saben a gloria. Pican mucho pero sé que es un buen alimento natural. Por aquí quisiera encontrar yo el camino pero creo que lo tengo difícil. Ya vengo diciendo que la pista de tierra ha roto mucho y los coches, han roto casi hasta el límite.  Me tropiezo con un charco color cieno que se estanca en el centro del carril. Salto por entre los juncos procurando no atollarme en el barro y logro avanzar.

 

           Sigo en busca de mi viejo camino.  Todavía esto es llanura. Los álamos y las zarzas siguen teniendo su protagonismo. Desde aquellos días en el centro hasta hoy, la vegetación por aquí se ha desbordado en todos los sentidos. Vuelve otra vez a rozarse con la corriente y me acerco a ella.  Vuelvo a encontrarme con un agua limpísima y con muchos berros.  Pero justo ahora, el fuerte ruido de la bocina de un camión que va por la carretera del asfalto, retumba por la profunda hondonada que recorro. ¡Qué contraste con el verde y silencio de la naturaleza que por el cañón del río, parece dormir!        

 

           Una de aquellas noches, vine por el rincón y puse la tienda sobre una repisa  frente a las aguas y en aquel lado del cauce.  Como tantos, por la tarde, había estado por las llanuras de Bujaraiza “oyendo” la berrea.  Todas las tierras que por aquí permitían poner tiendas, estaban ocupadas.  Y aquello fue lo que más recuerdo  unida a la hermosa noche de brillantes estrellas y música de agua corriendo.

 

           Compruebo ahora que el río trae como el cuerpo de cuatro personas, de agua. Se termina, no la llanura que todavía se alarga un buen trecho pero sí los juncos y zarzas por la explanada. La tierra queda tapizada por completo con una alfombra de cuatro dedos de hojas secas de álamos. Se va terminando la llanura y otra vez recuerdo que en aquellos tiempos, por todo esto instalaban las tiendas.

 

           Llego al final y por el lado de la izquierda, se presentan los pinos. Por debajo de ellos, crece en abundancia, la hierba verde. El carril por el que vengo recorriendo, se mete para la derecha y busca atravesar un vado. Me es casi imposible averiguar por qué punto exacto pasaba aquella vereda. Me vengo para la izquierda y ya me acerco al surco del arroyo que baja desde los Masegosos. Una gran cuenca que se recoge un poco al sur de la Risca del Guijarrón.

 

           Es bastante largo este arroyo que toma el nombre de   los cortijos y trae mucha agua. Antes de encontrarme con él, ya oigo el rumor de la corriente.  Me voy por esta izquierda intentando encontrar el camino. Las zarzas se espesan y por eso tengo que remontar para cruzar el arroyo. Por aquí no iba la senda pero como la tengo perdida, busco avanzar para superar la vegetación y ver si algo más arriba, encuentro lo que pretendo.

 

           Este arroyo, tiene por aquí unas cascadas muy bonitas. El agua escurre limpia  y en regular cantidad. Salto por las rocas que se extienden en forma de losas y ya me encuentro al otro lado y más pegado al río. La pista de tierra, se me ha ido al otro lado de la corriente grande. Pero tengo cierta intuición de que la vieja vereda, es por este lado por donde iba.

 

           Por entre la vegetación, encuentro algunas sendicas que escudriño con interés por si fuera la vereda pero no. Me sirven para recorrer la ruta que he trazado este río arriba pero no son lo que quisiera. El monte ha crecido mucho y las piedras han rodado desde la ladera. El terreno se encuentra irreconocible.  Pero la vereda iba por aquí.

 

           Sigo todavía un poco más para acercarme todo lo que pueda, al muro del pantano. Las aguas del río, bajan remansadas por completo. Y es que voy casi por la misma curva de nivel que pisaba en el charco  del Aceite.  La que mide los seiscientos metros y traza una ancha franja por cuyo centro, corre el río. Aunque pudiera parecer lo contrario, desde el muro que ahora da consistencia al pantano hasta la actual venta  del Pino, el cauce de este río ni sube ni baja de los seiscientos metros.  Por eso, aunque el cañón por donde se hunde es muy profundo, la corriente apenas tiene desnivel.  Alguno pero poco.

 

           La Risca del Guijarrón que me supera por la izquierda, se eleva por encima de los mi doscientos metros.  Las cumbres que me van quedando por la derecha,  por donde se encuentra Cuevabuena, también se alzan más allá de los mil doscientos metros.  Y claro, como la franja del río se extiende por el nivel de los seiscientos metros, la hondura del barranco parece mucho más de lo que en realidad es, aunque sí es.

 

           El terreno que recorro, se puede andar bien. Es como una senda, no sé si de los tiempos más cercanos o de aquellos que persigo. Llega a un punto donde me tropiezo con una alambrada. Por la izquierda y en la ladera, crecen los olivos y para que no se los coman los bichos, he cercado las tierras. Paso por debajo esta alambrada y sigo. Ahora por entre olivos pero lo más pegado al río.

 

           Me lo encuentro al otro lado y por completo remansado. Y claro que me sorprende. Las mil veces que por la carretera del asfalto he pasado montado en coche, sentía como que este barranco estaba lleno de intrincadísimas cascadas y peñas. Me parecía que tendría que ser casi imposible andar por la orilla de este río al menos desde el muro del pantano hasta el Charco. Pero lo que ahora estoy descubriendo, me derrumba la subjetiva impresión que en mí tenía. Este río Guadalquivir, es puro remanso desde el pantano para abajo y además, queda escoltado por riberas de tierra llanas y de buena fértiles.

 

           A unos quince metros, me encuentro de nuevo con el carril de tierra. Al final de la llanura de la acampada, se mete en las aguas del río, por un vado dulce, lo cruza y por este punto, vuelve a cruzarlo otra vez para venirse a su lado natural.  La izquierda subiendo para el pantano que es por donde iba la senda. La tierra es llana por completo. Por la izquierda quedan los olivos recogidos con su alambrada y más arriba, la carretera surca por la agria ladera. Porque ahora descubro que lo que es agrio, es la ladera por donde metieron la carretera.

 

           Con los coches todoterreno, se puede recorrer bien este carril. Y la recorrer sobre todo los que labran las tierras de este olivar y recogen sus aceitunas. Varios álamos que sobresalen por el lado de la izquierda.  Y qué bonita es esta tierra. Los olivos son grandes, con cuatro o cinco pies y de un volumen exagerado.

 

           Zorzales que de entre los lentiscos, el monte que más les gusta a ellos,  alzan vuelo a mi presencia.  Sigo sorprendido por la tierra tan suave que me vengo encontrando.

- Es que esas tierras llanas de los lados del río, las sembrábamos nosotros.

- ¿De qué?

- Pues de garbanzos, maíz, trigo donde el terreno era mejor y cebada, donde la tierra tenía más piedras o eran laderas.

- ¿Y cuánto recogíais?

- Algunos, para seis o siete meses y otros, para menos. Se buscaba otro poquillo por donde fuera y ya pasabas el año.

- ¿Y el tabaco?

- Luego te contaré.

 

           Vuelve la pista a meterse otra vez en las aguas del río. Es otro vado suave por donde el camino pasa bien. A un lado y otro, escoltan dos paredes de tarayes y juncos. Por la izquierda, de nuevo se viene la pista pero cierra el paso, una segunda alambrada.  La puerta está cerrada sólo con un alambre que se puede quitar y poner cómodamente.  La abro, paso y me saluda una gran higuera. En las ramas bajas tiene colgado trozos de ropa vieja y plásticos.

 

           Por dentro de la alambrada, unos de los trozos del carril, sigue remontando. El otro ramal, ha cruzado el río y se ha ido por aquel lado izquierdo. Va en busca de unos olivos que por allí crecen.

- Ese olivar, es mío. Cuando se hicieron las partes, a mí me tocó ese trozo y algunos del trozo aquel de más arriba. Allí tenemos parte todos. Cada uno varios olivos.

- ¿Y en la ladera que desde los olivos para arriba sube?

- Todo eso era un puro cascajal en aquellos tiempos. Por ahí se juntaban, algunos días, varias manadas de cabras. Bajaban desde Cuevabuena y al juntarse con las de aquí abajo, la ladera se cubría por completo.

 

           Canta algún pajarillo y con el leve rumor que mana de la corriente y el aire que pasa casi mudo, hacen de la tarde un misterio que casi asusta. Vuelvo a cruzar la alambrada, abriendo la segunda puerta que está sujeta con un alambre y sigo. El carril queda como libre por completo y ahora capto como si el viejo camino todavía estuviera aflorado.

-  Ellos cruzaban el río por lo que llamaban vados porque tenían que ir a las tierras del otro lado pero el camino discurría siempre por este lado.  No había ningún puente.  Y como el camino, a veces, se pegaba tanto al río, cuando había crecidas, no se podía pasar. Las aguas lo tapaban y entonces los arrieros, se tenían que quedar en la venta de mi abuela o en la del Floro, en ocasiones hasta tres y cuatro días esperando que las aguas bajaran para poder pasar por el camino y seguir.  Que esto, en aquellos años, ocurría con frecuencia.

- ¿Y en qué tramo del río, pasaba esto?

- Precisamente por esa huelga que hay antes de llegar a la casa de mi abuela si venimos desde el Charco para el muro.

 

           Desde este punto, ya voy viendo el recio muro del pantano. Y claro que otra vez me digo que el paso del pantano, sería muy complicado, según me han dicho algunos y he leído por otros sitios pero el camino por aquí, una gloria de andar si las aguas no lo cubrían.  Y también me digo, por lo que estoy descubriendo, que quizá el paso del tranco, no fuera tan duro.  Hasta puede que lo hayan magnificado unos y otros por aquello de no haberlo cruzado ninguna vez. ¿Seré capaz de aclarar lo suficiente esta incógnita?

 

           Iba el camino por una zona llana, de primor, escoltado a los lados por dos laderas inmensas. La carretera la metieron por la mitad de una de estas laderas. La pista, comienza a desdibujarse y se nota como si fuera de verdad el camino porque por la parte que pega al río, tiene su pared de piedra. Muestra la cara de aquellos tiempos y está bien construida.

 

           Muchos pajarillos revoletean a mi presencia. Mirlos, zorzales y otras aves más menudas que se refugian por ente los olivos y las zarzas. Trazan vuelos de juego y cantan por delante de mí. El vado este es largo y de tierra buena a un lado y otro. Bajo un poco, se aproxima algo más a las aguas y otra ancha llanura de tierra buena. La alfombra un pasto que se parece mucho al lastón. Con categoría de pista  poco usada, sigue el camino avanzando por esta llanura.

 

           Por la derecha, voy viendo al río, como dormido entre las aneas, zarzas y adelfas. Un poco más arriba, lo veo bajando por entre un gran manto de berros. Salgo de la llanura y ahora entro a otra todavía más grande. Son tierras que estoy seguro, en aquellos tiempos, ellos sembraban. Los pinos son ahora los protagonistas pero algo me indica que fueron sembrados después.

 

           Me siento aprisionado entre el rumor del río, el trino de los pájaros y el arrullo de algunas palomas. ¡Qué bien venía el camino por aquí! Cómodo de verdad por el nivel casi llano y la belleza del paisaje. Atravieso la rica llanura. Pero no se termina el terreno llano. Otro rodal que supera a los anteriores en belleza, anchura  y calma.

 

           Miro para arriba, ladera de la izquierda y veo las nuevas casas prolongación de la venta  de la Victoriana. Las que ahora escoltan la carretera del asfalto. Por debajo de ellas y en esta misma ladera, se me presenta un nuevo olivar.  De entre ellos, olivos grandes y resplandecientes de verde, revolotean algunas torcaces. No ha cogido las aceitunas todavía por aquí y por eso, me los encuentro, a los olivos, cargados de estos redondos frutos y ya más que negros.

 

           Por delante, se me presenta una nueva cerca de alambres. Me corta el paso  porque también cierra al camino que recorro. Tiene su puerta pero aquí sí han puesto un candado.  Me siento contrariado pero creo que los dueños tienen su derecho aunque también pienso que el camino es de todos.

 

           Miro y por donde, en la pista de tierra, los coches han dejado marcadas sus ruedas en forma de surcos, hay un hueco. Pruebo y puedo pasar arrastrándome. Por dentro de la cerca que protege a los olivos, sigo la pista que ahora remonta algo. Se ha alejado de las aguas del río. Por la izquierda, un voladero rocoso. En lo alto de él y pegado a la carretera, es donde construyeron aquel mirador sujeto con unas barandas de troncos de pino. Ya se han podrido casi todos y el mirador, pues no es tan visitado.

 

           Un arroyuelo me entra por este lado izquierdo. Lo estudio despacio y compruebo que viene justo del pico del Guijarrón. Descubro que siguiendo el surco de este arroyuelo, crecen algunos árboles frutales. No tienen hojas porque son higueras, membrillos, granados y algún peral y ciruelo. Un de estos árboles, membrilleros sin hojas y muchos troncos poco gruesos, todavía tienen frutos. Varios membrillos cuelgan de los tallos y se mueve empujados por el leve viento.  Brillan bien maduros y con su fuerte tono amarillo oro.

 

           Claro que me entran ganas de pararme, cogerlo, olerlo y comérmelo.  No lo dudo y en cuanto lo tengo en mis manos, observo con interés, su precioso tono amarillo. Huele a gloria serrana.  El camino, cruza el arroyuelo. Aquí, la pista gira y se va en varias direcciones. Unos de los trozos, viene desde arriba y hasta este punto, entran con los coches.

 

           No lo había advertido pero ahora me doy cuenta que estoy justo en las tierras donde se alzaba la antigua venta de la Victoriana. Unas matas de pita, además de los membrillos, higueras y granados, me indican que aquí estuvo  aquel cortijo. Remonto unos metros por el surco del arroyuelo y me encuentro las ruinas de aquella bonita construcción.

 

           Le entro por la parte de atrás y ya me estoy empapando de la tristeza que transmiten estas ruinas. Por la parte de arriba, ha crecido un gran lentisco. La casa la levantaron justo casi en el mismo surco del arroyo y al respaldo de una gran roca.  Por el lado de arriba, donde hay tierra buena, han sembrado olivos. En la pared, se distingue todavía el agujero de una ventana, una especie de corral que tenía por detrás y un enorme olivo pegado al arroyo. Aquí se extienden una llanura menor.

 

           Por la parte de delante, una roca, una gran cornicabra, otro olivo cargado de aceitunas y las señales claras de ser este lado la entrada    al cortijo. La puerta miraba hacia el tranco del pantano y tenía como dos entradas. Grande es esto. Me cuelo a la parte de dentro y descubro que algunos trozos de paredes, todavía están blanqueadas. Se ve donde estuvo la chimenea y la alacena.

 

           Salgo y durante un rato, sigo olisqueando ya con el amargor extendido por el alma. Miro y noto que a este cortijo quisieron hacerle una replica, justo en línea recta pero arriba y pegado a la carretera del asfalto.  Pero claro que este a mí me gusta más en este momento aunque esté en ruinas y se recoja en la hondonada de unas grandes paredes rocosas. El de arriba, donde viven algunas de las personas que nacieron en las ruinas que tengo a mi lado, surgió por la necesidad  de seguir pegado a la tierra que tanto tiraba. Como un intento de no morir del todo  y en un tiempo corto. En el arroyo que cae desde el pico del Guijarrón, en un recodo rocoso, pegado al río y al lado justo de aquel viejo camino, levantaron el cortijo que ahora saboreo.  

 

           Sigo lo más pegado al río y al terminar otra vez la alambrada, me encuentro con otra puerta que la cierra. Salgo y sigo. Ya no hay olivos ni tampoco carril. Advierto ahora que venía sólo hasta los olivos pero la senda, sigue. Se pega al surco del río, bastante alzado. Por el lado opuesto, veo otro caminillo que remonta hacia Cañailla.  Sospecho que justo por ahí pero perforado en las entrañas de las rocas y la tierra, va el túnel que conduce las aguas que sueltan desde el pantano.

 

           Por mi lado y junto a la senda que recorro, aparecen unos postes metálicos. Están bien construidos y aunque vienen desde el muro del pantano, no tienen cables. Están como abandonados desde aquellos tiempos y aunque quiero creer que sirvieron para traer electricidad a estos barrancos cuando construían el túnel, no tengo certeza.  Pero al como siguen clavados en la tierra casi en la dirección de la senda y el surco del río, me llaman la atención y los miro con curiosidad. Son antiguos y poca cosa.

 

           La vegetación que ahora me va saliendo al paso, es de romeros muy espesos. Varios arroyuelos van cayendo por este lado izquierdo y al juntarse con el río, han acumulado muchas piedrecicas y arena. Al frente, cada vez más cerca, veo el gran muro de piedra. Oigo la corriente del río, porque a tramos, de un remanso a otro, las aguas se deslizan en pequeñas cascadas que no son tales sino corrientes un poco pronunciadas.

 

           La vereda sigue y ahora la distingo perfectamente.  Sólo el monte se la come por los lados y la hierba por el centro. Se anda muy bien. Después de haber remontado, baja para venir a salir a otro rellano. El surco me lo voy encontrando cada vez más cerrado pero junto a las aguas, la tierra llana se extiende serena y ancha. Muchas aneas hay aquí. Por el lado de arriba, el camino lo roza sin meterse mucho para el centro. Pasa bien metido entre zarzas y muchos romeros. Se lo va comiendo cada vez más la vegetación.

 

           Según avanzo, con la senda, me voy aproximando a las aguas del río. Una  recia cerrada se me presenta al frente.  Es justo a la altura por donde, al lado derecho, se funde con el río el arroyo que le entra desde Cañailla.  De Tobazo es como se llama este arroyo y recoge el nombre de la fuente que brota arriba que también se llama del Tobazo.

 

           Un enorme bloque de rocas que por la izquierda, salen desde el río y suben casi en vertical hacia la ladera de la carretera del asfalto. Pero por abajo, justo casi por el mismo cauce del río, la tierra es llana. Por ahora, la senda pasa bien metido por la espesura de las zarzas y las rocas que lo sujetan por el lado derecho. Unas matas llenas de florecillas amarillas. Huelen bien.

 

           Según me acerco a esta cerrada, descubro que por arriba, el camino era alto complicado que pasara. Por donde ahora lo voy recorriendo, sí resultaba fácil pero la cerrada se va estrechando y por eso me empiezo a preguntar de qué modo logrará pasar por laberinto tan malo. Varios pinos grandes creciendo en las tierras llanas que recorro. Y en cuanto termino de recorrerla, veo que el camino, no termina. Se pega a las rocas de la izquierda y por su base intenta seguir.

 

            Un grandísimo charco se remansa entre la trinchera de las dos paredes rocosas que a ambos lados, tiene el río. Para que la senda siguiera por aquí, en la misma roca, construyeron una escalera de cemento. En cuanto la descubro, me digo que no puede ser este el camino viejo que ellos usaban pasa entrar y salir a la sierra profunda. Las bestias ¿cómo iban a pasar por una estrecha escalera pegada a la pura roca?

 

           Pero sigo. Los primeros escalones, me los encuentro caídos. El tiempo y el poco uso, los ha roto. Claro que descubro enseguida que tampoco estaban bien construidos. Simplemente pegados al peñasco sin más agarres ni cimientos. Miro un poco asombrado y para mí me digo que este estrecho, era otro de los trancos. El charco es grande y se le nota profundo. Si desde estas rocas que ahora intento escalar, resbalo, caigo directo a las aguas que teñidas de azul oscuro me miran desde lo hondo como asombradas de mi atrevimiento.

 

           Remonto un tramo y me corta el paso, el tronco de un gran pino que se ha caído. Por debajo paso y ahora, al coronar lo que sería la cresta de esta raspa rocosa, una bandada de mirlos alzan vuelo. A sus graznidos, también levantan vuelo unos pastos. No me distraigo mucho ni con el charco ni con las aves porque el paso, se me complica a cada metro.

 

           Las rocas se inclinan para las aguas, las escaleras se quiebran y para complicarlo algo más, unas grandes matas de lentisco, se entrecruzan y cierran por completo la vereda que hasta este punto he traído. No me quiero convencer de que este no es la real vereda que ellos recorrían y durante un rato más, lucho con las ramas y el equilibrio por la superficie rocosa intentando seguir.  No puedo. Ya casi al final, cuando estoy viendo un poco de llanura donde se termina este espigón rocoso, no puedo seguir.  Los lentiscos y las escaleras rotas, consiguen que sea imposible avanzar.

 

           Doy la vuelta y regreso. Mientras algo decepcionado recorro la misma senda que hace un rato, para animarme, me digo que otro día vendré con más tiempo o quizá desde el lado del muro y terminaré de explorar el recorrido que esta tarde me vence.  

 

           EL RÍO Y SU SILENCIO SILENCIOTarde de tercer día.     Ir al índice 

          Son las cuatro de la tarde del día seis de febrero. Vuelvo al rincón empujado por la necesidad de no sé que consuelo y en la soledad del barranco, vuelvo a pisar la tierra. La sombra de los montes que por el lado del poniente se alzan, ya van llenando los espacios de este solitario y hoy triste rincón. La humedad impregna de pesadez a la tarde y el viento ni se nota que esté.

 

           Me saluda la siempre limpia y alegre corriente del río que pasa y como mi corazón está pero se muere en el deseo y la nostalgia, sin estar, ni noto que la terrible ausencia me aplasta. Dejo el coche junto al nuevo puente, por el lado de la carretera que lleva al Charco y me preparo. Como si fuera a la conquista de la gran meta que un día me dará la inmortalidad y sólo voy a pisar la tierra, sentir la ausencia y llorar lo que sin remedio, ya no volverá. El rincón me quiere, creo yo, porque desde mi lado, no lo he olvidado desde aquellos días.

 

           El barranco queda como fundido entre la blancuzca nieblina que mana de la tierra. Bajo el puente que ya voy pisando siguiendo la carretera que atraviesa la Sierra de las Villas, el agua del gran río, se remansa. Viene remansada desde la boca del túnel que le da salida desde el pantano. Pero al terminarse el puente, unos metros río abajo, ya se termina en muro pequeño que le hicieron para que el remanso fuera posible, y la corriente se precipita ancha y limpia. Ya es el río en su libertad y luz.

 

           Un tubo de hierro que desde el lado del arroyo de María, llega hasta este puente y cruza el río agarrado a él. Pero antes de adentrarse en el río, por un trozo de tubo menos grueso, se escapa el agua. Sale con tanta fuerza que se delata por el intenso ruido que emite, parecido al de una ducha cuando se abre. Por este grueso es por donde llega el agua que usan en las viviendas que ahora hay donde estuvo aquel viejo molino.  Hicieron una acequia en el arroyo Martín, unos doscientos metros antes de que este se junte con el de María. Por entre peñas, zarzas y laderas, la trazaron fuera del cauce del arroyo y luego hicieron que la acequia cruzara el surco de este mismo arroyo. La colgaron de un lado a otro en forma de puente, con una viga de hierro, unos travesaños también de hierro un canal de cemento y siguieron trayéndola hacia el molino.

 

           Para que cruzara el arroyo de María, tuvieron que elevarla nuevamente en forma de puente y la pasaron al lado izquierdo del arroyo según se sube.  Le hicieron un pequeño túnel para cruzar la carretera del asfalto que lleva al corazón de las Sierras de las Villas y luego la colgaron por la ladera de la izquierda hasta que llegó a la cara del río Guadalquivir.  Ya ahí ha tomado cierta altura porque la acequia viene por la misma curva de nivel a fin de que el agua corra por su propio pie y ni se derrame ni deje de correr por subir más de la cuenta. Frente al río, la metieron por un tubo de hierro, grueso y bien inclinado hacia las aguas del río y al llegar al puente, lo juntaron contra él.  Cuando pasa a este lado del río, por donde estaba la fábrica de aceite de los Agustines o García Franco, por su propio pie, el agua subía hasta una alberca que le hicieron en la ladera que cae por donde baja la carretera hacia el puente.  Desde esa alberca, el agua iba al molino y con su fuerza, movía los cuatro empiedros que tenía.  Toda una perfecta obra de ingeniería  y un trabajo de moros para traer el agua al molino y que esta agua transmitiera energía.

 

           Miro concentrado y como no sé nada más de este tubo ni del agua que por él corre, sigo en mi rumbo y voy a lo mío. ¿Pero qué es lo mío y en esta otra tarde silenciosa y solitaria?

 

           Por el lado izquierdo, nada más terminar de cruzar el puente, una senda estrecha que lleva a una especie de garita. Se le ve ahí, bien construida pero metida entre la espesura del monte.  Tampoco puedo decir qué es esta garita. Varias veces la he recorrido pero nunca pregunté ni llegué a saber ni lo que es ni para qué sirve.

 

           También por este lado derecho y pegado a la carretera, sobre una roca, un gran panel donde en aquellos tiempos rotularon una especie de plano croquis. Se ve la carretera que atraviesa la Sierra de las Villas y a lo largo de su trazado, señalados algunos de los puntos más importantes: los Cerezos, el Tobazo, el Topadero, Mirador, Agua los Perros, casa forestal de Carrales, el Ojuelo, Aprisco, casa  forestal de la Parra, refugio de la cueva del  Peinero, merendero con fuente, el Pocico, casa  forestal de la Fresnedilla, embalse del pantano   de Aguascebas, desviación hacia Mogón, Cazorla y río Guadalquivir.

 

           Un croquis muy simple pero que orienta algo a las personas que por primera vez entran por estos rincones. No sirve casi para nada a los que ya conocemos algo más. Y sin poderlo evitar, me digo como tantas otras veces, que es necesario crear obras y ayudar a los demás en aquellas cosas que ellos no sepan pero el rigor, la pulcritud y la profundidad ¿por qué ha de ser excluido?

- Es que lo que vende es lo rápido y poco complejo.

Me dijo él.

- Pero a la larga ¿qué es lo que queda? Porque en cuanto se sacia la primera y elemental necesidad, se busca porque se necesita más y si la obra carece de este más, ya no sirve. No es buena sino para el primer paso y eso contiene mucha pobreza. El rigor y la profundidad no lo veo yo separado de lo ameno y de interés general. Me choca que en el croquis hayan puesto la palabra “aprisco” cuando en mis años por estas sierras y muchos cientos de kilómetros recorridos, jamás oí esta palabra de boca de un serrano.  Majá, tiná, corral, tapuela, cenajo, toril, covacho son las palabras que ellos usan por aquí para referirse a lo que hace alusión la palabra aprisco. Que ciertamente es buena pero en otros lugares del mundo, menos por aquí.

 

           El puente que ahora mismo acabo de cruzar, fue construido cuando se le dio vida a la carretera asfaltada de la Sierra de las Villas. Para que pasaran los camiones cargados con los troncos de pinos que cortaban por toda esta gran sierra. Muchos camiones de madera que salían por aquí y se llevaban su carga a otros puntos lejanos.  Y en la construcción de este ahora nuevo puente y bueno, trabajaron casi todos los hombres que por aquel entonces vivían en los mil cortijillos de estos lares.  Pastores, carboneros, pegueros y otros.  Y como está justo al lado de lo que anteriormente y desde tiempos lejanos había sido el gran molino de los Agustines, al puente le dejaron el mismo nombre que ya venía teniendo desde hacía mucho tiempo.

 

           Pero antes de la construcción de este nuevo puente, justo aquí mismo, existía otro mucho más sencillo pero tan practico como el que ahora hay. Un puente que  era de madera sujeta en tres pilares, uno en el centro del río y dos a los lados.  Troncos de pinos gruesos que iban de un machón a otro y luego cuartones trabados. Al llegar a este bravo y bello río Guadalquivir  los serranos lo cruzaban con sus bestias cargadas de aceitunas, harina, leña, orujo y otros productos que ellos necesitaban para vivir.  Cuando ya empezaron a sacar madera con los camiones,  tuvieron que reforzar las estructuras de aquel sencillo puente de madera.  Y un poco más tarde,  ya decidieron construir el que ahora existe, de cemento e hierro.  Y como tantas veces, con el progreso y lo nuevo, se rompió y perdió para siempre algo que también fue progreso en su tiempo y además, estaba cargado de belleza, amor noble y unas señas de identidad muy hondas.

 

           Sigo en mi recorrido y atravieso las barreras de hierro que son control.  Hoy lo no vigila nadie y por eso me lo encuentro abierto. Esta carretera, sigue y en un  recorrido de sesenta kilómetros, atraviesa toda la grandiosa Sierra de las Villas. Por el lado derecho, enseguida como un rellano pegado al río y al arroyo de María. Una pista de tierra que por este mismo lado, sale y lleva al rincón que esta tarde necesito recorrer y luego a otros parajes más lejanos, todos llenos de olivos.  Fundamentalmente esta carretera va a los olivares.

 

           En el rellano que me queda por la derecha, más pegado a las aguas del río, muchos álamos. El suelo está cubierto por sus hojas y toda la llanura, circundada y recogida dentro de una alambrada.  En aquellos tiempos, aquí, sí se podía acampar. En los primeros años del Parque Natural, las personas venían por aquí, ponían sus tiendas de campaña y se quedaban algunos días para gozar del fresco de este arroyo y de las limpias aguas. Más bien eran personas con buen gusto por la naturaleza y con deseo de aprovechar la tranquilidad que por aquí duerme. Después lo prohibieron y luego sembraron álamos y pusieron la alambrada.  Hoy, algunos de estos árboles, ya están grandes. Han pasando los años y casi no me he dado cuenta.

 

           La pista se desvía de la carretera para el lado derecho. Queda escoltada, por la derecha, por la alambrada y por la izquierda, por la carretera que empieza a subir para meterse en la profundidad del arroyo. Entre la carretera y la pista, un montón de zarzas y algunos árboles sin hojas. Se va cerrando hacia el arroyo de María y sigue con su firme de tierra como en aquellos días. Se nota que la recorren  muchos coches pero está bien.

 

           Traza una curva y ya tengo el puente frente a mí. Por la izquierda, en esta curva y entre la carretera, me queda una higuera. De ella tengo cogidos muchos higos. Mas pegado al arroyo, un cerezo viejo donde se enredan las zarzas y las parras. Hoy no tienen hojas pero en otros tiempos, de ellas cogí exquisitos racimos de uvas. El puente es de un sólo ojo apoyado a un lado y otro casi en la misma tierra natural. Tiene dos barandas de hierro a los lados y a su ve, cada una de estas barandas tiene dos hierros.

 

           Me asomo por el lado izquierdo y veo al arroyo que viene bajando bastante lleno, de aguas muy limpias. Se mete por el puente cuando justo en el surco, una roca lisa le ofrece como dos canales para que pase. Una canal de estas, me la encuentro revestida por el fondo de musgo verde y la otra, se cubre con musgo algo blanco. Se mete por debajo del ya las dos mucho más juntas y forman un juego precioso de remolinos, cascadas menores y pozas. Miro hacia arriba, en la dirección en que este arroyo tiene su nacimiento pero en las altísimas cumbres de Prao Chortales y, al lado derecho, una higuera.

 

           Sobresale del arroyo y sin hojas ahora. Recuerdo como en aquellos tiempos bajo ella y a las aguas de este arroyo, acudía por las mañanas y por las tardes a lavarme. Unos metros más arriba, se remansa un charco que han construido muy artesanalmente.  Es donde en verano se bañan los pocos que por aquí todavía pueden venir.  También fue nuestra pequeña y preciosa piscina en aquellos tiernos días que no se me apagan en el alma.

 

           Según miro a este arroyo, por el lado izquierdo, las rocas me saludan arropadas por las zarzas, las ramas algo secas de las parras que se enredan por las ramas del cerezo y la maraña de otras plantas.  Dejo que mis ojos se vayan arroyo arriba y lo veo venir por entre la espesura de la vegetación. El agua es clara y verde azul como en aquellos días. Como si aun fuera la misma y con el mismo traje de luz y sombra que aquellas amables mañanas y tardes. 

 

           Me muevo para el lado derecho. Me asomo y apoyado en la baranda. Veo a la corriente recién salida de la oscuridad del puente.  Ahora se recoge mucho más. Como en una canal estrecha. Tiene el fondo tapizado por el musgo verde. A unos cinco o seis metros más abajo, por donde ya se acerca al gran río, se ensancha y remansa. La roca por cuya superficie se desliza, ya es blanca sin musgo verde que la cubra y entonces se viene un poco para la izquierda. Existe ahí como un escalón  y al rebasarlo la corriente, forma una cascadita casi de juguete pero resplandeciente de belleza. Se abre mucho. Por el centro cae un caño más grueso y luego, por los lados, se hace más fina y con menos agua.

 

           Por la derecha de este arroyo, según miro hacia el río, crecen las zarzas, juncos, muchos álamos. Al fondo, adivino el lecho del río porque desde este punto mío no lo veo claramente.  Al otro lado, sí veo las casas de lo que en otros tiempos fue el viejo molino de los Agustines. Son como varios cortijos unidos entre sí, esta tarde, de paredes muy blancas y con otra presencia porque son otros tiempos.

 

           Por la izquierda de este arroyo según sigo mirando para el río, pues tengo también muchas zarzas, álamos, lentiscos y el durillo que ya está a punto de florecer. Una margarita blanca y sigo avanzando un poco. Antes de retirarme de las aguas de este arroyo, mi pensamiento vuela hacia las cumbres y barranco de donde viene. Las primeras fuentes manan en las partes más elevadas y escarpadas de la sierra que a mis espaldas tengo. Cada una en un punto distinto y en barrancos casi misteriosos, arropados de sombras y espesura de matorrales.

 

           La que llega por el arroyo Martín, afluente del arroyo María unos metros más arriba de donde ahora me encuentro, mana casi en las mismas cumbres de la Albarda. Cerca  del cortijo que se cae en la soledad del barranco, ya solitario y abandonado. La que baja desde los primeros metros del arroyo principal, algunas nacen en las llanuras de cañá Somera y otras, cerca de las también viejas y abandonadas casas de Prao Chortales.  Y las que vienen desde el lado de Cuevabuena, brotan en las entrañas de la pétrea cumbre de las Lagunillas. ¡Desde qué rincones y qué parajes vienen estas limpias aguas y por qué cascadas y surcos oscuros no han pasado! Y por un momento, siento envidia de ellas. Porque tanto  en aquellos días como ahora, todavía siguen con su misterio velado antes mis ojos. Sus secretos más finos e íntimos, les pertenecen con toda la plenitud y ni siquiera a mí me los quiere comunicar.

 

           - Quizá por esto nos ves tan misterio.

Parece que les oigo decir.  Y desde mi amor y soledad, les pregunto:

- ¿Qué es lo que queréis decir?

Y ellas:

- Cuando los humanos llegáis a conocer los misterios de las cosas, estas dejan de ser hermosas a vuestros ojos y a vuestra alma.  Quizá el misterio es necesario para que tus sueños y deseos de libertad, no se marchiten.

Pienso que en el fondo tienen razón y con el mismo dolor en mi espíritu, me aparto del arroyo.

 

           Sigo avanzando unos metros por la pista de tierra. Tampoco sé ni a dónde lleva esta pista ni cómo son los paisajes que atraviesa. En aquellos días la quisimos recorrer en varias ocasiones. Siempre nos quedamos al comienzo porque su interés y el mío era otro al que hoy tengo. A unos cinco metros por la derecha, una gran piedra negra. La miro porque recuerdo que fue mi compañera en aquellas tardes y noche y me la encuentro todavía arropada y medio cubierta por las zarzas y la hiedra de hojas menudas.

 

           Era y es como la que servía de entrada al rellano que se eleva por la izquierda del arroyo.  El trozo de tierra que fue huerto en los tiempos más lejanos y luego sirvió para que los turistas acomodaran sus tiendas. Al final de esta plazotela y donde ya sólo hay zarzas, nosotros pusimos la nuestra. Bajo las ramas mismas del álamo viejo y por donde ya no se podía avanzar más. Rozo la roca y me tropiezo con el tronco del grueso cerezo. No tiene hojas esta tarde pero sí lo recuerdo de otros tiempos. Es hermano de los que crecen en las casas de Prao Chortales, de los que sembraron en el cortijo del barranco de la Albarda y los que todavía dan cerezas en la fuente del Cerezo, junto a la Choza de Martín.  Ellos plantaron unos y otros y ahora ya no están para seguir viéndolo y comerse sus cerezas cuando llega la primavera.

 

           Sobre el tronco y pegado al suelo, lo cubre las hojas secas de los álamos, la hiedra y las ramas de un lentisco. En sus ramas no tiene hojas porque los fríos del invierno se las han llevado pero le nacerán cuando se acerque el bien tiempo. Le brotarán también las mil flores rosadas y luego se llenará de cerezas rojas.

 

           Avanzo unos metros. Sigue el rellano, una repisa menor ganada a la ribera del arroyo para huerto de tomates y pimientos y ahora, puro terreno baldío para zarzas y rosales silvestres. Hacia el surco del arroyo, se mete como una pista deteriorada. La recuerdo porque nos sirvió de camino para llegar al charco alargado donde nos bañábamos.  De no usarse, está comida por las zarzas, los juncos y hasta algunas esparragueras. Un álamo y ya me encuentro frente al escalón que la roca le presenta a la corriente para que esta se haga cascada. Un gran caño por el centro, dos más por en lado donde me encuentro y al otro lado, el arroyo total. Queda sujeto con la cerca de una alambrada que, algo después de aquellos días nuestros, pusieron por aquí.

 

           De aquí para abajo se remansa durante unos metros. Se le ve el fondo ahora blanco, se vuelve a meter por entre los tarayes y en unos metros más, se entrega al río. El charco de nuestros baños, se remansa un poco antes. Al caer las tardes de aquellos días, cuántas veces no nos bañamos aquí.  Sus aguas siguen siendo claras y, como en aquellas tardes, parecen invitar al gozo. En aquellas tardes, estaban frías y hoy, pues seguro que también lo están pero no me animo. Me pesa tanto la melancolía y la ausencia de lo que estoy palpando perdido, que  ahora, hasta sería para mí un enorme sacrificio meterme en el charco. ¡Lo que son las cosas y cómo la vida torna amargo lo que fue dulcísimo en otros tiempos!

 

           Pero también, como al correr del tiempo, aquello que fue dulce y casi puro sueño en el momento de existir, no muere sino que permanece con la frescura y belleza del primer momento. Y como lo que fue placer casi infantil y de ternura primaveral, sigue viva pero ahora doliendo aunque parezca que ya ha enmudecido para siempre.  Y lo digo, porque por el lugar que esta tarde estoy pisando, en aquellos días que llamamos de vacaciones, me moví casi en los brazos de un frágil sueño y desde entonces, por aquí sigo sin poderme ir.  Agarrado al recuerdo de aquel trocico de primavera vestida de flores limpias, que fue real pero fugaz como  un inseguro pensamiento.

 

           Miro a un lado y otro como si esperara encontrar lo que en el fondo necesito y deseo pero como el tiempo ha levantado tantas murallas viejas y ha sepultado tanto en las cavernas del pasado, sólo encuentro rumor de agua, bosque verde, aire fresco y ausencia que hiere hasta lo más hondo. Acudo al cielo y como sé que es ahí donde únicamente encuentro consuelo cuando las cosas materiales se me desmoronan sin remedio, cual niño que se siente culpable y espera un perdón y una mano para levantarse, me refugio y paciente espero.

 

           Me vuelvo otra vez para atrás. Subo despacio y ya estoy en el rellano que da compañía al arroyo por este lado. Giro para la derecha, sigo una imperceptible senda que va por entre las zarzas hacia el final de esta plazoleta llana y enseguida, los álamos.  Recuerdo que ellos fueron, en aquellas noches de conciertos de grillos y sinfonías de aguas rompiéndose, compañeros míos. Ellos me miraron y hasta dejaron que mis manos los rozara al entrar y salir de la tienda. Muchas hojas secas por el suelo, tallos de zarzas y algunas hojas de hierba. A continuación, por la izquierda y entre las zarzas, otros álamos más joven.  Más cerca del arroyo, el tercer álamo. El grueso que tenía y sigue teniendo la gris piedra apoyada contra el tronco.

 

           Fue justo en este punto donde pusimos la tienda. Algunas de sus cuerdas estuvieron amarradas al tronco. En la piedra, al atardecer se sentaba con su juego entre las manos, frente a las aguas cristalinas que, como hoy, saltaban por el arroyo.  Mis ojos miraban distraídos y a ratos se asombraban porque dentro del pecho, el alma se asombraba y lloraba de pura satisfacción.  Tan bello era el cuadro, la tarde, la sombra fresca, el rumor de la corriente, su figura de luz y la gracia que desde su rostro fluía, que a cada minuto me decía: “No puede ser real. Lo soñé tanto y descubría tan imposible, que ahora que lo tengo antes mis ojos de carne y sangre, no creo que sea real. Porque además, lo siento regalo total y eso es lo que menos merezco. No creo que sea real”. Pero era real aunque me resistía creerlo.   

 

              En la misma piedra, al amanecer, yo me sentaba y con el alma ardiendo y los pensamientos ensalzados en batallas anchas, miraba al arroyo. Sabía que pasaba por ahí mismo y hasta oía el rumor de su corriente pero mi cuerpo, estando, no estaba.  Y menos todavía cuando la luz del día asomaba por las cumbres rocosas de la sierra que corona al Charco. ¡De qué magia más divina se vestía todo el barranco! ¡Qué luz la de aquellos amaneceres, qué perfume, qué tonos en los árboles y las rocas y tibia brisa besando casi de puntillas! Y a mi lado, casi rozando las fibras de mi corazón, el trocico de primavera ya todo en flores abiertas pero todavía durmiendo.

 

           Se me viene ahora a la memoria, el perfume de algunos de aquellos  sencillos relatos que compartimos limpiamente.  Frente a las deliciosas aguas del arroyo nos sentamos cerca del Viejo del Bosque. Todas las tardes, cuando el sol estaba cayendo por las cumbres de los olivos, aparecía él. Bajaba por la senda que en compañía del arroyo se va perdiendo, se acercaba a nosotros, nos contaba algunas de las muchas historias que conocía y cuando ya la noche avanzaba, con la luz de la luna, se volvía por su senda y se quedaba perdido en la honda oscuridad del barranco. Al fresco de la sombra y mientras el hermano viento nos besaba tiernamente, gozábamos de la fantasía, la belleza y el dolor de sus palabras.  Recuerdo uno de aquellos dulces cuentos.

 

           “El otro día, la niña y sus primos, se fueron por el bosque.  Era invierno y hacía mucho frío.  El cielo estaba lleno de grandes nubes negras.

- Subamos a las cumbres y llamemos a las nubes para que vengan y rieguen los campos.

Propuso la niña y así comenzó la aventura de las nubes negras.  Hacía mucho tiempo que no llovía como lo había hecho en otras épocas y por esto, muchas encinas, muchas sementeras y muchos manantiales, se estaban secando. 

 

            Desde lo alto del monte dieron grandes voces.

- Nubes, venid, queremos jugar con vosotras.

- Nos da miedo.

Contestaron las nubes.

- ¿Por qué?

Le preguntaron los niños.

- Porque vosotros sois hijos de los humanos y ellos siempre nos tratan mal. Nos asfixian con sus humos, nos ensucian con sus desechos y nos impregnan de sus malos olores. Por eso estamos enfadadas con ellos. No queremos regar sus campos porque son malos con nosotras.

- Pero no temáis, nosotros somos buenos.

 

           Soplo el viento. Avanzaron las nubes y al poco estuvieron junto a la niña y sus compañeros.

- Bajad y jugar con ellos.

Les decía el viento a las nubes empujándolas.

- No queremos. Nos da miedo.  Ellos también van a reírse de nosotras.

Y se fueron volando por lo más alto de las cumbres.  La niña subió aun más alto y desde una roca extendió su mano y las acarició.

- ¡Ay que gustico!

Exclamaron las nubes y entonces empezaron a deshacerse en pequeñas goticas de agua.

- ¡Gracias, muchas gracias!

Dijo un pequeño pino que estaba medio seco.

- ¡Gracias, gracias!

Dijeron también varias matitas de hierba que se marchitaban junto al arroyuelo.

- ¡Mil millones de gracias!

Van proclamando uno tras otro todas las madroñeras del bosque.

- ¡Ay que gustico!

Seguían diciendo las nubes cada vez que sentían la manita de la niña acariciando su panza blanca.

 

           Poco después el viento se fue.  Se hace de noche y sobre los campos las goticas de lluvia siguen cayendo. Pasa todo el invierno y al llegar la primavera la niña con sus amigos vuelven al bosque. 

- Mirad que verdes están todas las praderas.

Y los amigos les contestan:

- Es verdad, nunca antes vimos tan verdes las laderas de estas sierras.

- Gracias a ti, niña buena.

Exclama de pronto un viejo pino.

- ¿Por qué gracias a mí?

Pregunta ella.

- Cuando tú te fuiste, aquel día las nubes se quedaron y nos dijeron que tu caricia fue para ellas la mejor prueba de amor que habían recibido nunca de los humanos.  En honor a ti decidieron quedarse para siempre y morir en estos campos a fin de que la hierba, los árboles y las flores, crezcamos llenos de vida para que tú nos puedas gozar y seas feliz.

- ¿Volverán más?

- Dijeron que volverán todos los años cargadas de aguas limpias y copos tiernos para regarnos a nosotros y para que tú tengas muchos arroyuelos donde poder jugar, beber y lavar tu cara y manos.

 

           Y lo que dijeron las nubes sigue siendo verdad.  En aquellos lugares del mundo, donde las montañas son tan bonitas y los bosques se espesan hermosos,  las nubes vuelven todos los años. Durante muchos días se detienen sobre los montes de la Sierras de Segura y con amor, allí dejan caer sus tiernas gotas cristalinas.

- Para ti niña que fuiste tan amiga nuestra.

Dicen y así cada año los pinos están más verdes, son más abundantes los prados  y se llenan de flores y más flores las riberas de los arroyos.

- Para ti porque tú siempre fuiste la más buena con nosotras. Para que tengas los campos más bonicos y los arroyos más claros que nunca nadie soñó en esta tierra.

 

           Y esto, hoy todo el mundo lo puede comprobar.  Por las montañas y campos de la Sierra de Segura los pinos son grandes como castillos y las praderas parecen mares pintados de esmeralda. Pastan por allí los rebaños de ovejas y retozan los corderos mientras el sol las acaricia y los arroyos, llevan el agua más limpia que nunca se ha podido ver en este planeta”. 

 

           A orillas del Guadalquivir, entre estas zarzas, a la sombra del viejo álamo que solitario ahora crece y se va secando, muy cerca de la corriente del arroyo más limpio y bello de la tierra, el que todos conocen por el nombre de  María, fue donde conocimos por primera vez al Viejo del Bosque. Aquí nos dio él su compañía y aquí nos enseñó algunos de los secretos mejor guardados de las sierras de este ahora Parque Natural y en concreto, las Sierras de las Villas.  Nos transmitió el amor por la soledad de los barrancos y la dicha que produce sentir la lluvia caer sobre la espesura del bosque. Nos descubrió infinitos misterios de cañadas y praderas repletas de fuentes claras, de huertos verdes y de manadas de ovejas que balaban buscando a sus corderos.  Nos llevó de paseo y, en sueños, por cada uno de los cientos de cortijos que en otros tiempos existían en los lugares más bonitos de estas sierras, nos mostró las sendas que surcaban y aun surcan por los despeñaderos más complicados y por los valles más rutilantes del planeta tierra.

 

           Y hasta recuerdo que cuando  ella le preguntaba:

- ¿Dónde tienes tú tu casa?

El siempre respondía:

- En la gran cueva de plata que se esconde en lo más hondo del barranco y entre las marañas más viejas.

- ¿Nos llevará algún día a ella?

- Si os llevo un día a ella, mi cueva, mi palacio solitario de hiedra verde y roca blanca, dejará de ser el secreto mejor guardado de estas sierras.

- ¿Por qué dices eso?

- Porque vosotros se lo contareis a otros y esos a otros y así, en poco tiempo, todo el mundo vendrá por estos montes en busca de la cueva del Viejo del Bosque.

- ¿Y eso no te gusta a ti?

- Ni me gusta ni quiero.  Después de tantos años viviendo solo y apañándome bien, ahora no quiero que la turba de los humanos invadan mi paraíso y rompan y se lleven la paz que ahí siempre tuve.

Y le volvía a preguntar:

- ¿Pero cómo es donde vives tú?

- Eso, ya otro día te lo cuento.

- Es que nos gustaría ir para quedarnos allí contigo, darte compañía y enterarnos así que aquello es tan bonito como nos dices. 

 

           Al poco, aquel hombre bueno, de cara arrugada y tostada por el sol de la montaña, guardaba silencio. Si acaso se quedaba un poco más con nosotros dándonos compañía o quizá recibiendo el calor de nuestra compañía y antes de que los grillos terminaran la primera parte de su partitura musical, se despedía y se iba. Siempre se iba solitario por la senda que sube pegada al arroyo y algunas veces, a la luz de la luna, de espaldas y entre las hojas de los álamos, su figura parecía fundirse con las sombras de la noche.  Lentamente se hacía sombra que se recortaba en el verde de las zarzas y como una nube de humo sin camino se fundía en el viento y ya dejaba de verse.

- Este hombre tiene su casa no en la cueva del barranco de las rocas sino en las mimas sementeras del viento.

Decía.  Se producía un leve silencio en todo el corazón de la cálida noche y en este momento se oía con claridad, con mucha más claridad que minutos antes, el rumor de la corriente del arroyo más limpio de la tierra, el siseo de las hojas de los álamos  y el monótono canto de los grillos.

 

           Aquello era y fue así y ahora lo recuerdo. Como una lluvia fina que cae sin que se le note pero empapa hasta lo más hondo para dar vida y que lo que esté muriendo, recobre fuerza y resucite.  El tronco del álamo que todavía permanece verde muy cerca de las aguas del arroyo, cuánto no guarda y cuanto no podría decir si ahora le preguntara. Avanzo todavía unos metros más y ahora ya no puedo continuar. Se termina la estrecha senda que en aquellos días recorríamos para meternos por entre los olivos. Las zarzas han crecido mucho y cierran el paso. Sus tallos se cruzan de un lado a otro y aunque las hojas dan cierta confianza, sé que bajo ellas, se esconden las afiladas púas.  

 

           Voy al volverme y continuar con este paseo por la tierra de los recuerdos y el perdido tiempo y al mirar, para mi derecha, al arroyo, lo descubro entregándose al gran río claro.  Sin buscarlo ni pretenderlo por mi mente pasa un pensamiento que se concreta, desde esta senda menor y el dolor que me quede como recuerdo, como en un símbolo. No puedo seguir porque la senda se termina. Así es como se van terminando muchas y muchas de las cosas que a lo largo de la vida vamos emprendiendo. Las zarzas, las hojas secas de los álamos del tiempo, la imparable marcha de los días que avanzan con la potencia de lo indestructible, van terminando o al menos cerrando el paso en la senda que creíamos era la certera y única en nuestro rumbo. Así mismo yo soñé y creí aquella presencia cuando en aquellos días fui tan feliz junto a la orilla de este mismo río. Pero ahora descubro que, como esta sendica que se termina y muere, aquello se terminó y murió sin permitir llegar a lo que en mi corazón soñaba.

 

           Sin embargo, por el lado de la derecha, las aguas claras del arroyo, igual que en aquellos días, siguen entregándose al río. Y aunque ya sé que no son las misma, lo parecen y hasta parecen indicar que muchos ríos de los casi infinitos que a lo largo de la existencia nos van brotando de la vida, como las aguas de este arroyo, no mueren nunca. Que se entregan al río principal y siguen su rumbo hacia la región de la inmortalidad. Esto es lo que ahora mismo acabo de pensar frente a la cortica senda que se desmorona por entre las zarzas para que no pueda seguir más en esta dirección.

 

           En una zona amplia y con muchas piedras y tarayes, es donde el arroyo se entrega al río. Al otro lado, las blancas y amontonadas casas de aquel viejo molino. Cuando estuve por aquí en aquellos días, todavía ignoraba lo que habían sido estas casas. Lo supe mucho tiempo después y bastantes después, fue cuando  conocí parte de la historia de este viejo molino ahora reconvertido como tantas cosas en estas sierras.  La piscina y los trampolines que le pusieron, están pintados con otro tono que ni corresponde al de las aguas que saltan por el río ni tampoco al que debiera ser si tuvieran en cuenta lo que representa el noble molino. Pero así son las cosas. Unos se van porque el tiempo los hace viejos y otros llegan y sólo algunos respetan o tienen algún interés en conservar aquello que fue.

 

           Me vuelvo para atrás y otra vez piso justo la tierra que soportó a la tienda que aquí montamos. Calla y se entrega al deber de acoger a las hojas que caen de los álamos mientras me grita porque yo la oigo. Lo sabe todo y sabe mucho más y como yo, soporta entre sus carnes la dureza de los recuerdos aunque nada puede hacer por revivirlos. Igual que yo. La miro y me mira y hasta dudo si todavía se acuerda de mí. Yo la amé y desde aquellas noches, no la olvido porque se convirtió, sin quererlo ella ni pretenderlo yo, en pieza dentro del equipaje que voy recogiendo hacia la ciudad de la luz. Las zarzas, espesas, la soledad, aplastando, el durillo, el frío viento y, Dios mío, cuánto no hay aquí ahora mismo contenido y cuánto no me duele el momento.

 

           Los tallos de las zarzas, desde su centro, se estiran hacia mí mostrando en su punta los secos racimos de moras. No las que nosotros cogimos en aquellos días que, por haber pasado ya tanto tiempo, sólo son memoria en mi pensamiento, sino los del último otoño. En estos racimos todavía quedan moras. Secas, descoloridas y encogidas porque ya no es tiempo de moras pero aquí están y se alargan hacia mí como si quisiera que las cogiera.  Ni siquiera los pajarillos, las ardillas y los ratones, se las han comido. Dentro de unos días terminarán de secarse del todo y cuando las lluvias y nieblas del invierno las pudran, caerán a la tierra para convertirse en abono y volver a ser alimentos de las mismas zarzas. Me salta la emoción dentro del pecho al tiempo que me digo que, como siempre, en cada rinconcico de estas grandiosas sierras, el misterio, la vida y la presencia de Dios, restalla con tanta fuerza como si sólo aquí y nada más que aquí estuviera.

 

           Avanzo, regresando por el mismo caminillo y ahora recuerdo que por entre estas zarzas de la derecha y donde también crecen las esparragueras y los durillos, se nos perdió una navaja.  Jugábamos con aquel juego que inventamos y la navaja saltó yendo a caer entre la espesura de hojas secas y los tallos de la zarza. La buscamos durante más de dos horas pero no la encontramos. Aquí se quedó para siempre y ahora lo recuerdo no porque la navaja fuera gran cosa sino por la belleza que vestía aquel juego y lo limpio que se me quedó grabado en el espíritu.

 

           Recorro la escasa senda y vuelvo a salir otra vez a la pista de tierra. Al tocarla, me paro, miro para mi derecha y con los ojos y el pensamiento, la recorro. En los primeros metros, por el lado de la gran montaña que es el arroyo de Martín y la Ermita de la Hoz, recuerdo que brotaba un chorrillo de agua limpia. Hoy no mana. Se ha secado y hasta me cuesta trabajo encontrar el punto exacto de donde salía. Sólo una roca tobáceas, varias matas de juncos, helechos y musgo, me indican por donde aun queda una miaja de humedad. A este hilillo puro, venimos muchas veces a por agua. Sobre todo, por las mañanas temprano a levantarnos y salir de la tienda.  En el jarrillo de porcelana cogíamos el agua y luego vertíamos en ella varias cucharadas de leche condensada. ¡Qué buen desayuno era aquel y qué sabor más rico en las primeras horas del día! Lo recuerdo y recuerdo el rinconcico donde manaba esta fuente y ahora me entristezco porque tampoco está. Como si las cosas hubieran sido con una existencia tan corta y con una misión tan concreta que allí y en aquellos días, se terminó todo lo que ellas encerraban  

 

           Siguiendo esta pista de tierra que corre paralela al río que se va pero por entre los olivos y remontada en la ladera de la Ermita de la Hoz, se llega a varios rincones muy hermosos. Dos o tres cuevas grandes y bonitas, un elevadísimo y agreste voladero rocoso que cae desde las casas de la Ermita de la Hoz y al final, el cauce de un arroyo corto y las ruinas de otro viejo molino. Por ahí mismo va una senda que busca el viejo puente que sirvió y todavía sirve para dar paso hacia la carretera asfaltada que discurre por el otro lado.  Desde ese punto, la pista sigue y se alarga hasta el arroyo del Chillar y luego mucho más pero ya me alejo mucho. Por aquellos días nosotros tampoco la recorrimos. Ya la fui descubriendo mucho después y casi siempre empujado y traspasado por la melancolía de los recuerdos dulces.

 

           Aquel chorrillo, era precioso y su agua era limpia y fresca. Desde donde él brotó, me vuelvo para atrás. Ahora voy a pasarme a lado de arriba de esta pista y voy a recorrer la llanura de los álamos. La que ahora también han protegido con una alambrada y dentro, las zarzas se espesan. Pero hay una puerta y por ella voy a entrar. En esta llanura pone su tienda un amigo que conozco desde hace mucho tiempo y aunque los guardas le han dicho muchas veces que no, él sigue viniendo todos los años a pasar sus días de vacaciones a este rincón fresco. Muchas zarzas crecen en esta perfecta y bonita llanura que también, en los tiempos en que el molino molía aceitunas y se llenaba de vida serrana, estuvo sembrada de tabaco. Era este el tabacal o el maizal.

 

           Desde donde brotó el bonito caño de agua de donde cogíamos para el desayuno, me muevo buscando la entrada a la llanura que ya he dicho. Miro al frente, siguiendo el profundo surco del arroyo María. Hacia las honduras y alturas de aquella derruida aldea llamada Prao Chortales, el barranco se hace misterioso. La oscuridad y la niebla lo reviste con un traje tan extrañamente hermoso, a la vez que espiritual y mágico, que con sólo mirarlo desde la distancia, el alma se asusta.  De la mitad para arriba, lo cubre la niebla. De la mitad para abajo, le da el sol de la tarde y el resto ya y en lo hondo, queda en la sombra fría y misteriosa. Este barranco de María así es como se presenta siempre. Tan impresionante que infunde miedo a la vez que ansia de irse por él a descubrir lo que sugiere.

 

           Queda aquí, como ya dije antes, por este lado derecho del arroyo según subo hacia la aldea de Proa Chortales, otro rellano que es prolongación del que nosotros usamos para poner las tiendas. Tierras de huertas, los hortales que dieron buenos tomates, pimientos, calabazas y otros productos a los que daban vida al molino. Ahora lo circunda una alambra y como tiene una puerta, entro por ella. En primer término me saludan las espesas zarzas y los fríos troncos de los álamos.  Algunos de estos álamos, se han secado.  Otros, se han quebrado no sé si por el peso de las nevadas que cayeron hace cinco o seis inviernos, por la sequía que también hubo tres años atrás o por el peso de los años. Ya son viejos  y como ahora ni labran la tierra ni cortan las zarzas ni los riegan, pues como yo,  tienden hacia lo que no es visible con los ojos de la cara. Una higuera también casi rota y seca y, pegando a la ladera de los olivos que es por donde le llegaba el agua al manantial perdido, más álamos. Los que todavía siguen verdes y se estiran esbeltos buscando la luz del sol, por la parte del suelo, se los come la hiedra.

 

           Desde aquí mismo,  la llanura que fue huerto de maíz, arranca una gran mata de hiedra y remonta ladera arriba. Como si pretendiera coronar lo más alto de las sierras que por este lado se alzan y son la Albarda y umbría de Aguilar.  Se escapa de entre las zarzas y los troncos de los álamos y agarrada a la agria tierra, sube por la pendiente hacia los olivos que le coronan. Me paro y durante unos minutos observo despacio el extraño y a la vez bellísimo fenómeno que la naturaleza ha esculpido por aquí. Es como si a conciencia hubieran sembrado aquí esta hiedra y con mimo la hubieran ido cuidando para que perfectamente tapizara este trozo de ladera.  Y varios metros a la redonda no hay otra vegetación que no sea esta dormida y verde mata de hiedra.  Cuando se termina la alfombra, aparece la espesura de muchas zarzas y luego toman el relevo los olivos.

 

           Avanzo y voy pisando las hojas secas que también cubren espesamente al suelo. Unos tallos de durillo que están a punto de florecer, zarzas jóvenes porque las rozan en verano para poner las tiendas, más álamos caídos y secos y la llanura que se alarga arroyo arriba. Es muy hermosa esta llanura a pesar de la invasión silvestre. Casi al final, sin que lo sea porque la ribera de este arroyo fue aprovechada por aquellos serranos hasta la complicadísima cerrada del arroyo Martín, más álamos. Por la derecha me queda un puñado de olivos que ya hace tiempo dejaron de cultivar. Fueron apartados del cariño de las personas y la naturaleza se ha hecho dueña de la tierra. Las zarzas son las que van invadiendo toda  la ladera y hasta los mismos troncos de estos viejísimos olivos. Casi nadie ya por aquí cultiva nada y por eso la vegetación ha crecido a sus anchas.

 

           Antes del final de esta llanura, por donde le entraba la reguera que traía el agua para regarla, una piedra gorda y casi redonda. Llama mucho mi atención porque se encuentra solitaria enmedio de la alameda y los zarzales. La cubre casi por completo las zarzas, más tallos de hiedra y muchas hojas secas. Un poco más arriba, una higuera, otra piedra más y troncos de álamos tronchados y medio podridos por entre las zarzas. Recuerdo ahora que aquella tarde de fresco viento, en esta piedra estuvimos sentados mucho rato.

 

 

           Y aquel amigo mío serrano que ahora ya tampoco está en este mundo, entre otras muchas cosas interesantísimas y repletas de belleza humana, me habló del molino. Me contó cuando venían por aquí con sus burros cargados de aceitunas y luego volvían con los mismo burros cargados de aceite.

- El mejor aceite que nunca ha salido de las tierras de Jaén y de estas sierras, lo cosechábamos nosotros en los olivos de estas laderas y en el molino viejo que ahora también se pierde.

Me decía.

 

           Y luego seguía diciéndome que me ponga un día y con mis propios ojos compruebe si es o no cierto esta realidad.

- ¿Y cómo?

Le preguntaba.

- Vete por los olivares que a un lado y otro de este río, todavía crecen y cuidan mimosamente.  Descubrirás tú que olivos tan fuertes, sanos, verdes y buenos como estos no se crían ni en toda la provincia de Jaén ni en ninguna otra parte del mundo.

Y yo le decía que tenía razón.

- Si tú lo dices, me lo creo porque un serrano de aquellos tiempos, nunca miente.

Y él me respondía:

- ¡Qué bien lo sabes! Pero en estos tiempos las cosas son distintas.

 

           Pasado el tiempo he podido comprobar que aquello era tal como él me lo describía. Por estas laderas, los olivos coronan hasta lo más elevado de las cumbres y se agarran hasta en las mismas piedras. Se podría decir que crecen estos árboles justo en lo que, tiempos atrás y muy lejanos, eran profundas y salvajes sierras.  Los serranos las roturaron y la plantaron de olivos. Desde entonces aquí están y siguen dando las mejores aceitunas que nunca dio un olivo. Esto lo sabía él y me lo decía orgullos y ahora yo lo sé porque con mis propios ojos lo he descubierto.  Y recuerdo que aquella tarde, también me dijo:

- Vuelve tu cara y mira a las blancas casas de aquel grandioso molino.

Miré y le dije:

- Ya estoy haciendo lo que me pides.

- Pues mira ahora al río que lo roza y baja tan repleto de aguas puras.

Le hice caso y otra vez le dije:

- Orden tuya, cumplida.

Y él:

- Pues mira ahora para las laderas que desde el río y el molino suben repletas de olivos.

Me fui con mis ojos por las laderas que al otro lado del río y desde el molino, suben y ya que estuve enredado entre los verdes olivares, le dije:

- Otra orden más cumplida ¿Qué pasa ahora?

Y entonces él me respondió:

 

           - Ahora no pasa nada mientras no venga por aquí una persona inteligente, culta, sensible y amante de las grandiosidades de estas tierras.  

- ¿Para qué quieres a esa persona?

- Para que escriba un libro.

Me quedé mirándolo y como se dio cuenta que yo necesitaba más explicación, siguió aclarando:

- Sí, he dicho bien, un libro. Porque desde aquí, desde donde casi nace el río Guadalquivir, emergen las grandiosas sierras de Cazorla, Segura y las Villas y crecen los mejores y más limpios olivares del mundo, se podría escribir el más bello de los libros.

Y le pregunté:

- ¿De qué quieres tú que hable ese libro tuyo?

- Del viejo molino de aceite junto al río Guadalquivir, en lo hondo de la más hermosa sierra y de los olivares que ya hemos dicho. Algo que sólo existe en este precioso rincón y por eso creo sería envidia del mundo entero. El Guadalquivir, la vena y corazón de Andalucía y los olivos, la riqueza mejor de toda la provincia de Jaén. Y estas dos realidades, justo al comienzo de lo que es también Andalucía y Jaén. ¿Qué otro rincón del mundo puede ofrecer mejores elementos y más bellos escenarios?

Y para rematar, le dije que probablemente tenía razón en casi todo y por eso su sueño me parecía hasta bonito.

- El argumento sería redondo y desbordante porque la virginidad de los paisajes así lo son.

 

 Van por los olivares
de mañanica,
los aceituneros, madre,
a la  recogida
y van por los escarchales
las aceitunicas
de los olivares verdes,
en las mañanicas.

Al caer la tarde, madre,

vengo del campo

manchado de aceitunas

y también de barro,

pero al caer la tarde, madre,

vengo cantando

porque el amor que quiero

me está esperando.

 

En el molino viejo

del río plateado,

convierten a las aceitunas

en oro dorado

y de ese aceite oloroso

yo estoy manchado,

en el molino viejo

del río plateado.
 

     Luego aquella tarde, durante mucho ramo estuvimos hablando de más cosas serranas y aquellos tiempos. Ahora lo recuerdo y como aquel momento se me quedó grabado en el alma, me siento feliz saboreando aquella fantasía suya. Esta tarde, sigo pisando la tierra de las zarzas y ahora llegó al final de la llanura. El barranco se estrecha mucho y por eso el arroyo ya no tiene riberas llanas a sus lados.  La tierra que, a partir de donde estoy, sigue pegada al arroyo, presenta una maleza tan densa que es imposible avanzar. De aquí mismo sale como una senda y no lo es porque corresponde a la acequia que por este punto entraba a la tierra llana.  Por aquí se meten las personas que en verano visitan estas sierras y por eso, a primera vista, parece senda. Pero se puede andar bien durante unos metros más.  Remonto y llego al grueso tronco del último álamo.  Me paro sobre una plazoleta tapizada de musgo. Muchos romeros, helechos secos, romeros florecidos, zarzas y durillo.  Me preparo para desde este punto, volverme para atrás.

 

           Pero todavía, antes de retirarme y continuar mi recorrido gozoso y triste, recorro con mi vista la profundidad del misterioso barranco del arroyo de María. Arranco desde donde estoy y continúo hacia las cumbres lejanas. Un espeso bosque de álamos, la carretera que sube casi oculta en la espesura de la vegetación, alegra el rumor del agua que salta por el arroyo y no se ve y el alma se me embelesa por entre los caminos invisibles que de este barranco sale. Me pregunté en aquellos días y me pregunto ahora, por qué este arroyo se llama como se llama: arroyo de María. Y claro que remite a una mujer pero ¿quién fue ella y qué hizo o le ocurrió para quedara perpetuado en este grandioso y bonito arroyo?

Me lo pregunté por aquellos días y aun hoy todavía ando buscando. No me conformaré con cualquier cosa que me diga cualquiera y menos con aquello que me pueda decir algún escrito científico. Sacado de otros escritos y documentos. Me gustaría descubrirlo desde la espesura de estos montes y las clarísimas aguas de este arroyo. ¿Quién fue María entre las personas que la conocieron y antes los ojos de Dios?       

          

           Me vuelvo y ahora regreso pegado al arroyo. Casi por el borde de la torrentera  de tierra negra. Por la derecha me va quedando ahora el agua que corre y viene desde aquellas lejanísimas cumbres blancas y oscuras por la vegetación. No se terminan las zarzas sino que espesas se vuelcan hacia el surco del arroyo. Como una entrada por aquí para cruzar la corriente.  Sale de la espesura y se le ve durante ocho o diez metros. Se embute entre las rocas y salta en una caída no muy grande pero sí bonita. Es casi una pura cascada de juguete.  A continuación, se remansa, forma un charco que queda arropado, por el lado de la carretera, con bujes y zarzas y por el lado mío, la llanura y los álamos, por hojas y sombras de higueras, hiedras y álamos. Es un charco remansado, muy bonito y rebosante de aguas purísimas.  Por los lados y en el fondo, lo tapizan algas muy verdes y más en el fondo, algas con tonos negros. ¡De cuánta belleza se reviste la naturaleza y hasta en el rinconcillo más oculto e insignificante!

 

           Sigo por el borde de la repisa entre la llanura de los álamos y el surco del arroyo.  Otra vez muchas zarzas que se van comiendo la tierra día tras día. Quisiera acercarme al arroyo pero no me es posible por la espesura de la vegetación. Es como si la naturaleza tuviera necesidad de volver a su estado primitivo ignorando la presencia de aquellos primeros y de los que llegamos después. Otro álamo más que se ha caído. Ha quedado tumbado de un lado a otro del arroyo y casi lo atraviesa. Serviría de puente si fuera necesario cruzar la corriente pero tal como están las cosas ahora, sólo sirve para enmarañar más el bosque por el rincón. Es el álamo, tu álamo, el de tus juegos. Recuerdo que cuando estabas, por el tronco aun verde de este álamo, jugabas a cruzar la corriente.  Fueron juegos inocentes, llenos de ternura pero que se quedaron clavados en el tiempo y en lo más hondo de mi alma. Ahora lo recuerdo porque la nostalgia me lo presenta con la fuerza de lo que es casi sangre mía.

 

           Se terminan las zarzas, sólo en unos metros y se vuelve a ver al agua del arroyo. Salta por las rocas, donde las hojas de los álamos se amontonan y quedan adornadas por el verde musgo. ¿Qué tendrá el musgo que tanto atrae y besa gritando? Te gustaba cogerlo, inventar con él belenes, jardines, palacios excelsos y hasta no sé qué paraísos perdidos. Tres álamos de troncos gruesos, el cerezo, la higuera, la alambrada que ahora cerca este precioso rodal de tierra y la pista de que pasa por aquí. Hacia el cauce del arroyo, todavía una torrentera antes del puente.  Es tu rincón preferido, nuestro rincón, nuestro secreto mundo mágico siempre lavado por la corriente limpia y siempre perfumado por el aroma de los durillos. ¡Qué bien lo recuerdo! 

 

           En la tierra, cuando aquellos días estabas, tallamos tres o cuatro escalones. Al amanecer, todos los días, bajábamos por estos escalones y en al agua fresca y pura del arroyo lavábamos nuestras caras, las manos y como estaba tan fría siempre hacíamos como que tiritábamos. Pero luego qué bien nos sentíamos. Cuando el día llegaba a su centro en este charco, el que se remansa al final de los escalones de tierra y bajo la sombra de la higuera, nos bañábamos. Lo recuerdo con más fuerza y gozo que si estuviera ocurriendo ahora mismo. Nuestro rincón, el único y sin nombre sobre la tierra, aún sigue mudo, vestido con su traje de monte verde y a la sombra que cae de la umbría. Es más fuerte ahora tu presencia que incluso cuando estabas. Por eso todo me sabe a ti y todo me habla de ti aunque siga mudo.

 

           Un poco más abajo del charco, están las raíces de la higuera, un tronco con dos ramas, la vieja parra que sigue enredada en la higuera y enseguida el puente y el surco del arroyo que se cuela por debajo. Salgo de la alambrada y me vuelvo para atrás.  Y ya está. Con estos renglones pongo punto y final a la vivencia de aquellos días que ahora sólo es recuerdo en mi espíritu. Sólo decirte que fue hermoso aquel tiempo. Lo sigue siendo aun aunque ya estés lejos y ni siquiera sepas que te recuerdo y lloro por ti. Fue hermoso aquel tiempo, que nació como cualquier flor por estos montes al llegar la primavera. Se marchitó porque quizá tendría que ser así pero el perfume que dejó a mí no se me borra nunca. Conmigo lo llevo y en más de un momento hasta siento que nunca más tendré necesidad de buscar otros alicientes.

 

           Tú, te me colaste tan hondo que me trascendiste y ahora sé que para la eternidad serás y seremos uno. ¿Por qué tuvieron que acabar las cosas como acabaron? ¿Por qué se desgajó todo después de aquella tan hermosa primavera?

Entre otras muchas escenas que me causan dolor al tiempo que me hacen sentirme vivo, recuerdo la de aquella vieja estación del tren. Era por la tarde, hacía frío, sólo tres o cuatro personas que no conocíamos se movían por el recinto y entre los vagones del tren. ¡Qué paradoja! Una estación de ferrocarril, una vía de tren, vagones oxidados, silencios y mucha soledad cuando en estas sierras nuestras nunca nadie supo lo que era un tren ni una locomotora. Pero aquella tarde, qué melancolía más grande se cernió sobre el recinto cuando ya se alejó y te alejaste. Lo recuerdo ahora y aunque siento mucho dolor, nada puedo hacer para que las cosas vuelvan a donde me gustarían que volvieran.

 

           Aquello fue extraño a nuestras vidas y a los paisajes que gozaron nuestros corazones por estas sierras. Muy extraño pero así sucedió. Por estos días ya andan terminando la recogida de las aceitunas. Por estos días otra vez el campo, el rincón, el viejo molino, las silenciosas veredas y hasta las flores de los durillos, otra vez se quedan solos. Sumidos en su silencio, con un delicado olor a aceitunas resecas y recién molidas en las piedras del molino y revoloteando en el aire, el trino de algún zorzal, mirlo y estornino. Todo sigue su curso como si nada hubiera ocurrido pero grabado en el azul del cielo y en el brillo de las escarchas, está tu nombre y mi corazón latiendo junto a él. 

 

           Así que me despido sin que me despida nunca de ti. Te tengo presente en todos los momentos de mi vida y te sigo queriendo. Con la misma o más fuerza que en aquellos benditos días. Pero como ahora ya soy más viejo, comprendo que muchas cosas tienen que ser como son y hoy vuelta de hoja. Quizá el Dios que nos dio la vida y que tanto con nosotros siempre hemos llevado, un día nos devuelva al paraíso que perdimos. Quizá sea así y hasta creo que tiene que ser así, porque realidades como la nuestra y paisajes como estos, me resisto a creer que desaparecerán para siempre. En algún lugar y de alguna forma, todo lo soñado y amado, se nos devolverá con el mismo esplendor de aquellos años de ilusión y gozo. Tiene que ser así. Te quiero.            

 

En la verde hierba de los arroyuelos

y el suave rojo de los madroños

que tiemblan, en sus ramas, a los vientos,

en el limpio cristal del agua

que regurgitan los veneros

y mientras cae de las montañas

vienen cantando sus conciertos,

en las hojas secas de los álamos

que se pudren en el silencio

por la tierra húmeda y sagrada

donde jugamos nuestros juegos,

 

en la luz del alba,

las estrellas y los luceros                 

de las noches claras,

ahí y entre mis sueños,

te guardo a ti, mi dulce hermana

en el amor limpio de mi pecho.

 

Fuiste flor aquella mañana,

vida y luz en mi sendero

y fuiste rosa entre las zarzas

justo donde el río bello

de la sierra ya se marcha

y como tú, se hace juego.

Fuiste bálsamo en mi alma

sin querer y sin saberlo

y por eso, de ti me queda llaga,

un amor vivo hecho fuego

que me quema y no se apaga

aunque pase y pase el tiempo.

 

¡Oh tú, mi noble hermana

que eres sabor siempre nuevo!

No te borras ni te apagas

de este vacío y pobre pecho

que a todas horas palpita

y vive sólo del recuerdo.

 

          La última tarde.       Ir al índice 

          Cuando ya se puso el sol aquel día, mis ojos dejaron de verte para siempre.  Mi alma se llenó de una amarga tristeza y el corazón me empezó a latir con un ritmo tan lento y pesado que parecía morirse a cada segundo. No era consciente del todo pero poco a poco me fui dando cuanta que estaba solo. Que el bonito sueño de tu presencia junto a mí y aquí, por donde corre el río y los charcos se remansan hermosos, se había evaporado. Se me quitaron las ganas de vivir pero como la carne seguía en su calor y empujada por la sangre, sin saber cómo, me eché a andar por los viejos caminos que surcaban las tierras de estas montañas. Para animarme y ordenar mi dolor en el tiempo me dije:

 

           “Me voy a ir ahora y, aprovechando que mi Dios todavía me regala un poco más de tiempo, recorreré la tierra. Los paisajes que te pertenecen porque en ellos tienes tus raíces, en ellos naciste, tuviste tu cuna, jugaste y por eso casi ellos eres tú.  Me voy a ir por las tierras que te pertenecen y fuiste dejando sin tu presencia  y algo sin tu cariño cuando decidiste irte en busca de otra fortuna. A la ciudad, a la otra vida, a lo moderno, a la comodidad de tantas cosas que deslumbran y aquí no tenías.  Y como tantos, también creíste que te iban a dar una felicidad nueva.  Una dicha más honda, más completa, más placentera.  Me voy a ir con tu recuerdo clavado en mi mente y tu ausencia quemándome en el alma, a recorrer los caminos que anduviste y ya se borran. A beber agua de las fuentes que conoces, a contemplar los paisajes desde las cumbres, a pisar la hierba de los prados por donde corriste, a respirar el viento que te besó en la cara, a recrearme en las florecillas que adornan las laderas y a tostarme con el sol que tanto acarició tu pelo. En cada solana, barranco, cañada, cumbre, collado, arroyo o planicie te buscaré y sé que te encontraré por lo esencial que eres en los paisajes y en mi alma. En esa soledad que es presencia rezaré por ti a mi Dios, que es también el tuyo, para que nos mantenga unidos en la distancia y viaje hacia la totalidad.  Tengo necesidad,  tendré necesidad de rezar cada día, cada hora, cada instante porque ello será y es el único alimento que le sentará bien a mi alma. Así que me voy a ir por la tierra que nos quiere y ni un sólo instante dejaré de pensar en ti, de sentirte a mi lado, de compartir contigo las horas y pasos que me sean regalados, por la tierra que te quiere y no puedo apartar de mi existencia”.    

 

           Y todavía antes de que se acabara el verano recorrí medio mundo. Me fui primero por el gran valle del Guadalquivir en busca de su nacimiento. Más que nada, por ocupar el tiempo y distraer mi mente de tu recuerdo. Pero también por llenarme un poco más de la belleza del mundo de donde procedes. Me fui siguiendo las aguas del río y a cada curva, a cada charco, a cada remanso o cascada, detenía mis pasos y como no tenía prisa ni iba a ningún sitio concreto, allí me quedaba mirando al agua y gustándote en mi tristeza. Qué diferente era la sierra en tu ausencia. Qué sabor tan amargo e intenso dejaba cada trago de saliva o cada bocanada de aire respirado. Pero al mismo tiempo, qué resplandor y con cuántos matices nuevos, emergía de la hierba, de las ramas de los álamos, de las olas de la corriente del río y hasta de revuelo de las mariposas. Tú no estabas pero hacías que el mundo se me revelara con una fuerza y luz que hasta entonces desconocía por completo.

 

           Me fui siguiendo la corriente del río en sentido contrario a como ésta desciende de la sierra y después de merodear por esos lugares de acampada para los turistas, los chiringuitos que por aquí montan y otras mil construcciones nuevas, llegué hasta la junta de los dos ríos.  El cristalino que desciende de la alta sierra y se funde con el Guadalquivir por donde la arena se hace playas de plata. Es ese un rincón que a ti te gustaba mucho. Y por eso y como no estabas, junto al tronco de aquel viejo robles que sabes, excavé un rellano y me senté.

 

           La venta  del Floro, es la primera que tenemos al pasar el tranco desde el valle río abajo. En la misma hondonada del primer arroyo y todavía un poco alzada en la ladera sobre el río. Son dos casas las que tenemos ahí, aunque ahora, ya no son casas sino ruinas. La vieja queda metida entre las rocas, por encima del camino y la nueva, la que hicieron después y era más grande, está el borde mismo del camino.  

 

            Era muy buen terreno ese para sembrar huertos y aunque reducido, las higueras, granados y membrillos, llenaban todo el barranco. La venta de mi abuela que se llamaba de  la Victoriana, es la segunda y no queda muy lejos de la primera pero más pegada al río. Casi en las tierras llanas que por la orilla, el río tenía por ahí.  Se aprovechó también la hondonada del segundo arroyo que por este lado baja. Hay allí un rodal de tierra buena, donde sembrábamos los huertos y crecían las higueras, granados y membrillos.  No donde ahora está la carretera, sino abajo.                   

 

           El camino, por las casas esas que ahora han  reformado y que le dicen fuente Negra, se metía por las de arriba y por las de abajo a dar al Charco, que unos le dicen del Aceite y otros de la Pringue pero siempre fue del Aceite.  Lo de la pringue se lo han empezado a decir los modernos de ahora. Algunos dicen que será por los potingues que se echan los que en sus aguas se bañan o por cosas parecidas. Del aceite es su nombre primero y verdadero y claro que hasta es bonito por esto de que  en esta tierra nuestra hay tantos olivos.  Es un honor que el Guadalquivir, en su tramo alto, tenga un charco que se llame con el nombre de Aceite. Alto Guadalquivir, sierras y olivares de Jaén, dime tú si hay algo en el mundo que encierre tanta solera y grandeza.

          

           Desde la venta  del Floro, el camino subía y salía no a la punta del muro que tenemos ahora sino que se metía por debajo del túnel que es donde teníamos el verdadero tranco. Una asperilla de pura roca que para andarla tenía mucha dificultad.  Era sólo ahí justo donde se presentaba el paso malo o más bien, con riesgo. El filo de la roca que sale del morro que baja. Como una cresta o pequeña muralla que no tendría más de tres o cuatro metros. La raspa esta, como sobresalía algo, cuando se acercaba uno, tanto por un lado como por el otro, no dejaba ver a los que venían por la otra cara. Sólo este punto era de verdad malo, porque luego, si venías para el valle de Hornos, en cuanto saltabas la cresta que es a lo que siempre nosotros por aquí le hemos llamado tranco, ya estabas pisando tierra buena.  De olivos estaba sembrado todo eso.

 

           Al borde mismo de la carretera, según se sale del túnel dirección a Villanueva, bajo las rocas, todavía se abre como una cueva. Un cenajo que mira al sol de la tarde y no tiene ninguna comodidad para vivir. Pues en aquellos tiempos, no siempre ni a lo largo de muchos años, ahí se refugiaba una pobre mujer. Tenía muchos chiquillos y algunas veces, los hombres que pasaban por el camino, se paraban con ella para ejercer la prostitución. Unas escenas que por supuesto no engrandecía la nobleza de tantas familias serranas viviendo en sus humildes cortijos pero así era la vida también por estas sierras. La pobreza y miseria existía y claro que ellos no la querían pero donde hubo grupos de humanos, siempre se dio de todo.

 

           Si se bajaba desde la Vega de Hornos hacia Villanueva, lo más difícil del Tranco, comenzaba justo en la raspa del morro, lo que ya hemos dicho era el tranco. En cuanto lo cruzabas, el camino mejoraba bastante pero como por ahí y hasta dar vista a las casas de la venta  del Floro, que están metidas en el barranco, la ladera está muy pronunciada, todavía la vereda era mala. El mayor peligro que tenía este trozo de senda, es que se encontraran personas que fueran en direcciones opuestas. Por algunos sitios, sí se podían cruzar pero por otros, era casi imposible. Pero te digo que la dificultad estaba en la gran inclinación de la ladera que es entre rocas, piedras sueltas y tierra.  Unos doscientos metros tendría este trozo de camino que iba desde el tranco serio hasta que se terminaba la ladera, ya dando vistas a las casas del Floro.    

 

            En ese punto se juntaban muchos arrieros en las dos direcciones. Tú ya habrás oído decir que siempre tenían que ir dos. Uno se paraba en una punta mientras el otro seguía para avisar al que pudiera entrar por el otro lado. Esto era para evitar cruzarse en el paso tan difícil.

 

           Porque si se encontraban en ese tramo del camino, como era tan estrecho, no se podía dar la vuelta. Pero te digo que lo difícil de verdad estaba subiendo desde el charco  del Aceite hacia el valle. Para abajo, no era tan complicado porque por ese lado había mejor terreno. Encontrarse varias bestias, no podían. Yo recuerdo haberlo pasado muchas veces y más aún cuando tenía que llevarle la comida a mi padre que estuvo trabajando en los sondeos del muro.

 

           En cuanto se terminaba de cruzar ese trozo de asperilla tan malo que era lo que propiamente llamaban el paso del tranco, el terreno mejoraba y lo primero que te encontrabas era un cortijillo que se llamaba Gilillo. Fíjate qué nombre tan poco usado por estos lugares. Luego venían otros como el cortijo de la Lancha, por la derecha,  la venta  del Horcajo, casilla Quemá, la junta de los ríos y ya depende para dónde te fueras, estaba san Román y   los cortijos de Padilla o el cortijo de los Parrales y los del Soto y otros muchos. Las tierras de la vega que cubrió el pantano eran muy ricas y en ellas se asentaban muchos cortijos importantes.

 

           - ¿Y lo de tantas historias tenebrosas o de bandoleros?

- Eso yo creo que entra más en el mundo de la fantasía que de otra cosa. Tú ya sabes lo que pasa entre las personas de aquellos cortijos y covachas serranas.  Yo que me he criado a dos pasos, como quien dice, de ese tranco que era paso obligado a las dos partes de la sierra, no te puedo contar más realidad que la que ya te estoy diciendo.  Era complicado andar la senda cuando esta se ceñía a las riscas del estrecho pero unos y otros la recorríamos poniendo siempre cuidado y, como tantos otros caminos de estas sierras, se andaba y al final quedaba la satisfacción  de haber ido y vuelto cumpliendo con aquellos deberes que los trabajos de la tierra  te imponía.   

 

           - ¿Por qué le llamaban el Rayo a lo que ahora es fuente Negra?

- Eso fue el Rayo de siempre y es que una vez cayo un rayo en una de las piedras que hay y ya se quedó con ese nombre. Luego le pusieron fuente Negra, que no sé por qué, ya que la fuente está más arriba y tampoco se llamaba así.

- ¿Cuántas fuentes había por este tramo del camino?

- Pues teníamos una en la venta  de Floro, en lo de mi abuela, que ahora se ha secado,  había otra fuente.  Algo más abajo, donde hay todavía unos olivos, manaba una fuente grande. Se seca algunas veces pero siempre ha sido una gran fuente.

 

           La fuente del Caminero, algo más abajo. Conforme va aquel filo de olivas, pues abajo estaba esa fuente.  Había que “ladearse bien” para pasarla. Y le llamaban así porque ahí mismo, en una sencilla choza de piedras y monte, vivía un hombre. Estaba solo y se dedicaba, con una espuerta y una azada, a reparar el camino que bajaba desde el Tranco hasta el charco  del Aceite.  Era un trabajo que nadie se lo había encargado pero como el hombre no tenía tierras ni animales, se ocupó de este menester y hacía un buen servicio. Las personas que por ahí pasaban, cuando podían les daban una perrilla, una perragorda o algo parecido. Con esto iba tirando el pobre hombre y le decíamos el Caminero, por eso de arreglar el camino.  La que ahora llaman fuente Negra queda más abajo. Esa fuente algunos inviernos la he visto yo echar como el cuerpo de un buey de agua.

           - Pero desde el Tranco hasta los Agustines ¿el camino iba siempre por el mismo lado del río? 

 

            Había un camino que subía por esa ladera e iba a dar a Cuevabuena que está en la horquilla aquellas y más para allá, tenemos Prao Chortales.

- ¿Qué es eso de Cuevabuena?

-  Un cortijo que ya se ha caído donde vivían un par de familias. Tenía aquello una tierra muy buena y una gran cueva donde los pastores encerraban las ovejas. La hermana Gregoria era la que vivía en Cuevabuena.

 

           Miro al frente, por donde el sol de la tarde se va perdiendo y los picachos que se alzan por las cumbres que coronan el trozo del río que va desde el Tranco hasta el Charco, me parecen impresionantes. Siempre que paso por este tramo de la carretera, me llaman la atención las siluetas elevadísima de esos picachos, tan puntiagudos ellos, tan casi rozando el cielo cuando esté es azul y tan casi perdidos en las nubes cuando en los días de lluvias cubren las cumbres y tan vestidos de verde oscuro por la vegetación que chorrea por sus laderas.

 

           Miro despacio mientras me va contando y no acabo de hacerme a la idea que ahí, a esas alturas y entre cumbres tan complicadas y tremendas, vivieran ellos. Pero, además, según me dice, tenían su cueva de verdad donde encerraban a las ovejas cuando estaban pariendo y luego sus hortales que regaban y de donde sacaban tomates, patatas y otras hortalizas.  Claro que el Prao de los Chortales todavía se encuentra más elevado y más en la profunda sierra. Casi en el infinito a pesar de haber estado allí varias veces y a pesar de lo hermosísimo que es ese rincón de la sierra.  Pero esto de Cuevabuena, hay qué ver lo que me fascina por encontrarse en el lugar que tanto me asombra.

 

           - De Cuevabuena a Prao Chortales no se echa más de una hora. La senda que lleva a Cuevabuena sale de ahí mismo y también sale al pasar el tranco y remonta por Cañadillas para arriba a dar al collado de los Lagartos. El de este lado es el de Pocico. Por la vaguadilla aquella, por el mismo cortadillo que se ve, allí están las paredes  del cortijo. Los de Prao Chortales venían con frecuencia por aquí, era por ese camino por donde bajaban con las bestias.

 

           Que también bajaban por el arroyo de María, el que tú dices que conoces pero ese camino estaba más complicado de andar. Porque allí, hasta la cascada que ya hemos dicho, sí se va bien pero de ahí para arriba, si no se conoce el terreno, te puedes complicar mucho. Por eso no me extraña nada que aquel día os perdierais y tardareis tantos horas en salir del rincón. Pero ahora que me lo cuentas, te digo que tú hiciste bien echándote por el mismo surco del arroyo. Tiene sus problemas pero se puede recorrer desde el Prado hasta el puente de los Agustines y ese sí es camino seguro para no perderse.

            

           En la tarde tibia que el mes de enero desparrama por los barrancos de estas sierras, bajamos nosotros por la carretera. Queremos descender hasta el cauce del Guadalquivir a la altura de la que fue venta  de la Victoriana pero nos desanimamos frente a la pendiente, la humedad del terreno y la larga cuesta. También por las alambradas que ahora han puesto encerrando a los olivos. Pero desde la carretera, miramos y mientras me explica, escucho atento:

- Pues aquellas blancas casas que se ven sobre los voladeros son la Ermita de la Hoz.

- ¿Y por dónde se llega a tan hermoso lugar?

- ¡Hombre! Un poquillo más allá de arroyo Martín, donde está el campamento, a mano derecha, se mete un carril para abajo y va justo a las casas de la ermita.

- ¿Quién vive allí?

- Dos o tres familias. Desde hace tres años nosotros tenemos allí  un cortijo. De mi hermana que ya murió y está en el suelo. Más para arriba de lo del Cascabito tenemos otro cortijo, más para acá de aquello que se ve por debajo, y está también en el suelo. Aquello se llama el cortijo del Torrafejo. Se le quedó el nombre de Iznatoraf. A ellos le decían los torrafejos. En las casas de la ermita, a veces, hay cinco o seis familias. Casi todos parientes míos pero que como ahora tienen casas en los pueblos, de continuo no viven en este lugar.

 

           Miramos hacia la hondonada por donde corre el río y abajo, una llanura.

- Se llama Era de Javier

- ¿Y por qué están abandonadas esas olivas?

- Porque nosotros mismo también las hemos dejado. Esas que tienen más montecillo, no estas de la derecha, que por ahí se empieza para arriba, son mías. Las otras, de mi sobrino y las que siguen, de mis parientes. Y fue la última parcela. Se hicieron unas particiones y dijeron: “bueno, pues ahí ahora van a llevar todos doce o catorce olivas”. Y ahí están todas comidas por el monte y abandonadas.

- ¿Y las tierras que pegan al río?

- Eso eran todo huertas, antes. Ahí enfrente es donde está la fuente del Caminero. Ahí se administraba el pobre hombre. Por encima de fuente Negra está la boquera del arroyo de los Masegosos.

- ¿Y la tierra llana que hay allí mismo junto al río?

- Aquello es que lo allanaron un poco pero el río pasaba no por aquella izquierda sino por la parte de la derecha. Lo arreglaron para el camping que pusieron en fuente Negra. De ahí sacaron mucha arena los de Villacarrillo.

 

           - ¿Y cuando en aquellos tiempos llovía bien?

- Pues a la pobre gente, los que iban por estos caminos, donde les cogía los temporales se tenían que quedar en la venta  de la Victoriana. A lo mejor estaba lloviendo seis y ocho días sin parar.  Me acuerdo yo que hubo años que estuvo lloviendo hasta veinte días sin parar. Por la corriente del río pasaban los pinos con raíces y todo. Los que estaban cerca de la corriente los arrancaba el agua y se los llevaba río abajo. Por ahí hay una era. Pues de la era para arriba había un trozo de camino que lo cubría la corriente.  Nadie podía pasar cuando el agua era tanta. Ni con las bestias.

 

           Caminamos por el trazado de la carretera asfaltada y venimos hacia el muro del pantano. Antes de llegar al arroyuelo de la Victoriana me dice:

- Este es el poso de las monteses.

- ¿Y eso que es?

- Pues que las cabras monteses, cuando bajan al río, siempre pasan por aquí. Alguna que otra se va más para allá pero la mayoría pasan por aquí. Al otro lado del río antes se juntaban unos hatos de cabras domésticas que daba miedo. Los de Cuevabuena eran los que más tenían. Después plantaron las olivas y de lo que sí me acuerdo muy bien es de cuando trillábamos nosotros en esa llanura que queda por debajo de las olivas, cerca del río. Primero estaba en aquel lado, por donde se ven aquellas olivas grandonas que son mías. Luego ya la hizo mi tío aquí en este lado.

- ¿Qué trillabais en la era?

- De todo lo que se cogía por ahí. En los sitios mejores se sembraba trigo y garbanzos. En los malos se echaba cebada y se dejaba que creciera a su aire. Trigo recogíamos para cinco o seis meses. Antes es que estaba todo muy diferente a como ahora.

 

           - En el cortijo de la Victoriana ¿cuánto vivíais?

- Tres familias. Mis padres, una mujer que se llamaba Dolores, prima hermana de mi padre y mi abuela. Al final se quedó sola mi tía hasta que murió ahí. Ya por aquel entonces hicieron la carretera y nos subimos    al cortijo que hay ahora por estas curvas. Lo de abajo, lo que pega al río, se quedó abandonado como el viejo camino que hasta entonces se había usado para entrar y salir de estas sierras.

- ¿Y te acuerdas tú de cuando andabas por aquí con las bestias?

- Hasta de cuando cogía los peces en los charcos del río.  Los cogía con la mano en los agujeros de las piedras.

- Pero el río sería peligroso.

- Yo siempre he nadado como una trucha. Cuando era chaval, por aquí nos juntábamos por lo menos ocho o diez muchachos.

          

           En la venta de los García Franco nos daban clase. Hasta ese lugar bajaban los de la hoya  de los Trevejiles y allí nos juntábamos casi treinta muchachos. Los de la Hoya  subían desde allí por ahí para arriba hasta sus cortijos. No por el carril  que hay ahora sino por aquella ladera para arriba. Por donde ahora está el puente de los Agustines antes había uno de madera. En aquellos charcos también nos bañábamos y lo que son los muchachos, para divertirnos, metíamos las bestias en el río y nos echábamos encima para hundirlas en el agua. Por aquel punto del río había muy buenos charcos de agua.

          

           - Y eso de la cambra ¿qué era?

- Pues un punto que había por ahí que era donde apilaban la madera. Le decían el “Cambrao”. Yo he visto bajar la madera por el río.

- ¿Cómo era?

- En los sitios más difíciles del río, donde hay muchas piedras, ponían monte y la encajonaban para que siguieran por la corriente.  Si se les encasquillaba en algún sitio, con unos ganchos que tenían, la iban pinchando y tirando de ellas para que siguiera por la corriente.  Tenían un gancho y un pincho. ¡No han padecío los hombres en este río encauzando madera! Junto a las orillas del río antes no había tanto monte como ahora.  De labrar la tierra y tanto animales como había, el monte no crecía tanto como ahora. Antes todo el mundo tenía ovejas, cochinos y cabras.  Por todos estos prados del río también había muchas vacas. Como había muchos animales no había matas apenas.  Se andaba por cualquier sitio y no como ahora que el bosque se ha espesado tanto que ni se ve por donde iban las veredas ni se puede dar un paso sin tropezar con vegetación. Está bien que se conserve el monte pero tanto, me parece que no es bueno. Estos de ahora se están pasando como se pasaban aquellos de antes. Unos por modernos y otros por antiguos.

 

           Antes cortaban la madera mejor que ahora. Antes, al pararse la savia, la cortaban, se secaban las traviesas y al agua. Era por las fechas en que el río llevaba mucha agua cuando la echaban a la corriente.  Por la orilla del río había muchas cuadrillas. Yo los he visto con un caldero en una lumbre y allí guisaban y lo hacían todo. Hasta me acuerdo cuando comían que rodeaban la caldereta aquella, cogían una cuchará y daban un paso para atrás y así hasta que se comían todo lo que hubiera en aquel caldero. Había un chiquillo que estaba pendiente y cuando veía que quedaba poco, cuando le parecía,  tiraba la cuchara por el suelo y los hombres dejaban de comer.  Allí quedaba para el muchacho un poquillo para que también comiera algo. Eso lo he visto yo con mis propios ojos y me gustaba. Aquellas personas, sin tener estudios ni ser culto como ahora, tenían su conocimiento y se ayudaban mucho unos a los otros.

 

           Ya hemos cruzado el arroyuelo que baja desde Cuevaoscura. Seguimos subiendo por la carretera asfaltada y como no dejamos de mirar hacia la derecha, barranco por donde corre el Guadalquivir, le digo:

- En las ruinas de una de la venta que había junto al viejo camino que subía por el río, el otro día cogí algunas granadas.

- ¡Claro! Son los granados que teníamos sembrados cerca de   los cortijos y en las acequias. Aunque ya todo se ha hundido y se desmorona en la soledad y el abandono, los árboles siguen vivos y dando los frutos como en aquellos tiempos. En la venta de arriba, la que estaba más cerca del muro del pantano, antes paso del Tranco, por allí es que tiene que haber muchos granados. Era una tierra muy buena la que tenía esa hondonada y el Foro la labraba con mucho interés. Por ahí tiene que haber dos o tres granados muy buenos. De esos mollares que le llaman que son los que los granos apenas tienen “pepitas”. Pero ahora ya nadie recoge la fruta. Las cosas no son como antes que se recogía todo lo que crecía en las huertas. Las granadas se comían con las migas y estaban riquísimas. También cuando las personas estaban recogiendo las aceitunas, se echaban en la barja algunas granadas para comérselas de postre después de la merienda al medio día.

 

            - De las dos ventas, la del Foro y la de la Victoriana ¿cuál era más pequeña?

- La de Foro. La de arriba está dividida en dos partes. Si has estado por allí, lo habrás visto. La que se encuentra entre las piedras es la más vieja. Lo otro, lo que está en la misma morrilla del camino, lo hicieron después y por eso es más nuevo.  De esa venta yo me acuerdo ahora de una aventura muy curiosa. Una tarde, subimos mi madre y yo. Habían amasado y tenían por allí un marrano. El marrano de la matanza que siempre hemos criado en estos cortijos serranos. Lo tenían sujeto con unas tablas. Cuando terminaron de amasar el pan, lo pusieron sobre los tendíos para que se viniera un poco, decían ellas. Se escapó el marrano y se fue derecho a donde estaba el pan. Pegó así una “gañafetá” y todos los panes salieron rodando. Los que no se comió el marrano fueron rodando hasta el barranco. De aquella aventura sí que me acuerdo yo muy bien.

 

           - En lo del Floro ¿quién vivía?

- Pues primero vivió él y la abuela. El tío Floro que es como le decíamos. Y luego, han vivido los hijos. Los hijos uno se llamaba Miguel, Encarnación y María Clara. Ya han muerto todos. Una de ellas después vino e hizo las casas que ahora hay junto a la carretera. Tampoco vive ya. De esta familia sólo quedan hijos e hijas del hijo, del Miguel. También una nieta de la María Clara. Los de la Encarnación están por Francia y por ahí. Le vendieron las tierras a unos primos suyos y nadie queda por aquí.

 

           Cruzando de un lado para otro va el tendido eléctrico que sale desde la central  que montaron por la parte de abajo del muro del pantano.

- Este tendido lo montó no la Sevillana sino la Benjamol, que es como le decíamos nosotros. Estando trabajando en este montaje, ahí mismo murió un amigo mío. Estaba montado en un poste, le dio la corriente y ahí se quedó el pobre. Me acuerdo que uno de los que por aquellos tiempos mandaba en estas obras, cuando venía algún serrano pidiendo trabajo le siempre le decía:

- Yo soy tío cojones y ahora mismo no tengo trabajo para ti. Pero ven mañana a ver qué se puede hacer.

Al día siguiente volvía el pobre hombre, más cortijo y sin saber qué decirle. Tenía que venir porque en aquellos tiempos no había otra cosa y las criaturas se morían de hambre. El que mandaba le preguntaba:

- ¿Tú fuiste el que estuviste hablando conmigo ayer?

Y el hombre le decía que sí y luego le insistía en que necesitaba trabajar para que sus hijos no se murieran de hambre. El que mandaba le decía:

- Pues vente pasado mañana. A tal hora enganchamos.

 ¡Hombre, dile que sí el primer día y no tengas a la criatura humilladas y dando esos viajes! Pero así fueron las cosas por estas sierras.

 

           Desde las casas de la curva de la carretera bajamos por entre los olivos y nos asomamos a surco por donde corre el río.

- ¿Cómo se llama esto?

- Todas estas tierras eran de mi abuela pero a este trocico le llamábamos el Tabacal. Se ve que ese rincón estaba más escondido y lejos de los caminos y por eso lo usaban para sembrar tabaco.  Ahí mismo mana una fuente que le decíamos nosotros la fuente del Tabacal.  Mi abuelo sembraba por aquí tabaco. ¡Qué hay que darse cuenta lo que padecía el pobre! Me contaba a mí mi padre que de los garbanzos que criaban por aquí, mi abuela tostaba una almorzá, en la lumbre, en las ascuas, se los liaba en una servilleta y venía un muchacho y se los traía a una casilla que había por encima de la torrecilla aquella. Eso era lo que comía a lo largo de un buen día de trabajo. Le decíamos a eso las olivas de la Casilla.  Allí hay una fuente y ellos estaban allí trabajando. En un cuchitril que no sé ni cómo podrían tirarse allí siquiera.

- ¿Y por qué se quedaba allí?

- Pues como tenía tierra por toda esta ladera que va hacia el túnel del Tranco, para no bajar todos los días a la venta del río, se quedaba allí. De este modo se ahorraba subir y bajar todos los días estas inclinadas laderas. Las pocas fuerzas que tenían las reservaban para el trabajo. Mientras que subía y bajaba estaba por allí haciendo algo.  Las tierrecillas que quedan al otro lado, lo que no se ve desde aquí, le dicen la hoya  del Lentisco. Era de Antonio el Foro. Se ve que allí había muchos lentiscos cuando pusieron las olivas y por eso se le quedó el nombre de la hoya  del Lentisco.

 

           - ¿Y el puntal ese donde está la era?

- Eso es la Tejera. Ahí había una casilla antes. Eso también era de mi abuelo. Lo que pasa es que el arroyo aquel, eso más malo, se lo vendió a uno de los de arriba, de los Masegosos. Empezó a decir:

- ¡Coño, que tú tienes muchas olivas! Hombre Francisco ¿por qué no nos vendes estas de arriba? Total que ya lo convenció y le vendió aquello que estamos diciendo.

- ¿Por qué se llamaba la Tejera?

- Porque allí han hecho la teja para muchos de   los cortijos que había por aquí y más lejos. Posiblemente para el cortijo de abajo. Por allí hay dos garituchos que yo no sé cómo podían bajar por esos sitios con las bestias. Ya las he bajado  agarrándolas del rabo para que se sujetaran. Para subir tenía que empujarles. Hacían tejas allí. Quizá se conozca todavía dónde fue exactamente.

 

           Mi abuelo, primero vivió aquí abajo en un covacho. En un sitio que le decían la hoya  del tío Diego. Eso se ve que era de uno que le llamaban Diego. Ahí se refugió mi abuelo y poco a poco empezó a trabajar por aquí y así se fue haciendo de todas estas tierras que ahora vemos. Él mismo se levantó el cortijo que ya venimos diciendo y después los hijos siguieron con las faenas.

- Y de tu madre ¿qué recuerdas?

- Muchas cosas pero lo que no se me borra nunca fue cuando ya se puso mala y murió. Yo era jovencillo entonces y no me daba cuenta de las cosas pero ella se puso mala y murió en ese cortijo de la orilla del río que venimos diciendo.

- ¿Y dónde la enterrasteis?

- En Villanueva. Desde aquí la sacamos en una caballería. Metida en la caja y unas pocas personas acompañando el entierro. Primero había que ir a por la caja al pueblo y luego llevarla. ¡Ya era eso penosos también!

 

           En  un cortijo que antes había en la Vega de Hornos, estando yo trabajando en las obras del pantano, se murió una mujer. Estaba dentro de la casa y la tenía cerrada por dentro. Tuvimos que entrar por una ventana y sacarla. Por una ventanucha pequeña y madre mía la lata que nos dio para sacar por allí el cuerpo de esta mujer sin vida. La metimos en una caja, la cargamos en un mulo y aquello fue un tormento tremendo hasta que llegamos a Hornos. A cada paso del mulo se torcía la caja y venga ponerle piedras, monte, ramales y la caja que se caía del mulo con la mujer dentro. Algunos muertos, yo no sé por qué, daban la lata más que otros cuando se les transportaba en las cajas sobre las bestias.

 

           Vamos cruzando el arroyuelo que baja hacia la venta  de la Victoriana.

- Por aquí mismo, me acuerdo que cuando yo pequeño, había ocho o diez colmenas. Cayó una nube muy grande y bajó una gran crecida por este arroyo. Se las llevó todas por delante.  Sólo dos o tres quedaron.

- ¿Se sacaba mucha miel entonces?

- Sí que se sacaba pero no como ahora. Hasta en esto las cosas son de otra manera porque los panales ya se los ponen a las abejas hechos y todo. Entonces sacaban los panales, los cortaban y la cera no la aprovechaban. Aquí mismo había diez o doce colmenas. Venía yo con los colmeneros. Ellos con sus caretas puestas. Yo siempre como estoy ahora. Me picaban a veces pero yo no les hacía caso. Se me hinchaba un poquillo y ya está.

- Y con la miel ¿qué hacíais?

- Pues guardarla y comer. Íbamos comiendo miel hasta que se acababa. La untábamos en el pan, en la lecha, en el café. Para todo. Había azúcar pero los dineros para comprarla escaseaban mucho y por eso nos teníamos que apañar con lo que recogíamos de estos campos.  Ahora se compra el azúcar, la miel y todo lo que quieras. Pero la miel es mucho mejor que el azúcar.

 

           En aquellos tiempos también le sacábamos buena leche a las cabras y a las ovejas. Cuando les parecía se juntaban y decían: “Que mañana o pasado, nos vamos a juntar y vamos a sacar leche”. Luego, una parte nos la comíamos con migas y eso y la otra, la usaban para hacer queso. El queso de cabra es el mejor que hay. A mí es el que más me gusta.

- ¿Cómo se hacía el queso?

- Cuando se moría un choto pequeño, el cuajo de este choto lo dejaban. Cuando ya estaba seco lo molían y esos polvillos se le echaba a la lecha para que se cuajara. Luego se iba poniendo en pleita y se dejaba que se escurriera y cuando pasaban unos días se podía comer. Estaba riquísimo. Algunas veces nos lo comíamos fresco y otras veces esperábamos a que se pusiera duro. De las dos maneras estaba bueno. Luego se repartía, unos quesos para uno y otros para otros. El de Prao Chortales era queso ovejero y este de Cuevabuena, cabrero porque era donde más cabra había. Los dos quesos estaban buenos pero ya te digo, el de cabra a mí me gusta más.

 

           - ¿Y los puerros?

- Pues Antonio Foro los cogía mucho. Por aquí siempre se han criado muy bien.

- ¿Y qué es lo que se come?

- Eso dicen que para las tripas y el estreñimiento va muy bien. Se escarba y se saca lo que hay debajo de tierra. Es una cabeza como la de los ajos que por eso le dicen también ajos porros. Hasta sabe a ajo pero es mucho más fuerte.  Había quien freía y con las migas o sólo con pan, se los comía. Estos ajos porros se creían mucho por entre las olivas, donde haya humedad en la tierra y por entre las peñas como las esparragueras. Las flores de estas planta, como una bola redonda, unas son blanca como la nieve y otra algo violetas o moradas.

 

           - La fuente de Javier ¿por dónde estaba?

- Cerca del río, en un huertecillo que hay allí pequeño, allí mismo nacía una fuente. Pero aquello se secó ya hace muchos años. De esa fuente cogíamos nosotros el agua para la casa de mi tía. A veces, cuando aquella fuente aflojaba y escaseaba el agua, pues como esa de la Era Javier, echaba un chorro de miedo, con una caballería y en una aguaderas se metían cuatro cántaros y con dos o tres cargas teníamos agua para un par de días.

- ¿Y la tiná esa que había cerca de Cuevaoscura?

- Era de mi padre.

- Pero si me has dicho que a tu padre no le gustaba el ganado. Que no tenía ganado.

- Eso es cierto pero luego los hijos suyos, sí hemos echado ganado. Esa tiná de mi padre los que más la usaban eran los de los Masegosos. Bajaban por aquí con el ganado y luego volvían para arriba. Si se les hacía tarde, pues en esa tiná encerraban el ganado. Luego, la basura la sacaba mi padre y la aprovechaba para las olivas y los huertos.

 

           Rozamos las paredes de la nueva casa, que ya no es tan nueva pero como la construyeron junto a la carretera cuando trazaron ésta y por eso dejaron la de lo hondo del río, pues ellos le dicen la nueva. Por la parte que da al río, entre unas rocas, hay un buen montón de chatarra. Utensilios de hierro viejo y oxidado porque son de aquellos lejanos tiempos. Nos paramos y mientras voy mirando, cojo algunas herramientas y le pregunto:

- ¿Qué es esto?

- Eso es un badil.  Un pedazo de un pico, un jarrillo de lata que era lo que se usaba para medir el aceite.  Es de medio litro. También se usaba para medir el vino y hasta la lecha cuando ordeñábamos las cabras. Esto son unas trébedes y el mozo para sujetar la sartén.

 

           Bajamos unos metros más y ya estamos asomados hacia lo hondo del río. Justo debajo de nosotros quedan las ruinas de la venta  de la Victoriana. Me señala  por entre las ramas de los lentiscos y me dice:

- Aquel covacho que se ve allí, ahí fue donde primero vivieron mis abuelos. Mi Abuela Victoriana y mi abuelo Francisco. Ya te he dicho que luego fueron haciendo el cortijo y de la cueva se pasaron    al cortijo. No era tan poco tan grande. Es que antes las personas se apañaban con poca cosa. Me acuerdo que le decíamos a mi abuelo: ¡Coño, un día tendremos que arreglar este cortijo porque ya no nos podemos “revolver” de tan pequeño que es esto”.  Y él siempre respondía: “No hay que ser tan exigentes. Tierra, sí hay que tener hasta donde le alcance la vista. La casa, conque nos podamos meter para refugiarnos del frío y de las lluvias, es suficiente”.  Y ahora, vengan casas, habitaciones y todo lo que se encarte.  Cualquiera vive hoy  en un  sitio como los de mis abuelos.

 

           - ¿Y esas plantas de hojas anchas y largas que todavía crecen junto a las ruinas  del cortijo y pegado al arroyo?

- Mi abuelo le decía a eso “jabila”. No sé si es así o Fábila. Pasado el tiempo he oído que  otras personas le dicen pita y también áloe. No te puedo decir cual es su nombre verdadero porque esa planta, se ven que alguien la trajo de fuera de estas sierras. En algunos cortijos si la he visto sembrada pero en pocos y todos por estas partes bajas de la sierra. En las partes altas, por Santiago de la Espada, Pontones y esos sitios, se ve que no se da bien. Quizá puede ser que no le guste mucho el frío. Lo que sí sé es que esa planta, algunas personas la usaban para sacar unas hebras que le llaman pita. La sobaban muy bien, la dejaban que se secara y luego de esas hebras sacaban cuerdas y hasta sogas para los aparejos y las cargas de las bestias.

 

           Por donde crece esta planta, desde el puntal de los olivos, que es donde estamos parados y observamos, se ve hasta el viejo horno. El que ellos usaron muchas veces para cocer el pan, las tortas de manteca y otros exquisitos alimentos.

- ¿Cómo le llamaban ellos a esa tierra que pega al río?

- A eso le decían ellos la Huelga.  Allí por las saleguillas aquellas que se ven más abajo, es donde nacía la fuente que se secaba en los años de poca lluvia. Toda la pintá aquella de aquel llano de enfrente, era otra huelga. Eso ya, pues como echaron muchos escombros ahí cuando construía en túnel de pantano, se quedó perdido. Allí sí que había buena tierra.  El río, a su paso por aquí, estaba pero que se ve ahora. Por este vado, tenía muchas piedras y como echaron muchos escombros, pues se quedó más nivelado. Por las covachas esas del río he sacado yo culebras hasta de dos metros de largas. La cosa de los chavales que se lanzan y se meten en todos los sitios.  Cuando metía la mano en una covacha, si había un pez, lo sacaba y si tentaba una culebra, pues me decía: “Esta la saco yo”. Tiraba de ella, la sacaba por esos cascajales y ella sola se volvía otra vez al agua. Los peces nos los comíamos pero los chicos y las culebras, no. Los pineros que iban antes por los ríos conduciendo troncos de pinos se comían hasta los lagartos y decían ellos que sabían a gloria. Las ancas de las ranas, también y todo bicho viviente por los charcos y las orillas de la corriente.

 

           - ¿Cómo se llama el charco que vemos cerca de las ruinas?

- Es que antes, ahí no había charco. De tantos escombros como cayeron ahí y la broza que ha ido creciendo, el agua no tiene tiro y por eso ahora sí se forma el charco que estamos viendo.

- Pero había un buen charco por aquí cerca.

- El de arriba. El que nosotros siempre hemos conocido como el de la Cruz del Ahogado. Ahí es donde había un charco que te tirabas y luego para subir para arriba decías: “Leche ¿qué pasa aquí?”  Ahí sí había un charco bueno.

- ¿Cómo fue eso de la ahogada?

- Había un fresno en este lado del río. Al salir de las escalerillas, por debajo. En la orilla de las olivas. Resulta que a la muchacha ahogada se le enganchó el pelo en una rama de ese fresno. Allí se la encontraron.  Eso es lo que yo oí contar y decían que ella venía ahogada de otro sitio. Que se cayó al río mucho más arriba de este charco.

- ¿Recuerdas tú que se ahogara alguna vez alguna bestia?

- Los animales nadan muy bien. Al río hemos echado nosotros muchas veces los cochinos y sin problemas se cruzaban la corriente y se iban al otro lado. Y no se podía pasar el río de tanta agua como llevaba. Los marranos se estaban un rato por aquellas laderas y luego se volvían otra vez al río, se tiraban al agua y    al cortijo a comer.

 

           Un poco más abajo, por donde hemos dicho que estaba la cambra, es por donde se cortaba un poco el camino cuando había riada. Aquellas olivas que se ven allí son las del Canalón. Pues allí había un charcazo que daba miedo. En ese punto es donde yo he visto a las nutrias. De día nadando por el agua. Y de noche, me cago en diez. Como dormíamos con los animales por ahí, decíamos: “Vamos a ver si oímos a las truchas”.  Nos acercábamos al río y enseguida plas, plas, dos o tres  “Champletazos” y a hundirse en las aguas del charco. En el Guadalquivir, siempre ha habido muchas truchas y en aquellos tiempos más que ahora. Eso que dicen que los serranos hacíamos mucho daño a la naturaleza. Pero esto es verdad. El Guadalquivir siempre ha tenido hasta trucha y ahora ni siquiera peces.

 

           Una noche, en la venta  de los Puros, en la cascada aquella que baja de la cañá de los Caballeros, pues por ahí se metió una para abajo. Ahora no me acuerdo qué persona era la que iba conmigo pero yo le dije: “Eso me parece que es una nutria”. Y es que al pasar por allí, de entre el monte, salió un animal huyendo y se fue hacia la corriente del río. Yo las he visto muchas veces nadando por debajo de las aguas. Nadan con una elegancia y belleza que asombran. Por las noches salen ellas a las orillas de los ríos.

- ¿Y las habéis cogido alguna vez?

- Yo nunca he cogido ninguna nutria. Ni recuerdo que las personas que vivían por aquí hubieran cogido alguna. Son muy difícil cogerlas pero si uno se pone, como todo en la vida, se consigue.

 

           - En aquellos tiempos, de las personas que pasaban por este camino del Tranco hacia el pueblo del Villanueva del Arzobispo o al contrario ¿quién paraba en la venta de tu abuela?

- Cuando a las personas les cogía la noche por aquí cerca o hacía mal tiempo y todavía les quedaba mucho camino, se paraban y aquí se quedaban a dormir.  Si venían muchos, algunos se subían a la segunda venta que ya hemos dicho era la del Foro, un poco más pegada al tranco que daba paso hacia un lado u otro. En el suelo es como se dormía otras veces. En las cabeceras aquellas que tenía mi abuela. La mayoría de las cabeceras que se tenía entonces eran de farfolla, de las hojas que se le quita a las mazorcas de maíz. ¡Anda que no se dormía bien!

 

           Desde donde estamos asomados al surco del Guadalquivir y mirando hacia las ruinas de la ya desaparecida venta se ve el canalón por donde cae el arroyo que baja desde Cuevanegra. Entre nosotros y las ruinas de aquella venta, tierras llanas ya muy pegadas a la corriente del río, hay una mancha de espeso bosque. Por encima y por abajo sembraron olivos pero por donde se apiña este rodal de monte, no hay olivos. Más pegado a las ruinas de la desaparecida venta, de entre la espesura surgen unas potentes rocas. Le pregunto:

- ¿Cómo se llaman?

- Justo ahí es donde secaba mi abuela los higos. En las cuevas esas. Por el lado de abajo hay como una especie de cueva. En ese punto se abre como una sima, que es como le llamaban ellos. En esa raja, una vez, tiraron un perro dentro de esa sima y aquello fue lastimero de verdad. Hasta que el animal no se murió se pasaba los días y las noches chillando dentro de esa sima. Por lo menos una semana estuvo chillando hasta que ya se murió por agotamiento y de hambre. Aquello fue muy lastimero. No podía salir y chai chai, chai chai, hasta que murió. No supimos nunca quien fue la persona que tiró a ese perro en la sima que te digo. Nosotros nos asomamos a la sima con la intención de verlo y sacarlo, si se podía pero no pudimos verlo. A eso siempre le hemos dicho la hoya  del Tío Diego.

 

           - Cuando ya empezaron la construcción del pantano ¿qué cosas viste tú pasar por este camino?

- Los primeros tubos que llevaron a donde luego levantaron el muro del pantano, los vi yo pasar por la vereda que pasaba rozando la venta de mi abuela. Eran unos tubos que los cargaban sobre bestias y desde Villanueva los traían siguiendo el trazado de aquel viejo camino hasta el muro del pantano. ¡Madre mía que duro era aquello y cuánto sufrieron los pobres hombres que los acarreaban y las bestias! Antes del acarreo de estos tubos yo he visto pasar por ese viejo camino muchas pieles repletas de aceite.  Venían a por él al molino de los Agustines. También vi pasar por ahí muchas maderas, costales llenos de harina, trigo y otros cereales. Por aquí la única bestia que se ahogó fue en el charco  del Aceite.  El charco  de la Pringue que es como le han puesto ahora. Allí sí se ahogó un borrico.

 

           - ¿Y el lugar llamado Tejera?

- Aquel puntal que se ve allí.

- Dónde ahora se levanta el hotel de Cañailla ¿había antes algún cortijo?

- Donde mismo está el chalé ese que han hecho nuevo, había  un cortijo. Más arriba  se encontraba la tiná. En la hoya del camino que sube a Cuevabuena. En ese cortijo vivían los del Prao. El tío Juan José, le decían. Hizo ahí un cortijillo para cuando se bajaba con los animales en las épocas de la nieve. Allí arriba nevaba más y por estos huecos se podía vivir y los animales podían comer algo. Ya sabes, cuando digo los del Prao, me estoy refiriendo al Prao Chortales,   los cortijos que había en la punta de arriba del arroyo de María. Luego le vendió eso a un primo hermano de mi padre. Pasado el tiempo se lo vendieron al hombre que lo tiene ahora. Ese no es de aquí. Vino de Madrid.

 

           - ¿Por qué no repasamos algunos nombres por aquí?

- Pues el portillo aquel que se ve allí, al lado de la vaguada esa más pequeña. Allí hay un portillo que se llama el puntal  del Escribano. El de arriba es el collado de los Aires. Donde la piedra que más levanta, al bajar abajo. Entre medias y luego a subir así, de ahí para allá, todo eso es la lancha de la Escalerilla. Más allá siempre hemos visto a las monteses. Ahí mismo, en la piedra esa rubia que hay en medio, por debajo, nace un venero que se llama la fuente de los Tobazos. En ese punto también se han visto monteses. Por todo el poyatón aquel que se ven varias matas, que aquello le dicen la piedra  del Engarbo, también se han visto. Más para acá tenemos la piedra  de la Graja. El puntal que por todo lo alto baja para el portillo del Tranco, de siempre se le ha dicho los Legíos. Allí salen muchos caracoles de esos gordos. Los legíos del Tranco le decíamos nosotros. Legío es un sitio apacible para que coman ellos. Ese rincón siempre ha estado muy “enverdinao”.

- ¿Cogíais vosotros los caracoles?

- No mucho pero alguna vez sí los hemos cogido para comerlos. Desde el pueblo venían personas a buscarlos y cogerlos para luego venderlos en el pueblo. Más allá del Prao Chortales, iban a por cargas enteras de caracoles. Pero el caracol de allí era de ese pequeño, el “serranillo” que es como le decían ellos y era rayado. Estos de los Legíos eran más finos y más gordos.

 

           - El túnel que conduce el agua que sueltan del pantano ¿por dónde va?

- Justo por aquel lado del río desde el muro hasta por debajo del charco  del Aceite.  En la punta aquella donde se deja caer el monte, donde allana aquello un poco, ahí mismo tiene una puerta.  A la altura del Rayo tiene, otra y ya la salida al río que hemos dicho se encuentra cerca del Puente de los Agustines.

Desde el puntal donde estamos remontados frente al río y a las tierras donde estuvo la venta, nos movemos para los lados. Como ya estamos fuera de las tierras de los olivos encontramos muchas matas de hierba y monte.  Una parece esparto pero como no estoy seguro se lo pregunto:

- ¡Pues claro que es esparto!

- ¿Se cría por aquí?

- No mucho pero sí que se cría. Nosotros lo cogíamos y lo usábamos para hacer ramales. De estas matas se sacan crineja, pleita, cordel, sogas para lo que sea y esparteñas. En trenza o en ramalillo. De la crineja se hacen las esparteñas y luego se tejen unos cordeles y con ellos se cosen las esparteñas. Se hace una guita y se le hace la cara a la esparteña y el talón.

 

           - ¿Cuál es el esparto bueno?

- Tiene que tener casi medio metro de largo.  Por encima de lo de Foro habrá diez o doce matas de estas. No muchas, un roalillo allí. Lo suficiente para coger seis o siete mañas de esparto. De esas mañas grandes.

- ¿Mañas se llama?

- Un manojo pequeño que se divide en dos o tres partes más o menos iguales. En lo alto de un leño se picaba con una maza. Se machacaba bien para hacer cestos, cubiertas para las caballerías y cuerdas para atar todo lo que fuera menester.

 

           Ya lo despido. La tarde va cayendo y como lo más importante, lo que de verdad apetezco y necesito, lo hemos repasado y andando, vamos despidiéndonos. Ahora siento tristeza como tantas y tantas veces en los infinitos rincones y caminos por estas sierras. Mudamente me digo que cuando otra vez llegue el invierno, todos estos barrancos quedaran cubiertos por las nieblas. Empapados por las lluvias, cubiertos por las nieves y las escarchas. Una vez más parecerá que el fin del mundo ha llegado. Que al alma se le ha terminado su tiempo de permanencia en esta estancia. Una vez más parecerá que estos montes, caminos, ruinas de cortijos, madroñales y olivares ahora tienen valor precisamente porque hubo un tiempo que fue amanecer y, aunque duro y doloroso, muy hermoso. Por eso tiene ahora sentido y saben a trascendencia las horas del atardecer. Y para mí me pregunto por qué ahora me quedo por aquí en forma de melancolía y gozo. ¿Por qué parece que por aquí donde tengo mis raíces, mi esencia última, el paraíso donde permaneceré todo la eternidad?  

 

           En el sueño yo vi como la mañana estaba clara, el viento sereno y el azul del cielo brillaba con una luz nunca vista en las cumbres de estas sierras. Y vi que varias nubes blancas cubrían parte del espacio del barranco hondo y desde las grandes laderas, espeso el monte, chorreaba.

 

           Por el mismo centro seguía corriendo el río y por su orilla y desde el charco azul hasta el paso del tranco, como en aquellos tiempos, subía el camino pero hoy era mucho más ancho y bello.

 

          Y por donde estuvo el tranco y ahora se alza el muro del pantano, se presentaba la gran escalinata de asientos de cristal y por ellos repartidos, estaban los serranos viejos, casi todos de manos arrugadas y caras negras y de nombres desconocidos pero de sonrisas claras como las mismas aguas que fluyen por las fuentes del río grande.

 

        Y por abajo, desde el charco, subía el cortejo con la solemnidad del misterio  que es eternidad y al frente, desde las escalinatas del tranco, la voz del que había sido anónimo y, en su corazón, bueno, dijo:

- Ha llegado el momento que tanto hemos soñado.

Y quise preguntar cuál era ese momento pero ante la visión del barranco y la escalinata de cristal, coronada por la misteriosa nube blanca, donde sigue abierto el tranco, guardé silencio y esperé fascinado por su sonrisa clara.    

 

           La fragancia eterna.           Ir al índice

           En la mañana fría de este mes de enero y cuando la nieve cubre blanca la cresta de los cerros, me arde la llama de aquel dulce momento que se abrió y se hizo eternidad por las laderas que son romeros.

 

        Venía la senda toda en su luz cayendo desde el cortijo del puntal dorado  y por ella, la hermana, la madre y la abuela, bajaban con su sueño y padre iba con sus ovejas hacia el lado de la cumbre que es guía del lucero y el hermano mediano también con su ilusión y su blanco perro, venía como jugando a un abrazo de cristal y viento y en este transparente y puro juego, llegó al borde del charco, cerca del copioso venero.

 

           Y al instante se agacha y bebe y le dice a su perro:

- Acércate tú también y bebe que esta agua sabe a miel y a caramelo.

Y su perro bebe y mientras el hermano pequeño busca una piedra por el lado que besa el sol del crudo invierno y se sienta frente a las aguas que son espejo de Ti, de la eternidad y del azul del cielo y está él todo gozosamente pleno mirando a las aguas que chorrean limpias cuando ve que su perro bebe y no para y ve que por el ramal derecho, llega la hermana, la madre y la abuela y al instante le dan su beso.

 

         Y como la princesa aquella, estaba rebosante de tu amor sano y de la presencia de lo que al corazón llena por dentro, la hermana pequeña dijo, sin querer y queriendo:

- Contigo, esta agua miel y con tu perro, me voy a quedar porque a tu lado ¡qué bien me siento!

 

           Y cuando ya, de aquel cuadro tan sencillo pero de sinceridad bien lleno, ha pasado tanto tiempo, en esta mañana fría de este gris invierno, estoy aquí y sigo allí presente junto a las aguas del gran venero y al mirarlo desde la distancia y el calor que da el recuerdo, frente a la eternidad que me regalaste, me siento con mis brazos abiertos y recogiendo desde la mañana que brota por el cerro hasta lo más íntimo de mi corazón y abrazo emocionado a la hermana dulce, a la madre reina, a la abuela incienso, a las aguas miel y a los paisajes y a mi perro. 

           Y aquel día, ahora  mismo, en mi  pecho me arde en llamas que  brotan del dulce  momento  donde Tú estabas y estás dando la vida para que, además de glorioso, sea eterno.  

 


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